Televisión, mercado y
orden moral de la sociedad Una tensión delicada e inevitable
C.
Catalán/J.J. Brunner
El principal factor que
motiva a la sociedad a querer regular y poner limites a la televisión es el
carácter históricamente revolucionario del medio. Históricas polémicas sobre el
consenso moral de la sociedad pueden marcar los limites de ese
intervencionismo.
En este
artículo desarrollaremos un análisis, de carácter más especulativo que práctico,
sobre los supuestos del régimen de responsabilidad y control públicos de la
televisión. Su adopción, en efecto, representa una elección no exenta de dificultades
teóricas. ¿Por qué, sin embargo, se mantiene hasta el presente el concepto de
imponer a la televisión un estatuto especial? ¿Qué lleva a la sociedad a querer
protegerse de este medio, al cual, sin embargo, los individuos dedican una
parte significativa de su vida? ¿Por qué se comporta frente a él como si la
televisión fuese aquel hechicero que ya no es capaz de dominar las potencias
infernales que ha desencadenado con sus conjuros? Y al reaccionar así, ¿no
abandona la comunidad una de sus más apreciadas conquistas? ¿Acaso hay alguien
que no esté dispuesto a suscribir, junto con Mill, su famosa declaración que
dice; "Dadme, sobre todas las libertades, la libertad de saber,
pronunciar discursos y disentir libremente de acuerdo a mi conciencia''? ¿Qué razones válidas se pueden para limitar
la acción de la televisión en la esfera de la libertad de expresión? ¿No podría
ella, al igual que las demás industrias culturales, actuar sin regulaciones
especiales en el mercado de los bienes simbólicos?
Dicho
brevemente, deseamos abordar aquí algunas cuestiones que guardan relación con las
ideas, las creencias y los procesos sociales que impulsan hacia la regulación
pública de la televisión. Más allá de los conocidos argumentos técnico‑económicos
empleados para justificar esa regulación ‑los cuales, por lo demás, es
probable que estén perdiendo rápidamente su base material de sustentación (1)
(ver cuadro 1)‑, queremos aquí averiguar qué otros factores, de orden
sociológico‑culturales, explican esa intervención y si acaso ésta puede
defenderse según argumentos compatibles con principios democráticos.
La primera
cuestión de la que nos ocuparemos tiene que ver con la decisión de sustraer a
la televisión del régimen habitual en que operan los demás medios de
comunicación, régimen este último que puede caracterizarse por dos rasgos
esenciales:
(i)
por un lado, los medios operan plenamente dentro de
la esfera de la garantía de la libertad de emitir opinión y de informar,
sujetándose solamente a la obligación de responder por los delitos y abusos
que se cometan en su ejercicio;
(ii)
por otro lado, los medios operan plenamente en el
mercado, autorregulándose voluntariamente cuando lo estiman necesario y para
los fines que entre ellos establezcan.
En el primer
sentido suele decirse que la mejor ley de prensa es aquella que no existe. En
el segundo, se dice que el libre juego de preferencias expresado en el mercado,
o sea, la elección del consumidor, es suficiente para asegurar el libre flujo
de información y sujeta por sí solo a los medios al control (y a la sanción
económica) del público. Lo anterior bastaría, entre otras cosas, para asegurar
el pluralismo de la oferta de mensajes, puesto que existe competencia entre
diversas. empresas de comunicación.
En cambio,
según hemos visto, la televisión, en Chile y el resto del mundo, recibe un
tratamiento diferente y especial. Su libertad de programación se halla regulada
mediante diversos dispositivos legales (2) y su inserción en el mercado es
restringida por otras tantas regulaciones que afectan a la titularidad de los
medios, a las transacciones relativas a su propiedad, a sus operaciones
comerciales y a su oferta de programas, todo lo cual encuentra expresión en
actos de autoridad que intervienen en el mercado mediante el otorgamiento de
licencias o concesiones, fijación de cuotas de producción y horarios de
transmisión y, en general, a través de normas y reglas que imponen obligaciones
de servicio público. Producto de lo anterior es la existencia de organismos que
‑como el Consejo Nacional de Televisión, en Chile, el Consejo Nacional de
Radio y Televisión de México, el Consejo Superior de lo Audiovisual en Francia,
la Federal Communications Commission en los Estados Unidos, el Garante en
Italia, el Broadcasting Standarts Council en Gran Bretaña, etc.‑ ejercen
alguna forma de función supervisora en el ámbito de la televisión.
Cualesquiera
sean las racionalizaciones ideológicas que se empleen para justificar esa doble
substracción de la televisión del régimen normal de libertades ‑aquellas
que emanan del lenguaje y del mercado‑, todas ellas comparten sin
embargo un rasgo en común: reclaman de este medio, y sólo de él, una específica
responsabilidad pública, incluso cuando se halla bajo dominio privado. ¿Es
legítima esta pretensión? Hay poderosos argumentos que pueden esgrimirse en
favor de ella y, también, en su contra. Precisamente por eso, el debate sobre
estos asuntos permanece abierto y no ha podido zanjarse. En el caso de la
televisión ese debate adquiere especial intensidad por hallarse inmerso en consideraciones
de orden moral.
TEMORES SIN VERIFICACIÓN EMPÍRICA
En verdad,
no hay estudios que muestren que la televisión posee, en general, ese efecto
sobre la virtud humana que se le adjudica; sobre todo, no existe ninguna
teoría, avalada empíricamente, que muestre cómo y en qué direcciones operaría
el efecto de la televisión sobre la formación y el desarrollo moral de las
personas. Pero en estas materias, como ocurría antiguamente frente a "las
brujas que volaban de noche en el palo de la escoba o en vehículos más
livianos, como espigas o briznas de paja", no se requiere tener
evidencias empíricas, ni sofisticadas teorías, para actuar, incluso para
adoptar medidas de control. Visiones como las que venimos a describir forman
parte del imaginario social ‑de la conciencia colectiva de una época‑
y son constitutivas, por eso, de lo vivido como real.
Particularmente
en situaciones de acelerado cambio social y cultural ‑donde, conmovidos
en sus propias bases‑ las sociedades reaccionan esgrimiendo su derecho a
defender su propia existencia, especialmente en aquellas zonas que se sienten
vulnerables y amenazadas. Hoy justamente vivimos en un tiempo así. Lo que está
en juego no es la organización de la economía ni de la política; hay un
consenso casi universal en favor del mercado y la democracia. Como dice el sociólogo
norteamericano Daniel Bell (1976:39) "el problema real de la modernidad es
el de la creencia. Para usar una expresión anticuada, es una crisis espiritual,
pues los nuevos asideros han demostrado ser ilusorios y los viejos han quedado
sumergidos. Es una situación que nos lleva de vuelta al nihilismo: a falta de
un pasado o un futuro, sólo hay un vacío".
El temor que
existe, entonces, es que la televisión con su enorme poder de difusión venga a
llenar ese vacío. Los teóricos del medio ‑desde McLuhan en adelante‑
han contribuido también, sin prever los efectos, a reforzar ese miedo, pues
han anunciado que la televisión cambiaría el mundo y daría origen a una nueva
civilización. En efecto, la televisión y, más precisamente, los programas que
ella transmite, han llegado a ser percibidos por influyentes sectores de la
opinión pública como un riesgo o amenaza moral; como un factor de contaminación
de nuestra ecología humana que
poluciona el medio ambiente espiritual y causa un irreparable desorden cultural.
"De ahí se deriva un hombre escasamente culto, pasivo, entregado siempre
a lo más fácil: apretar un botón y dejarse caer, porque todo se reduce a pasto
para sus ojos (...) El telespectador está cautivado por todo y por nada,
excitado e indiferente, diseminado en una opción banal que recorre la pantalla
sobresaturada de momentos puntuales. Parece que en tales situaciones se puede
decir "lo quiero todo: ya y ahora", como un niño pequeño cuando su
padre le hace escoger algún regalo. El sujeto queda zombi, bloqueado por un
aluvión de cosas que le alienan mientras le distraen y relajan de sus
actividades productivas" (Rojas, 1993:75,82). En estos dos breves
pasajes, tomados al azar de una de tantas de esas obras de divulgación que
circulan en el mercado de los diagnósticos sobre nuestro tiempo, se sintetizan
ejemplarmente los miedos que provoca la televisión:
‑ es adictiva,
genera zombis pasivos
‑ sus
productos son de escasa calidad, no es formativa
‑
cautiva irracionalmente, excita y crea indiferencia
‑
bombardea al telespectador, lo bloquea, dispersa y aliena
‑
relaja, distrae del esfuerzo productivo
‑
presenta opciones banales, infantiliza
Todo eso, y
más, se ha dicho de la televisión; a veces con mayor profundidad, más
sofisticadamente y con mayores antecedentes (Twitchell, 1992). Sobre todo,
cuando se la evalúa desde el lado de la escuela, "la letanía de
acusaciones dogmáticas contra la televisión es apabullante: tiene un efecto
alienante sobre los niños, destruye la identidad cultural, impone la ley del
mínimo común denominador, destruye el hábito de la lectura, cultiva la
violencia y los instintos más negativos, hace volar en pedazos los valores de
la comunidad, contribuye al autismo social
e inhibe la comunicación. Incluso altera el propio dominio del lenguaje"
(UNESCO, 1993b:16). Todo lo cual nos lleva a reflexionar sobre las paradojas
que presenta la evolución de la imagen social de este medio. A mayor audiencia
de la televisión en el mundo, más débil pareciera ser su legitimidad y menor su
prestigio. A mayor fuerza económica y despliegue tecnológico, menor la
confianza moral que despierta. Mientras más éxito tiene en permear culturalmente
a las masas, menor reconocimiento recibe de parte de los grupos ilustrados.
Es esa
profunda ambigüedad que se ha producido en torno a la televisión ‑entre
su función social y su valoración‑ lo que, en definitiva, alimenta las
resistencias que se oponen a su "doble liberación": hacia el mercado,
por un lado, y en la esfera de la plena libertad de expresión, por el otro. Si
a la televisión no se le reconoce su mayoría de edad hasta ahora se debe
precisamente al hecho de que se le atribuye un poderoso efecto modelador de la
moral individual y social pero, sobre todo, un poder disolvente y
potencialmente destructivo de los valores que mantienen cohesionada a una
comunidad.
Toda
cultura, en verdad, es un cierto orden; un conjunto público, estandarizado, de
valores comunitarios que permiten intermediar la experiencia individual.
Proporciona algunas categorías básicas, un sistema clasificatorio, ciertos
patrones en que ideas, creencias y valores se hallan finamente entretejidos. Sobre
todo, una cultura tiene autoridad, pues cada uno de los miembros de la
comunidad es inducido a compartirla porque los demás la tienen en común. Su
carácter público hace que sus categorías tiendan a ser rígidas. Un particular
puede revisar o no sus supuestos. Es un asunto privado. Pero las categorías culturales
son un asunto público; no pueden revisarse fácilmente (Douglas, 1969:38). Es en
la esfera moral donde esa tensión entre lo público y lo privado, lo colectivo y
lo individual, lo rígido y lo flexible, lo dado por evidente y lo
cuestionable se presenta más intensamente. Y allí, justamente, es que se teme
que la televisión ‑librada al mercado y no regulada en el sentido de sus
responsabilidades públicas‑ pudiera incidir negativamente con sus
poderes disolventes.
UN MEDIO HISTÓRICAMENTE REVOLUCIONARIO
Un problema
central que enfrenta la televisión, por tanto, es el de su legitimidad. No se
trata sólo ‑más aún, ni siquiera es un elemento importante para nuestro
argumento‑, que ella goce de escaso prestigio entre ciertos círculos
intelectuales. Pues no nace de allí el problema. De lo que se trata, en cambio,
según queremos mostrar ahora, es del carácter históricamente revolucionario de
este medio y de la industria a que da lugar, carácter que impide que el
extendido uso práctico de la televisión se transforme en un principio de
legitimidad (3). Además, vamos a entender la radical novedad de la televisión
en un sentido distinto, casi diametralmente opuesto, al de McLuhan y sus
seguidores.
En efecto,
sostendremos que la televisión destruye definitivamente el equilibrio histórico
de subordinación de los elementos de la cultura popular‑masiva, a la alta
cultura (4). Con ello se vienen abajo también, o se ven irremediablemente
trastocadas, ciertas jerarquías, conceptos, valores y esquemas de clasificación
que parecían ser parte natural y esencial del "orden de las cosas".
Lo bajo, lo banal, lo chabacano, lo ordinario, lo cotidiano, con sus mixturas y
enredos, sus parodias y juegos, su falta de trascendencia y seriedad, su
corporalidad y materialismo práctico, todo eso irrumpe a la superficie con la
televisión y crea un nuevo sistema de imágenes que desborda al anterior orden
cultural. La antigua intuición de que verdad, bondad y belleza van juntas y se
alimentan secretamente es pulverizada por esa sucesión de 25 imágenes por
segundo que forman un movimiento regular en la pantalla del televisor y que
nos introducen en un mundo regido por una nueva intuición; que todo cambia y
está frágilmente suspendido de imágenes. La sociedad contemporánea, mucho más
que todas las que la han precedido, es ¡cónica. En una sola jornada, niños y
adultos ven centenares, incluso millones, de imágenes; "lo imaginario ya
no funciona a partir de enunciados transmitidos oralmente o por escrito sino a
partir de la ola ‑la metáfora no es excesiva‑ de imágenes vertidas
por los media" (Vincent, 1991:192).
En su
incesante producción de imágenes, la televisión no se detiene ante ningún
límite. Confunde lo público y lo privado, es distante pero íntima, fría y
sensual, lúdica, no toma en serio nada, revela secretos, atropella las costumbres
locales, lo que es sagrado lo profana y bajo su impacto "todo lo que es
sólido se desvanece en el aire". La televisión no tiene un canon, no se
sujeta a ninguna categoría fija de género y es por completo ajena a las obras
clásicas del espíritu. En ella todo es fugaz y, sin embargo, repetido. Crea sus
propias liturgias y ceremonias, capta las de otros dominios ‑el
político, el económico, el religioso, por ejemplo‑ y las despliega a
todas en el mercado, desacralizándolas. Nada en la cultura escapa a su poder
transformador; todo lo que toca adquiere un inevitable tono comercial y pasa a
regirse por preferencias de mercado. A ella se le aplica perfectamente lo que
denunciaban Adorno y Horkheimer (1974) a propósito de las industrias
culturales en general: "Lo útil que los hombres esperan de las obras de
arte en la sociedad competitiva es justamente, en gran medida, la existencia
de lo inútil: lo cual no obstante es liquidado en el momento de ser colocado
enteramente bajo lo útil".
Nada está
más lejos de la televisión que lo ascético, lo virtuoso, lo absoluto, lo duradero,
lo sólido, lo piadoso. Por el contrario, ella es la parte más importante de lo
que Bell (1977) describe con el nombre del moderno "bazar
psicodélico" en que se habría convertido la cultura norteamericana.
Refleja una estética de la abundancia, incluso allí donde sus mensajes son
recibidos en medio de la escasez y el analfabetismo. Pertenece, en términos de
la teoría literaria, a los géneros inferiores. Es folletín, melodrama, reality
show, videoclip, consultorio sentimental, "vocabulario de la plaza
pública". Tiene mucho de un "circo electrónico"; es algo así
como la versión moderna, industrialmente estilizada, masificada, del antiguo
carnaval popular, tal como Bajtin (1971:228) retrata su "clima de fiesta
específica desprovista de piedad, la liberación total de la seriedad, el
ambiente de libertad, de licencia y familiaridad, el valor de concepción del
mundo de las obscenidades, los coronamientos‑destronamientos burlescos,
los alegres combates y guerras del carnaval, las disputas paródicas, las riñas
unidas a los alumbramientos, las imprecisiones afirmativas...". Por este
concepto puede decirse, parafraseando a Ortega y Gasset (1988:52), que lo
característico de la televisión es "que el alma vulgar, sabiéndose
vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone
dondequiera".
Previo a los
días en que la televisión captará el carnaval, ha dicho Twitchell (1992:65),
las ferias ‑esas fiestas ambulantes que iban recorriendo las aldeas y
que Aureliano Buendía recuerda "con sus loros pintados de todos los
colores que recitaban romanzas italianas, y la gallina que ponía un centenar de
huevos de oro al son de la pandereta, y el mono amaestrado que adivinaba el
pensamiento, y la máquina múltiple que servía al mismo tiempo para pegar
botones y bajar la fiebre, y el aparato para olvidar los malos recuerdos, y el
emplasto para perder el tiempo, y un millar de invenciones más, tan ingeniosas
e insólitas"‑ descendían directamente de la cultura popular del
Renacimiento, como la describe Bajtin (1974). Ahora "el emplasto para
perder el tiempo", el "aparato para olvidar los malos
recuerdos", la "máquina múltiple" que produce "un millar
de invenciones más, tan ingeniosas e insólitas" se ha corporizado en
medio de la sociedad y ha transformado una parte de la cultura moderna en
carnaval. Con la televisión, en suma, todo es posible y todo está revuelto. La
reacción que esto produce en los círculos de la alta cultura está bien captada
en el siguiente pasaje de una obra sobre la historia contemporánea de los
Estados Unidos, en que se analiza la aparición de la televisión en la escena
cultural norteamericana: "Era espantoso, y tal vez lo peor de todo fuese
la sensación de que uno se ahogaba en aquel desorden. Todo empezó a parecer
carente de estructura, las conexiones entre palabras y acontecimientos se
hicieron confusas, las jerarquías informativas se entremezclaron y todas las
antiguas categorías por medio de las cuales organizábamos el pensamiento quedaron
prácticamente desmanteladas ante nuestros propios ojos. Era como una parodia
inconsciente de la modalidad incorporativa en las artes populares; un verdadero
tumulto" (Schickel, 1989:389).
Sostenemos,
dicho en pocas palabras, que es el carácter históricamente revolucionario de la
televisión ‑la radical novedad del sistema de imágenes y
representaciones que ella genera, y la forma específica en que trastoca las
relaciones entre la alta y la baja cultura‑ el principal factor que
motiva a la sociedad a querer regularla y fijar límites a su poder expansivo.
Es esa la causa del "gran miedo" que está por detrás de muchas de las
reacciones defensivas o derogatorias que provoca la televisión (5). Como dice
un analista francés, "hay un hedonismo que en sus expresiones más o menos
groseras o triviales, no deja de chocar a un buen número de bellas almas"
(Maffesoli, 1985). Por eso justamente se busca sustraer a la televisión de una
plena integración al mercado que, a fin de cuentas, no es más que el lugar
natural donde deberían encontrarse la estructura económica y la cultura, a
través del libre juego de las preferencias de los públicos pertenecientes a
distintos grupos sociales. Por eso, también, se busca someter la televisión a
un estatuto especial en la esfera de la libertad de expresión; en este caso,
para ponerle un freno moral. La primera de esas substracciones podría no ser
considerada demasiado grave. A fin de cuentas, todos los mercados ‑y la
televisión ya se encuentra allí, aunque no plenamente por la resistencia de
los partidarios del "modelo de televisión de servicio público"
(Wolton,1990)se hallan regulados, con la excepción de aquellos "mercados
perfectos" que sólo se encuentran en algunos textos de economía.
Pero, ¿cómo
justificar, en cambio, y más aún por razones tan discutibles como son las de
"bien común moral", que se substraiga a la televisión de la esfera de
la libre expresión?
LOS ARGUMENTOS MORALES FRENTE A LA TELEVISIÓN
En realidad,
son las mismas motivaciones que impulsan a mantener a la televisión parcialmente
controlada en el mercado ‑el mismo temor‑ los que llevan a regular
sus derechos en el ámbito de la libertad de expresión. Sólo que en este caso
las justificaciones esgrimidas tienen que aguzarse, pues nos movemos ahora en
un terreno más delicado. En efecto, aún entre los críticos más extremos de la
televisión, pocos osarían sostener públicamente que es necesario limitar su
libertad por el hecho de que ella transmite una concepción de mundo y crea un
sistema de imágenes que tienen potencialmente el poder de dislocar el orden
cultural tal como hasta ahora lo hemos conocido y vivido. Ni nadie podría
razonablemente esgrimir su miedo al cambio cultural como un motivo suficiente
para inhibir la libertad de expresión. De allí que el argumento restrictivo,
en esta esfera, adopte un sentido más preciso: lo que se buscaría proteger, en
este caso, es un cierto orden fundamental de valores frente al poder potencialmente
disolvente de la televisión.
Lo que se
alega, entonces, es que este es un medio que, entregado a su libre arbitrio (y
al del mercado) puede llegar a amenazar, minimizar o destruir esos valores.
Pero incluso si no se asume una posición extrema en estas materias, si sólo se
supone que la televisión puede tener un moderado efecto negativo sobre la moral
social e individual, ¿bastaría eso para abogar por una regulación a su libertad
fundamental? La respuesta a este problema puede formularse en dos planos
distintos. Uno sociológico, el otro jurídico.
Desde el
punto de vista de la sociología de la cultura, en verdad, el problema planteado
no alcanza dimensiones dramáticas. En efecto, es de la esencia de esta
disciplina sostener que no hay nada parecido a agentes íntegramente libres.
Como dijo Rousseau (1972:6) hace ya tiempo: "en esclavitud nace, vive y
muere el hombre; cuando nace, le cosen en una envoltura; cuando muere, le
clavan dentro de un ataúd; y mientras tiene figura humana, le encadenan
nuestras instituciones". La cultura, con sus socializaciones y mandatos,
sus categorías y disciplinas, sus clasificaciones y creencias públicamente
compartidas, acompaña al individuo desde que nace hasta que muere. Ella
proporciona el orden dentro del cual existimos y sin el cual no sería posible
la sociedad. Sólo dentro de ese orden ‑como le ocurre al pensar y al
hablar en relación con el lenguaje‑ pueden los agentes expresarse,
disentir y proponer su cambio. Esa es la razón, precisamente, por la que la
sociología trata preferentemente del orden, del control, de la integración y
de los sistemas y, sólo como de desajustes en su seno, se preocupa del
desorden, la anomia, la desviación y lo inestructurado. Como ocurre con la
mayoría de las ciencias contemporáneas, a la sociología sólo le interesan el
caos y el cambio en cuanto ve surgir de allí el orden. De modo tal que desde el
punto de vista de esta disciplina escéptica, algunos dirían conservadora, llama
menos la atención el régimen de regulaciones que se impone a la televisión que,
en el otro extremo, la relativa ingenuidad del discurso sobre el sentido y
alcance absolutos de la libertad de expresión. Puede ser que la mayoría de los
practicantes de la disciplina compartan ese discurso, suscriban la profesión
de fe de Mill y la asuman apasionadamente, pero eso es otra cosa. Cuando así
proceden, actúan como ciudadanos. El talante de su oficio, en cambio, los
inclina más bien a explicarse las diferencias entre los distintos regímenes de
regulación de la libertad de expresión ‑y de los discursos justificadores
que los acompañan‑ que a tomar partido normativo por una u otra
posición. En el caso de la televisión, la sociología buscará por eso descubrir
el fundamento social del régimen de control público que se le impone, las
creencias que llevan a adoptarlo y las presiones colectivas que en estos
asuntos se ejercen. Buscará por eso entender cómo se organiza socialmente la
libertad de expresión en este ámbito, qué condiciones explican el paso de un
régimen de regulación a otro y qué factores inciden en la dictación de leyes y
normas restrictivas. Hasta ahí llega su papel.
Distinto es lo que ocurre en el terreno de los principios jurídicos.
Pues una cosa es lo que el sociólogo pueda o crea entender; otra diferente lo
que una sociedad y sus poderes públicos estimen necesario hacer, especialmente
allí donde están en juego valores decisivos por la comunidad, como la moral
pública y la libertad de expresión, terreno más preciso todavía, allí donde
pueden entrar en tensión los ideales democráticos y la preservación de esa
moralidad pública que es también democracia, como esperamos mostrar.
Nos
encontramos aquí en el terreno de la clásica polémica de principios jurídicos
entre Dworkin y Lord Devlin (6), que habrá de servimos como hilo conductor
para nuestro periplo. En efecto, teniendo como trasfondo el debate ocurrido en
Gran Bretaña a fines de los años 50 sobre si dejar de considerar delictivas las
prácticas homosexuales en privado entre adultos que consentían en ellas, lord
Devlin afirmó lo siguiente:
"en
este terreno, la función del derecho ... es salvaguardar el orden público y la
decencia, proteger al ciudadano de aquello que sea ofensivo o lesivo y
proporcionar las salvaguardias suficientes contra la explotación y la
corrupción de otros . ... En nuestra opinión, no es función del derecho
intervenir en la vida privada de los ciudadanos ni intentar imponer ningún
modelo de comportamiento determinado, más allá de lo que sea necesario para
llevar a la práctica los propósitos que hemos bosquejado . ... Se ha de
mantener un ámbito de la moralidad y la inmoralidad privadas que, dicho breve y
crudamente, no es asunto del derecho".
En pocas
palabras, esta tesis aboga por distinguir entre el delito y el pecado y niega
al Estado el derecho a salvar el alma humana mediante restricciones impuestas
por el derecho. Pero concede que éste podría ponerse en acción para salvar el
"alma de la sociedad", que es justamente lo mismo que sostienen los
defensores de la regulación pública de la televisión. A cualquier sociólogo,
claro está, una proposición de esta naturaleza le parecerá de inmediato
razonable, pues acostumbra a partir del supuesto de que la sociedad se protege
frente al individuo, igual como éste lucha por librarse de las instituciones
que lo encadenan. Pero dejemos eso de lado por el momento.
Según
Dworkin, el contradictor en este debate, hay tras la posición de lord Devlin
dos argumentos distintos pero entrelazados: uno que se basa en "el derecho
de la sociedad a proteger su propia existencia' y otro que "parte del
derecho de la mayoría a seguir sus propias convicciones morales defendiendo su
medio social de aquellos cambios a los cuales se opone". Aquí nos
ocuparemos sobre todo del primero, que es invocado por quienes favorecen un
régimen de responsabilidad y control públicos para la televisión.
En esencia,
dicho argumento sostiene que, aun en una sociedad moderna y pluralista, existen
ciertos estándares morales que la mayoría excluye de la tolerancia y que
impone a quienes disienten de ellos (7). Una sociedad no podría sobrevivir sin
adoptar algunos de esos estándares, "porque para su vida es esencial
cierto consenso moral. Toda sociedad tiene derecho a preservar su propia
existencia y, por consiguiente, derecho a insistir en alguna forma de
conformidad tal". Si la sociedad tiene ese derecho, tiene también la
facultad de usar las instituciones y las sanciones de su derecho para
imponerlo, "de la misma manera que lo usa para salvaguardar cualquier
otra cosa, si es esencial para su existencia". Lord Devlin sostiene, sin
embargo, como haría cualquier defensor razonable de la regulación pública de
la televisión, que este derecho de la sociedad debe sujetarse a ciertos
principios restrictivos, de los cuales el más importante es que "debe
haber tolerancia de la máxima libertad individual (y de los medios, agreguemos
nosotros) que sea congruente con la integridad de la sociedad".
¿Cuándo, entonces, estaría la sociedad en condiciones de ejercer ese
derecho? Según lord Devlin, cuando el sentimiento público frente a una
determinada práctica que contraviene el consenso moral es fuerte, persistente
e inexorable, llegando a ser de "intolerancia, indignación y
repugnancia". Con base en ese criterio, comenta Dworkin, lord Devlin concluye
que "si nuestra sociedad aborrece lo suficiente a la homosexualidad, se
justifica que la proscriba (...) debido al peligro que significa la práctica
para la existencia de la sociedad". Del mismo modo, suele argumentarse en
el ámbito de la televisión, por ejemplo, que, dado en la sociedad un semejante
aborrecimiento por la pública exposición de imágenes de homosexuales, estaría
en su derecho a proscribirlas.
LAS MINORÍAS MORALES ANTE LA TELEVISIÓN
¿Qué
sostiene Dworkin, en cambio, frente a este tipo de argumentación? Dicho
brevemente, que el argumento de su colega británico "implica un acto de
prestidigitación intelectual".
¿Por qué?
Porque
"supuesto
que es concebible que el cuestionamiento de una moralidad pública auténtica y
profundamente arraigada puede amenazar la existencia de la sociedad, y por ende
haya de ser colocado por encima del umbral de preocupación del derecho, ¿cómo
hemos de saber cuándo un peligro es lo suficientemente claro y presente como
para que justifique no solamente la indignación, sino la acción? ¿Qué más se
necesita, aparte del hecho de una apasionada desaprobación pública, para
demostrar que nos hallamos en presencia de una verdadera amenaza?"
En esta
respuesta pueden distinguirse tres líneas de ataque a la posición de tipo devliniano.
La primera, apenas insinuada en ese pasaje, consiste en preguntarse si
acaso debemos dar por sentado el supuesto de que un cuestionamiento de la moral
arraigada constituye una amenaza a la sociedad. Un tercer participante en esta
polémica, el jurista H.L.A. Hart, a quien Dworkin cita, dice al respecto de ese
supuesto que "es una tontería equiparable a sostener que la existencia de
la sociedad se encuentra amenazada por la muerte de uno de sus miembros o por
el nacimiento de otro" y agrega que, en cualquier caso, sería difícil
aportar pruebas en su favor (8). A este último respecto, el de las pruebas, hay
quienes podrían argumentar, sin embargo, que justamente en el ámbito de la
televisión, por su naturaleza masiva, cualquier comunicación de esa naturaleza
conlleva el riesgo de esa amenaza y por ende, para reducir ese riesgo, ella
debe ser regulada en cuanto a su libertad de programación. Es posible que esa
objeción tampoco pasara el examen de Hart y Dworkin. ¿Acaso podría sostenerse
que la transmisión por este medio de una entrevista realizada a una pareja de
homosexuales constituye una auténtica amenaza a la moralidad pública? ¿O
cuántas transmisiones de ese tipo se requeriría para constituir la amenaza? ¿Cómo
probar que la amenaza existe o es inminente?
Además, hay
un subargumento adicional que aquí puede emplearse en la misma línea de ataque
de Dworkin contra Devlin. En efecto, cabe preguntar: si una moralidad pública
está socialmente arraigada ¿cómo podría explicarse que pueda ser tan
fácilmente cuestionada? Si resulta cuestionada, lo más probable es que su arraigo
sea superficial, caso en el cual el argumento en favor de su protección se
expone a otro ataque, cual es, que resulta intolerable "que cada uno de
tales status quo morales haya de tener el derecho de preservar por la fuerza
su precaria existencia".
La segunda
línea de ataque en la estrategia argumentativa de Dworkin consiste en preguntarse
cómo podemos saber cuándo una práctica amenazante del consenso moral es lo
suficientemente clara y presente como para que justifique no sólo la
indignación sino la acción del derecho. Sostiene que si el mismo lord Devlin
había aceptado como una restricción que en estas materias debe procederse
cauta y cuidadosamente, debiendo existir tolerancia de la máxima libertad
individual que sea congruente con la integridad de la sociedad, entonces no
basta con recurrir a los sentimientos de indignación y repudio de la opinión
pública para justificar la acción del derecho, pues esto significaría que,
"después de todo, no es necesaria otra cosa que la desaprobación pública
apasionada" para decidirse a actuar.
En el caso
de la televisión, como hemos mostrado, la situación se complica todavía más en
este punto, pues allí las reacciones de indignación y repudio provienen,
mayormente, de grupos minoritarios pero poderosos, con amplio acceso a las
esferas del poder y a los medios escritos de comunicación. Son por lo general
esas "minorías morales" las que más intensamente pugnan por el
control de la programación televisiva, en tanto que el público consume
desaprensivamente su ración diaria de lo que las élites consideran
"basura". Algunos dirán que precisamente por eso, por la
desaprensión y relativa indefensión de las masas, es necesario limitar a la
televisión. Es el argumento típico de las élites iluministas portadoras de las
tradiciones de la alta cultura. Pero ese argumento se adelanta al razonamiento
que aquí estamos siguiendo y habrá de ser retomado más adelante.
La tercera
línea de ataque desplegada por la estrategia dworkiniana consiste en preguntar:
¿qué más se necesita, aparte del hecho de una apasionada desaprobación pública,
para demostrar que nos hallamos en presencia de una verdadera amenaza? Pues una
cosa, dice Dworkin, es afirmar que esa reacción pública es suficiente para
trazar un criterio‑umbral a partir del cual es posible que la sociedad
deba manifestar su legítima preocupación por algo que puede amenazarla, pero
otra, más exigente, es encontrar "una razón afirmativo-dispositiva para
la acción, de modo que cuando el criterio está claramente satisfecho, el
derecho puede proceder sin más".
En efecto,
puede ser que las reiteradas transmisiones de violencia a través de la
pantalla de televisión den lugar a una pública reacción de indignación, ¿pero
bastaría eso para prohibirlas y restringir el derecho a la libre expresión?
¿No podría pensarse, por ejemplo, que si esa reacción es auténtica y sostenida,
bastaría por sí sola para producir el efecto defensivo buscado? Como ha
mostrado Hirschman (1970), en cualquier mercado ‑y esto se aplica también
al de la televisión caben siempre dos movimientos de repulsa, que él llama
voice y exit Es decir, el reclamo público, la indignación, por un lado y, por
el otro, el retiro de una preferencia, la abstención de seguir consumiendo una
marca o producto determinado; es decir, apagar el televisor o cambiar de
canal. ¿No bastarían con usar cualquiera de esas dos opciones de mercado para
satisfacer la condición devliniána de
defensa de la moralidad pública amenazada?
Toda esta
discusión es en verdad altamente relevante para fundamentar o desahuciar ‑en
términos de teoría jurídica‑ la noción de si acaso la sociedad tiene
efectivamente un derecho a regular la televisión bajo el supuesto de que sus
programas cuestionan ‑o pueden llegar a hacerlo‑ la moral
públicamente arraigada en la sociedad.
El argumento
de tipo devliniáno podría invocarse,
por ejemplo, como una justificación ex ante,
preventiva, de defensa del consenso moral. Sus partidarios podrían sostener,
en efecto, que precisamente porque hasta aquí se ha aceptado la idea de que
debe existir una regulación de la televisión, demarcatoria de los límites de
tolerancia social, ha existido la posibilidad de movilizar al derecho cuando
ellos son sobrepasados. Lo anterior explicaría, también, que hasta aquí la televisión
‑a pesar de sus tendencias inherentemente amorales‑ haya tenido
que respetar el consenso moral, bajo el riesgo de incurrir en las sanciones
que la ley impone. Podrían, además, usar con eficacia el segundo argumento de
lord Devlin ‑aquel que afirma el derecho de la mayoría a seguir sus
propias convicciones morales defendiendo su medio social de aquellos cambios a
los cuales se opone‑, alegando que, de no existir una regulación público‑moral
de la televisión, entonces ésta (llevada por una intensa competencia de
mercado, por ejemplo), lo más probable es que terminaría transmitiendo programas
pornográficos, con lo cual todo el tono moral
de la comunidad terminaría por cambiar, incluso si inicialmente sólo unos
pocos hubieran estado a favor de la libre circulación de imágenes
pornográficas.
Es
justamente tal posibilidad, podrían decir, la que plantea la necesidad de
imponer los estándares de moralidad de la mayoría y de crear un régimen
institucional que permita oponerse a los cambios que se buscan introducirle;
sobre todo cuando se sabe que tras ese particular afán de cambio no hay una auténtica
pretensión de libertad sino meramente el deseo de lucrar con las pasiones de
los miembros de la comunidad. Podrían aquí, incluso, citar en su favor a Dworkin,
cuando en conexión con el tópico de la pornografía dice que "éste es un
ejemplo ‑y no es el único‑ de nuestro deseo de que el derecho nos
proteja de nosotros mismos". En fin, podrían alegar que todo esto es
posible de hacer respetando el principio de tolerancia a la máxima libertad
individual que sea congruente con la integridad de la sociedad, como postulaba
lord Devlin.
ACREDITAR UN CONSENSO
SOCIAL
En cambio,
quienes se inclinan por el argumento de Dworkin estarían en condiciones de
llevar a cabo el triple ataque antes descrito contra las posiciones devlianas. Podrían preguntar si acaso
cualquiera de las restricciones que se proponen frente a la televisión
satisfacen los criterios invocados para justificarlas. Tendrían que cuestionar
si la exposición a través de las pantallas de material sexual explícito, o de
videoclips como justify My Love de
Madonna, efectivamente amenazan el consenso moral de la sociedad o si acaso su
prohibición sólo sirve el fin de conservar ciertos status quo morales
precarios (9). Asimismo, tendrían que preguntar qué valores o principios
constituyen auténticamente parte de ese consenso, y cuáles son meramente una expresión
particular y selectiva de los mismos. Así, por ejemplo, si la sociedad estima
que debe protegerse a la familia, ¿cuándo se está más cerca del consenso moral
de esa sociedad? ¿Cuando se admite que en la pantalla se refleje la diversidad
de prácticas y opiniones que respecto de ella existen o cuándo se impone
respeto por el matrimonio monogámico? Podrían, además, cuestionar el uso del
criterio de la reacción indignada del público como motivo suficiente para
movilizar al derecho en defensa de la moral y las buenas costumbres, alegando
que no puede imponérselo indiscriminadamente pues se correría el riesgo de
eliminar el derecho de las minorías a tener expresión. Asimismo, tendrían que
reclamar su derecho a ser persuadidos de que tal reacción está fundada
genuinamente y no expresa sólo una colección de prejuicios.
ENTRE UNAY OTRA POSICIÓN, ¿HACIA DONDE INCLINARSE?
Podría
sostenerse que la posición de lord Devlin con su énfasis en los fundamentos morales
de la integración social, tal como aquí la hemos reconstruido para efectos del
análisis, está bien para la sociología pero no satisface el criterio liberal de
justicia en una sociedad democrática, punto este último donde los derechos del
ciudadano ‑y de la televisión‑ estarían seguramente mejor
cautelados por una argumentación de tipo dworkzi2jána.
La pregunta crucial que se plantea entonces es si acaso esta última clase
de argumentos hace posible fundar una regulación de la televisión en términos
de consenso moral devliano si el
asunto debe dejarse entregado, lisa y llanamente, a las estrategias hirshmanianas de los agentes en el
mercado.
Desde el
punto de vista de la sociología es difícil imaginar que una sociedad pudiera abdicar
a defender su orden moral público. Sería como abdicar al derecho a proteger su
propia existencia, según concordarían en decir lord Devlin y Dworkin. Pues
para este último, "lo escandaloso y erróneo no es su idea (de lord
Devlin) de que la moralidad cuente, sino su idea de qué es lo que cuenta como
moralidad comunitaria".
¿Cómo,
entonces, procedería un legislador dworkiniáno
frente a estos asuntos, por ejemplo para justificar la regulación pública
de la televisión en términos de protección de un orden de valores o de
moralidad pública?
Sugiere
Dworkin, como primer paso, que "un legislador escrupuloso a quien se diga
que existe un consenso moral debe verificar las credenciales de tal
consenso". En efecto, no basta meramente con invocar una serie de
principios y valores para dar por verificada su existencia. Sobre todo en un
estado democrático hay que escuchara la sociedad, argumentar públicamente y
concordar tras un cuidadoso proceso de deliberación en qué consiste ese
consenso. No se satisface ese criterio, por lo tanto, alegando que la moral es
objetiva y que sus mandatos se deducen del orden natural. Ese argumento sólo
puede encontrar asentimiento entre quienes suponen la existencia de ese orden
y aceptan que éste tiene una única descripción correcta (Rorty, 1991).
Tampoco
puede deducirse el consenso moral de las encuestas o de las reacciones públicas
de indignación. Aquellas suman opiniones pero no necesariamente proporcionan
una razón de adhesión moral. Estas otras pueden ser provocadas, manipuladas o
meramente expresar una momentánea y ciega pasión social. Ni cabe tampoco
argumentar en estos asuntos, a la manera como lo hace el liberalismo progresista más cercano a las posiciones
posmodernas del todo hale, que sólo
la libertad individual cuenta y que sólo ella es fuente de valores. En efecto,
la moral es ante todo un hecho social. Esa es la primera lección de sociología
(Durkheim, 1966:12): "una moral es siempre la obra de un grupo y no puede
funcionar más que si este grupo la protege con su autoridad. Está hecha con
reglas que dirigen a los individuos, que los obligan a actuar de tal o cual
manera, que imponen límites a sus tendencias y les impiden ir más lejos. Ahora
bien, no hay sino un poder moral, y por consiguiente común, que sea superior al
individuo y que pueda imponer legítimamente la ley, y es el poder
colectivo" investido en las instituciones democráticas (10).
Todo el
proceso de regulación público‑moral de la televisión, si ha de tener
algún sentido para la libertad y la sociedad ‑combinando ideales
democráticos y de moral social depende de ese desarrollo, sutil y complejo, de
acreditación de un consenso moral. En efecto, la existencia de un consenso
moral, según dice Dworkin, se basa en una apelación a la sensación compartida
que tiene el legislador de cómo reacciona su comunidad ante alguna práctica no‑habitual,
anómala o desfavorecida.
"Pero
en esta misma sensación se integra la percepción de los fundamentos en que se
basa generalmente esa reacción. Si ha habido un debate público con
participación de editorialistas de los periódicos, discursos de sus colegas, el
testimonio de grupos interesados y su propia colaboración, todo eso aguzará la
conciencia que tenga el legislador de cuáles son los argumentos y las
posiciones en juego. Tales argumentos son los que debe tamizar, intentando
determinar cuales son prejuicios, o racionalizaciones, cuáles presuponen
principios o teorías generales de los que no se podría suponer que fuesen
aceptados por gran parte de la población, y así sucesivamente. Puede ser que
cuando haya terminado este proceso de reflexión encuentre que no ha quedado
demostrada la afirmación de un consenso moral. (...) Un legislador que procede
de esta manera, que se niega a confundir la indignación popular, la
intolerancia y la repugnancia ‑o la presión de minorías morales activas
de cualquier tipo, agregamos nosotros‑ con la convicción moral de su comunidad,
no es reo de elitismo moral. Está haciendo todo lo posible por imponer una
parte distinta y fundamentalmente importante de la moralidad de su comunidad,
un consenso que es más esencial para la existencia de la sociedad tal como la
conocemos... "
Ese consenso
"más esencial para la existencia de la sociedad" consiste,
precisamente, en aceptar que la moralidad comunitaria cuenta pero que no
cualquier contenido infundado, caprichoso, indignado o movilizado por grupos
influyentes constituye la moralidad comunitaria. Consiste en aceptar que si
"debe haber tolerancia de la máxima libertad individual que sea
congruente con la integridad de la sociedad", como quería lord Devlin,
entonces no puede substraerse el proceso de formación del consenso moral del
debate público ni obrar su protección al margen de los principios
democráticos.
Así como la
sociedad reclama el derecho a proteger su existencia moral, el ciudadano no
debiera aceptar que ‑en el terreno de la televisión o en cualquier otro‑
se le imponga, sin el debido proceso de acreditación, una idea de qué es lo que
cuenta como moralidad pública. En esa tensión inevitable existen los regímenes
de regulación aplicados a la televisión y se ejercen los derechos de ésta y
del público a gozar de su libertad.
NOTAS
(1) Estos y
otros interrogantes constituyen las principales pautas de un trabajo de
investigación centrado en el sector de las agencias de información en España, y
del que se expondrán aquí de manera abreviada las conclusiones más destacadas
con el objetivo de ofrecer una visión global de este ámbito de la comunicación
(2) A todas
luces superadora de la clasificación recogida en la ley de Prensa e Imprenta de
1966 que subdividía a las siguientes agencias en: de información general; de
información gráfica; de colaboraciones y mixtas, sin decir nada de estas
ultimas.
(3)
FERNÁNDEZ BLAS, C.: Inventario de la prensa en España", en ICE, noviembre
de 1980, pág. 9.
(4) Debido a la
existencia de gran número de colaboradores y
freelancers que trabajan de forma inestable para las agencias en
determinadas ocasiones esta cifra se puede multiplicar por 4 ó 5.
(5) Se ha considerado el
total de empleados de las agencias EFE y Europa Press, sin separar los
distintos servicios que mantienen en la actualidad estas agencias (televisión,
radio, reportajes, etc.).
(6) La
primera media, 44 7, corresponde al cálculo del número de empleados contando
los 1.009 trabajadores de la agencia EFE, la segunda más real de 10,03 personas
por empresa excluye ésta por su desproporcionado peso respecto al resto de
agencias de información general.
(7) En 1992
EFE tenía 20 delegaciones en España (sin contar la sede de Madrid) repartidas
por España y 53 delegaciones en el exterior cubriendo todo el mundo, en
especial el centro y el sur de América(8) Hart sugiere además que un supuesto
tal sólo podría sostenerse si se tiene una determinada visión de la sociedad;
digamos, una visión durkheimiana. En realidad, sin embargo, la cuestión aquí no
es una de disputa entre distintas visiones sociológicas de la sociedad‑terreno
en el cual la posición de Hart en cualquier caso se vería en serio riesgo‑
sino de las maneras cómo las sociedades se entienden a sí mismas.
(8) En la
actualidad, los servicios audiovisuales para la agencia EFE son los más
rentables, ya que representan un 41 por ciento de ventas del total de los
servicios, obtenidos tan sólo con un cuarto de personal.
(9) El
videoclip de Madonna justify My Love fue prohibido por MTV en los Estados Unidos: y su transmisión fue sancionada en
Chile. La analista cultural Camille Palia (1992:3) escribió respecto del
primero de esos hechos algunas frases que vale la pena citar porque muestra la
ambigüedad que envuelve a cualquier juicio relativamente sofisticado frente a
estas materias: justity My Love is an
serie, sultry tableau of jaded androgynous creatures, trapped in a decadent
sexual underground. Its hypnotic images are drawn from such
sadomasochistic films as Liliana Cavani's The
Night Poner and Luchino Visconti's The
Damned. ( ..) justify My Love is truly avant‑garde ata time when that
word has lost its meaning in the flabby art world. lt represents a
sophisticated European sexuality of a kind we have not seen since the great
foreign films of the 1950s and 1960s. But it does not belong en a mainstream
music channel watched around the clock by children' (...) The video is
pornographic. It's decadent. And it's fabulous, MTV was right te ban it, a
corporate resolve long overdue, Parents cannot possibly control television,
with its titanic omnipresence",
(10) Es de
suyo evidente que no hablamos aquí ni de los fundamentos ‑filosóficos,
teológicos o de cualquier naturaleza de la moral; que se tornan decisivos cada
vez que discutimos las pretensiones de verdad de una posición moral: ni de la
precedencia ontológica de la conciencia individual. Nos movemos, en cambio, en
el terreno más modesto de la validez social de los principios morales, lo que
Durkheim llamó "una física de las costumbres y el derecho".
(11) EFE
demanda 4.756 millones de pesetas (4.209 millones netos sin incluir el IVA) y
actualizados con el IPC.
(12) Tanto
la ley 37/ 1988 de 28 de diciembre del Presupuesto General del Estado; como la
ley 4/1990 del 29 de junio del Presupuesto General del Estado; y la ley 31/1990
también del Presupuesto derogaron todos los tipos de ayudas a la prensa y las
agencias informativas.
CUADRO1 EL GRAN MIEDO FRENTE A
LA TELEVISIÓN
1.
¿SE PODRA CONTROLARA LA TV EN EL FUTURO?
Según
acaba de manifestar uno de los propietarios de medios más poderosos del mundo,
las tecnologías están 'galopando por encima de la vieja maquinaría reguladora,
tornándola casi obsoleta en varios países': Hasta e/presente, la legislación
sobre comunicaciones se ha dividido en tres sectores: (i) para la prensa, que
en general no admite regulaciones, (ii) para la telefonía y los servicios
postales, basada en el principio del acceso común, y (iii) para la televisión
que sujeta el medio a reglas relativas a la propiedad y el contenido. Según
alegan los futurólogos de las comunicaciones, para que se pueda desarrollar la
industria de los multimedios, la televisión deberá ser tratada igual que la
prensa y las comunicaciones electrónicas deberán ser des-reguladas. De hecho,
se sostiene, la interactividad de la nueva industria -al igual que hoy ocurre
con la telefonía-hará muy difícil monitorear y mucho menos censurar- los
contenidos que ingresen a las redes. Los propietarios de redes no deberían ser
legalmente responsables: por los contenidos transmitidos, salvo que sean
propietarios ellos también. Ni debieran estar balo la obligación de censurar materiales
ofensivos. Tampoco deberían existir cuotas nacionales de programación. Toda
persona tendría derecho a acceder alas redes y a comunicarse libremente o a
traer a su pantalla los contenidos que elija.
Fuente:
Heileman (1994a).
(13) Caso de
la agencia vasca Areeta Films que ejerce la corresponsalía de EFE Televisión en
el País Vasco.