Más comunicación, menos
comunicación
ANTONIO GÓMEZ RUFO
No sé si a todo el mundo le parecerá lo mismo que a
mí, pero tengo la sensación de que en nuestra sociedad se produce un fenómeno paradójico
y es que, cuanto más comunicación existe, más medios de comunicación, menor es
la intercomunicación entre las personas, más aisladas se encuentran en sus atalayas
y fortificaciones, esto es, en la intimidad de sus hogares o en la soledad de
su peripecia vital. La comunicación, la información y la formación que reciben
los individuos en nuestra sociedad avanzada es unidireccional, igualitaria e
idéntica, pero ello no facilita la relación posterior entre los ciudadanos,
sino que impone, progresivamente, un mayor grado de aislamiento. Y así, hasta
límites que aún somos incapaces de evaluar.
Cuando los medios de comunicación audiovisuales no
existían, ni tampoco los de carácter escrito, las cosas se sabían sólo en la
medida en que se contaban, y el relato de aquellos hechos implicaban un
esfuerzo de expresividad oral y, de común, un intercambio de opiniones sobre el
alcance de la información y las consecuencias derivadas. Después, con la
existencia del periódico escrito, y las revistas culturales, la información
tendió a democratizarse en relación a sus destinatarios, con el único
requisito de que supiesen leer tanto en su acepción de conocimiento de signos
como de capacidad de asimilación y comprensión. Por último, la aparición de la
radio, la comercialización de receptores y su puesta al alcance de la inmensa
mayoría fue una revolución cuantitativamente asombrosa y cualitativamente
profunda. Los seres humanos, los ciudadanos, podían estar informados al instante
de lo que pasaba, de por qué pasaba y de sus protagonistas y pormenores. Ni
que decir tiene que la televisión, en nuestros días, ha multiplicado esa
realidad.
Y así, junto al polo positivo que la existencia de
la variedad y pluralismo de los medios de comunicación, según lo cual «todos»
los ciudadanos de una colectividad pueden estar informados de «todo» lo que
sucede, existe el polo negativo de esa realidad, según la cual, los ciudadanos
de esa misma colectividad tienen tantas posibilidades de dedicar su ocio, su
tiempo libre y sus vacaciones a la recepción de información que, a la postre,
ese hecho se convierte en un acto personal, individual y solitario, con lo que
se resiente seriamente su interrelación social.
Y no se trata tan sólo de lo que se suele entender
por « información», periodísticamente hablando, sino de comunicación en el
más amplio sentido conceptual. El individuo, a través de su receptor de
televisión, está recibiendo cine, música, teatro y deporte, amén de otras
muchas facetas de la creación humana, y así no es extraño que los teatros agonicen
por falta de espectadores, las salas de exhibición cinematográfica se
conviertan en páramos y, coincidiendo con un acontecimiento determinado, las
calles de nuestras ciudades sean, por unos momentos, desiertos inusuales. Todo
ello mientras que, con las estadísticas en la mano, se sabe que en nuestros
días se ve más cine que nunca, que el teatro televisado es seguido por más
personas de las que lo hubiesen presenciado nunca, por muchos años que esa
obra hubiera permanecido en cartel y que se cuentan por cientos de millones
las personas que asisten, desde el monitor, a acontecimientos públicos
determinados. He aquí a lo que nos referíamos: junto a lo positivo de que el
sujeto pasivo de la recepción de la comunicación esté cada vez más informado,
la soledad en que la recibe, y su ausencia en los actos sociales, supone un
hecho negativo por cuanto cada vez se limita más su comunicación con los demás.
De seguir las cosas así, puede terminar ocurriendo
que la especie humana vaya perdiendo, en su proceso evolutivo, la capacidad
oral, mientras sus órganos auditivos irán creciendo más y más hasta que en el
futuro las personas, tal y como hoy las conocemos, vayan desapareciendo para
adoptar aspectos morfológicos distintos, con grandes pabellones auditivos y más
sensibles, compitiendo en tamaño con las movibles orejas de los elefantes o
con las enormes y alargadas de los burros, con perdón.
Porque si es un hecho que los jóvenes ‑el
cuerpo social con mayor índice de vida social‑ se recluyen en locales en
los que los volúmenes de la música impiden toda comunicación oral, y sólo se
comunican a través del lenguaje gestual y visual, el resto de la población, desplomada
en un sillón frente a un televisor, no necesita para nada su lenguaje oral,
reduciéndose éste a un atributo reservado a los que, desde el otro lado de la
pantalla, «se comunican» con los televidentes. En semejantes condiciones,
agravándose cada vez más con la aparición de nuevos canales televisivos y, por
tanto, con mayores posibilidades de emplear todo el tiempo en ellos (y en última
instancia con el vídeo como refugio), el don de la palabra empieza a antojarse
supérfluo, o al menos lo parece. No sé si a todo el mundo le pasará lo que a
mí, pero yo tengo la sensación de que a más comunicación, menos comunicación.