Análisis del programa. francés
Bas les masques
Jean-Louis Comolli
Un conocido programa
francés permite analizar ciertas confesiones que guían algunos programas
televisivos, sus contenidos, sus estrategias y sus puestas en escena, los
deseos que disfrazan, el régimen de complicidades que despliegan.
Bas les masques (*) (Abajo las máscaras) está centrado en una
sola cosa: el reconocimiento del conflicto sexual ‑entre individuo e
instituciones como aquí, entre sexos, 13 entre padres e hijos, entre parejas,
e incluso dentro de una misma persona, como en el caso de los travestidos‑.
Lo único que interesa es hablar de ello, dando a la violencia, la indecencia y
la obscenidad de esta monomaniática exigencia de confesión la apariencia ‑y
la garantía‑ de un exorcismo del sufrimiento. La modalidad de funcionamiento
es la de: la confesión libera. O bien: hablando la gente se entiende. (Entre
paréntesis, se recae otra vez en la ilusión positivista: nombrar la cosa
equivaldría a tocarla, alcanzarla, darle vida... ‑por lo tanto, se da
por supuesto un mundo donde exista una correspondencia y convergencia entre
las posibilidades de existir y decir‑, lo que, por cierto, difiere de la
visión que tiene el cine del asunto).
DOBLE COACCIÓN
Pero el tipo
de sistema que rige el programa es e1 de la doble coacción: hablar sólo de
ello ‑sexualidad, transgresión, perversión, anormalidad, desviación-
y sólo desde el punto de vista del sufrimiento, la dificultad, la censura
(tanto en el significado social del término como en el psicológico), condición
que justifica a la vez la confesión y al confesor. Se trata, por lo tanto, de
hacer decir, claramente o a medias palabras, con la garantía de la compasión,
exactamente lo que se quiere oír. Se trata de una confesión programada, de un
enunciado esperado, al que un espacio ha sido reservado de antemano. Ya se
conoce el resultado de la partida.
Se está
frente al esquema clásico de la confesión escandalosa, la más alta forma del
reconocimiento de culpa en la religión católica (ver en anexo cita de M.
Foucault). Si sólo se habla del escándalo, es para corregirlo.,. Si sólo se
trata del Diablo, es con la voluntad de exorcizarlo... Pero queda la
posibilidad de invertir la fórmula, con el resultado de que si se coloca en
primer término la voluntad de exorcizar, de corregir, la compasión, la escucha,
el compromiso, es para hacer hablar, para saciar el deseo de saber algo más
sobre aquello, el que se sitúa (ver Foucault) dentro de la voluntad global de
saber qué atormenta a las sociedades occidentales... Entiendo lo que te cuesta
decirme (lo que te llevo a tener que decirme del mal), y por lo tanto, entiendo
el mal en lo que me dices...
Por lo
tanto, la propia forma de la confesión es la de la absolución que da derecho e
instila la energía para interrogar al otro.
En efecto,
¿no son la censura, las tendencias reprimidas, lo prohibido, de los que se nos
afirma que obstaculizan, dificultan la confesión, convirtiéndola en algo
conflictivo, una forma superior de astucia de la que se vale el deseo de
contar? ¡Cuánto hay que valorizar lo que se hace circular, lo que se difunde!
Para que haya cliente, ¡cuánto lo enseñado debe dar la sensación de estar fuera
de alcance! Lo que explica la redundancia del tema moderno de lo que no se
puede decir, confesar, nombrar, que no son sino consignas de lo prohibido,
que es, a fin de cuentas, lo que se pone en circulación y se vende con bastante
facilidad. Por lo que existe un afán por hacer decir lo que nunca se ha dicho,
etc.
Así pasamos
de la fórmula de la extorsión de la confesión, que podría ser "el secreto
detrás de la puerta", a la fórmula del deseo de un relato que cada vez
pueda volverse a iniciar, y que se vuelve a empezar de hecho, como es: la
puerta detrás del secreto.
Lo obsceno
no es que los que se confiesan reconozcan sus ‑pretendidas‑
bajezas, sino la visibilidad, la reiterada manifestación ‑histérica‑del
deseo de hacerse cargo (de ellos), expresada, con palabras y gestos, representada
y sobreactuada por Mireille Dumas (MD). Está ahí y lo hace notar. Se
multiplican de un modo excesivo los planos de escucha, planos actuados
donde MD aparece como un cuerpo que sobra, una presencia que está de más, un
peso, un lastre, una presión. Ella presiona y su sobreactuación llega a ocupar
todo el espacio; hay exceso en ello.
De ahí se
desprende que la postura adoptada por MD sea especialmente significativa.
Inclinada hacia delante, domina al otro y lo empuja contra las cuerdas como si
fuese un contrincante en un combate de boxeo. Por si esto fuera poco, al
proyectar su cuerpo hacia adelante, se apoya en los codos, con lo que tiene la
posibilidad de juntar las manos, sin que rece de manera explícita. Es la
actitud la que da la sensación de oración. La postura constituye una respuesta
a la demanda. Con lo que, inconscientemente, se vuelve a representar la
confesión. Sólo falta la reja. O más bien, no falta, puesto que la trama de la
pantalla hace las veces de ella. La ventana del televisor es la brecha a
través de la que se observa, se está al acecho. Con lo que cabe imaginarse al
espectador como a una persona que estuviera instalada en el puesto de control.
Postulado de un espectador‑vigilante.
En el fondo,
la avidez apremiante de MD constituye una muestra gráfica de la paradoja de
Foucault‑Deleuze: nunca se habló tanto de lo que se pretendía esconder (o
tener que esconder), nunca se reconoció de un modo tan claro el afán por
dominar este saber (relativo al sexo), precisamente cuando se lo declaraba
prohibido, indecible.
Hoy ya no se
solicita la confesión desde la perspectiva del moralista o el libertino
(Larlos, Sade), sino desde la de la compasión, de la comprensión, demanda que
no hace sino insistir en la noción de carencia, culpa, abuso, trastorno.
Insistir en la manifestación de lo que está escondido (reprimido, innominable,
indecible) equivale a afirmar lo que se esconde para, por fin, llegar a
expresarlo mejor.
De hecho,
nada de lo que se dice en esos programas resulta inaguantable, inconfesable,
intolerable, en una palabra, auténticamente escandaloso. No hay nada más ni
nada menos que lo que se dice o escucha en otras partes. Nada. Salvo que lo
dicho lo está en el marco de una relación retorcida: es cierto que el que se
confiesa está presente para exponer sus tormentos y conflictos, mientras el
confesor ‑evidentemente, hay que poner aquí este término y este puesto
en femenino: MD es una mujer, hecho que no es extraño al estilo y tipo de
espacio, ni a la relación que mantiene con los que se confiesan‑ lo está
para decodificar (subrayar, destacar, ajustar) el trastorno sexual que
manifiesta el enunciado. Pero ella, MD, no lo reconoce jamás. No dice lo que le
excita (al contrario de Sade). Con lo que se falsea la supuesta asunción de
responsabilidad contemplada en el contrato. Mientras que el que se confiesa se
obliga a contar parte de su verdad, que no es más ni menos monstruosa que
cualquier otra, la que desempeña el papel de confesor debe entregar esos
fantasmas al espectador (que en este tipo de programas siempre se supone
proclive a semejante tipo de fantasmas) para que esté en condiciones de
juzgar al otro (es decir, en este caso, de ejercer sobre él un poder imaginario
y desprovisto de riesgos, el que hace posible que se haga cargo de un ser
indefenso que confiesa su desconcierto, su debilidad).
ENUNCIADOS CON EMOCIÓN
A esto
opongo una sola idea: lo que se dice se ha dicho siempre. El problema (del
cineasta) consiste en hacerse entender, es decir, lograr que los enunciados se
conviertan en sentido, emoción, sensación.
En este
caso, se trata de instaurar un sistema de escucha en el que el confesor abandone
la posición de solicitante de fantasmas para escuchar, no lo que quiere oír, lo
que siempre ha querido oír, sino lo que no quiere oír o que no le interesa especialmente,
por lo que podría parecerle que es la primera vez que se formula ante él. Se
trata, pues, de desconcertarlo, desarmarlo. Huelga decir que esto no ocurre a
menudo y nunca a MD. Ella sólo encuentra lo que busca. (Por supuesto, este
control se ve reforzado por el montaje de los programas y la selección de
determinados momentos de la conversación; pero también cabría imaginarse un
montaje que dejase aflorar los inevitables momentos no controlados que se
producen en cualquier encuentro, los huecos, las lagunas, los lapsos, los
vacíos, los que colocarían a la dueña en una posición más crítica. Pero no creo
que esto llegue a ocurrir.)
Desplazamiento
de acento, desplazamiento de apuesta. No se actúa como si lo dicho consiguiese
directamente su objetivo, afectase al oyente o incluso al confesor. Lo dicho no
alcanza nada ni afecta a nadie ‑son palabras que no valen nada‑ si
no se pone en marcha una elaboración que haga suponer la presencia de algo más
en lo que se ha dicho (un significado adicional, una nueva distorsión que
vinculase lo que se dice con el que lo dice y a quien lo dice, y ya que existe
un dispositivo fílmico, dentro de determinado movimiento de cámara, encuadre,
con determinada luz y sonido).
No pasa nada
(como se dice), ni siquiera la palabra o la circulación de significado o información,
si no sucede algo que conmueva al espectador, tal como el filme lo instaura,
algo que tiene que ver .con el relato (cualquiera sea su intensidad: existen
relatos débiles que consiguen su objetivo). En el discurso del personaje
debe haber una fuerza capaz de dar conmigo, aquí, en el presente; es necesario
que el enunciado provoque una atención comparable a la que crea el cine.
El problema
radica en suscitar en el espectador un deseo que no se articulase sólo en la
caricia del cuadro fantasmal, sirio más allá de esa superficie protectora; en
desencadenar algo ‑otra vez, como en el cine‑ que invierta los
papeles, convierta al uno en el otro, al espectador en personaje y al confesor
en el sujeto de la confesión.
Obviemos el
hecho de que las preguntas estén a menudo formuladas de forma que reciban
determinada respuesta. Lo más interesante ocurre cuando, pese a su forma denegatoria
o neutra, estas preguntas vuelven a
traer en el enunciado los significantes mayores: castidad, soltería, etc.
RÉGIMEN DE LA INSINUACIÓN
BENÉVOLA
Con respecto
a la estrategia de interrogatorio de MD, podría decirse que, con su obstinación
por excavar siempre en el mismo surco del sexo, no hace sino "echar leña
al fuego", pero no con la intención de violentar al que se confiesa ‑ya
sea que éste se lo espera, ya que no le importa, porque lo único que le
interesa es soltar su discurso‑, sino con la de seducir al espectador, de
hacerle entender, claramente, con medias palabras o mediante una hábil alusión,
que (sólo) lo hace para él, para que sepa lo que debe saber sobre el tema. En
resumidas cuentas, se comporta como una alcahueta hacia el espectador, invitándolo
a entender sin demasiadas explicaciones que aquí estará bien atendido.
Por lo
tanto, todo eso queda colocado bajo lo que denomino régimen de la
insinuación benévola.
‑
Insinuación de la que ya he hablando antes. Se
trata de designar implícitamente lo que está en juego (palabras claves) sin
decirlo, de decir sin decir, y por tanto, de hacerlo, de llevarlo a cabo, sin
reconocerlo, sin traicionarse. Se observará ‑de paso- que esto, en los últimos años, se ha convertido
cada vez más en un sistema de gobierno. Se dice lo que no se hace/no se dice lo
que se hace = mentira + denegación. Aquí el reconocerlo sería inconveniente e
indecoroso: tus líos sexuales son lo único interesante para mí y los espectadores.
Queda prohibida esta confesión, que debería ser la primera. Pero al mismo
tiempo se cometería un error (comercial) si no se hiciese entender al
espectador que, de hecho, se trata de eso. Lo que explica ese discurso que no
deja de formularse mediante alusiones, de andar con rodeos, aunque sea para
acercarse más al objetivo; ese estilo que hace como si quisiese evitar las
trampas de la grosería, precisamente para, de paso, mejor disfrutar de ella.
Nos encontramos en el sistema de la tentación
disfrazada. Abajo las máscaras: es una forma de decir que se oculta de un
modo flagrante el deseo de gozar de la bajeza del otro, sin que éste lo sepa, a
sus espaldas. Es un mero estilo voyeur que no se reconoce como tal. Un voyeur
disfrazado que desenmascara los objetos de sus fantasmas.
‑ Benevolencia: sí resulta
evidente en el caso del que confiesa, ya que para obtener que lo haga sólo se
le presiona del modo más suave, lo es sobre todo en el del espectador, quien
puede abusar de su posición para disfrutar sin riesgo, ya que no se le
castigará.
La
benevolencia es la nueva dimensión soft del control social tal como se practica
en y por la televisión. Estamos en la era de la amabilidad, del compromiso,
del humano (Humano, esta terrible
palabra que poco a poco aniquila lo que todavía podría quedar de humano en la
relación entre los hombres). Con lo que MD desempeña el papel protagónico de
moda, el de una persona atenta a las confidencias, que aporta una ayuda
humanitaria y cura las heridas. De ahí su tono zalamero y compungido, sus
caritas semi‑desoladas y semi‑glotonas, etc. Todo ese juego con el
objeto de referirse a él sin nombrarlo, es decir, el eterno juego hipócrita de
los agentes del poder que practican lo que ha sido calificado, y con razón, de
"mentira piadosa".
En efecto,
bajo el disfraz de la compasión y la ternura, aflora de forma discreta, aunque
insistente y obsesiva, el comportamiento inquisitorial: obligar a desembuchar, pero no bajo tortura como
antes, sino mediante la extrema dulzura de las palabras y las expresiones. Una
extorsión de confesión gracias a la dulzura.
El confesor
no deja de disfrazar su deseo: el Inquisidor no hacía trampas con respecto a lo
que pedía (el Diablo), mientras que aquí no se reconoce lo que se quiere (el
sexo), con lo que se deja flotar la demanda en el aire, sin señalar su origen
ni los términos en los que se plantea. Por lo tanto, nos encontramos más cerca
de la hipocresía perfecta de la confesión tradicional: nombrar el pecado,
describirlo, para condenarlo mejor (= condenar para nombrar mejor, para gozar
más del nombre del objeto, de su descripción).
La crueldad
a la que se refiere Rossellini (ver Anexo 2) se resume en eso: no manifestar
claramente al otro lo que en él me interesa. (No expresar los términos del
contrato, o hacer trampas con él.) Esto se llama "manipulación'.
Consiste en no expresar lo que se busca, lo que uno quiere o desea. Por lo
menos en la medida en que se sabe de antemano, lo que sin lugar a dudas es el
caso de MD.
Rossellini
tiene razón: se hace gala de una crueldad inútil cuando se incita al otro a
exhibirse sin decirle lo que se espera de él. Pero no es sólo por cobardía que
MD evita reconocer lo que quiere conseguir de sus pacientes: no puede decirlo
de manera clara y abierta, ya que si así lo hiciese la opinión estaría mal
dispuesta hacia su proceder. Al no decir las cosas tal como son deja a cada uno
la posibilidad de hacer trampas. Es lo que se llama "consenso":
todos saben de qué se trata, pero nadie lo dice, ¡con lo que ambas partes pueden
consumir el fruto prohibido con la mayor apariencia de inocencia ‑no
sabíamos, no nos lo habían dicho, no nos han avisado‑! (Recuerdo de paso
que así funciona el fascismo ordinario generalizado y trivializado.)
En este caso, son los
propios términos de la demanda los que no se pueden confesar, ya que si se
confesasen, se derrumbaría la hipocresía necesaria para el disfrute oculto. Se
comparte un pequeño secreto: se puede
gozar con toda tranquilidad de los horrores del otro si nadie lo dice, si se
mantiene el secreto. La televisión de hoy sirve, entre otras cosas, para eso.
Constituir grupos unidos por el hecho de compartir pequeñas transgresiones,
pequeños secretos, pequeñas indignidades, pequeñas perversidades... Como en la
Mafia, el control opera mediante la complicidad en el crimen inconfesado.
Ustedes los receptores de espectáculos y nosotros los productores estamos pringados en el mismo pequeño y sucio
asunto y, sobre todo, no hablamos de ello. Comprometidos juntos, callados
juntos = solidarios, es decir, autocontrolados.
Anexo
1
La
confesión, el reconocimiento: "el deseo de saber"
(Foucault, 1990: páginas
78‑81)
"Sólo
puede existir el desconocimiento cuando se parte de una relación esencial con
la verdad. Eludirla, impedirle el acceso, enmascararla son todas tácticas
locales que, como si fueran sobreimpresiones, mediante un rodeo de última
instancia, acaban por dar una forma paradójica a una demanda esencial de saber.
El no querer reconocer es otra peripecia de la voluntad de verdad. (...)".
"Al
menos desde la Edad Media, las sociedades occidentales han colocado la
confesión entre los mayores rituales de los que se espera la producción de
verdad: reglamentación del sacramento de penitencia por el Concilio de Letrán,
en 1215, y en consecuencia, posterior desarrollo de las técnicas de confesión;
retroceso en la justicia criminal de los procedimientos acusatorios; abandono
de las pruebas de culpabilidad juramentos, duelos, juicio de Dios) y
desarrollo de los métodos de interrogación e investigación; participación cada
vez mayor de la administración real en las diligencias en caso de infracción, a
expensas de los procedimientos de transacción privada instaurados por los
tribunales de la Inquisición. Todo aquello contribuyó a otorgar a la confesión
un papel central dentro de los poderes civiles y religiosos. La propia
evolución de la palabra "confesión" y de su función jurídica resulta
significativa: se pasó de la "confesión' como reconocimiento por alguien
del estatuto, la identidad y el valor que concede a otra persona, a la
"confesión' como reconocimiento por alguien de sus propios actos o pensamientos.
Durante mucho tiempo el individuo se valió de la referencia de los demás y de
la manifestación de sus lazos con otros (familia, juramento de fidelidad,
protección) para acreditar su autenticidad; luego ésta pasó a depender del
discurso de verdad que era capaz u obligado a formular sobre su propia persona.
La confesión de la verdad pasó a constituir una parte esencial de los
procedimientos de individualización por parte del poder".
"(...)
La confesión se convirtió, en Occidente, en una de las técnicas más apreciadas
para obtener como resultado la verdad. Desde entonces, nos hemos convertido en
una sociedad extrañamente propensa a la confesión. Ésta ha extendido sus
efectos hasta en la justicia, la medicina, la pedagogía, en las relaciones familiares,
en las relaciones amorosas, en lo más cotidiano y en los ritos más solemnes; la
gente confiesa sus delitos, sus pecados, sus pensamientos y deseos, su pasado y
sus sueños, su infancia, sus enfermedades y sus miserias; se esfuerza por
decir con la mayor exactitud lo que le cuesta más decir; se confiesa en público
y en privado, ante sus padres, sus educadores, su médico, los seres queridos;
uno se confiesa a sí mismo, en los momentos de placer o dolor, lo que resulta
imposible confesar ante cualquier otra persona y que se convierte en libros.
Uno se confiesa ‑o se ve obligado a confesarse‑. Cuando la
confesión no es espontánea, cuando no está impuesta por algún imperativo interno,
se trata de una extorsión; se la desaloja del alma o se la arrebata al cuerpo.
Desde la Edad Media la tortura la acompaña, como si fuese una sombra, y la
apoya cuando quiere zafarse: negros mellizos. Al igual que la ternura más
desarmada, los más sangrientos de los poderes tienen necesidad de confesión.
En Occidente, el hombre se convirtió en un fanático de la confesión".
"Es
probablemente lo que explica la metamorfosis que sufrió la literatura: se pasó
del placer de contar y leer, que estaba centrado en el relato heroico o
maravilloso de las pruebas de valor o de santidad, a una literatura
abocada a la labor infinita de sacar del fondo de sí mismo, entre las palabras,
una verdad que la propia forma de la confesión hace brillar con las luces de lo
que es inasequible. Explica también la distinta manera de filosofar: no buscar
simplemente la relación esencial con lo verdadero en sí mismo ‑en algún
saber olvidado o en alguna huella originaria‑, sino en un examen de si
mismo que libere, a través de tantas sensaciones fugaces, las certidumbres
fundamentales de la conciencia. Se nos impone ahora la obligación de la
confesión desde tantos puntos distintos, constituye desde ahora una parte tan
intrínseca a nosotros mismos, que ya no vemos en ella el efecto de la presión
del poder; al contrario, nos parece que la verdad, alojada en el lugar más
recóndito de nosotros mismos, sólo pide ver la luz del día; que si no lo
consigue, es porque algo se lo impide, porque la violencia de un poder pesa
sobre ella, y que sólo podrá por fin articularse a costa de una especie de
liberación".
"Cómo
debe habernos entrampado esta astucia interna de la confesión para que hayamos
concedido a la censura, a la prohibición de expresar y pensar, un papel
protagónico; uno debe haberse formado una imagen trastocada del poder como para
creer que es de libertad que nos hablan, desde hace tanto tiempo en nuestra
civilización, todas aquellas voces que machacan una increíble exhortación a
decir lo que uno es, ha hecho, recuerda y ha olvidado, lo que esconde y lo que
se esconde, lo que no se piensa y lo que piensa que no piensa. Una inmensa obra
a la que Occidente ha sometido generaciones para conseguir ‑mientras
otras formas de trabajo garantizaban la acumulación del capital‑ la
sujeción de los hombres, es decir, su conversión en sujetos, en ambos sentidos del término. (...)
“Resulta
que, desde la penitencia cristiana hasta hoy, el sexo ha sido el tema
predilecto de la confesión. Lo que uno esconde, se dice. ¿Y si fuera, al
contrario, lo que uno tiende muy especialmente a confesar? ¿Si la obligación de
ocultarlo no fuera sino la otra cara del deber de reconocerlo (ocultarlo tanto
mejor y con tanto mayor cuidado porque su reconocimiento es más importante,
exige un ritual más estricto y promete consecuencias más decisivas)? ¿Si el
sexo fuera, en nuestra sociedad y desde hace varios siglos, el que está
sometido al régimen sin fallo de la confesión? Quizás constituyan la formulación
del discurso del sexo, del que se trató más arriba, y la diseminación y
fortalecimiento de la disparidad sexual, dos componentes de un solo dispositivo,
en el que se articulan mediante el elemento central de una confesión que
fuerza a enunciar de forma verídica la singularidad sexual ‑por extrema
que fuese‑. (...)"
Anexo
2
Hablar,
hablar demasiado ‑ la exhibición /la inhibición
(A
partir de una observación de Rossellini
citado por Gilles Deleuze, 1990)
"El
mundo de hoy ‑dice R. Rossellini‑ es un mundo demasiado e
inútilmente cruel. La crueldad consiste en violar la personalidad de alguien,
en presionar a alguien para que haga una confesión completa y gratuita. Si
fuera una confesión con un fin determinado, la aceptaría, pero se trata de la
presión de un voyeur, es algo vicioso y, digámoslo, cruel. Estoy firmemente
convencido de que la crueldad es siempre una manifestación de infantilismo.
Resulta cada vez más infantil todo el arte de hoy. Cada uno está embargado por
el loco deseo de ser lo más pueril posible. No digo ingenuo, sino pueril... Hoy
día el arte es ya la queja, ya la crueldad. No existe otra medida: ya uno se
queja, ya realiza un ejercicio absolutamente gratuito de pequeña crueldad. Consideren,
por ejemplo, esa especulación ‑hay que darle el nombre que le corresponde‑
sobre la incomunicabilidad, la alienación; no encuentro en ella ninguna
ternura, sino una enorme complacencia... Y es por este motivo, como le he
dicho, por lo que decidí no hacer más cine."
"Y esto
‑añade Deleuze‑ debería primero llevar a la decisión de no hacer
más entrevistas. La crueldad y el infantilismo implican un enfrentamiento, aun
en el caso de los que se complacen en ello, y se imponen incluso a los que
quisieran escabullirse."
Añade también:
"Se
actúa a veces como si la gente no pudiera expresarse. Pero, de hecho, no para
de expresarse. Las parejas malditas son aquéllas en que la mujer no puede estar
distraída o cansada sin que el marido le pregunte: "¿Qué te pasa?
¡Exprésate...!", y viceversa. Por culpa de la radio y la televisión, la
pareja ha salido de su cauce, se ha dispersado por todas partes, y estamos
atravesados por palabras inútiles, por flujos demenciales de palabras e
imágenes. La estupidez no es nunca muda ni ciega. Por lo que el problema ya no
consiste en lograr que la gente se exprese, sino en reservarle espacios de
soledad y silencio, gracias a los cuales tendría por fin algo que decir. Las
fuerzas represoras no evitan que la gente se exprese, sino que la obligan a
expresarse. Tranquilidad de no tener que decir nada, derecho a no decir nada,
ya que ésta es la condición para la formación de algo que fuese raro o
enrarecido y que por lo menos mereciese un poco que se diga. No son las
interferencias las que nos matan actualmente, sino las proposiciones
desprovistas de interés. Ahora bien, resulta que el significado de una
proposición es el interés que ofrece. No existe otra definición del
significado, y éste y la novedad de la proposición son una sola y misma cosa.
Se puede escuchar a la gente durante horas: lo que dice no tiene ningún
interés... Es por esto que la discusión resulta tan dificil, es por esto que no
hay nunca motivos de discusión. No vamos a decir a alguien: "¡Lo que dices
no tiene ningún interés!" Se le puede decir: "¡Es falso!" Pero
lo que dice alguien no es nunca falso, el problema no es su falsedad o no, sino
que es una tontería o que no tiene ninguna importancia. Ha sido dicho millares
de veces. Las nociones de importancia, necesidad e interés son muchísimo más
determinantes que la noción de verdad. No porque éstas fueran a sustituirla,
sino porque miden la verdad de lo que digo. (...) Poincaré decía que muchas
teorías matemáticas no tienen ninguna importancia, ningún interés. No decía que
eran falsas, lo que era peor."
BIBLIOGRAFÍA
FOUCAULT,
M., La volonté du savoir (traducción al castellano, La arqueología del saber, Madrid,
Siglo XXI, 1990 (14 edición).
DELEUZE, G.,
Pour-parler París, Minuit, 1990,
(*) Programa
creado en 1992 por F2 (cadena pública), dirigido por Mireille Dumas, consiste
en entrevistas y filmaciones de personas con problemas sociales.