La
hormigonera ilustrada
IÑAKI DOMÍNGUEZ
Tras una larga espera en
la que los sucesivos responsables gubernamentales han venido prometiendo una
pronta regulación legal del mecenazgo cultural, el Gobierno ha hecho público
(octubre de 1991) el anteproyecto de Ley de Incentivos Fiscales a la
Participación Privada de Actividades de Interés General, la ley del mecenazgo.
El
anteproyecto, y la exigencia misma de su regulación, responde a un interés
sobradamente justificado, tanto por lo que supone de reconocimiento de una
vieja presencia, la de las instituciones de la llamada tercera vía, fundaciones, asociaciones, empresas..., como por la
necesidad de aumentarla, incorporando al campo cultural las aportaciones económicas
y los esfuerzos de nuevas instituciones, que, a la vista del empuje de las
industrias culturales y las limitaciones del Estado, resultan cada vez más
necesarios.
En este
sentido, cualquier gobierno debe ver con agrado la participación de
instituciones privadas en la organización, financiación y difusión de
actividades culturales que, por su propia naturaleza, no serían tenidas en
cuenta por las industrias culturales. Pero, además, resulta evidente que ese
mismo Estado tiene que agradecer ese esfuerzo de la iniciativa privada en un
terreno, el de la cultura, en el que la Administración pública está
constantemente sometida a la acusación de dirigismo y, sobre todo, un ámbito en
el que las instituciones públicas pueden gestionar o incluso controlar, pero
jamás crear, acción privativa de los grupos e individuos de la sociedad civil.
Por estas razones, y por cuanto satisface necesidades culturales evidentes en
sociedades avanzadas y complejas, el mecenazgo resulta una institución
imprescindible y su regulación una exigencia democrática.
No obstante,
pese a tanta evidencia favorable ‑y al margen de la redacción del
anteproyecto‑, hay algunos aspectos que impiden el reconocimiento unánime
del mecenazgo como la única solución para la revitalización cultural en las
sociedades donde las industrias culturales controlan el núcleo de la vida
cultural, el primero de los cuales es la evidencia de una actuación sobre la
cultura claramente sesgada y parcial, que hace inevitables las otras
actuaciones tradicionales, la del Estado y las industrias culturales.
De una
manera general, en nuestro país y en el conjunto de los países occidentales,
el mecenazgo moderno, fundamentalmente de origen empresarial público o
privado, se centra en la promoción y el mantenimiento del conjunto de obras y
actividades artísticas que podemos identificar en torno a la denominada
cultura de elite y en aquellos aspectos de la cultura más comúnmente aceptados
o menos controvertidos.
Pero,
además, el peso económico del mecenazgo empresarial en España es aún muy
reducido, y ello a pesar de que en España la actividad cultural mueve ya un
volumen superior a los dos billones de pesetas y cercano al 3 por ciento del
PIB; pero en el que la participación privada se circunscribe a la demanda
privada, esto es, a los gastos de los hogares en consumo y a la oferta
proveniente de las industrias culturales. El resto de la oferta es
abrumadoramente institucional de carácter público, mientras que en la
actualidad, el papel de las fundaciones, asociaciones y entidades sin ánimo de
lucro ‑el conjunto de la denominada tercera
vía‑, resulta incomparablemente menor que las otras magnitudes (1).
Por otra
parte, es preciso resaltar la dependencia del mecenazgo respecto de la actitud
del Estado, de los márgenes de actuación que éste conceda a las entidades
privadas, de las ventajas o exenciones fiscales que otorgue, etc. Desde esa
perspectiva, el mecenazgo puede interpretarse como un instrumento de la
intervención pública en la cultura, pero con una diferencia significativa: su
objetivo en relación a la cultura no es necesariamente la mejora en la distribución
de los recursos culturales o un acceso más igualitario a los bienes y servicios
culturales.
Todas estas
características del mecenazgo en nuestro país, sus actividades sesgadas, lo
limitado de su peso económico, así como su continuada dependencia de la
acción del Estado, hacen pensar que la creciente demanda de una ley del
mecenazgo e, incluso, la continuada promesa de su pronta regulación, por fin
cumplida, tienen que responder a claves diferentes a las de una simple
consonancia entre lo que el mecenazgo y las políticas culturales pretenden con
relación a la cultura. No sólo no tienen identidad de objetivos, sino que,
además, es perceptible la contradicción existente entre buena parte de las prácticas
habituales del mecenazgo y las orientaciones básicas de las políticas
culturales de los países occidentales.
Es cierto
que en algunos casos la reclamación de una ley del mecenazgo se basa en la
posibilidad de obtener exenciones fiscales, pero no parece que éste sea el
único ni el principal motivo por el que se solicita una ley del mecenazgo.
Para algunas empresas la existencia de exenciones fiscales puede representar
un ligero ahorro en una inversión; para las fundaciones culturales dicha ley
actuará como marco de referencia, pero no limitará ni ampliará de manera
ostensible la dedicación de estas entidades constituidas expresamente para
actuar en la vida cultural. En nuestra opinión, la demanda de un marco legal
para las actividades de mecenazgo no hace sino reflejar la existencia de una
nueva consideración del papel de la cultura en nuestra sociedad, cada vez más
cercana a una función meramente instrumental que resulta difícil diferenciar
del objetivo natural de las industrias culturales.
Y es que, al
margen de la rentabilidad, que el mecenas o patrocinador obtenga exenciones
fiscales, mejora en la imagen de la marca, etc., en la evaluación de su
actividad debe tener en cuenta la eficacia que su acción tiene para la cultura
y para la sociedad. La utilización de la cultura como instrumento de captación
de clientes o como recurso para mejorar la imagen de marca admite una casi
infinita variedad de formas, pero no todas suponen un avance en los objetivos
elementales de cualquier sociedad democrática con relación a la cultura:
mejora en la capacidad de acceso a los bienes y servicios culturales,
incremento de la participación activa de los individuos en los procesos
culturales, reducción de la dependencia respecto de los medios de comunicación
de masas, etc. Por el contrario, algunas de las fórmulas empleadas por el
patrocinio cultural en los países en donde ya está fuertemente implantado,
muestran la relación del mecenazgo y el patrocinio con determinas facetas de la
actividad cultural que, más propiamente, podemos calificar como cultura espectáculo.
Es evidente
que gracias al mecenazgo tienen lugar exposiciones y convocatorias, surgen
fundaciones e institutos de investigación financiados con dinero privado, cuyo
fin es, sencillamente, el de apoyar a la cultura. Son el ejemplo del altruismo
y, por ello mismo, son relativamente escasos. La mayoría de las actividades
de mecenazgo y patrocinio cultural buscan, fundamentalmente, una alternativa a
las fórmulas publicitarias habituales. En algunas campañas publicitarias, la
utilización del nombre de instituciones culturales constituye un recurso en el
que la cultura puede, perfectamente, ser sustituida por cualquier otro
elemento: la conservación del medio ambiente, el hambre en el tercer mundo, el
analfabetismo o la tradicional imagen femenina.
En el caso
de aquella imagen que un investigador norteamericano presentó en un simposio
sobre mecenazgo y patrocinio, nos la mostró como una más de las múltiples
fórmulas del patrocinio cultural en los EE.UU.; esto
es, de las actividades que en favor de la cultura desarrollan las empresas
norteamericanas. En la diapositiva se veía una hormigonera que, en lugar de
las tradicionales franjas de colores, lucía esplendorosa el nombre de una
orquesta sinfónica. Era la viva imagen de nuestro futuro, la definitiva
sustitución de la chabacana foto de chica desnuda por la más noble y, sin lugar
a dudas, más culta representación simbólica de las bellas artes.
La ley del
mecenazgo supone, o, a la vista del anteproyecto de ley hecho
público, debería de haber supuesto, una definición del marco, la fijación de
los límites dentro de los cuales el Estado ‑y a su través la sociedad
entera‑, reconoce utilidad social a determinadas actividades culturales
o relacionadas con la cultura: regulación deseable aun
cuando implique el riesgo de que determinadas actividades culturales sean
juzgadas como no legítimas, y queden marginadas del beneficio de ser
consideradas susceptibles de mecenazgo. Esperemos que los trámites parlamentarios
mejoren las perspectivas que su redacción actual ofrece.
(1) Según
datos del Ministerio de Administraciones Públicas, el gasto público cultural en
el año 1991 ha sido, en el conjunto del Estado, de 687.000 millones de ptas., mientras que el mecenazgo, la aportación de las
entidades privadas sin ánimo de lucro, se estima en unos 62.000 millones de ptas.