Identidad cultural: elementos de enfoque sistémico

 

CARLOS ALBERTO MARTINS

 

Un enfoque sistémico (*) de lo que sea implica considerar eso que sea como un conjunto de elementos en relación, y a la vez en relación con un contexto. No es lo mismo que la teoría de sistemas porque en este último marco es difícil escaparse de sistemas discretos, cuya utilidad como modelo para estudios de lo cultural debe relativizarse.

El enfoque sistémico de la comunica­ción y la cultura es un punto de vista parti­cular sobre las relaciones sociales y hu­manas al interior de grupos y con sus en­tornos en general. Considera, uniendo los postulados a priori incompatibles de De Saussure y Shannon, que la materia mis­ma de la comunicación es todo lo que une a los seres vivos entre sí y con su entorno, y que esa materia es originariamente amorfa y continua. Las relaciones, y más allá, el proceso mal llamado de socializa­ción ‑pero correctamente considerado como extensible a la duración de cada vida‑ van concretando más o menos unos límites, unas normas, unos códigos. Éstos se construyen sobre aquella materia esencial aportando relaciones de signifi­cación sobre el sentido vital que viene dado de origen.

La teoría de sistemas, sin embargo, y la cibernética, brindan de todos modos algu­nos instrumentos heurísticos de reflexión para este enfoque. Uno que es de funda­mental interés para la nueva teoría de la identidad cultural concierne las relaciones de dominación entre sistemas.

Un sistema puede dominar a otro si su complejidad es superior. La complejidad de un sistema viene dada por la cantidad de información o variedad. La teoría origi­nal prácticamente consideraba idénticos estos dos conceptos. Sin embargo, su aprovechamiento para las ciencias socia­les no sólo no es trivial, sino que abre perspectivas. La variedad está dada por la cantidad de elementos de información que pueden a su vez ser vectores, o sea, ele­mentos complejos. Siguiendo el razona­miento, cada (nueva) relación establecida entre elementos es a su vez un (nuevo) elemento de información, y acrecienta la complejidad del sistema.

Una parte fundamental de todo sistema complejo es el dispositivo que filtra la va­riedad exterior, reciclándola en beneficio del crecimiento de la propia variedad. Esa variedad exterior puede ser considerada como ruido para el propio sistema, pero ese ruido puede, a su vez, volverse infor­mación. Un ejemplo clásico es el de la for­mación del sistema inmunológico. Este y otros casos, en sistemas biológicos y so­ciales, son incomparablemente más com­plejos que los sistemas originales de los ingenieros. Ello los hace al mismo tiempo más poderosos y más débiles, y esta apa­rente contradicción requiere una calidad de comprensión epistemológicamente in­novadora. Pero ése no es el tema de la presente nota.

Parece claro que el desarrollo de un embrión de novedad al interior de un sis­tema, capaz de hacerlo cambiar si las condiciones se presentan, requiere la po­sibilidad de desarrollo previo en un sub­sistema (relativamente) cerrado. Una no­vedad que ingresa en un sistema, y circu­la libre y rápidamente por sus vías de comunicación se suma a la variedad del sistema y es absorbida por éste, reciclán­dola en su provecho. Una novedad sólo puede transformar el sistema si se enquis­ta, desarrollándose lo suficiente para ir conquistando (y fagocitando en su benefi­cio) la variedad del entorno inmediato. El cierre sistémico es el único medio de cambio del sistema comprensivo por otro.

De otra manera no se cambia un sistema por otro, sino que es el sistema origi­nal el que va cambiando lentamente sobre la base de los elementos fundacionales (pautas y normas, en el caso de los siste­mas culturales). Los subrayados recuer­dan que, en cultura, como en toda activi­dad humana, no hay momentos cero abso­lutos, y que toda determinación de momentos (también llamada puntuación) es arbitraria (y, si aceptada socialmente, cultural).

Si nos referimos a esos elementos de todo sistema cultural con que el sistema social interactúa habitualmente, creando por tanto relaciones de identificación mu­tua, podemos imaginar hipótesis conse­cuentes de relaciones entre esos sistemas, incluyendo las de dominación.

La única manera, entonces, de eliminar la posibilidad por parte de cada subsiste­ma de identificación cultural de ser fagoci­tado por otros, es mantener en todo mo­mento una mayor variedad que la que re­cibe de su entorno en relaciones diádicas. Esto puede lograrse de dos maneras: re­duciendo la variedad total que llega del exterior, o asegurando una diversificación de la misma.

En la medida que existan grupos de marcadores que sean considerados vita­les o muy importantes para la colectividad de que se trate, cabe interrogarse sobre las relaciones que se establecen entre esa colectividad y sus marcadores, y los que esa colectividad recibe de fuera, produci­dos por otras colectividades.

Para facilitar el razonamiento, tengamos presente un sistema típico de marcadores culturales: el de la música. La sobreviven­cia de marcas producidas en el seno del propio grupo puede lograrse cerrándose a toda influencia externa, por ejemplo, a través de cuotas, impuestos, xenofobia, simple ignorancia o cualquier otro tipo de barreras. Ello reforzará el propio sistema, que se modificará en la medida que exis­tan aportes innovadores internos (y si no los hay, se incrementará una entropía le­tal). Y, como las barreras absolutas en co­municación humana son prácticamente imposibles, los pocos elementos que pro­vengan del exterior podrán eventualmen­te ser fagocitados también en beneficio propio.

La otra opción teórica es la de abrirse al exterior totalmente, pero asegurándose de que ninguna fuente exterior de varie­dad será más compleja que la propia. De esa manera, la relación del propio sistema de marcas culturales (sigamos pensando en las musicales, por ejemplo) con cada uno de los subsistemas exteriores actuará en beneficio del enriquecimiento (mayor complejidad) de ese propio sistema. La apertura total implica entonces la recep­ción de todos los subsistemas exteriores existentes, pero en dosis homeopáticas.

La primera opción parece encontrar buenos ejemplos en las culturas anglófo­nas, especialmente la de Estados Unidos. (Incluso, el desarrollo prácticamente puro de la salsa en su interior se presenta como caso típico de quiste cultural.

No conozco ejemplos de la segunda, pero podría convertirse en objetivo de política cultural. No se trata de disponer de cuotas máximas para ningún subsiste­ma exterior de marcadores culturales, pero se indicarían mínimos que garantiza­ran la diversidad del total que se recibe del exterior.

Los mínimos establecidos hasta ahora (típicamente para productos audiovisua­les) se refieren invariablemente a la pro­ducción propia. La presente conclusión propone que la mejor opción para un de­sarrollo endógeno del propio sistema de marcadores culturales pasa por diversifi­car el total que se recibe o consume en el seno de la colectividad, proveniente del exterior. Esta diversificación no incremen­ta necesariamente la variedad del entor­no, sino su visibilidad interna, estructurán­dola en relaciones diádicas que aseguran en todo momento la supervivencia del propio sistema.

 

(*) Esta tribuna no pretende proponer directamente medidas de política pública, sino plantear un ejemplo de razonamiento teórico capaz de abrir vías novedosas de reflexión en cultura y comunicación.