LOS HIDALGOS DE LA CONTRATECNOLOGÍA
Desde Egipto, hace casi cinco mil años, hasta EE.UU y Japón en la
actualidad, la práctica totalidad de los países, pueblos o comunidades han
alcanzado su época de mayor prosperidad y autonomía coincidiendo con la de mayor
desarrollo científico y dominio tecnológico. Más exactamente, han fundamentado
lo primero, es decir, la prosperidad, en lo segundo, el dominio tecnológico,
entendido este último en su más amplia acepción.
Si se analizan las aportaciones humanas al progreso científico a lo
largo de la historia, éstas se producen, por lo general, de individuos que
surgen, como por oleadas, de los pueblos que, en ese momento, juegan un papel
protagonista en la vida política y cultural. Las razones de ello habría que
buscarlas en ese efecto reahmentador que bienestar económico y desarrollo
científico y cultural se ejercen mutuamente.
España es un país que ha disfrutado de efímeros dominios políticos,
reducidos momentos de cierto poder económico y escaso reconocimiento internacional.
Asimismo, el que la contribución española al desarrollo de la ciencia y la
tecnología haya sido muy exigua es una realidad generalmente aceptada,
abrumadoramente probada por los hechos, y todavía no suficientemente estudiada
en sus fundamentos (salvo muy honrosas y dignas excepciones: Cajal, Laín, López
Piñero). De autores como los mencionados y de pensadores como Feijoo y
Jovellanos o historiadores como Américo Castro, José Antonio Maravall, Antonio
Domínguez Ortiz y otros, se pueden obtener valiosas aportaciones que justifican
semejante endeblez tecnológica y periodos tan pasajeros de brillantez política
y cultural (sólo rota en las artes plásticas y, en algunos momentos, en la
literatura).
Atreviéndonos a sintetizar tales aportaciones, aun a riesgo de
vulgarizarlas, podríamos decir que en España se han ido instalando unos hábitos
sociales, que manifiestan un fuerte rechazo frente a la incertidumbre y una
actitud combativa ante la osadía intelectual, como formas de protegerse ante
los imponderables, las opiniones de los demás (intolerancia) y la alteración
del "status quo". Al estar tradicionalmente ubicados en lo que se
considera seguro se rehuye lo que se vislumbra renovador. De esta forma en el
sistema de intereses y prestigios de nuestra sociedad difícilmente pueden tener
cabida el saber científico y el quehacer tecnológico. El éxito, la fama y el
reconocimiento sólo pueden venir en razón de la sangre o del azar, pero casi
nunca como fruto del trabajo constante y riguroso. Como consecuencia de ello,
las clases dominantes no se interesan por la ciencia, y la mayor parte de la
intelectualidad limita su debate a lo meramente especulativo o fatuo.
Ante este panorama desolador se erige, sin embargo, una meridiana
realidad, aquella con la que abríamos estas reflexiones y que en el caso de
España se refleja, a mi entender, en un hecho suficientemente perfilado, a
pesar de los matices: los momentos de mayor auge de nuestro país han coincidido
con los de su mayor participación en el desarrollo científico y tecnológico.
Por limitarnos a los dos más significativos, podemos mencionar la época del
califato y la posterior al descubrimiento de América. Durante esta última, por
ejemplo, España alcanzó un nivel de gran relieve en navegación, historia
natural y geografía. El Consejo de Indias y, sobre todo, la Casa de
Contratación de Sevilla se convirtieron en centros de primer orden en el
desarrollo de esas ciencias. Esta última se transforrrió, aparte de otras
funciones, en uno de los principales núcleos de ciencia aplicada y formación
avanzada de ese siglo, por el que pasaron los expertos en navegación más
destacados de la época. Atesoró una de las bibliotecas y centros de
documentación más importantes del momento, dando salida a tratados prestigiosos
de consulta y referencia obligadas, que eran traducidos a numerosas lenguas.
Este período álgido no pudo extenderse al decisivo siglo XVII, testigo
de la denominada Revolución Científica. Los efectos de loa expulsión de los
judíos, de la Inquisición, las sangrías de las guerras de religión, el
desinterés de las clases dirigentes y la intransigencia empezaban a pasar
factura ("Es más fácil morir por una idea, y aún añadiría que menos
heroico, que tratar de comprender las ideas de los demás", decía Marañón),
López Piñero afirma refiriéndose a este momento: "España no participó en
ninguna de las primeras manifestaciones maduras de la ciencia moderna. Durante
casi un milenio, nuestra Península había figurado entre los escenarios
centrales del desarrollo de los saberes científicos en Europa. En esta época
crucial, sin embargo, los obstáculos que habían ido creciendo durante el siglo
XVI se convirtieron en auténticas barreras que aislaron la actividad científica
española de las corrientes europeas y desarticularon su inserción en la
sociedad. Al quedar marginada del punto de partida de la "Revolución
Científica", ésta tuvo que ser introducida con retraso a través de un
penoso proceso de aculturación". Comenzaba la gran decadencia y el
nacimiento de lo que Pierre Vilar llama la "hidalgía cansada". Se
iniciaba la configuración de esas estructuras sociales contrarias a la
exaltación del trabajo manual, de la promoción por méritos y de la moral del
éxito, tan característicos de las sociedades modernas e industriales En esas
condiciones la sociedad española no ofrecía opciones para el desarrollo de la
ciencia.
En la actualidad nos encontramos en un momento singular. El
advenimiento de una democracia estable, por vez primera en España, y la mirada
hacia el exterior en un período de crecimiento tecnológico sin precedentes en
la historia, han coadyuvado al establecimiento de la sensación bastante
generalizada ‑quizás también por primera vez en nuestro país‑ de
que sólo con un profundo y decidido esfuerzo tecnológico se puede intentar
reconducir el rumbo que nos aleja progresivamente de los países más avanzados.
Nada más evidente y saludable si no fuera porque esta reflexión emana
de una sociedad instalada en estructuras como las descritas, que ha dispuesto
de cuatro siglos de intensa experimentación para combatir los intentos de
renovación, por no decir de revolución, surgidos en su seno. Para qué recordar
nuestro desdichado siglo XIX o la brutal aniquilación que se derivó de la
última contienda civil.
Tantos siglos de ejercicio esterilizador no iban a ser baldíos. En esa
labor, curiosamente, sí nos hemos esmerado los españoles, y nuestro organismo
social ha creado poderosos anticuerpos dispuestos a combatir cualquier
alteración de su funcionamiento.
Uno de los más sofisticados y sutiles mecanismos de subsistencia del
sistema que nos hemos dado es la desaparición de un problema por su sublimación
a la categoría de debate. Ya hace un siglo decía Canivet, con la perspectiva
escudriñadora que le daban su mente afilada y sus prolongadas estancias en el
exterior. "... se discute todo y se discute siempre. La fuerza que antes
se desperdiciaba en aventuras políticas en el extranjero se pierde hoy en
hablar, hemos pasado de la acción exterior a la palabra; pero aún no hemos
pasado de la palabra a la acción interior.
El mecanismo es hábil y poderoso por su sutileza. Transformado en
debate, el problema o la iniciativa desaparecen como tales y se identifican con
aquél. Ya no hay que pasar a la acción sino participar en el debate; el debate
es a partir de ese momento la acción y progresando en él se quiere dar a
entender que se actúa sobre ésta. El problema sin ser resuelto se resuelve ‑disuelve‑
en el debate. Y para debates, nuestros hidalgos nunca están cansados. ¿Cómo
iban a estarlo si la mayoría viven de ello, se justifican en ello, elevan su
ego sobre ello, nos entontecen con ello? Es la esterilidad hecha profesión con
apariencia de fertilidad. Son los hidalgos de la contra‑acción. La
"intelectualidad" acaparadora. No importa cuál sea el tema, siempre
hay hidalgos prestos al debate, a la interpelación, a arrebatar el
protagonismo, a escribir y reclamar artículos, informes, papeles. La falta de
rigor no es esencial, el objetivo es conquistar el ágora e inundarla de
petulancia y hueca brillantez.
En el tema que nos ocupa, el del desarrollo tecnológico, ya ha hecho
aparición también esta saga pseudo intelectual, dispuesta a secar de raíz las
tímidas opciones de modernización tecnológica y a arrastrar con sus cantos de
sirena a algunos de nuestros potenciales redentores. Citando de nuevo a Gantnet
A la vista está nuestro desvío de las ciencias de aplicación no hay medio de
hacerlas arraigar en España... Y no es que no haya hombres de ciencia, los ha
habido y los hay; pero cuando no son de inteligencia mediocre, se sienten
arrastrados haca las alturas donde la ciencia se desnaturaliza, combinándose ya
con la religión, ya con el arte".
Bajo el calificativo de debate tecnológico están comenzando a cabalgar
los hidalgos de la contratecnología. De esta forma, el riesgo de que se acabe
"sublimando" el problema tecnológico, y con ello de que se malogre la
oportunidad de su resolución, es cada vez más acentuado y sólo la consciencia
de su existencia y una actuación consecuente podría evitar tener que volver a exclamar
de nuevo, como Cajal, "¡Suerte aciaga la de España! Casi todos sus hilos
geniales se malogran o rinden fruto inferior a sus potenciales. Fáltales, unas
veces, la placidez y serenidad de espíritu, gajes inestimables de la salud
física y moral; otra, el valor y la entereza para desafiar sentimientos y
prejuicios del ambiente; casi siempre, en fin, el trabajo metódico y
disciplinado"