Ideología y tecnologías de
tratamiento de la información
Un problema filosófico de vital importancia
Aurora
Soler Giral
El análisis de la incidencia cultural de las
tecnologías de tratamiento de la información cuestiona su neutralidad, al revelar
su ideología de modernidad y sus amenazas sobre nuestro lenguaje y nuestro
pensamiento.
EL PROBLEMA
«Un problema filosófico tiene esta forma: “No me sé
orientar”.» (Ph.U. 123) (1).
Plantear un problema filosófico equivale a formular
una pregunta, a admitir que no sé nada sobre una determinada cuestión. Pero
también es cierto que cuando reconocemos nuestra perplejidad frente a algún
fenómeno, hemos dado ya el primer paso para obtener su solución ‑si la
hay.
Con la esperanza de sacar alguna conclusión
orientadora, voy a exponer un problema filosófico, un tema en el cual «no me sé
orientar»: ¿qué incidencia pueden llegar a tener las tecnologías de
tratamiento de la información sobre la cultura?, más en concreto, ¿qué aspectos
de ésta pueden verse afectados por las tecnologías del tratamiento del
lenguaje?
En general, la tecnología informática ofrece al
filósofo una gran cantidad de elementos de reflexión: el papel social de los
nuevos canales de comunicación, el aprovechamiento político de los mismos, la
situación del individuo delante de la máquina, etc. A pesar de ello, no parece
que los pensadores de finales de nuestro siglo sepan muy bien cómo analizar el
fenómeno del tratamiento automático de la información. En la mayoría de las ocasiones,
los análisis realizados desembocan en planteamientos excesivamente maniqueos
y pesimistas.
No obstante, tampoco podemos cerrar el tema con la
alegría con que lo hace Miguel Ángel Quintanilla cuando afirma:
«La tecnología no es perversa, pero los
usuarios, los inventores o los promotores de una tecnología sí pueden serlo, y
para evitar que los perversos decidan el futuro tecnológico, lo mejor que
podemos hacer los hombres buenos es procurar proveernos de mejores tecnologías
que ellos» (2).
He aquí algunos argumentos por los cuales la postura
de Quintanilla me parece excesivamente simple y contribuye aún más a aumentar
mi desconcierto.
a) El autor parece ignorar el bagaje filosófico de nuestro
siglo por lo que respecta al análisis de la técnica y a su incidencia sobre
el entorno social y la ética. Para orientarnos en este terreno, revisaremos
algunos textos de Heidegger.
b) Quintanilla implícitamente
recoge el hecho de que las tecnologías de nuestro tiempo son hijas directas
del «proyecto de la modernidad», pero considera el proyecto de la modernidad
como lo hacían los primeros ilustrados del XVIII,
como el proyecto de dominio de la naturaleza que tiene por fin liberar al
hombre.
«Las tecnologías de la información nos permiten
automatizar la toma de decisiones en muchos campos, pero gracias a ello
podemos concentrar el ejercicio de nuestra libertad en otros muchos más
importantes y determinantes para nuestra sociedad» (3).
He aquí el origen de mi perplejidad: ¿es cierto que
las tecnologías de la información nos permiten «concentrar el ejercicio de
nuestra libertad en otros muchos [campos] más importantes y determinantes para
nuestra sociedad»?
Según nos indica la experiencia, la progresiva
mecanización de los trabajos más (o menos) rudimentarios no ha incidido en
favor de un mayor ejercicio de la libertad humana (4). ¿Se producirá el
fenómeno al automatizar el tratamiento de la información y, en particular, del
lenguaje?
Para comenzar a dibujar el trazado de este campo de
estudio, veamos ahora los rasgos dominantes de esta evolución tecnológica.
LA TÉCNICA MODERNA (5)
Dos características básicas permiten distinguir la
técnica de otras actividades:
‑ La técnica es un medio para conseguir unos
determinados fines.
‑ La técnica es una actividad humana.
En la Grecia antigua se llamaba aletheia a la verdad, y verdad era lo que siempre estaba pero que
no era observable a primera vista, por lo que debía someterse a un proceso de
descubrimiento, de desocultación. La técnica, en cuanto que medio de
producción, permite llevar algo desde el estado de oculto hasta el estado de
no oculto, o sea, lo hace presente. Según esto, el saber técnico nos pone
frente a la verdad.
Pero bien al contrario de lo que sucedía en Grecia,
en nuestros siglos la técnica se basa en el provocar; la naturaleza ya no se ve
invitada a mostrarse en su verdad, sino que se ve forzada a proveer al hombre
de la energía y los materiales para su industria, es decir, a rendir.
En realidad, la técnica moderna olvida la naturaleza
y le impone un papel que le es impropio. Los desastres ecológicos de todo tipo
que sufre nuestro planeta nos proporcionarían la ilustración justa para
confirmar los temores de Heidegger.
Si nos atrevemos a preguntarlo, obtendremos una
respuesta clara sobre el sujeto de este provocar: el hombre. El hombre provoca
a la naturaleza y le impone un estado violento porque él mismo está sometido a
provocaciones; las estructuras sociales en las que se ve envuelto el hombre
del siglo xx son poco propicias a la acción libre y armónica. No podemos
olvidar que también somos naturaleza y que también nos vemos obligados a
rendir.
Como vemos, los avances técnicos han provocado
desequilibrios en las estructuras vitales del planeta que afectan tanto a la
naturaleza como al hombre.
Resulta revelador que Heidegger insista en ver el
método matemático como subsidiario de este proyecto de dominio de la naturaleza.
Según él, no es cierto que la técnica moderna tenga este cariz violento, porque
dispone de un poderoso aparato matemático; justo a la inversa, la ciencia
moderna se sirve de la matemática precisamente porque tiene un cariz
violento.
De estos párrafos podemos destacar dos conclusiones:
‑ La época moderna está dominada por un modelo de conocimiento: el
matemático, que, a pesar de ser inicialmente el paradigma de la verdad
(Platón), ha acabado rigiéndose sólo por criterios de eficacia, impelido por
el desarrollo técnicocientífico propio de la época moderna.
‑ Este modelo ha triunfado porque el patrón de
la época es el dominio mismo.
LA TECNOLOGÍA DE
TRATAMIENTO DEL LENGUAJE
Querría en este apartado confirmar algunas sospechas
que me han ido apareciendo a lo largo de este recorrido. Sospecho que la tecnología
informática es el producto más depurado del proyecto ilustrado y que, por
tanto, contiene en sí misma las bases de la ideología que ha hecho posible el
desarrollo técnicocientífico que caracteriza la época moderna.
Para intentar obtener alguna idea clara acerca de
esta hipótesis y sobre la relación existente entre la tecnología de tratamiento
de la información y la cultura, me centraré en el estudio de las industrias de
la lengua.
Como empieza a ser sabido por el público en general,
los productos fruto de las tecnologías de tratamiento automático del lenguaje
están en disposición de realizar trabajos de corrección ortográfica, análisis
sintáctico y de estilo, proporcionar asistencia completa al traductor,
reconocer la voz, y parece ser que también de obtener su síntesis.
El resultado más inmediato de estos productos es
que han aumentado las posibilidades de tratar textos desde cualquier punto de
vista. Pero esto también implica una manipulación del lenguaje a la que no se
había visto nunca sometido: el lenguaje pasa a ser objeto de los trabajos
técnicos en cuanto que objeto de explotación industrial.
Las bases teóricas de estas tecnologías nos pueden
dar la orientación necesaria para calibrar hasta qué punto se trata de un
producto del mencionado proyecto de la modernidad y en qué medida les son
aplicables los rasgos que hemos atribuido a tal proyecto.
En este punto me permito prescindir de los rigores
académicos de la demostración y paso a enunciar los presupuestos teóricos en
cuestión. En los productos de tratamiento automático del lenguaje:
‑ Se presupone una sola función lingüística: la
referencialista.
‑ Se presupone una estructura sintáctica lógica.
‑ Se
requiere una relación biunívoca entre objetos y significantes.
‑
Se aislan los distintos contextos de sig nificación.
En resumen, un modelo de lenguaje que está en
consonancia con la concepción tradicional del lenguaje, especialmente desarrollada
en la época moderna.
¿Y qué entendemos por concepción tradicional del
lenguaje? Para responder, podríamos ilustrarla mediante la teoría de la «forma
lógica» que expone Wittgenstein en el Tractatus,
o bien mediante la teoría de la gramática universal, de Chomsky.
«De esta manera [Chomsky] se propone hacer
con la res cogitans de Descartes lo
que Newton consiguió hacer con la res extensa. Como aclara en Language and Mind, él se propone
recuperar la posibilidad desatendida en los siglos XVII y XVIII de una teoría
del espíritu análoga a la física de Newton y complementaria de ella. En breves
palabras podríamos decir que Chomsky pretende ser el Newton de la res
cogitans» (6).
Por lo tanto, se trata de una concepción del
lenguaje que toma como modelo epistemológico el de las ciencias de la
naturaleza y que, en consecuencia, parte de la matemática como paradigma de
conocimiento. Este hecho implica que estamos delante de un tipo de lenguaje
apropiado para desarrollar un conocimiento técnico‑científico, pero que
deja desprovistas de legitimidad parcelas de significación básicas para el
ser humano, puesto que no es capaz de dar respuesta satisfactoria a los
aspectos pragmáticos del conocimiento:
«Tenemos la sensación que incluso cuando todas las posibles preguntas científicas
se han contestado, aún no se han tocado para nada nuestros problemas vitales»
(7).
Pero, aunque no se trata en este momento de realizar
un estudio detallado de las distintas concepciones del lenguaje desde Platón
hasta el segundo Wittgenstein, sí quisiera poner un ejemplo claro de esta
concepción tradicional del lenguaje con el fin de resaltar su relación con el
modelo matemático de verdad y, por extensión, su filiación con la ideología de
la Ilustración. Para ello, no me serviré de ninguno de los ejemplos mencionados
anteriormente, sino que voy a referirme a los textos de Husserl en El origen de la geometría (8).
En esta obra Husserl se pregunta por el origen de
la geometría: ¿qué ha hecho posible que la geometría se haya convertido en patrimonio
universal y en modelo de verdad objetiva? La respuesta que él mismo nos da es
que la geometría ha podido convertirse en una idealidad objetiva gracias a la
mediación del lenguaje.
Antes de proseguir, cabe destacar que Husserl da por
supuesto que la geometría es patrón de verdad. En este punto el pensamiento de
Husserl no difiere esencialmente del de Descartes... ni del de Platón. Podemos
afirmar, así, que en Husserl es toda una tradición filosófica la que habla. A
pesar de ello, la preocupación por el lenguaje y su entidad no se encontraba en
los filósofos anteriores, de ahí que nos encontremos con un autor plenamente
adscrito al siglo XX.
Pero ‑siguiendo con el texto de Husserl- justo
en este momento surge la nueva pregunta: ¿cómo puede el lenguaje producir este
efecto, cómo puede ser el autor de la objetividad absoluta de unas entidades
ideales originadas en la mente de un solo investigador?
Husserl apunta hacia lo que él llama «un horizonte
de cohumanidad» como base de la posibilidad de comunicarnos con los otros. Este
horizonte de cohumanidad es el que genera el lenguaje universal. Sin este
presupuesto, Husserl no sería capaz de fundamentar la objetividad de la
geometría ni del resto de las ciencias.
Pero no acaba aquí el estudio que Husserl realiza
sobre el lenguaje. Este concepto de la cohumanidad, tan cercano ya a lo que hoy
llamamos la intersubjetividad, no bastaba a un racionalista tradicional; es la
condición necesaria pero no suficiente. Hacía falta una garantía más sólida
de significatividad para el lenguaje científico. Entonces aparece la hipótesis
definitiva: tan sólo porque el lenguaje se construye sobre la lógica cree
Husserl que podemos decir de el lenguaje que expresa ciertamente los
significados del mundo, puesto que es esta lógica la que garantiza la universalidad
del lenguaje científico. Del mismo modo lo hacían las formas puras de la sensibilidad
en Kant o la misma lógica en el primer Wittgenstein.
El corolario de esta argumentación es que ‑según
Husserl‑ todo discurso lingüístico que quiera ser universal y verdadero
tendrá que pasar por el filtro de la lógica. Y, por definición, la lógica
requiere un lenguaje desprovisto de ambigüedades, sin polisemias ni
anfibologías. Si se me permite repetir, un lenguaje hecho a la medida de un
proyecto epistemológico muy concreto: el de la modernidad, pero que no sirve
para nuestra vida cotidiana, para resolver nuestros problemas vitales.
LA SOLUCIÓN
Llegados a este punto, podemos empezar a sacar
conclusiones del camino andado y nos daremos cuenta de que hemos comenzado a
orientarnos en el terreno por donde nos habíamos centrado un tanto osadamente.
Recordemos los presupuestos teóricos sobre los que
trabajan las industrias de la lengua.
‑ Una sola función del lenguaje: la referencialista.
‑ Una
estructura sintáctica lógica.
‑ Una
relación biunívoca entre objetos y significantes.
‑ Aislamiento entre los distintos contextos de
significación.
Queda claro que son los mismos presupuestos del
«lenguaje universal» de Husserl, y por extensión de los modelos tradicionales de
lenguaje.
Es evidente, creo, que la tecnología de tratamiento
automático del lenguaje participa plenamente del entorno epistemológico de la
modernidad, el que ha servido de modelo de conocimiento desde Platón.
Pero podría incluso aventurar que parecen confirmadas
las sospechas iniciales, cuando presumíamos que «la tecnología informática es
el producto más depurado del proyecto ilustrado y que, por tanto, contiene en
sí misma las bases de la ideología que ha hecho posible el desarrollo técnico‑científico
que caracteriza la época moderna».
Por tanto, si es cierto que detrás de la primacía
de estas ciencias se esconde un proyecto de dominio, con el proceso de
divulgación de la informática, este proyecto extiende su influencia a todos
los ámbitos de nuestra vida.
Por otro lado, la tecnología de tratamiento del
lenguaje, dado que depende de una industria, tiene el objetivo fundamental de
obtener resultados (es decir, rendir); en consecuencia, la difusión de la
producción que surge de esta industria tiene que ser universal.
Por sus características, todos somos consumidores
potenciales de sus productos, que es como decir que todos recibiremos su
impacto.
Si conjuntamos ambos elementos: la concepción del
lenguaje sobre el que se basan y su alcance, es fácil ver que las técnicas de
tratamiento del lenguaje, en particular, y de la información, en general,
pueden fijar definitivamente una ideología concreta, la de la ilustración,
debido a que inciden a su favor directamente sobre nuestra única herramienta para
la crítica: el lenguaje.
Hasta el momento hemos conseguido delimitar
claramente cuáles son los peligros del camino; en este sentido hemos salido
airosos de la tarea de orientarnos en el territorio a explorar. Pero, ¿seremos
ahora capaces de emprender el camino?, ¿no habremos caído también en
planteamientos maniqueos y pesimistas? Tenemos en este momento la obligación
de trazar nuestro camino.
Entre las distintas líneas de investigación que
pueden dibujarse a lo largo de la historia de la filosofía, hay una que resulta
especialmente interesante a los ojos de los pensadores del siglo XX: la que podríamos llamar de la progresiva
toma de conciencia sobre el lenguaje. Se trata de un fenómeno que es
consecuencia de la exploración de la consciencia misma.
En nuestro siglo, esta línea de pensamiento parece
haber llegado a su punto de inflexión. A medida que nos hemos adentrado más en
el yo, más nos hemos alejado de él en favor de un mayor protagonismo de la intersubjetividad
y del medio lingüístico compartido, en definitiva, de lo que llamamos la
pragmática. Hasta el punto de que a las puertas del siglo XXI ya nadie se
dedica al estudio de la conciencia individual, puesto que parece
colectivamente asumido que:
«El lenguaje elabora y acumula campos semánticos
o zonas de significación lingüísticamente delimitadas. (...) En el seno de estos campos semánticos
quedan objetificadas, preservadas y acumulada tanto la experiencia biográfica
como la experiencia histórica. Se trata, indiscutiblemente, de una acumulación
selectiva y son los campos semánticos los que determinan qué será preservado y
recordado, y qué será olvidado y borrado de: conjunto de la experiencia
individual y colectiva. En virtud de esta acumulación va constituyéndose un repertorio social del conocimiento» (9).
La novedad más destacable de esta nueva concepción
del lenguaje (nueva en contraposición a las visiones tradicionales comentadas
párrafos más arriba) es que no partimos de un individuo que conoce, razona,
elabora deducciones y... las comunica mediante un lenguaje preparado
lógicamente a tal efecto.
En nuestros días sabemos perfectamente que es el
lenguaje el que nos hace conocer, razonar y elaborar deducciones. Y ahí es
donde las nuevas tecnologías de tratamiento de la información parecen no ser
tan nuevas por lo que a sus bases teóricas se refiere, puesto que siguen
entendiendo el fenómeno de la comunicación como un flujo que nace de un punto
(un yo más o menos tecnificado) y que se esparce por un medio: el lenguaje.
Bien al contrario, es en el medio donde nace el flujo que se esparce a través
de los individuos.
Pero, además, hay un segundo motivo por el cual esta
concepción tradicional es errónea. Aparte de lo expuesto en el párrafo anterior,
debemos tener muy presente que los humanos también somos sujetos políticos, éticos
y religiosos, también sufrimos los más irracionales sentimientos, impulsos y
deseos. ¿A qué lenguaje pertenecen los campos semánticos que usamos en estos
casos? Sencillamente al mismo al que pertenecen los campos semánticos de la
ingeniería genética o de la informática: a nuestro
lenguaje.
Comenzamos a adivinar cómo hallar el trazado de
nuestro camino: se trata de tener muy presente que la posible perversidad de
las tecnologías de tratamiento de la información es inherente al hecho de ser
un producto prototípico de la modernidad. Podríamos hablar del espejismo de la Ilustración.
La época moderna ‑en la cual nos encontramos
aún‑ ha sufrido un deslumbramiento proveniente de la brillantez de sus
productos más genuinos: la ciencia y la técnica.
Lo que en principio fueron actividades orientadas a
la desocultación de la verdad ‑en palabras de Heidegger‑ han pasado
a ejercer toda la tiranía que les ha inferido el hecho de haber sido puestas al
servicio de un proyecto orientado al dominio. Fijémonos bien en el uso de esta
voz pasiva; tanto la ciencia como la técnica han adquirido este matiz
provocador porque son usadas en este sentido por el mayor provocador, el hombre.
Pero si hemos aprendido bien la lección de
Heidegger, cuando hablamos de uso de la técnica no nos referimos tan sólo a su
uso mercantil, posterior al proceso de investigación y producción. El proyecto
de dominio está implícito ya en las bases teóricas y epistemológicas que
sustentan la técnica.
En nuestros días, la tecnología informática permite
tratar el lenguaje común a partir de las mismas bases conceptuales con que tratamos
las partículas del átomo en el laboratorio. Es decir, tratarlo para que también
pueda ser una herramienta del proyecto; en este caso la más importante de
ellas por lo que hemos visto al principio de este apartado: porque sólo el
lenguaje fundamenta el ser social del hombre (su entidad ética, en definitiva),
y es el único autor de nuestro repertorio social de conocimiento.
Y lo grave no es que dispongamos de sistemas
informáticos de corrección ortográfica y sintáctica (aseguro que son
extremadamente útiles); lo grave es que la cultura que tenemos no está
provista de los criterios necesarios para poner las cosas en su lugar y evitar
a tiempo que estos productos contribuyan a fijar en la consciencia colectiva el
modelo tradicional del lenguaje y la carga ideológica que esto conlleva...
justo en los años en que filósofos, sociólogos y lingüistas más han avanzado
en el sentido opuesto.
Para centrarnos, estamos frente a un problema
filosófico: la cultura debe responder al avasallador poder cognoscitivo de la
ciencia y la tecnología de finales del XX. Con proveernos de mejores tecnologías
que los hombres perversos sólo conseguiríamos desplazar el problema, pero no
resolverlo. (Tampoco creo que la guerra de las galaxias de los buenos, de los
norteamericanos, sea la solución para salvar al mundo de los malos, de los
soviéticos.)
Pienso que para evitar que el proyecto de dominio
acabe desequilibrando incluso nuestro lenguaje, tal vez una de las únicas
parcelas verdaderamente creativas ‑y, por lo tanto, humanas y libres‑
que todavía nos quedan, debemos recuperarnos del espejismo y otorgar a la
tecnología el valor cognoscitivo que tiene, al mismo tiempo que tenemos que
potenciar los aspectos menos racionales de nuestra naturaleza. La vieja
propuesta romántica comienza a tomar cuerpo; en estos momentos cabe dar un
cierto estatuto epistemológico a la ética y a la estética, a juegos de
lenguaje más expresivos y menos cargados de objetividad, a los sentimientos.
Creo que éste sería un buen momento para empezar a
plantearnos que, si demasiadas facetas de nuestra existencia quedan fuera del
cualificado racional, tal vez lo que falle sea nuestra estrecha concepción de
racionalidad. Nuestra cultura debe aproximarse a los sentimientos más
genuinamente humanos para ahorrarnos la disyuntiva de elegir entre una
humanidad irracional o una humanidad desposeída de su ser más propio. Necesitamos
que se admitan otros modelos de conocimiento, otros patrones de verdad, más
allá de los dictámenes de las ciencias al uso.
Podríamos haber aprendido ya que ninguna luz
eléctrica va a superar nunca la belleza de la luz del sol...; este privilegio
queda reservado a los trémulos reflejos de la luna.
(1) Wittgenstem, L.; Investigacions filosófiques, Ed,
Laia, col. «Textos filosòfics», n°
26,
(2) Quintanilla, M. A.; «La filosofía de la técnica y los mitos tecnológicos»,
Telos 17.
(3) Quintanilla, M. A Vid. supra.
(4) Al respecto, resulta especialmente interesante
la lectura de las Cartas sobre la educación estética del hombre, publicadas por
Schiller el año 1795 en los números 1, 2 y 6 de la revista Die Horen,
(5) Este apartado está elaborado sobre la base del
artículo de Heidegger «La
pregunta por la técnica», cuyo texto pertenece a una conferencia pronunciada
por el filósofo en Munich, el 18 de noviembre de 1953.
(6) V. Martos Karl‑Otto Apel; La
transformación de la filosofía, vol. II,
Ed. Taurus, Madrid 1985, p. 260.
(7) Wittgenstem, L., Tractatus Logico‑Philosophicus,
Ed. Laia, col. «Textos
fiiosòfics», n ° 3, Barcelona 1981. (Traducción del catalán propia.)
(9) Berger, P. L. , y Luckmann, T.; La construcció
social de la realitat. Un tractac de sociologia del coneixement, ed. Herder,
Barcelona 1988. (Traducción del catalán propia.)