ÁNGEL BENITO
Vivimos la civilización de lo obvio, y, más que de lo obvio, casi de
lo físico; de aquello que se puede ver y oler, tocar y medir, gozar y gustar.
Parece que, tras veinte años de transición hacia la sociedad postcontemporánea
en todos los países industrializados, hemos ido pasando de la crítica y el
inconformismo, de la frescura de actitudes radicales y revisionistas a
ultranza, a una especie de huida hacia adelante, en la que el pasado no existe
más que como la negación de un presente sobre el que se pasa como de puntillas
con el abandono de toda capacidad de autocrítica.
En esta huida hacia adelante, intelectuales y políticos y hasta los
medios de comunicación que nacieron con actitudes progresistas ya en la nueva
era han perdido su capacidad de asombro y aun de análisis de la realidad
cotidiana y se han acodado, cómodamente, sobre la ventana abierta a lo que está
por venir. No otro sentido tiene depositar en lo que se ha dado en llamar las
nuevas tecnologías la resolución de todos los problemas: serán la técnica y sus
maravillas sin cuento los pasaportes para la nueva frontera. Y poco importan ‑la
escasez de la bibliografía lo demuestra‑ las consecuencias sociales,
humanas del nuevo universo tecnológico: pongamos las máquinas y ellas harán lo
demás. De alguna manera, los líderes ‑intelectuales, políticos, artistas
han dejado de ser la conciencia crítica profunda de la realidad para instalarse
en los umbrales de la profecía.
Dentro de este panorama de la tiranía de lo mensurable, el movimiento
ecologista se nos aparece como una punta de esperanza, pero, hoy por hoy, los
ecologistas tampoco han salido de su preocupación por el mundo de lo físico,
que no pasa de ser algo meramente instrumental para la plenitud del hombre.
En efecto, desde hace decenios se ha generalizado la preocupación por
la casa del hombre, por el entorno físico donde el hombre sigue viviendo desde
hace milenios. Los individuos y las instituciones, especialmente en los países
más adelantados, urgen a los estados y a los gobiernos una mayor atención en la
conservación de la naturaleza:
‑ porque la Tierra se convierte en desierto en tantos países en
los dos hemisferios del planeta;
‑ porque en los mares se pierde la flora y la fauna a causa de los
vertidos de residuos de todo tipo;
‑ porque en las ciudades, la contaminación atmosférica pone en
peligro, incluso, la vida de los hombres...
Un clamor general se alza en defensa del medio ambiente, para mejorar
la calidad de vida del presente, y, sobre todo, para legarlo íntegro a las
generaciones que vengan detrás, porque se dice por los líderes ecologistas más
caracterizados y tienen sobrada razón que de este maravilloso planeta que
llamamos Tierra y de su entorno espacial los hombres no somos más que usuarios;
a lo sumo, administradores de una herencia que hemos de enriquecer y no
destruir.
La receta que proporciona la Ecología no es otra que la del
equilibrio: recuperar y mantener el equilibrio en el hábitat general; recuperar
y mantener el equilibrio entre todos los elementos naturales ‑animales,
vegetales y minerales‑ al nivel de cualquier ámbito, de cualquier
ecosistema, en todo momento y en todo lugar.
En realidad, los movimientos ecologistas nacidos en los países
avanzados muestran en todo momento una confianza ilimitada en las leyes sabias
de la naturaleza, cuyo cumplimiento es suficiente para que retorne al medio
ambiente el reino de la armonía: en un medio ambiente natural y equilibrado, el
hombre puede seguir estando.
Pero, el hombre, además de estar, participa, vive comprometido con los
problemas de su tiempo, pendiente de las herencias de un pasado cercano y
remoto; abocado a dejar su impronta en el futuro dada su condición de ser
histórico, libre.
Y este hombre, ser histórico, a fines del siglo XX, vive portador de
una segunda naturaleza: la construida día a día, mensaje a mensaje, imagen a
imagen, por los modernos medios de comunicación. Y esta segunda naturaleza es
mucho más tiránica que aquella otra que los ecologistas quieren recuperar porque
está más presente aun siendo invisible e incomprobable porque la penetración de
su tiranía es aún más sutil que la propia y natural de la naturaleza.
Esta segunda naturaleza no es otra cosa que la civilización y su
consecuencia sublime, la cultura, a la que pocos acceden verdaderamente. Esta
segunda naturaleza es la consecuencia de toda la historia anterior, pero, en
nuestros días, vive en una continua aceleración y desaceleración ‑y
también degradación‑, debido a la acción continua de los medios de comunicación.
Dentro de esta segunda naturaleza, verdadera campana neumática donde anidan sin
salirse de ella los ciudadanos contemporáneos de los países evolucionados, es
muy difícil distinguir el auténtico yo de lo que cada día van depositando en
nosotros los medios de comunicación las propias ideas, los modos de ser y de
estar, las escalas de valores y aun las más arraigadas convicciones, son en
tantos casos circunstancias y personas una prestación gratuita pero interesada,
acelerada pero penetrante, de los medios de comunicación.
De lo que sean los medios de comunicación, de los contenidos de la
prensa, la radio y la televisión especialmente, depende en buena parte el
ejercicio autonomo de las libertades tanto en las sociedades evolucionadas como
en las que apenas han iniciado su propio y peculiar desarrollo. Por eso es del
mayor interés averiguar si existe un verdadero equilibrio en la distribución de
los medios, en la diversidad de sus sistemas de propiedad, en la pluralidad de
sus contenidos, y averiguar, sobre todo, si todos los públicos tienen abierta
posibilidad al disfrute de los medios masivos de comunicación: si todos los
ciudadanos gozan de la información que necesitan para ser mas libres y
solidarios; si toda la realidad de aquello que es significativo tiene cabida en
los contenidos de los medios para interesar a los públicos porque vean en ellos
reflejada su vida, sus carencias, sus deseos legítimos en el libre juego de una
sociedad de libertades.
Para que esto pueda ser, la información ha de dejar de ser una forma
de poder, económico o político, que adormece las conciencias del mundo presente
y se autojustifica proyectando las carencias cotidianas a un futuro
tecnologizado, cuya preparación y establecimiento se dirige desde arriba, desde
cúpulas día en día más alejadas de los beneficiarios de tanta maravilla de
futuro.
En el mundo de las comunicaciones, "lo que ha sucedido ‑ha
escrito el poeta y teórico de la comunicación Lee Thayeres que hemos confundido
nuestro alcance con nuestra comprensión. Con la modernización de la conciencia,
ha llegado la creencia de que la información es un sustituto razonable del
conocimiento, y que el conocimiento, acumulado en forma racional, es un
sustituto razonable de la sabiduría... Con nuestra peligrosa prótesis que
extiende su alcance ‑del microscopio a la televisión‑ con la
promesa de maravillas mas grandes por venir, hemos bajado del cielo a la
tierra... Nuestro alcance comunicativo ha llegado a exceder nuestra comprensión
comunicativa".
Estos planteamientos de Thayer hacen referencia a la cantidad
inabarcable de contenidos comunicativos que se ponen a nuestro alcance y
también a la posibilidad de saltarnos el espacio y el tiempo por la vía fácil
de las comunicaciones de masas, sin que quiera decir, por el contrario, que la
red de comunicaciones ponga a nuestra disposición la capacidad de decidir qué
dirección ha de seguir esa búsqueda de saberes sin cuento que circulan a través
de los medios de masas. La "opulencia comunicacional'' como ha llamado
Moles al amontonamiento sin límites de medios técnicos para relacionarnos con
los demás, hoy amplificados con el auxilio de la telemática, puede ser la
muerte de la misma comunicación entre los hombres.
Arrojar la luz del equilibrio, que los ecologistas predican para el mundo
físico, sobre la acción diaria de los medios de comunicación, sobre los mismos
medios a la búsqueda de una comunicación más plural, parece el único camino
para la humanización de la propia comunicación. Es necesario no olvidar que la
civilización no es sólo la técnica, que está también integrada por las ideas y
por las creencias religiosas de los hombres, por sus costumbres y por las
creencias artísticas de todo tipo.
Si la cultura es el rostro humano de la civilización será necesario
reordenar los instrumentos informativos a escala del hombre, equilibradamente;
haciendo que los usos de la comunicación puedan ser un ejercicio de la
solidaridad ajena a todo tipo de prepotencia política, económica o cultural.
Solo así la comunicación será motor de la cultura, ocasión para el cultivo
personal de los conocimientos humanos y de afirmación de la personalidad de los
públicos mediante el ejercicio libre de las facultades intelectuales de cada
uno.
Tal vez, la ecología de la comunicación de masas, poniendo en su lugar
a cada uno y devolviendo el protagonismo a los más, o los públicos, haga volver
a los profetas de su alegre mundo de futuro y les vuelva a asentar en la
realidad, en la crítica de la realidad. Y tal vez, podamos dejar de hablar de
la comunicación de masas, el gran desequilibrio de nuestra época.