La evaluación política de
opciones
Científico‑tecnológicas
Consideraciones sobre la asunción de riesgos
María Cruz Alonso Antolín / Teodoro
Hernández Frutos
La conciencia sobre la necesidad de una auténtica evaluación
tecnológica crece en el ámbito internacional y en la propia CEE. En España, los
presupuestos muestran el escaso interés oficial por los impactos tecnológicos
y sus problemas sociales.
como reconoce Rob Coppock en su tesis doctoral ‑más
tarde reconocida publicación‑ Social
Constraints on Technological Progress (1984),
no cabe ningún género de dudas de que algunas tecnologías presentan riesgos y
que éstos son percibidos por la población como universales, inevitables y
conceptualmente incontrolables. Se podría decir que esta actitud, ampliamente
compartida, tiene que ver con los cambios en las concepciones sobre innovación
tecnológica, producidos a raíz del desarrollo de lo que se conoce como nuevas
tecnologías (según la OCDE, 1988: tecnología de la información, biotecnología,
tecnología de materiales, tecnología de espacio y tecnología nuclear). Éstas
crearon la necesidad de valorar con parámetros concretos las importantes
consecuencias, limitaciones y riesgos que se estaban generando en las
sociedades avanzadas, y muchas veces, de rebote, en las no avanzadas o en
desarrollo. Las diversas transformaciones científicas, técnicas y productivas
ocurridas a partir de la II Guerra Mundial, evidenciaron que la puesta en marcha
de ciertas tecnologías requería, en caso de catástrofe, indemnizaciones
monumentales de las que pocas empresas privadas podían hacerse cargo, y que
además ciertas decisiones tomadas de «fronteras adentro» podían afectar
gravemente a la Comunidad Internacional. Ejemplos como el de Seveso (Italia),
Three Mile Island (EEUU.), Bhopal (India) o el de Chernobyl (URSS), ilustran
suficientemente esta afirmación.
En Estados Unidos la amenaza de la destrucción
termonuclear, la crisis social de las ciudades, el deterioro del medio
ambiente, el desplazamiento y el paro de grandes cantidades de trabajadores y
la potencial invasión de la privacidad (Brook, H., y Bowers, R., 1976)
aconsejaron la creación de una “Oficina de Evaluación Tecnológica “a principos
de la década de los 70. El promotor de dicho proyecto fue el senador
norteamericano Emilio Q. Daddario, quien en 1973 vio refrenado un proyecto ‑en
el que participaban intelectuales de la talla de Harvey Brooks, Melvin
Kranzberg, Herbert Simon, Gerard Piel y Louis Mayo‑ tendente a evaluar
las nuevas tecnologías por el Congreso de los Estados Unidos.
Como se recoge en el acta del Congreso de octubre de
1972, en el apéndice The Ttechnology
Assessment Actt of 1972, los continuos cambios tecnológicos son extensos,
omnipresentes, beneficiosos y perjudiciales tanto en la naturaleza como en el
medio ambiente social, por lo que resulta a todas luces esencial que las
posibles consecuencias sean anticipadas, comprendidas y consideradas en el
marco de la política nacional.
Por otro lado, de acuerdo al punto D del artículo
471, el Congreso se equiparía (a sí mismo) con nuevos y efectivos medios para
asegurar su competencia en una información imparcial concerniente a los
efectos físicos, biológicos, económicos, sociales y políticos, así como de sus
aplicaciones. De igual forma se dice que esa información será utilizada, cuando
quiera que sea apropiada, como un factor en la evaluación legislativa de
cuestiones pendientes antes del paso por la Cámara de Representantes,
particularmente en aquellas instancias donde el Gobierno Federal se encontraría
implicado para el apoyo, regulación o gestión de aplicaciones tecnológicas.
Resulta igualmente interesante el artículo 472,
donde en el apartado c se establecen las funciones (y deberes) de dicha
Oficina: « deberá proporcionar tempranas indicaciones de los probables
beneficios y de los impactos adversos de la aplicación de la tecnología, así
como desarrollar un método para coordinar la información de apoyo a las decisiones
del Congreso». Para ello se le encomiendan a la Oficina los siguientes
deberes: 1. identificar los existentes o probables impactos de la tecnología o
de los programas tecnológicos; 2. donde fuera posible establecer relaciones de
causas‑efectos; 3. identificar alternativas de métodos tecnológicos o de
implementación de programas específicos; 4. identificar programas alternativos
para lograr los requisitos de las metas; 5. hacer estimaciones y comparaciones
de los impactos de métodos alternativos y programas; 6. presentar hallazgos de
análisis complementarios para una legislación apropiada de las autoridades
legislativas; 7. identificar áreas donde la investigación adicional o la
colección de datos es requerida para proveer”apoyos adecuados a la evaluación
y estimación descrita en los puntos anteriores.
Los resultados de los primeros informes llevados a
cabo por esta Institución demostraron la importancia de los mismos, ya que han
tenido notables repercusiones en la legislación norteamericana. Entre ellos
destacamos: Vigilancia electrónica y
libertades ciudadanas, Ley de protección de la intimidad en las comunicaciones electrónicas o Transporte de
materiales peligrosos, Las estaciones espaciales y la ley: problemas
jurídicos, por citar algunos.
Una publicación de la Organización de Cooperación y
Desarrollo Económico (OCDE) de 1978, tras un análisis de quince estudios
realizados en el área de la evaluación social de la tecnología (cuatro sobre
comunicaciones y ordenadores, tres sobre transporte, tres sobre energía, dos
sobre desarrollo urbano, dos sobre medio ambiente y uno sobre condiciones de
trabajo) establecía una serie de rasgos comunes que los caracterizaba. Por
ejemplo, se encontró que la mayor parte de ellos eran financiados por empresas
públicas o con intereses estatales, que las técnicas utilizadas eran siempre
la consulta o la encuesta de expertos (método «delphi» ), y que el estudio de
impactos se dividía en cuatro tipos: los económicos, los de medio ambiente o
ecológicos, los sociales y los individuales. Destaca asimismo que entre los
económicos se procedía siempre en dos niveles: por una parte se estudiaba el
sector económico directamente afectado por el desarrollo o el marketing de la
tecnología, lo que suponía casi siempre un análisis clásico de costes/beneficios,
y por la otra se examinaban las tendencias económicas con sus posibles
implicaciones o consecuencias, esperadas sobre la base de anteriores
experiencias. Los impactos sobre la ecología siempre llegaban a distinguir
entre los efectos directos y los efectos indirectos, es decir, en el caso de
un análisis sobre polución, el impacto sobre la ecología era medido tanto en
términos físicos como en términos monetarios ‑por el coste de una
probable catástrofe derivada del azar‑. Respecto a los dos últimos
puntos la evaluación se dirigía hacia varias cuestiones. En el caso societal
destacaban los intereses nacionales, el desarrollo económico, el avance tecnológico,
la cohesión de la comunidad, la creación de puestos de trabajo, la educación y
el entretenimiento, la salud pública y la comunicación entre grupos sociales.
Los impactos individuales se basaban en tres puntos: 1) los efectos socio‑económicos,
en los que se destaca cómo la introducción de una nueva tecnología trae
consigo la introducción de nuevos tipos de actividades y el declinar de otras,
lo que conlleva cambios en rentas, valores y estatus social; 2) efectos sobre
logros personales aquí se subrayaba cómo una nueva tecnología puede ser
considerada una extensión interactiva del individuo y sus habilidades, y 3)
efectos despersonalizadores donde se estudiaban los problemas de seguridad,
soledad, frustración social e invasión de la privacidad.
Tan sólo unos años más tarde, en 1983, existía ya
un grupo en la OCDE que se denominaba «Evaluación Ambiental y Asistencia al
Desarrollo», uno de cuyos objetivos, en palabras de F.W.R. Evers (1986, 309),
era recomendar a los países miembros que establecieran procedimientos y
metodologías para evaluar los impactos medioambientales de proyectos
significativos ya fueran públicos o privados, además de pedir que se
intercambiara información en temas que pudieran afectar al medio ambiente.
Así pues, alrededor de este debate y en pleno auge
del tema se acuñó el término «Technology Assessment» (TA.) con el fin de
proporcionar a los poderes públicos de la información y los criterios
científico‑tecnológicos necesarios, para diseñar marcos adecuados y
coherentes con las políticas de desarrollo general. Como mantiene Ernst Braun
(1986, 1989), probablemente el europeo que más de cerca ha seguido la cuestión
de la T.A., para que un informe sobre una tecnología sea considerado como TA.
es imprescindible que aporte un conjunto de opciones de línea de acción. Es
por ello que existen varias metodologías (Mitre/Jones, J. Coates, Smits y
Leyten) de TA. cuya básica finalidad, se puede resumir, en la prevención de los
efectos perjudiciales de la tecnología cuando aún se está a tiempo. Como
anécdota Edward Cornish (1977) cita la de Robert Jungk, uno de los destacados
escritores europeos sobre el futuro, al que mientras estaba rodando un film
sobre armas atómicas en Hiroshima, en 1960, se le acercó una persona que estaba
muriendo lentamente de leucemia por efecto de la bomba atómica cuando ya era
demasiado tarde. Jungk se dio cuenta entonces de que había pasado su vida
protestando contra cosas que ya habían sucedido y la inutilidad de ello, por
lo que fundó un instituto para la investigación del futuro en Viena.
Este ejemplo pone en evidencia no sólo la necesidad
imperiosa de adelantarse a efectos de consecuencias desvastadoras sino también
que es preciso que dichos estudios se hagan a un nivel internacional y, a ser
posible, sus recomendaciones, tengan respaldo parlamentario, ya que una
decisión en materia tecnológica puede implicar varias legislaturas.
Desgraciadamente hasta ahora las cosas no han sido así y la investigación
internacional sobre evaluación tecnológica se ha caracterizado por la escasa
colaboración inter
nacional y la ausencia de feed‑back en el intercambio de resultados llevados a cabo en
las distintas investigaciones. Con respecto a este problema hay que añadir el
hecho obvio de que las distintas circunstancias y los problemas específicos de
cada país, así como sus distintos planes de desarrollo en la mayor parte de los
casos enfrentados, exigen diferentes interpretaciones sobre el diseño de la
política científica y tecnológica. Por otro lado, y teniendo en cuenta la falta
de recursos para investigación científica de la mayor parte de las naciones ‑cuando
no la inexistencia de políticas científicas‑ cada día parece necesaria
la cooperación en intercambios de información y la co‑participación en
estudios de esta naturaleza. Evidentemente esta llamada a la cooperación
internacional se enfrenta, por encima de todo, a los intereses industriales de
los complejos sistemas tecnológico‑militares y sociales de los países
desarrollados, más interesados en exportar tecnologías, con el fin de explotar
nuevos mercados, que en tener en cuenta los impactos negativos y sinergias que
éstos puedan producir en modelos de desarrollo «no compatibles».
Las distintas políticas científicas y tecnológicas
se evalúan, habitualmente, desde dos puntos de vista: en primer lugar son concebidas
como estudios detallados de las consecuencias sociales del desarrollo
tecnológico, y en segundo lugar como un conjunto de conocimientos de apoyo al
proceso de toma de decisiones de los distintos programas de desarrollo
científico‑tecnológico. Siguiendo a M. A. Quintanilla (1989) las
respuestas políticas al reto tecnológico se pueden clasificar en: políticas de
promoción, políticas de orientación y políticas de evaluación y control. La
presunción de que las aplicaciones tecnológicas son la panacea capaz de
resolver los problemas planteados en este complejo siglo xx, ha conducido a la
mayor parte de los poderes públicos a tomar decisiones sin tener. en cuenta
los distintos usos tecnológicos desde el lado de una verdadera demanda social ‑con
excepciones notables como el «Minitel» francés o las «Telehouses» escandinavas‑.
Un estudio minucioso de las verdaderas necesidades sociales hubiera exigido
distintas orientaciones, o por lo menos distintas prioridades, a la hora de
impulsar la implantación y el desarrollo de nuevas tecnologías, caracterizadas
por un alto coste y, hasta el momento, por la imposibilidad de rentabilizarlas
a corto y medio plazo. Esto quizás
se deba a la proliferación de auditorías y “consulting” privados que ofrecen
estudios sobre evaluación tecnológica, ya que como mantiene Jórg Becker (1990,
98), criticando una investigación de «Technology Assessment»: «se suele apoyar
en los intereses de sus demandantes industriales, reduce la complejidad del
cambio tecnológico‑social a unas cuantas variables, es incapaz de
establecer relaciones consistentes entre perspectivas empresariales y
económicas, se basa en entrevistas a expertos antes que en encuestas a
usuarios y carece de todo valor de pronóstico». En resumidas cuentas, a juicio
de dicho autor existe todavía una gran diferencia entre los estudios de
evaluación desarrollados por la O.TA. y los que se realizan desde otras
esferas: «En su mayor parte, la evaluación de la tecnología ha degenerado en
una rama de consulting afirmativa y
alcanza, tan sólo en los casos más raros, el nivel de. los trabajos de investigación
de la Oficina de Technology Assessment del Congreso de Estados de los EE.UU.»
(1990, 98).
Actualmente, y después de llegar a la conclusión de
que es necesario evaluar las alternativas tecnológicas si las hubiere, se
están creando y potenciando centros de análisis e investigación sobre esta
incipiente materia a nivel nacional. En efecto, las discusiones sobre las
inmensas partidas presupuestarias invertidas en la carrera espacial, en la
cual están implicadas ahora muchas más naciones que antes, los pocos y
discutibles resultados en materia de fusión nuclear y los cada día más
preocupantes impactos ecológicos han concienciado a los diseñadores de las
políticas científicas de que deben considerarse a corto y largo plazo sus
influencias en los distintos órdenes, aunque básicamente desde un punto de
vista, repetimos, económico y social. En este contexto, en el escenario de la
vieja Europa la T.A. se ha expandido en tres niveles: institutos
independientes (como el caso de Austria), institutos parlamentarios (como es
el caso de Dinamarca, Francia, o Alemania) e institutos que engloban a una
comunidad de pases (C.E.E. y Parlamento Europeo). Entre todos ellos, los más
importantes van a ser los del último apartado. Así, en la C.E.E. el Consejo de
Ministros de la Comunidad aprobó ya en julio de 1978 la puesta en marcha de un
programa de investigación dirigido a analizar las perspectivas y los
conflictos, así como la formulación de propuestas alternativas sobre los
planes de ciencia y tecnología. Como el propio nombre del programa indicaba ‑«Forecasting
And Assessment In the Field Of Science And Technology» (FAST)‑, el
objetivo del mismo se centraba en la generación de una reflexión prospectiva
sobre los cambios tecnológicos y sus consecuencias para atajar, en última
estancia, los desajustes derivados de las grandes mutaciones que se
vislumbraban en la década de los 80.
El Parlamento europeo se sintió en la necesidad de
crear centros de investigación que profundizaran en las consecuencias de los
desarrollos tecnológicos amplios. En esta línea el 26 de marzo de 1987 se creó
un proyecto sobre evaluación tecnológica ‑la «Scientific and
Technological Options Assessment» (STOA)‑, cuyas actuaciones hasta ahora
se han desarrollado en tres campos: 1) el el control de fusión nuclear; 2) los
efectos «transfrontera» de la polución química, y 3) la reorganización de las
telecomunicaciones en Europa.
LA SITUACIÓN EN ESPAÑA
Establecer los criterios apropiados para seleccionar
la apropiada tecnología bajo diferentes condiciones culturales, técnicas y sociales
siempre ha sido una reivindicación importante (De Giorgo y C. Roveda, 1979).
En España estos criterios vienen determinados por
la llamada «Ley de Fomento y Coordinación General de la Investigación
Científica y Técnica» (Ley de la Ciencia), aprobada el 14 de abril de 1986, y
el «Plan Nacional de Investigación Científica y Desarrollo Tecnológico»,
aprobado el 19 de febrero de 1988. Este plan, impulsado por el Ministerio de
Educación y Ciencia, se inició con una inversión de 634.171 millones de
pesetas para 23 programas, con la esperanza de alcanzar el 1,2% del PIB a
finales de 1991, último año de su ejecución. El desglose de este importante
presupuesto contemplaba el desarrollo de programas de I + D, programas sectoriales,
promoción general del conocimiento, participación en programas internacionales,
programas de tecnología de la información y desarrollo de nuevos materiales
semiconductores. Para tal fin se contaba con 15.000 investigadores nacionales,
13.000 de los cuales se encontraban adscritos a centros públicos de
investigación, a la vez que se preveía, en función de las necesidades
existentes, la formación de otros 4.000 investigadores que en su mayor parte
han sido ya formados en adelantos tecnológicos, dejando al margen la,
investigación en ciencias humanas. Lo cual de alguna forma se contradice con lo
que manifiesta Juan M. Rojo (1988, 9) en tanto que secretario de Estado de
Universidades e Investigación: «el Plan Nacional planifica los recursos de I
+ D en España asignando prioridades y destinando importantes aumentos presupuestarios
a aquellas áreas de especial interés socio‑económico, bien por la
previsible mejora a la competitividad en nuestro sistema industrial, bien
porque incidan en la solución de algunos problemas que tiene nuestra sociedad
para mejorar su calidad de vida».
REFERENCIAS
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