Evaluación tecnológica como calidad institucional
Demandas de una sociedad democrática
Vicente
Pérez Plaza
El desarrollo de la Evaluación
Tecnológica no sólo responde a la transformación de la tecnología sino también a
razones sociales y de política democrática. Su avance es un signo de los
tiempos.
En el tránsito a la sociedad tecnológica o del
conocimiento se desarrolla la convicción de que la sociedad industrial ha
podido hacer realidad bastantes de sus sueños, pero no lo ha logrado sin
costes, riesgos, catástrofes y crisis que la cuestionan. De este modo, las
crisis financiera, energética, ecológica, alimentaria, del trabajo, etc.,
contempladas anteriormente una a una, tienden a observarse hoy bajo un nuevo
paradigma: la sociedad industrial y su impetuoso desarrollo técnico y
económico, mediante sus logros y récords, ha conducido al mundo a una situación
complicada, preñada tanto de oportunidades como de peligros, disfunciones y
nuevos desafíos que constituyen amenazas potenciales a gran escala, si las
sociedades no encuentran los valores (y no proceden a las innovaciones
institucionales y sociales) capaces de gobernar la complejidad tecnológica.
Recordar el Fausto
de Goethe o el mito de Frankenstein de Mary Shelley no es aquí gratuito.
Los avances en todo tipo de armamentos, la producción nuclear, el transporte y
tratamiento masivo de productos agresivos y tóxicos, la manipulación genética,
la contaminación industrial, la obsolescencia precipitada nos hablan de un lado
oscuro, en forma de amenazas al medio ambiente, a las fuentes de recursos, la
salud, la seguridad, el equilibrio psíquico, los valores y a la armonía social
de poblaciones, regiones y países enteros. Frente al paradigma industrial
clásico que colocaba al acento en el qué y
el cuánto, hoy es necesario
proporcionar nuevas respuestas a interrogantes nuevos; cómo, para qué, en qué medida, con qué riesgos materiales y sociales.
Es claro que no se trata de una reacción contra el
progreso técnico, en absoluto, pero si de una oposición clara al laissez-faire tecnológico. Es necesario
reconocer que la tecnología no es una simple cuestión de objetividad científica
o de maquinaria neutral. Está siempre guiada por intereses particulares y por
valores humanos, explícitos o no. Por ello no puede quedar al margen del debate
y las decisiones políticas. Por otra parte, es evidente que conforme mejoran
los niveles de vida y la cultura tecnológica y política aumenta también la
preocupación por la calidad de los productos y servicios, por la seguridad, la
protección ambiental y la calidad de vida. Cobran importancia las
consideraciones generales de carácter social y ambiental y surge un nuevo ciudadano que exige de las
instituciones mayores niveles de calidad política entendida como la exigencia
social de que las decisiones no se legitimen tan sólo por el procedimiento,
sino que se basen en una capacidad suficiente y reconocida para interrogar la
realidad, interpretarla, explicarla y depurarla mediante la crítica, a fin de encontrar
respuestas solventes y estrategias pertinentes, con métodos que estimulen la
participación; sólo en la medida en que se produce participación se puede
hablar de transparencia de las decisiones políticas y de la gestión pública,
dado que todo poder, sin excepción, es inercialmente opaco.
Sólo en la medida en que la sociedad se interesa y
participa es posible abrir el debate social sobre el progreso
científico-técnico fuera de los ámbitos especializados y, en la misma medida,
hablar de un cierto restablecimiento de la alianza entre ciencia y democracia:
evaluar, pronosticar y consultar antes de actuar no sólo es propio del método
científico, sino también una cualidad medular del desenvolvimiento democrático.
En este sentido se puede afirmar que una de las funciones más importantes de la
comunidad científica es, precisamente, proporcionar juicios críticos,
cualificados y objetivos sobre las decisiones que adoptan los poderes públicos.
Lo cierto es que en cualquier sociedad todo proceso
de cambio y modernización suele ser tan necesario
como contradictorio. Esta ambivalencia la expresó Lampedusa en su obra El Gatopardo, con una sencillez que ha
hecho famosa esta frase, puesta en boca del Príncipe Salina: “Sin viento el
arte sería un estanque pútrido, pero también elviento benefactor arrastra
consigo muchas basuras.”
Digamos que precisamente este punto de vista viene a
ser algo así como el común denominador de los clásicos del pensamiento moderno,
llámense Goethe, Balzac, Marx, Ibsen, Baudelaire, Malville, Einstein, Weber,
Ortega, y tantos otros. La modernización es tan necesaria como contradictoria y
es propio del pensamiento elevado la búsqueda, en cada momento histórico, de un
curso intermedio entre Scylla y Charibdys, entre la añoranza de lo arcaico y la
apología apriorística de lo nuevo.
Frente al mundo decadente, enmohecido y estancado,
los pensadores modernos ven la necesidad de impulsar el desarrollo de la
economía, la ciencia, la tecnología, el arte, la cultura y las nuevas fuerzas
sociales, pues sólo a los seres y a los grupos que agonizan les es dado pensar,
como en las coplas de Jorge Manrique, aquello de que cualquier tiempo pasado
fue mejor.
Simultáneamente, el pensamiento moderno ha tratado
de huir de las simplificaciones y las apologías y ha descubierto en los
procesos de modernización radicales contradicciones, lacras, riesgos y peligros
sociales que desvelar y someter a las armas de la crítica.
Históricamente, la organización de un debate público
sobre opciones y usos de la ciencia y la tecnología apenas ha comenzado.
Aprincipios de los 70 se creó la OTA
(Office ofTechnology Assesment) adjunta al legislativo de los EE.W, y
diversos gobiernos e instituciones internacionales encargaron las primeras
investigaciones sociales sobre la revolución científico-técnica y las nuevas
tecnologías. De aquellos años es el informe Harvey Brooks, elaborado por
encargo de la OCDE, donde ya se afirma que “todo progreso tecnológico se
produce con algún coste, y hay riesgos latentes en la adopción o ampliación de
cualquier tecnología (...) No se puede dejar que el cambio se produzca sólo con
la lógica de la tecnología; la sociedad debe adaptarse para controlar la
innovación según sus necesidades y evitar los efectos secundarios indeseables”.
“Evaluar cualquier tecnología, continúa el informe
Brooks, significa, casi necesariamente, discutir sus implicaciones políticas y
sociales, y en este último análisis se deberá hacer referencia a la escala de
valores de la sociedad (...) La evaluación tecnológica, si se lleva más allá de
la tecnología misma, plantea algunas cuestiones muy fundamentales sobre los
objetivos implícitos al marco competitivo de nuestra economía de mercado del
comercio mundial”.
Cerca de veinte años después, el reciente informe
Sundqvist, realizado igualmente por encargo de la OCDE y publicado en
castellano hace sólo unos meses, habla de evaluación
tecnológica constructiva como un medio de informar a las personas
involucradas, generar un debate público constructivo y estimular la comprensión
e implicación pública que faciliten la participación y refuercen el mecanismo
democrático.
La innovación tecnológica y el cambio social forman
un mismo proceso integrado en el que interactúan la historia, la cultura, el
derecho, los valores éticos y las perspectivas, junto a las fuerzas económicas.
Así ha de estudiarse y gestionarse. De ahí que las sociedades necesiten dotarse
de mecanismos democráticos de control y formulación de decisiones relativas a
la naturaleza, aceptabilidad y difusión de las tecnologías.
Necesidad que, ciertamente, es más fácil de formular
que de implementar, ya que la ciencia y la tecnología son fuerzas poderosas que
crean continuamente nuevos tipos de problemas a los sistemas políticos e
influyen cada vez más decisivamente en las estructuras y los métodos a través
de los cuales se deciden y controlan las cuestiones de Estado.
Sin embargo, la creencia de que basta la opinión de
los grupos de expertos para resolver las complejas elecciones implicadas en
este tipo de cuestiones es, en todo caso, de escaso valor democrático, ya que
en realidad no existen bases objetivas o científicas al margen de los intereses
sociales en juego. Las opciones y decisiones sobre desarrollos
científico-tecnológicos son eminentemente políticas y dependen de numerosas
interacciones y de negociaciones entre intereses y valores -económicos,
políticos o ideológicos- en conflicto.
Tres parecen ser los tipos básicos de control
social: la rendición de cuentas, la representación y la participación. El
primero alude a la responsabilidad social de hacer transparentes los procesos
de toma de decisiones y de gestión por parte de instituciones y empresas,
incluida la predisposición de las mismas a ser inspeccionadas e investigadas
por parte del público y de sus representantes. El segundo -la representación-
se refiere, sobre todo, a las funciones parlamentarias de legislar y de
controlar al Ejecutivo. El tercero -la participación- se refiere a los medios
por los que el ciudadano puede relacionarse e influir en los procesos de toma
de decisiones. Dichos medios no son otros que los partidos políticos, los
sindicatos, las asociaciones ciudadanas de consumidores, usuarios, afectados,
etc. y los movimientos sociales.
En todo caso, si admitimos que la opinión pública
-los ciudadanos- no puede estar ausente o quedar al margen de las grandes
decisiones políticas relacionadas con la ciencia y la tecnología; si rechazamos
la perspectiva de una sociedad de relojeros
ciegos o de sonámbulos tecnológicos, entonces
la información, la divulgación y el desarrollo de la cultura
científico-tecnológica adquieren una importancia política de primera magnitud
no sólo para vincular a la I+D con la producción (aguas abajo) y la educación (aguas
arriba, sino también como estímulos a una mayor transparentización del poder
y al mejoramiento de la calidad institucional en sentido democrático.
Todo ello sin contar la importancia de un ambiente social adecuado, es decir, el
conjunto de factores que armonizan el desarrollo tecnológico con las
condiciones y dinámicas socioeconómicas y culturales.
La Evaluación Tecnológica (TA) cumple, al menos,
tres funciones: a) como parte de las policy
sciencies constituye un instrumento de asesoramiento en la toma de
decisiones, b) como ingrediente cualificador del debate social contribuye a
profundizar la democracia, a mediar entre razón científico-técnica y valores
democráticos y, por tanto, a dotar de calidad política al conjunto del sistema
y c) como coadyuvante en el proceso de cambio técnico adecua las nuevas
tecnologías a las situaciones concretas, mejorando así la receptividad social
de las mismas.
La Evaluación Tecnológica se hace tanto más
necesaria cuanto más se desarrolla el cambio tecnológico, la complejidad de la
estructura social y la cultura democrática. En este sentido, si hasta comienzos
de los años 80 la situación era tal que ni la sociedad percibía la importancia
del potencial científico-técnico, ni el Estado había formulado planes, ni
explicitado posiciones, una década después todo ha cambiado. Hoy existe un Plan
Nacional de Investigación Científica y Desarrollo Tecnológico, una política
científico-técnica de las autonomías, un sistema institucional
ciencia-tecnología, cierta dinámica empresarial, una preocupación social difusa
-pero en ascenso- por las cuestiones sociales que imbrican las tecnologías, y
una inserción en el marco comunitario europeo que reclaman, conjuntamente y por
separado, una cultura, unos métodos y unos ámbitos para la reflexión y la
evaluación de la tecnología. El desarrollo de TA es un signo de los tiempos.