ABRAHAM A. MOLES
Familias científicas,
modas y ritos conforman en buena medida la investigación científica. Pero los
mitos tienen también un papel esencial y alimentan las representaciones
sociales de y sobre los hombres de ciencia.
Tomando prestado de la
teoría de la Información uno de los términos esenciales, diremos que, en la
construcción por parte del investigador de ese mensaje que constituye una
definida creación intelectual, lo arbitrario queda reducido por todo lo que
sabemos a priori sobre el mensaje y sus leyes (el código) a las que el
investigador ha obedecido en su creación. El papel del presente trabajo es
precisamente encontrar ese "código" conjunto de leyes de la creación
científica, leyes que siguen siendo todavía nada exhaustivas (*).
1. FACTORES PSICOSOCIALES
EN LA COMUNIDAD CIENTÍFICA
Existe primero, y con
toda evidencia, una sociología externa de la investigación. Los temas del
trabajo científico y sus modalidades están esencialmente determinados por
factores inherentes a la "familia" de la comunidad científica en la
que el individuo se encuentra alojado, y nunca sería demasiado subrayar esta
contingencia.
Por ejemplo, tal
especialista en óptica lo habría sido antes de la metalurgia si, cuando inició
sus primeros trabajos, se hubiese encontrado instalado en un laboratorio de
metalurgia: su primer diploma, que le fue sugerido por el jefe de laboratorio o
por sus propias aficiones, habría tenido todas las oportunidades de tratar
sobre algún problema de la metalurgia. Si hubiera tenido una inclinación de
espíritu por las matemáticas, habría aportado páginas y páginas de ecuaciones;
si hubiera tenido una inclinación de espíritu por la química, habría aportado
análisis y dosificaciones; si se hubiera interesado por las vibraciones, habría
aportado su interés sobre la deformación de las compuertas de turbina o sobre
la ruptura ante el desgaste... Si el investigador posee algún valor, se
convertirá, con su estilo personal, tanto en un buen metalurgista como en un
gran óptico: la práctica de la investigación individualizará su estilo
científico, pero no tendrá que ver con la ciencia a la que sólo efectivamente
en segundo término se dedica, y ello a través del sesgo del conjunto de
conocimientos usuales que son los que de facto le conducen a la adquisición y
almacenamiento de datos en su memoria: éstos provienen de la familiaridad que
adquiere con los diversos órdenes de dimensiones y de constantes usuales para
él. En otros términos, las técnicas mentales se llevan a cabo de acuerdo con la
estructura del individuo; los conocimientos son contingentes, lo que explica
los notables cambios de especialidad en hombres de ciencia tan célebres como Du
Bois Reymond, Helmholtz, Leonardo, Lord Kelvin, Einstein.
La elección del
"tema" de la investigación, de objeto al que aplica su actividad
científica, comparte igualmente otro factor cuya importancia raramente se
subraya: la moda. Hay modas en ciencia, como en el arte, en la
literatura o en el vestido; los investigadores prefieren no insistir mucho
sobre la contingencia irracional y la obediencia que se manifiesta con la
noción de moda, pero las bibliografías están ahí para demostrarlo. Poincaré
comparaba la exploración del edificio científico a la que haría una multitud en
una casa que tuviera múltiples habitaciones cerradas. En el momento en que un
investigador, por el procedimiento que sea, rompe la puerta de una de las
habitaciones, gran número de gente se precipita tras él, explorando
minuciosamente el interior y no abandonándolo hasta que llega un momento en que
decididamente ya no hay gran cosa más que encontrar dentro.
La "moda" no se
revela solamente en la elección de temas, sino también, en menor grado, en los
métodos empleados para abordarlos. Por ejemplo, el cálculo de regímenes
transitorios de sistemas vibrantes puede hacerse, ya sea por la integral de
Fourier, por las transformaciones de Carson Laplace ‑cálculo operacional
de Heaviside‑, ya sea por la experiencia, y entre los años 1936 y 1950
estos tres métodos fueron sucesivamente aplicados, aunque desde el principio se
sabían las posibilidades (Mac Lachlan, K. W. Wagner, etc.). Se estudiaron una
multitud de sistemas vibrantes y de transductores, pero según una moda que,
siguiendo la eficacia de los diversos métodos, es sensiblemente la misma.
Desde 1960 el análisis de
Fourier quedó trivializado con la aparición de tecnologías especiales, después
con la introducción de la rutina de ordenadores y con la recogida automática de
datos. Queda todavía por conseguir que sus usuarios potenciales conozcan sus
orígenes y los límites de aquel análisis siendo capaces de saber utilizarlo
como una especie de recodificación de fenómenos. Lo mismo ha ocurrido
entre 1960 y 1980 con el análisis factorial en ciencias sociales.
La existencia de estas
modas revela:
1.Una cierta
plasticidad de muchos trabajadores científicos que se introducen sin dificultad
por la vía de tal o cual tema al pairo de las circunstancias.
2. La
progresiva aproximación de los condicionamientos de la producción científica y
los de la industria, donde el "suministro" en una especialidad dada,
función de la "demanda", y de las "salidas" para el
consumo, provoca tales variaciones bruscas de producción, aunque todavía sea
necesario advertir que si este fenómeno es especialmente relevante en nuestra
época, viene existiendo, más o menos, desde el siglo XIX.
3. Por otra
parte, la analogía establecida a nivel puramente intelectual entre creación
científica y creación artística hace que se manifieste también en ella una
coparticipación de leyes sociológicas. Precisaremos este punto más adelante.
4. La
multiplicación de estas modas provocadas entre los investigadores dedicados a
trabajar en una estrecha zona del campo de la investigación implica por este
hecho una acrecentada probabilidad de redescubrimiento, lo que se verifica
ampliamente en la práctica. Si se admite que el genio colectivo constituido por
un equipo de investigadores emplazados en un laboratorio se convierte en la
forma cada vez más frecuente de investigación aplicada se puede también admitir
fácilmente que la "inteligencia" (?), en todo caso el genio inventivo
de los grupos, sea sensiblemente la misma de un grupo a otro. En cuyo momento,
los descubrimientos dependerán más bien del equipamiento material del grupo,
factor extrínseco al proceso de descubrimiento que sin embargo va a ser
determinante.
Es necesario advertir, no
obstante, que la "moda" juega un papel bastante limitado en lo que ha
sido convenido denominar "los grandes descubrimientos", que en
realidad son descubrimientos que se consideran importantes. Siendo una
de sus características, precisamente, el de ser inesperados, se revelan sin
duda fuera de toda cuestión de moda en el ámbito concreto, también inesperado,
del marco científico ‑en el rincón insospechado de ese edificio y
conservan una espontaneidad que se manifiesta incluso en los métodos
heurísticos empleados, basados sobre la originalidad más que sobre la
seguridad. Son ellos, pues, los que más nos deben interesar aquí, y no habremos
de insistir más de lo debido sobre los aspectos sociales de la creación
científica que reducen lo que ya hemos considerado más arriba como la
contingencia del entorno.
2. PSICOLOGÍA INTERNA
DEL INVESTIGADOR
La eliminación de las
contingencias externas de la creación científica permite dejar en evidencia la
arbitrariedad fundamental que subrayábamos. ¿Puede irse más lejos y estudiar,
al menos someramente, las motivaciones internas del investigador en la elección
de una u otra perspectiva, de uno u otro recorrido elemental del pensamiento?
Bachelard, más en general, ha hablado a este propósito de un psicoanálisis del
espíritu científico: si pasamos de largo de los datos que puede proporcionar un
estudio de caracteres, nos encontraremos llevados, si no a un psicoanálisis
específico que es de naturaleza estrictamente individual, al menos a una
psicología profunda del espíritu en su
actitud científica.
Así, en la descripción
del mecanismo del razonamiento tal como lo presenta A. Reymond, se pueden
apreciar los sucesivos conceptos de la secuencia común, extraídos de la reserva
del subconsciente. En la infralógica de continuidad hemos advertido que, si la
asociación de palabras ‑y por tanto de ideas‑ era un proceso
aleatorio, se podían discernir, sin embargo, modos perfectamente enumerables,
Mas en general todavía, en todas las infralógicas de conexión de ideas, nos
hemos percatado de la arbitrariedad, el trial and error (el "ensayo
y error") de las sucesivas bifurcaciones en el entramado de malla
conceptual, pero haciendo cada vez evocación al "subconsciente" del
investigador como oculto determinante de esa arbitrariedad aparente.
Ahora bien, sabemos que
el subconsciente obedece a leyes cuyo estudio es precisamente la tarea de la
psicología profunda, y sobre cuyo comportamiento poseemos, al menos
estadísticamente, nociones que de día en día son más precisas. Lo indicado por
tanto es, tras habernos ocupado de la parte de imprevisibilidad consiguiente a
la forma de cuál es la situación fenomenal del espíritu del investigador tal
cual viene determinado por su entorno, por sus circunstancias, y de cual es su
actividad anterior, tratar de inventariar el contenido del subconsciente
concebido como almacén o trastienda de conceptos o de nacimientos mentales
elementales.
Para ello distinguiremos
tres hechos esenciales:
1. El
espíritu científico, o más exactamente el espíritu del individuo en su
actividad científica, es eminentemente social. Lo que hemos de encontrar en las
profundidades del subconsciente cuando buscamos su actividad creadora,
pertenece al fondo común de todos los hombres, puesto que es precisamente lo
que es propiamente humano, la facultad creadora, lo que nos es transmitido por
la educación. El "subconsciente científico" será pues, ante todo,
subconsciente colectivo; su simbolismo será arquetípico y no individual, lo que
ocasiona un acceso más fácil al inventario objetivo.
2. El primer
motor de la actividad creadora del hombre no es de orden teórico. La fuente de
toda ciencia es la técnica. El espíritu griego es el que, en una época ya
avanzada de la evolución de la humanidad, descubrió el concepto de ciencia
teórica y de explicación del mundo: pero contrariamente a lo que hoy nos parece
la única manera razonable de proceder, antes de explicar el mundo, el hombre
quiso actuar sobre él, por lo menos sobre su aspecto más inmediato, el entorno
propio, y se esforzó primero en conseguirlo a través del rito, primer
esbozo de una técnica de acción sobre el mundo. La ineficacia del rito con
relación a la eficacia de la técnica no la ven más que los espíritus modernos.
Lo que ha diferenciado a la técnica del rito es la capacidad de abordar
los problemas simples, como la palanca, la rueda, la regla de tres,
separándolos de los problemas complicados: el retorno periódico de la
fertilidad de las tierras inundadas, o la influencia de la luna sobre las
mareas. Para el espíritu primitivo, todos los problemas de acción sobre el
mundo son igualmente complicados. La simplicidad de la reducción a los
elementos simples de un problema es ya análisis, es decir, pensamiento
racional. Para poner en evidencia el rol o la ausencia de todo rol de los
conjuros en el regreso de las lluvias, la curación del ser querido o el fin de
la epidemia, es necesario disponer de una ciencia de las correlaciones que
supone ya un estadio muy avanzado del pensamiento racional ‑no fue casi
hasta el siglo XIX cuando Stuart Mill enunció el método de variaciones
concomitantes‑ y tener la ocasión de aplicarla un número suficiente de
veces para que las correlaciones adquieran un sentido.
Esto
requiere el hilo de las ideas, la frialdad ante los hechos ‑es decir, un
desinterés aparente‑ y la capacidad de transcribir los acontecimientos
(predicción de los eclipses) par hacerlos franquear la memoria individual y
hacerlos pasar a la memoria colectiva, todas ellas cualidades del espíritu
relativamente moderno. Así no hace falta sorprenderse de que
"doctrinas" tales como la de la "luna llena", que se
encuentran en el límite exacto entre superstición y ciencia, hayan debido
esperar hasta nuestros días para ser destruidas. Ellas demuestran que entre
técnica y ritual, la frontera de eficacia sigue siendo todavía tenue, pudiendo
algún ritual entrañar un epifenómeno en principio oculto que, por sí mismo, se
encuentra ligado racionalmente al efecto buscado. La práctica corriente del
laboratorio o de la producción industrial lo confirma fácilmente: un cierto
ritual científico y técnico llega a reinar incluso en los templos del
pensamiento racional.
La técnica
es, pues, un ritual eficaz, y no se distingue del ritual religioso más que
cuando ha sido capaz de medir su propia eficacia y discernir esencialmente los
problemas simples.
De igual
manera que nos podemos referir a la lógica mitopoyética, la religión es el
conjunto de creencias que constituyen el primer esfuerzo por racionalizar el
ritual, lo mismo que la ciencia es el esfuerzo primero de racionalización de la
técnica. Fue el pensamiento griego el que estableció la ciencia como valor
autónomo, gratuito, que explica antes de aplicar, que crea de esa manera el
útil extraordinariamente eficaz que es la ciencia moderna, generadora de
técnicas mentales y operacionales, útil del que por lo demás el pensamiento
griego no se supo servir (eolipila de Herón de Alejandría), pero que quedó
completamente preparado para ser usado por la curiosidad experimental del
Renacimiento.
3. Esto nos
lleva a una última observación esencial sobre la psicología profunda del
espíritu creador, que expresa la fórmula de Goethe al final de la Glosa del Fausto
sobre el Verbo: ''Im Anfang ovar die Tat" ("Al comienzo era la
Acción"). En su acción profunda, como en su acción primitiva, el hombre es
ante todo homo faber, lo que quiere es realizar, hacer, antes de
comprender. "Comprender" es una manera de , "hacer", y los motores profundos de la creación
estarán todos traducidos por deseos de acción: los arquetipos de la invención
son actos contra la Naturaleza. El papel del hombre es transformar el
mundo y realizar sus sueños de acción: volar, crear la vida, hacer oro, estar
en todas las partes a la vez... todos son lo que nosotros denominaremos mitos
dinámicos.
3. LOS MITOS DINÁMICOS Y
LOS ORÍGENES DE LAS CIENCIAS
Así, aparece cómo los
motores internos de la actividad creadora son, en una aplastante mayoría, la
lucha contra las condiciones naturales, tal como las propias limitaciones
humanas lo sugieren: el hombre no puede volar, no puede ver lo que pasa detrás
de una pared o en otro lugar, pero puede concebirlo en su deseo, y desde los
tiempos más remotos ha expresado estos deseos con los mitos que punto por punto
obedecen a la definición que de ellos dio Jung: universales, colectivos,
estéticos, se descubren tras de todas las leyendas y en los sueños, son
ambiguos finalmente, como si el hombre deseara y dudara a la vez de las
posibilidades que le permitirían franquear su condición (la caja de Pandora, el
aprendiz de brujo, etc.). ).
A título de ejemplo,
vamos a examinar algunos de estos mitos, los más evidentes, que se han
traducido en realizaciones científicas efectivas del mundo moderno.
Uno de los deseos que han
excitado al espíritu humano desde los tiempos más remotos es el de volar como
lo hacen los pájaros; leyendas y mitologías de los orígenes más variados nos
hablan de héroes más o menos divinos que por algún procedimiento mágico han
sabido liberarse de la pesantez, volar por el cielo y trasladarse de un punto a
otro sobrevolando todos los obstáculos: es el mito de la "alfombra
mágica" del folklore musulmán. Nos encontramos en la mitología germánica el
jabalí de oro forjado por los enanos Brokk y Sindri para que Freyr lo
enganchase a su carro y atravesase los aires a una velocidad más grande que la
de un caballo al galope.
En la mitología griega
nos es familiar la historia de Dédalo, que, para escaparse del laberinto en que
Minos los tenía prisioneros, hizo a su hijo Ícaro y a sí mismo unas alas
fijadas a las espaldas con cera. Sabemos que Ícaro, lleno de orgullo (el
orgullo prometeico del sabio o del aventurero), se aproximó tanto al Sol que
sus alas se derritieron. El mito termina mal, como la mayor parte de los mitos
de la invención: el hombre teme a su propio poder sobre la naturaleza, ya que
es sacrílego tratar de estorbar o interferir el orden del mundo.
El sueño de volar,
prefigurado por los mitos, ha obsesionado al cerebro de todos los espíritus
prometeicos: sabemos de todas las tentativas llevadas a cabo por los primeros
constructores de autómatas, y sabemos también que el primero que llegó a un
método correcto fue Leonardo da Vinci: estudiar la anatomía de los pájaros y
los principios de la resistencia del aire, hasta llegar a una solución
satisfactoria del problema, que fue retrasada a un tiempo por el olvido y por
la carencia de un motor de potencia de masas suficiente.
El mito de Prometeo, que
robaba semillas de fuego de las ruedas del Sol, y las llevaba a la Tierra
escondidas en el tronco de una caña, y fue por ello condenado por Zeus a un
castigo perpetuo, atado por lianas de acero a las montañas del Cáucaso, es
demasiado conocido para que valga la pena insistir sobre él. Experimentó este
mito modificaciones considerables en las más diversas civilizaciones. Casi
siempre se trata (India, Lituania, Finohúngara, América) de un semidiós que
confía, rinde o entrega a los hombres un secreto robado o del que él es el
guardián.
Este mito tomó tal
importancia que en la civilización moderna se ha convertido en el propio mito
de la ciencia: el mundo moderno es prometeico (Berger); en la edad tecnológico‑industrial,
el hombre ya no tiene (?) miedo de sus descubrimientos y ha hallado el sentido
mismo de su vida en su poder sobre la naturaleza. Ha llegado a ser trivial
denunciar el espíritu prometeico en la conquista de la energía atómica y el
pergeñar, tras las reacciones del gran público frente a los descubrimientos de
la física nuclear, la ambigüedad entre miedo y curiosidad que dio su forma
trágica al mito de Prometeo, y rige de manera tan especial un problema que,
desde el punto de vista estrictamente científico, no es ni más ni menos
importante que cualquier otro.
Si no fuese dudoso, desde
el punto de vista práctico, las consecuencias sobre la evolución de la
humanidad del descubrimiento y del dominio de la energía nuclear debieran ser
comparadas a aquellas que tuvo el descubrimiento del fuego sobre la humanidad
primitiva; parece que, desde el estricto punto de vista de las ideas, no haya
ahí más que una concatenación de descubrimientos en virtud de la cual la
curiosidad y la pasión intelectual de los hombres de ciencia han sido puestas
en forma de mitos desde el momento en que ha llegado a concebirse la
posibilidad de hacer aparecer la energía por desaparición de una fracción de
materia, como concepto arquetípico de la liberación del hombre de la tutela de
la energía.
Basta para ello ver el
alcance que han tenido entre el público, incluso el más cultivado, las célebres
comparaciones basadas en la ecuación de
Einstein W = M c2. “la desaparición diez gramos de carbón sería
suficiente para hacer atravesar el Atlántico a un paquebote’’ otras por el
estilo, que ponen el acento sobre liberación de la energía en cantidades casi
ilimitadas. La lectura del informe Smyth permite extraer, del entusiasmo que
animaba al equipo que trabajaba con la pila de Fermi, el empuje del
subconsciente colectivo oculto tras el de una gran obra humana: precisamente la
libe‑ ración del hombre de las contingencias de la naturaleza; su paso a
la escala del mundo mismo en que él vive.
Desde 1970, por el
contrario, ha resurgido, incluso entre los investigadores científicos, cierto
temor colectivo ante los resultados una investigación científica que provoca
consecuencias sociales inesperadas. A este respecto, el Bulletin of Atomic
Scientists, Le mouvement Pugwash, etc., han desempeñado un papel esencial.
No es sino por un hecho
de la naturaleza de las cosas cómo la realización de la transmutación se ha
encontrado recientemente ligada a la energía nuclear. El “deseo de poseer el
rayo’’ que es la aspiración prometeica por excelencia ha seguido siendo largo
tiempo totalmente independiente del problema de la transmutación de unos
elementos en otros y en particular de los elementos más viles (plomo, hierro)
en los metales nobles (oro, plata, mercurio). Este deseo que iluminó toda la
alquimia, y que, nos lo dice Berthelot, nació de la experiencia de antiguos
artesanos egipcios, constatando que era posible cambiar las apariencias de los
"metales", dio forma a la reacción química: no es exagerado decir que
toda la química racional, ciencia extremadamente reciente, esté basada sobre la
alquimia. El concepto de base de transmutación, que se confundía con el
concepto de transformación, o de reacción, en la época en que las nociones
mismas de elementos de especie química eran poco claras, se mostró claro, y no
por un deseo quimérico, sino por un concepto operacionalmente exacto; primero
por efecto de las especies químicas, después por el de los elementos mismos,
tras haber sufrido un eclipse momentáneo, a mitad del siglo XIX. Los tratados
de alquimia muestran, al lado de una colección de recetas que ‑literalmente
casi‑ no desaparecerían en un tratado moderno de química industrial, un
deseo de alguna manera un poco místico de transmutar las especies, que es la
manifestación del subconsciente colectivo, concretizada con posterioridad del
siglo VII, por la noción de "piedra filosofal".
En uno de los más
antiguos terrenos de la invención, el de los instrumentos de música, los
notables trabajos de Kurt Sachs pusieron en evidencia la ligazón profunda
existente entre creación en un estadio primitivo y sexualidad, relación que se
desprende de la forma misma de los instrumentos de música (tambor de hendidura,
sistro, hueso tallado, trompeta, arco) que son tocados según sea su forma por
uno u otro sexo y cuya vista misma estaba estrictamente reservada mediante
tabúes, sancionados con penas a veces graves. En estos tabúes se puede
verificar la relación de los mitos con las aspiraciones esencialmente profundas
del individuo, ya que todos los mitos relativos a la música (Orfeo, Anfión,
Pan) están estrechamente ligados a la sexualidad. La tarea de un instrumento es
el acto de sustitución, una técnica más o menos ritualizada, cuya eficacia
subsiste a través de los siglos y el racionalismo.
4. EL MITO DEL GOLEM Y
LA CIBERNÉTICA
Precisaremos finalmente
un mito a la vez extremadamente antiguo y de cumplimiento a través de la más
nueva de las ciencias, la Cibernética, puesto que representa el poder más
grande que se pueda imaginar sobre la naturaleza: la creación artificial de la
vida.
Ya la leyenda atribuía a
Prometeo el secreto de haber creado hombres modelándolos con arcilla. En el
mito de Pigmalión, rey de Chipre, de origen semita, que modeló una estatua de
mujer de marfil, se llegó a enamorar de ella y recibió de la diosa Afrodita el
favor de dotarle de alma a la estatua, emerge el concepto de la creación de la
vida en forma humana.
En la leyenda finohúngara
nos encontramos una variante importante del mito de la creación de la vida:
"El héroe Leminkaïnen fue despedazado por los hijos de Tuoni. Su madre
buscó los pedazos, juntó la carne con la carne, los huesos con los huesos, las
articulaciones con las articulaciones, las venas con las venas, después invocó
a la diosa de las venas Suonetar, y, con su ayuda, devolvió a su hijo la vida.
Pero el hombre era mudo, no tenía palabras. Entonces la madre llamó a
Mehulainen, la abeja, y le hizo buscar más allá del noveno cielo un bálsamo
maravilloso que le devolvió el habla".
Encontramos en el Talmud
y la Agadh (recogido del Sanhedrin, 656) el cuento de R. Channina y R. Oshoya
que, todos los viernes, ocupaban su ocio en crear, siguiendo la fórmula de una
obra perdida, el Sefer Yetzirah, un ternero de tres años que después se comían;
y el cuento ya más evolucionado de Raba que creó un hombre y lo envió a R.
Ziva; éste vio que aquél no podía hablar y exclamó: "Tú has sido creado
por arte de magia, vuélvete al polvo de que procedes, pues, dijo, la creación
del hombre es cosa del mismo Dios". Es el atractivo del célebre mito del
Golem (ser sin forma) que data de la época rabínica, pero que parece haber
sufrido la influencia de la leyenda finohúngara que citábamos más arriba,
particularmente en Europa Central.
Este mito está muy
extendido en el judaísmo y ha sido rehecho muchas veces. Así, Ibu Gabirol de
Valencia fue reputado de haber creado un Golem para su servicio, lo mismo que
Rabbi Samuel en Francia, por el siglo XII. Parece estar establecido que estas
leyendas han alimentado la historia cristiana del doctor Fausto, que data del
siglo XV y expresa todo un aspecto de la ciencia alquímica (el elixir de la
larga vida) y que llegaron a ocasionar tentativas en el plano científico tales
como las primeras transfusiones de sangre o, ya más cercanas a nosotros, la de
Voronoff, de Bogomoletz, etcétera. Se ve ahí emerger el concepto del hombre más
moderno que la naturaleza, que la ordena y la domina, concepto que ha
alimentado el arquetipo del "sabio" en su laboratorio hasta una época
muy reciente. La "técnica", el "procedimiento", el
"método" van poco a poco robándole el terreno al cuento maravilloso:
el mito deviene dinámico. La leyenda moderna del Golem de Praga, que no se
encuentra más allá del siglo XVI, pone este punto en evidencia:
A las cuatro horas de la
mañana, el segundo mes de Adar (1580) el Maharal Judal Loew y sus dos
ayudantes, que vivían sobre la ribera del Moldan, modelaron con greda de la
orilla la forma de un hombre. Uno de los dos encerró en un círculo la figura
siete veces de izquierda a derecha. El Maharal hizo entonces un encantamiento y
el ''Golem'' se puso a brillar como si fuera de fuego. Entonces el otro
ayudante encerró en otro círculo siete veces la figura, de derecha a izquierda,
pronunciando otros encantamientos, el fuego del Golem se apagó y un vapor se
levantó de su cuerpo. Vieron entonces que los cabellos habían crecido en su
cabeza y que en sus dedos habían aparecido uñas.
El Maharal mismo encerró
entonces en otro círculo al Golem siete veces y todos recitaron a la vez el
pasaje del Génesis, II‑7: "Sopló en sus narices el aliento de la
vida y el hombre se convirtió en un ser vivo". El Golem abrió entonces los
ojos y miró a los tres hombres. Después se levantó y lo vistieron como a un
ayudante de rabino. Este Golem no podía hablar, puesto que sólo Dios mismo
puede dar el poder de la palabra (compararlo con la leyenda finohúngara, citada
supra, y con la primera leyenda talmúdica).
Se da aquí la expresión
de una técnica ritual. El hombre deviene homofaber: fabrica, y las versiones
modernas de este mito, en particular la célebre obra de Mary W. Slielley
(Frankenstein), que se ha inspirado directamente en él, han conservado y
ampliado este papel técnico del demiurgo. Es probable que el éxito de la forma
moderna de este mito entre el gran público, amplificación del éxito del Golem
en la tradición judaica, deba ser considerada como la expresión misma del
subconsciente colectivo, que vuelve a hallar aquí uno de los deseos
fundamentales del hombre.
El mito del Golem es el
de la muy moderna rama de la ciencia conocida con el nombre de Cibernética. En
efecto, aquélla está dirigida a estudiar los autómatas partiendo del principio
de analogía funcional entre los mecanismos creados por la mano del hombre y los
mecanismos de los seres vivos. Se propone, pues, como primer objetivo estudiar
la complejidad, que es el carácter esencial del ser vivo. El éxito,
considerable, inmediato, de alguna manera inesperado, de una ciencia cuyos
principios y métodos (máquinas de calcular, teoría de los servomecanismos,
cálculo de probabilidades, etc.) son, a
priori, extremadamente abstractos, merece llamar la atención. Este éxito,
incluso entre el gran público cultivado (que hace recordar la emoción provocada
por las antiguas experiencias de Stéphae Leduc), parece ligado a este
"arquetipo del Golem" de la creación de la vida, teniendo por
objetivo (o teniéndolo en el futuro) la realización de uno de los sueños del
hombre: crear autómatas, en una buena medida, es crear la vida, y la
Cibernética, por unos mismos principios, ha establecido desde el principio
voluntariamente una cierta confusión entre mecanismos automáticos y mecanismos
cerebrales, o sistemas nerviosos, puesto que ella pretendía precisamente
utilizar los unos para explicar los otros, y con ello realizar la síntesis.
Basta hacer un recorrido
por la literatura ya abundante en esta ciencia, por ejemplo las actas del Hixon
Symposium (Von Neumann, Mac Culloch, Lashley, Lorente de No) o las Conferencias
de la Macy's Foundation (Strand, Kubie, Fórster, Wiener), para ver que los
propios especialistas de esta ciencia tienen conciencia perfectamente de este
deseo de realizar seres que tengan funcionalmente ciertas apariencias de
"vida", tales como el pensamiento. No hay duda de que este
"método de ambigüedad" ha rendido un gran servicio a la definición de
esos vagos términos de "vida", "pensamiento", etc., proporcionando
una significación operacional precisa.
Ya hemos advertido que,
en todas las formas del mito del Golem que hemos citado, incluso las más
lejanas, había siempre un punto específico: el ser así creado es mudo,
"puesto que la palabra es un don divino". No es sino muy tardíamente,
con las primeras realizaciones de autómatas, cuando los inventores se dieron
cuenta de que el habla estaba ligada directamente a las ideas en la combinación
de palabras para formar las frases, pues el problema de crear un ser parlante
se identificaba a aquel de crear un "ser" pensante. De este modo el
mito de los seres o de los objetos "parlantes", desde su origen,
sigue siendo distinto del autómata o del Golem, desde la leyenda griega de las
piedras parlantes de Memnon hasta las realizaciones de Vaucanson, Jacques Droz
y, sobre todo, Van Kempelen, que establecieron los fundamentos de la fonética
experimental. Efectivamente, es bajo el impulso de crear una máquina parlante
como los rudimentos de la clasificación fonética fueron establecidos por Van
Kempelen, y las acusaciones de brujería se elevaron contra aquellos que
pretendieron imitar la voz humana (el juego de tubos del órgano llamado
"voz humana" fue considerado largo tiempo como un secreto un poco
diabólico que se transmitían unos a otros los constructores de órganos).
5. LA EXPRESIÓN MODERNA
DE LOS MITOS DINÁMICOS
A esta fuerza interna que
constituyen los arquetipos del subconsciente colectivo es a la que en gran
parte deben ligarse los aspectos esenciales de la difusión de la ciencia, de
sus métodos y de sus ambiciones, fuera del grupo social de los profesionales.
La vulgarización científica es uno de estos aspectos: consagra la
separación entre profesional especializado y público cultivado, o
semicultivado, al que informa de las noticias de la comunidad científica que
permanece tras las murallas de las técnicas a donde no puede penetrar, y al que
comunica los secretos de los líderes del mundo intelectual cuya aplicación
regirá su vida futura. Si el hombre cultivado concede a la vez su confianza, su
respeto y su colaboración ‑con algunas reticencias‑, a la
aplicación, de la ciencia a la vida moderna, es porque él encuentra en ella, en
contrapartida, el cumplimiento de sus deseos. La pasión intelectual propiamente
dicha, de origen platónico, la voluntad de comprender el Universo en abstracto ‑y,
por consiguiente, de aplicar el esfuerzo adecuado que después de todo es su
única medida‑ no sobrepasan apenas, por el contrario, las fronteras de la
comunidad científica. La vulgarización insiste mucho en la aplicación ligada al
cumplimiento de los deseos, y en la emancipación de las condiciones naturales
que todo hombre debe extraer de aquélla.
En la racionalización de
sus objetivos de investigación también es el mismo motor interno el que agita
al hombre de ciencia. Éste "hace" la ciencia por pasión intelectual
en medio de un estado propiamente lúdico, en el momento de la creación, pero el
resorte de su actividad es una motivación humana, es el arquetipo de la
conquista del mundo natural, y, en el plano del subconsciente, no resulta tan
diferente del hombre ordinario.
Los arquetipos del
subconsciente colectivo han encontrado muy recientemente su expresión en un
fenómeno literario importante, la ficción científica (o la ciencia ficción),
que se presenta como un género de novela destinado al gran público y accesible
a él, que pretende desarrollar las consecuencias sociales y psicológicas del
descubrimiento científico, de la ciencia aplicada, prefigurar en alguna manera
el mundo del mañana (función catártica de la UtopíaRuyer), y por ello mismo
prepararnos para aquél.
La ciencia‑ficción,
de origen muy antiguo, pero de floración muy reciente, es, a despecho de las
apariencias, el medio por el que la sociedad toma en serio la ciencia, es un
fenómeno social. El hombre de ciencia ya no es, ante los ojos del cuerpo
social, un inocente buscador de quimeras, un relator de mitos maravillosos, un
alquimista tardío de conocimientos semimísticos, sino el constructor de la
sociedad; cienciaficción y utopía expresan la conquista del mundo y la
emancipación de las condiciones naturales. Es el mito moderno de la ciencia, y
en él vemos volver a florecer los mitos antiguos entre los que están los que
hemos citado antes, expresión de una ambigua esperanza en la conquista del
mundo: "Todo llegará a ser posible".
ALFONSO FRAILE
RETRATOS COMUNICANTES
Nacido en Marchena en
1930, desarrolla su formación artística y humana en la posguerra española. Tras
realizar una brillante y premiada carrera en la escuela de Bellas Artes de San Fernando, este original
artista, desligado del academicismo imperante, expone por primera vez
individualmente en 1957, año decisivo dentro del panorama artístico
español.
A partir de esa fecha, su personalidad
(amante de la soledad y el orden, y dotado de un especial sentido del humor),
se va imponiendo en todas sus obras; la ironía, la gracia, la envoltura
caricaturesca de sus personajes, hacen que a veces lo grotesco nos invada, y,
al mismo tiempo, nos inquiete, ya que sus obras emanan, una especial y
perturbadora belleza.
Los protagonistas –agentes y pacientes‑
de la comunicación quedan irónica,
profundamente, reflejados en estos "retratos comunicantes",
realizados para TELOS.
(*) Este artículo forma
parte del Capítulo X del libro La Creación Científica, de inminente publicación
por Taurus, col. ''Noesis de Comunicación'’