El “nuevo” orden transnacional de la información El acuerdo de libre comercio entre Canadá y los Estados Unidos
Vincent Mosco
El acuerdo suscrito entre los Estados Unidos y
Canadá tiene importantes repercusiones sobre la cultura y las telecomunicaciones.
Frente al modelo de la CEE, se trata de una auténtica Constitución de un
«nuevo» orden transnacional bien distinto del NOMIC.
NUEVA CONSTITUCIÓN ECONÓMICA PARA
NORTEAMÉRICA (*)
El
expresidente norteamericano Ronald Reagan denominó el acuerdo para el
libre comercio entre Canadá y EE. UU. «una nueva constitución económica para
Norteamérica» (Warnock, 1988: p. 9). El procurador general de la provincia
canadiense de Ontario expresó su acuerdo en los términos siguientes:
Al igual que una constitución, el objetivo
del acuerdo lo abarca todo. Afecta prácticamente a todos los aspectos de la
actividad gubernamental... El acuerdo impone nuevas restricciones sobre lo
que los gobernantes canadienses puedan hacer por los ciudadanos en el futuro, y
la erosión de nuestra capacidad de autogobierno no se reparará fácilmente
(Cameron, 1988: p. 241).
¿En qué sentido constituye el FTA (Free Trade
Agreement: Acuerdo para el Libre Comercio) una constitución nueva para
Norteamérica? ¿No se trata de una visión exagerada de un tratado bilateral que
no es más que un acuerdo económico entre naciones soberanas? Puede que los
legisladores constitucionales lo vean de este modo, pero en ese caso estarían
pasando por alto una dimensión primordial que centra el interés de los estudios
sobre comunicaciones: la intersección de las prácticas política y simbólica.
En este documento se parte de esa interpretación
para comprender el acuerdo de libre comercio. Esencialmente, pretende emplear
el acuerdo como un prisma a través del cual comprender la relación entre los
campos de la cultura, la economía política y la política en los estudios
sobre comunicaciones. Mi tesis es que, sea cual sea su denominación oficial, el
FTA es un documento constitucional, porque el acuerdo profundiza y amplía el
proceso de reconstitución del paisaje político y cultural canadiense que se
inició después de la II Guerra Mundial.
Más aún, la significación del acuerdo va más allá de
la esfera de las relaciones entre Canadá y EE. UU. porque sirve como ejemplo
de lo que EE. UU. está ofreciendo al mundo y de sus procedimientos a la hora
de forjar y dirigir la economía mundial. Actualmente se están dando los
primeros pasos para integrar a México en lo que sería el área norteamericana
de libre comercio. Es más, EE. UU. y Canadá están presionando a la organización
de comercio mundial GATT para que incorpore el comercio único del FTA en las
provisiones de servicios. Esto eliminaría muchos de los apoyos con que
contaban los gobiernos de Europa, América Latina y de otros puntos para
aplicar sus políticas de comunicación e información nacional.
Por tanto, el FTA es un documento significativo
para la política internacional de comunicaciones porque sus disposiciones
constituyen el fundamento de la versión estadounidense de lo que es, en
esencia, un «nuevo Nuevo Orden de Información y Comunicación Mundial. A
diferencia del Nuevo Orden Mundial propugnado por las naciones del Tercer
Mundo, éste aseguraría el control de las empresas privadas sobre la producción
y distribución de la cultura y la comunicación. El objetivo consiste en
integrar la cultura y la comunicación dentro de un sector mundial de servicios
electrónicos dirigido por empresas multinacionales.
POLÍTICA TEXTUAL
Mis reflexiones en torno a la significación de los
estudios culturales del FTA proceden de un encuentro en un seminario de Facultad
en una universidad estadounidense. A1 final de mi breve revisión del acuerdo,
un miembro del departamento expresó la siguiente duda: «¿Es que el acuerdo de
comercio no es un simple discurso?» ¿Es que Canadá no se había rendido a EE.
UU. completamente, hasta tal punto que el FTA no era más que la expresión
escrita de esa capitulación? En un primer momento, se me llenó la cabeza de
pensamientos bastante negativos en torno a la arrogancia de los
estadounidenses, y después me pusé a reflexionar sobre los cambios puramente
materiales que los primeros setenta días del acuerdo habían provocado en
Canadá. Entre ellos se contaban las 875 personas despedidas por Northern
Telecom, al cerrar sus plantas canadienses para racionalizar sus operaciones de
cara a la eliminación de tarifas. La misma suerte corrieron 590 trabajadores
de Gillette en Toronto y Montreal. También perdieron sus puestos de trabajo
140 trabajadores empleados por Pittsburg Paint en Etobicoke y 100 trabajadores
de Canada Packers en Winnipeg. Si el FTA no es más que un discurso, ¿cómo calificaríamos
estos hechos?, ¿de paros involuntarios textuales? ¿o de redundancias del discurso?
A pesar de todo, la opinión de la persona que
formuló la pregunta me llevó a reflexionar sobre la significación cultural del
acuerdo. Quizás el FTA no sea sólo un discurso, y se trate de eso y de mucho más. ¿Cómo abordar al
acuerdo de libre comercio en un estudio de tipo cultural? Mi interés en seguir
esta línea de pensamiento no estaba exento de una cierta reticencia que se
debía a algo distinto a mis inclinaciones en el campo de la economía política.
Las últimas críticas dirigidas a los estudios culturales bastaban para
llenarme de escepticismo. Consideremos el análisis realizado por Russell Jacoby
sobre el teórico marxista y estudioso de la cultura Frederic Jameson en The Last
Intellectuals (Los últimos intelectuales).
Jacoby cita el análisis de Jameson sobre el hotel
Boneventure, construcción posmoderna de Los Ángeles, que, al igual que el Renaissance
Center de Detroit y el Peachtree Plaza en Atlanta, representa un giganteso
atrio con ascensores de cristal, estanques reflectantes, cafeterías giratorias
y algunos otros rasgos típicos de la firma posmoderna del arquitecto John
Portman. Jacoby describe el entusiasmo de Jameson por el Boneventure, «una
mutación en el espacio construido que rebasa nuestra capacidad de comprensión.
Porque nosotros, «sujetos humanos que entramos en este nuevo espacio, no hemos
evolucionado al mismo ritmo», porque «nosotros no poseemos todavía el
equipamiento perceptivo acorde con este nuevo hiperespacio» (Jacoby, 1987: p.
169). Jameson se fija en las entradas, que describe como poco llamativas y
«semejantes a una puerta de atrás», a diferencia de las imponentes entradas
principales de los hoteles antiguos que representaban el «pasadizo que
conducía de la calle de la ciudad al interior más antiguo». Para Jameson,
«parece ser que estas entradas curiosamente no marcadas... han sido impuestas
por un nuevo concepto de clausura que domina el espacio interior del mismo
hotel» (Ibid.: p. 170). Jameson omite señalar una cosa acerca de estas
«entradas curiosamente no marcadas» que otros críticos de diseño no marxistas
han advertido. Las entradas estaban diseñadas, no para representar un nuevo
concepto del espacio, sino más bien para impedir la entrada a la población
hispana, en su mayor parte pobre, que habita en la zona que circunda al hotel.
Un crítico se refería s la entrada principal como a «un agujerito abierto en un
inmenso muro de cemento de cuatro pisos». La única entrada llamativa de esta
maravilla de la modernidad es la del garaje. Si un erudito marxista de primera
fila especializado en estudios culturales no sabe ver una relación tan
llamativa entre la clase social y el espacio social, hay que poner en tela de
juicio el estado de los estudios críticos de tipo cultural.
No es necesario aceptar todos los argumentos de
Jacoby para sacar provecho de su crítica. Jacoby exagera, en efecto, al hablar
de la pérdida de vitalidad política e intelectual en la universidad. Rememora
una época en la que la vida intelectual era coto cerrado de los hombres
blancos, muchos de los cuales podían permitirse el lujo de no someterse a la
lucha diaria del trabajo académico a jornada completa. Jacoby también omite el
significativo progreso del pensamiento neomarxista en Norteamérica, sobre
todo en lo relativo a su contribución al crecimiento de la erudición femenina
y la actividad política. Su rechazo general de los estudios críticos académicos
resulta excesivo, y sus carencias restan valor a su valiosa crítica. No
obstante, Jacoby no recuerda, como C. Wright Mills treinta años atrás, que, en
último término, los eruditos críticos deben hablar de las cuestiones críticas
de nuestro tiempo en un lenguaje accesible y comprensible para el público. El
hecho de que nos recuerde esto, aunque sea quizás de un modo demasiado tosco y
haciendo un barrido excesivo, nos es útil, a pesar de todo, en una época en
la que las comunidades lingüísticas y sociales de la vida académica reconocen
con demasiada frecuencia que las tendencias son excesivamente oscuras y
reflejan un exceso de vanidad.
Volviendo a la cuestión que nos ocupa: a la hora de
emprender un estudio de tipo cultural, ¿es posible evitar el academicismo que
conduce al estudioso marxista de la cultura a ensalzar la democracia de un
hiperespacio postmoderno creado para impedir el paso a los pobres? Henry Louis
Gates Jr. nos ayudará a responder esta pregunta.
A Gates, que es el presidente del departamento de
literatura W. E. B. Du Bois de Cornell University, se le pidió que editara The Norton Anthology of Black Literature (Antología
de la literatura negra por Norton). Puesto que Norton es, según Gates, el
editor «canónico» de antologías, ésta está destinada a convertirse en libro de
referencia obligada sobre la materia durante muchos años. Pero esto lleva a
Gates a preguntarse en un ensayo: «¿De quién es el canon, al fin y al cabo?»
(cates, 1989: p. 1). Concretamente, se detiene a considerar los riesgos del
análisis cultural formal a través del relato de una penosa experiencia que
tuvo en las aulas al tratar de pasar de un canon a otro. La cita es bastante
extensa pero merece la pena leerla:
Es por eso que, envueltos todavía en los
pañales de las primeras satisfacciones académicas, muy pocos de nosotros
estamos preparados cuando topamos con una cuestión difícil, cosa que nos sucede
más tarde o más temprano. Una de las primeras charlas que ofrecí fue a una numerosa
audiencia en un seminario universitario para posgraduados. Fue uno de esos
errores en los que uno no incurre por segunda vez. Recién salido de la
universidad, inmerso en los impenetrables tecnicismos de la teoría literaria
contemporánea, iba a ofrecer un sabroso análisis estructuralista sobre la
narrativa esclavista de Frederick Douglas. Quería trazar el perfil del
intrincado funcionamiento de sus «oposiciones binarias.» Lo tenía todo
claramente esquematizado, formalizado y analizado. Yo había acudido ataviado
con mi vestimenta estructuralista de los domingos: camisa blanca recién
planchada y zapatos negros relucientes. Pero no funcionó. No sé si habrán visto
alguna audiencia aburrida; pues bien, yo la vi aquella tarde. Terminé
valientemente mi conferencia y, como es de rigor, abrí el turno de preguntas.
«Sí, hermano ‑dijo un joven desde el fondo de la sala, rompiendo el
silencio que siguió‑. Lo único que queremos saber es si Booker T.
Washington era un tío Tom o no.» (Ibid.: p. 44).
Más adelante, Gates se dio cuenta de que aquélla era
una pregunta muy interesante, «mucho más interesante que mi charla». La
pregunta suscitaba cuestiones”acerca de las políticas de estilo y de lo que
significa para una persona hablar para otra, y sobre el modo en que puede
distinguirse la co‑opción y la subversión sutil. Esencialmente, hizo que
Gates tomara conciencia del «enorme abismo que separa nuestro discurso crítico
de las tradiciones sobre las que discurre»; de la laguna que se extiende entre
el texto y la experiencia que origina. ¿Existe la posibilidad de que un
análisis textual de un documento político evite la esclerosis textual? Según cates,
el erudito especializado en literatura empieza por reconocer que una «función
de la historia literaria es, entonces, ocultar toda conexión entre los
intereses institucionalizados y la literatura que recordamos. Así, resuena la
voz del mago de Oz de la historia literaria, advirtiéndonos que no miremos al
hombrecillo que se esconde detrás de la cortina». (Ibid.: p. 45). Porque los
estudios de tipo cultural, sobre todo aquéllos que tienden a creer en los
cánones establecidos, representan para los estructuralistas endomingados, aquellos
de camisa blanca recién planchada y zapatos negros relucientes, el
reconocimiento de que los cánones pueden inducir a abandonar los objetivos en
favor de los detalles que se buscan, o lo que es lo mismo, llegar a una situación
en la que los árboles no nos dejan ver el bosque.
Lewis Lapham nos ayuda a encauzar estas reflexiones
para que de una manera útil comprendamos el acuerdo de libre comercio y la
relación que guarda el FTA con la política de comunicaciones. Lapham reconoce
el hombre situado detrás de la cortina de que nos hablaba Gates en el poder
estadounidense, que, como el gran Oz, controla una amplia tecnología de
imagen, que es la llave de su poder. Escuchemos la conversación que según
Lapham tuvo lugar en una reunión de altos consejeros estadounidenses.
«‑No pretendo ser antipatriótico ‑dijo
Townsend‑. ¿Pero qué es lo que los americanos saben fabricar y vender de
verdad? Los coches, no. Nuestros coches son una porquería. Tampoco los
cohetes. Nuestros cohetes estallan. Tampoco acero, ni productos textiles, ni
muebles, ni electrónica. Y el gasto que supondría pedir ayuda está por encima
de nuestras posibilidades ‑Townsend no dejó de sonreír y de mover la
cabeza, hasta que los consejeros inferiores cayeron en un respetuoso silencio.
Murray tuvo la amabilidad de formular la pregunta del hombre directo.
‑Muy bien ‑dijo‑,
¿entonces qué es lo que los estadounidenses saben fabricar y vender mejor que
nadie en el mundo? Townsend tomó un gran trago de su bebida todavía deducible
de impuestos, y después, tras una pausa majestuosa, dijo:
‑ Metáforas, mi querido Murray.
Metáforas, imágenes y expectativas.»
(Lapham, 1986: pp. 8 ss.).
Desde luego, Lapham exagera el declive del poder de
EE. UU. Estados Unidos, sigue teniendo la industria más fuerte del mundo, y nadie
duda de que su poderío militar está por
encima de todos los demás. No obstante, el liderazgo
económico de EE. UU. ha decaído en los últimos tiempos, y esto puede suponer el
paso del poder a Japón o a una Europa más unida. Y lo que es más importante,
Lapham argumenta que EE. UU. todavía controla las metáforas, las imágenes y las
expectativas que motivan a gran parte de la humanidad. El libre comercio es una
de esas metáforas. De hecho, la metáfora del libre comercio ayuda a la
comprensión cultural del pacto entre Canadá y EE. UU. Tenemos que considerar la
metáfora como una visión de política y poder, que es en sí misma objeto
principal de exportación de EE. UU. Puede discutirse si EE. UU. es bueno o no a
la hora de fabricar acero o zapatos, pero no cabe ninguna duda con respecto a
su habilidad para exportar visiones de control y política mundial en todo el
planeta.
El acuerdo de libre comercio es un discurso, y como
tal, expresión cultural del capitalismo estadounidense en el proceso de incorporar
los restos de la resistencia de la sociedad canadiense. Este punto de partida
nos ayuda a comprender por qué la discusión de libre comercio y cultura es
demasiado limitada. Hasta ahora, en Canadá casi todas las discusiones se han
centrado en el impacto del acuerdo sobre la cultura canadiense. Esto carece de
importancia, y como se verá más adelante, existen pruebas sobradas de que el
FTA no protege a las industrias culturales canadienses. No obstante, por vital
que sea, existe otra cuestión cultural de mucho mayor alcance y significación,
y es la siguiente: el acuerdo de comercio es en sí mismo un producto cultural
con unas visiones y un lenguaje que reflejan la cultura del capitalismo estadounidense.
Esencialmente, el FTA es una exportación cultural de EE. UU. a Canadá, y que,
si tiene éxito, también se exportará a otros países.
EL DISCURSO DEL LIBRE COMERCIO
Los «objetivos y el fin» del FTA, su tratamiento de
la cultura, y su empleo del término «monopolio» son pruebas concluyentes del
texto del acuerdo que demuestran su significación cultural.
El «artículo 102: fin y objetivos» describe
lo que se eleva al rango de una declaración de derechos del comercio
transnacional. Los cinco objetivos del FTA son los siguientes: la eliminación
de barreras al comercio de bienes y servicios; el favorecimiento de la competencia
legítima; la liberalización de las inversiones dentro del área comercial; el
establecimiento de procedimientos administrativos conjuntos efectivos; y la
creación de una base para la extensión del acuerdo en futuras conversaciones
bilaterales y multilaterales.
Podría alegarse que, aunque es probable que los objetivos
tengan en cuenta el bienestar social, la soberanía o las necesidades humanas,
este conjunto de objetivos económicos
está totalmente supeditado a un acuerdo de libre comercio. Sin embargo, en la
segunda página de las dos que componen la sección de «fin y objetivos», este
conjunto concreto de finalidades adquiere una significación primordial, porque
se le concede preferencia sobre otros acuerdos y sobre los deseos de los
gobiernos estatales, provinciales y locales. Según el artículo 104, «En caso
de cualquier inconsecuencia entre las disposiciones de este acuerdo y otros
semejantes, las disposiciones de este acuerdo prevalecerán dentro de los
límites de la inconsecuencia, si el acuerdo no dispone lo contrario.» En otras
palabras, una declaración de derechos del comercio transnacional se ha
convertido en el principal documento determinante para Norteamérica. Y lo que
es más, el artículo 103 obliga a las partes a «garantizar que se toman todas la
medidas necesarias (definidas éstas como “cualquier ley, regla, procedimiento,
requerimiento o práctica”) para hacer efectivas estas disposiciones, entre
ellas la de la obediencia por parte de los gobiernos estatales, provinciales y
locales, siempre que no se disponga lo contrario en el acuerdo».
La política cultural de EE. UU. es centralista, por
lo que la participación del estado en la política nacional resulta mínima. En
consecuencia, para la mayoría de los estadounidenses lo más natural es que
los gobiernos locales y estatales no intervengan directamente en el proceso
político del comercio nacional. Sin embargo, ése no es el caso de Canadá,
donde el poder provincial forma parte de su sistema federal. Aunque determinados
gobiernos han sido conscientes de estas tendencias y diversidad de procedimientos,
la disposición que nos ocupa otorga a los valores políticos de EE. UU. un valor
preponderante en el FTA, y no como afirmación de la autoridad gubernamental
nacional, sino para establecer el predominio del gobierno continental, sobre
el poder nacional, regional o local en los objetivos continentalistas del
acuerdo.
El FTA todavía llega más lejos al redefinir el
concepto mismo de cultura como un artículo de mercado. Pero lo peor es que lo
hace en la misma sección en la que protege ostensiblemente las industrias
culturales. Los defensores del acuerdo citan el artículo 2005 (1): «Las
industrias culturales están eximidas de las disposiciones de este acuerdo.»
Pero solamente una cláusula más abajo, en el artículo 2005 (2), el acuerdo
modifica esta exención al autorizar que una de las partes adopte «medidas de
efecto comercial equivalente como respuesta a acciones que pudieran ser
inconsecuentes con el acuerdo». En otras palabras, si una de las partes
considera que la otra está concediendo subsidios ilegítimos a una industria,
incluidas las culturales, puede tomar represalias subiendo los derechos en
algún otro sector. Por lo tanto, más que eximir la cultura, el FTA la hace
blanco específico de revanchas. Y lo que es más importante, mediante la
inclusión de la cultura en una sección que permite represalias al efecto comercial
equivalente, tal y como hace notar Duncan Cameron, «Canadá ha aceptado la
definición estadounidense de cultura como un artículo que puede comprarse y
venderse para obtener beneficios.» (Cameron, 1988: p. XVI). Acceder a la
autorización de revanchas comerciales contra las subvenciones culturales
equivale a definir la cultura como una mercancía. Así se introduce en el primer
documento de continentalismo otro rasgo destacado del capitalismo
estadounidense.
Para terminar, el FTA acepta la redefinición
cultural estadounidense de las sociedades estatales sustituyéndolas por el
término vergonzante estadounidense de monopolios. Canadá ha construido su
sistema de comunicaciones sobre la base de sociedades estatales o empresas
públicas con la facultad para promover proyectos nacionales o provinciales.
En el terreno nacional, la CBC, el National Film Board (el Consejo Nacional de
Cinematografía), Telefilm Canada y otros, han fomentado las manifestaciones de
la cultura canadiense que se incluyen, pero que superan ampliamente el dominio
de la mercancía.
Antes de ser privatizada, la sociedad estatal
Teleglobe promovió los proyectos nacionales canadienses para telecomunicaciones
internacionales. Cuando Bell Canada llegó a la conclusión de que la compañía
no podría beneficiarse del suministro de servicio telefónico a las tres
provincias rurales, se establecieron las sociedades estatales provinciales
para servir a la región, y hasta hoy están proporcionando lo que es, con
ciertas reservas, el servicio telefónico menos caro y más universalmente
accesible del continente.
El FTA, además de definir la cultura como artículo
de consumo, redefine la sociedad estatal, que hasta ahora ha sido en Canadá un
medio generalmente aceptado para llevar a cabo proyectos de política pública,
como un monopolio cuyas actividades hay que restringir. Estas restricciones
específicas aparecen definidas más adelante. Lo que importa comprender aquí es
que una vez más podemos observar la significación cultural del pacto de libre
comercio. Con su mismo lenguaje, el acuerdo reconstituye la relación entre EE.
UU. y Canadá mediante la identificación de la preeminencia de los derechos
comerciales del comercio internacional, mediante la redefinición de la cultura
como un producto de mercado, y mediante la redefinición de un instrumento de
política pública ‑la sociedad estatal‑, como monopolio, entidad
que, por definición, restringe los objetivos de libre comercio que se expresan
en el acuerdo.
LA POLÍTICA DE LIBRE COMERCIO Y DE
COMUNICACIONES
Anteriormente ofrecíamos pruebas de la significación
cultural del FTA. Ahora examinaremos los mecanismos específicos del pacto que
demuestran el modo en que esta significación cultural puede emplearse para
cambiar la política de comunicaciones en Canadá y la de la comunidad comercial
internacional, por poner un ejemplo. Lo que se trata de demostrar en este
análisis es, sobre todo, la necesidad de abordar los estudios de
comunicaciones desde una perspectiva tanto cultural como política. Pretende
demostrar, en efecto, la parcialidad de los debates acerca de la prioridad de
las interpretaciones de los estudios de comunicaciones desde las perspectivas
culturalistas o de política económica. Aunque la historia indica que los defensores
de una o de otra han reclamado la prioridad alguna vez, en el momento actual se
diría que existe una sustanciosa base teórica capaz de proporcionarle al
estudioso las herramientas necesarias para examinar la política de
comunicaciones desde el punto de vista según el cual los terrenos político y
cultural se hallan unidos en una relación dialéctica e indisoluble. Puede
encontrarse dicha base en el trabajo de pensadores tan divergentes entre sí
como lo son Marx y Durkheim.
INDUSTRIAS CULTURALES Y EFECTO COMERCIAL EQUIVALENTE
El acuerdo de comercio puede afectar a la cultura
canadiense de dos maneras fundamentales. El acuerdo refuerza la concepción de
cultura como producto comercial. Más aún, como mercancía, la cultura se sitúa
explícitamente dentro del conjunto de los productos susceptibles de ser
objeto de represalias por lo que una de las partes considere como subsidios
ilegítimos. Como ya nos hemos referido a la definición de cultura anteriormente,
en esta sección nos centraremos en la discusión de la amenaza específica a las
industrias culturales.
Concretamente, supongamos que el gobierno actual de
Canadá o los gobiernos futuros tomaran medidas para apoyar a la industria
cinematográfica, por ejemplo, tal y como se ha prometido en el pasado,
mediante el ejercicio de control nacional sobre la distribución para mejorar
las oportunidades de los cineastas canadienses. El acuerdo concede a EE. UU.
el derecho de tratado a penalizar a Canadá mediante la imposición de un
arancel a la madera canadiense, o a cualquier otro producto «a efecto
comercial equivalente». Es de presumir que, puesto que no existe un mecanismo
específico para determinar tal efecto, la parte agraviada debe ser quien
determine la cantidad específica en dólares y quien comunique su disposición. A
la parte acusada le correspondería protestar contra la disposición, llevarla a
la asamblea de conciliación de disputas o negar la falta y tomar sus propias medidas
para contrarrestarla. Semejante perspectiva no resulta poco probable, ni mucho
menos. En abril de 1989, EE. UU. acusó a Canadá de que su ley y su práctica
restringe de manera ilegítima la inversión extranjera en las industrias de
radiodifusión y televisión por cable (Ottawa Citizen, 29 de abril de 1989.)
Además, consta el hecho de que el Departamento de Comercio de EE. UU. está a la
expectativa de que se produzcan cambios en la política cultural canadiense.
Según el «Sumario de disposiciones» del FTA emitido por la Oficina del Departamento
de Canadá:
Por su parte, Canadá ha accedido a que EE.
UU. responda a las acciones emprendidas por Canadá que sean inconsecuentes con
el FTA, siempre que se protejan las industrias culturales. Esto tiene como
objetivo el fomento de políticas no discriminatorias en Canadá (EE. UU.,
Departamento de Comercio, 1987: p. 7).
Resulta más específico un informe fechado en mayo de
1989 y emitido por el Center for Strategic and International Studies (Centro
para los estudios estratégicos e internacionales) de Washington D.C. Según
dicho informe, el objetivo a largo plazo es «modificar o eliminar las normas
reguladoras canadienses que determinan que las estaciones televisivas deben
dedicar el 60 por ciento de su programación durante el día, y el 50 por ciento
de las horas de mayor audiencia a material exclusivamente canadiense. En una
separata inserta en The New York Times, pagada en su mayor parte por
publicidad canadiense, Richard Lipsey y Robert C. York del C.D. Institute de
Canadá trataban de presentar buena cara a las perspectivas de las industrias
culturales:
Por tanto, Canadá puede seguir adoptando, como
hasta ahora, estrategias políticas de apoyo a los productores nacionales a
costa de las empresas estadounidenses. EE. UU. se reserva su actual derecho a
tomar represalias contra dichas estrategias, pero solamente a efecto comercial
equivalente (Lipsey y York, 1989: p. 31).
La última afirmación es, en el mejor de los casos,
un eufemismo. Existe un gran desacuerdo en cuanto a si EE. UU, tiene derecho a
tomar represalias contra el apoyo canadiense a la cultura. El acuerdo de
comercio es restrictivo, tal y como correctamente señala el informe del
Departamento de Comercio de EE. UU., porque, por vez primera, EE. UU. cuenta
con la autorización de un tratado para respaldar su reclamación del derecho a
tomar represalias contra los esfuerzos de Canadá por proteger y desarrollar su
cultura nacional.
Además de reducir la capacidad de Canadá para
proteger su cultura, el acuerdo tiene otras disposiciones que, a pesar de ser
menos significativas, indican que la «exención» cultural es más una figura
retórica que una línea de actuación política. Entre ellas se cuenta el acuerdo
canadiense de proporcionar protección legal a los derechos de autor para la
retransmisión de programas estadounidenses. Esto viene a significar, por ejemplo,
que las compañías canadienses de cable tendrán que pagar a los titulares de
los derechos de autor por el uso de cualquier señal que transmitan. Un estudio
aparecido en septiembre de 1989 calculaba que esto podía suponer el incremento
en 1,85 dólares en la cuota media mensual de un abonado de cable de Ottawa, lo
que supone una subida del 10 por ciento (The
Ottawa Citizen, 12 de septiembre de 1989). Más aún, Canadá accedió a
eliminar las tasas postales diferenciales para las publicaciones
estadounidenses que tuvieran una circulación significativa en Canadá y poner
fin a la estipulación que prohibía a las compañías publicitarias deducirse del
impuesto sobre la renta los gastos cuando el material no había sido impreso en
Canadá. Por lo demás, ambas partes acordaron eliminar las tarifas sobre
impresos y grabaciones.
Tal y como Ian Parker ha señalado, las disposiciones
sobre los derechos de autor son especialmente significativas porque enlazan con
las disposiciones de la Ley de Derechos de Autor para establecer una
reciprocidad en la producción cultural. Puesto que Canadá importa mucho más de
lo que exporta en materia de cultura, esto significa un sustancioso incremento
en los pagos del sector cultural canadiense a los productores extranjeros.
Cita este autor las estimaciones de Babe, que calcula un centenar de millones
de dólares de pérdidas netas. En consecuencia, termina, a pesar de que las
revisiones de la Ley de Derechos de Autor pretenden incrementar las ayudas
económicas a los creadores culturales canadienses, las disposiciones de
reciprocidad «hacen que sea muy probable que “el libre comercio de la cultura”
merme, los fondos disponibles para los creadores canadienses y la producción
cultural, y consecuentemente se intensifique la dependencia canadiense de
producciones extranjeras (sobre todo estadounidenses)» (Parker, 1988: p. 33).
REGULACIÓN DE LAS COMUNICACIONES Y TRATO NACIONAL
La disposición de trato nacional del acuerdo exige
que cada país trate los negocios del otro del mismo modo en que trata los suyos
propios (artículos 105 y 1.042). En
el campo de las comunicaciones, esto significa que la Radiotelevisión
Canadiense y la Comisión de Telecomunicaciones (CRTC: Canádian Radiotelevision‑Telecomunications Commission) deben
tratar a AT&T o a cualquier otra empresa no canadiense que realice su actividad
comercial en Canadá del mismo modo que trata a Bell Canada. Este cambio en el
sistema regulador es particularmente significativo en las telecomunicaciones,
como se describe en la siguiente sección.
Además, ninguna de las partes está autorizada para
imponer normas al «establecimiento de una presencia comercial» dentro del país
como requisito previo para suministrar un servicio. En consecuencia, el trato
nacional debe ofrecerse a las empresas cuyo nexo con el país sea meramente
electrónico. Esto supone que los trabajadores del servicio canadiense van a
tener que competir con los estadounidenses, que perciben salarios más bajos y
menos beneficios, hecho debido, en parte, a que los estadounidenses pagan cuotas
más bajas a sus sindicatos. Los trabajadores canadienses de servicios tendrán
que competir con más frecuencia con los trabajadores de países del Tercer
Mundo, cuya mamo de obra barata emplea EE. UU. en el procesamiento de datos y
otros servicios de información de bajo nivel.
Esta disposición no ha pasado desapercibida a los
estudios del Centre for Strategic and International Studies. Según ellos lo entienden,
el acuerdo «autoriza claramente la disposición directa de servicios informatizados
tanto en cadena como en solitario. Este es un punto potencialmente importante
para las actividades interfronterizas de todos los sectores de manufactura y de
servicios afectados por el acuerdo» (Dizard, 1989: p. 14).
La preocupación suscitada por este desarrollo ha
dado lugar al establecimiento de una coalición entre grupos canadienses, estadounidenses
y mexicanos con un presupuesto superior a los 170.000 dólares durante los dos
últimos años para valorar las consecuencias sociales de un acuerdo de libre
comercio trilateral, descrito por el grupo canadiense participante, GATT‑fly,
como «parte de una estrategia hemisférica promovida por los intereses de las
empresas multinacionales estadounidenses y sus aliados canadienses para
integrar mercados, obtener libre acceso a las materias primas y las fuentes
de energía y enfrentar a los trabajadores en una competencia destructiva por
los puestos de trabajo» (Diebel, 1989: A4).
TELECOMUNICACIONES Y SERVICIOS INTENSIFICADOS
La disposición de trato nacional adquiere una
importancia especial cuando se aplica a la apertura del libre comercio en las
telecomunicaciones «intensificadas» y los servicios de información.
A lo largo de los años, los gobiernos se han
debatido con las definiciones legales de los servicios de telecomunicaciones
para establecer distinciones de precio, entre el servicio y el acceso. Así,
tenemos las distinciones entre tecnologías (¿es principalmente teléfono u
ordenador?) y entre los tipos de servicios (¿se trata simplemente de
transmisión de mensajes, o incorpora también manipulación de esos mensajes?).
En realidad, tales diferenciaciones no son más que ficciones útiles que
favorecen ciertos intereses políticos. Una de las distinciones generalmente
admitida por muchos gobiernos distingue entre los servicios de
telecomunicaciones básicos y los intensificados.
Aunque no existe una definición universalmente aceptada del servicio
básico, en general, dicho servicio se refiere al empleo tradicional del
teléfono como medio de transmitir mensajes mediante la voz. Servicio
intensificado es aquél en el que interviene un ordenador para volver a
configurar el mensaje (el correo electrónico, por ejemplo).
Como la mayoría de las distinciones que se
realizan en este campo, ésta resulta difícil de establecer en la práctica.
Todos los equipamientos telefónicos nuevos contienen microprocesadores que
vuelven a configurar el mensaje para que la transmisión y la conexión resulten
más eficaces. En la práctica, los reguladores canadienses definen los servicios
básicos de un modo más amplio que sus colegas estadounidenses. Esto es importante
porque una disposición del acuerdo (anexo 1.404, sección C., artículo 6) exime
explícitamente la disposición de instalaciones y servicios básicos. En
consecuencia, se autoriza una cierta protección del servicio telefónico básico,
incluida la comunicación sonora local y de larga distancia.
No obstante, las cadenas telefónicas soportan un
creciente número de servicios intensificados, como, por ejemplo, datos, imágenes
y otros productos electrónicos de información. Esto es debido a la demanda
comercial, que pide más servicios intensificados (anexo 1408) y exige a la
CRTC que trate a las compañías estadounidenses como si fueran canadienses,
aunque no tengan oficinas en Canadá (artículo 1.402 (7)). En consecuencia, es
de esperar que compañías estadounidenses tales como AT&T se lancen al mercado
canadiense de los servicios intensificados. Esto vendría a restarle una parte
de su mercado a Bell Canada y a otros proveedores canadienses de
telecomunicaciones que tienen puestas sus esperanzas en ese mercado para su
futuro crecimiento. Consiguientemente, los proveedores canadienses de servicios
básicos proyectan elevar un petición a la CRTC para que se incrementen sustanciosamente
las tasas, pues de ese modo podrán competir con mayor efectividad con las
empresas estadounidenses. Por lo tanto, la exención del servicio básico puede
resultar tan débil en la práctica como lo es la exención de las industrias
culturales. Los abonados a la telefonía básica canadiense pagarán el precio de
esta debilidad.
Por otra parte, empiezan a surgir indicios de que el
gobierno canadiense apoya la ampliación de la definición del servicio intensificado.
Communications Canada (anteriormente Departamento de Comunicaciones) ha
apoyado el caso de una compañía canadiense, Call‑Net, la cual alega que
su pequeña adición a un servicio básico convierte a la compañía en un proveedor
de servicio intensificado. Por consiguiente, Call‑Net exige que se pida
a Bell Canada que alquile las líneas necesarias para suministrar servicio a sus
clientes de la zona de Toronto. El ministerio ha ordenado a la CRTC que
reconsidere el caso, y en tres ocasiones, el regulador ha determinado que Call‑Net
trata de suministrar un servicio básico que no está permitido según la
normativa canadiense, en la que se prevé que los servicios básicos no están
abiertos a la competencia. Las particularidades de este caso no son tan
importantes si se las compara con lo que dejan entrever acerca de las
intenciones del gobierno canadiense y acerca de los vínculos entre la normativa
y el FTA. Porque si Call‑Net o alguna compañía semejante recibieron el
permiso de ofrecer servicios de la naturaleza de Call Accounting o Call
Identification con la designación de intensificados, en ese caso, el principio
de trato nacional supondría que los reguladores canadienses deben autorizar a
la AT&T, MCI o cualquier compañía telefónica regional estadounidense (cada
una de las cuales es mayo‑r que la Bell Canada) a ofrecer el mismo
servicio en Canadá.
SOCIEDADES ESTATALES Y POLÍTICA NACIONAL
El FTA controla la capacidad de respuesta
canadiense a la expansión de las empresas de telecomunicaciones
estadounidenses en su territorio mediante la imposición de límites a las
actividades de las sociedades estatales. La sección cultural de este documento
ponía de manifiesto el cambio lingüístico que el FTA ha producido en esa área.
Las sociedades estatales canadienses se han convertido en monopolios. Además de este acto de
cambiar el nombre, el FTA restringe el poder de una nación para servirse de
estas organizaciones, ya sean públicas o privadas, para el desarrollo nacional.
El artículo 1.012 nos proporciona una amplia definición de monopolio:
«Cualquier entidad, incluido también cualquier consorcio, que en algún mercado
relevante del territorio de la parte sea el único proveedor de un producto o
servicio protegido.»
Las disposiciones que controlan los monopolios, al
igual que las disposiciones referidas a las industrias culturales y a los servicios
de telecomunicaciones, empiezan pareciendo ventajosas para Canadá. Y si no, recordemos
como en teoría el FTA excluye a las industrias culturales y a los servicios
básicos de telecomunicaciones, cuando en la práctica no es así. Del mismo modo,
el artículo 2.021 declara que «en este acuerdo nada puede impedir a una de
las partes la conservación o creación de un monopolio». Esta afirmación va
seguida por una serie de restricciones tan severas que prácticamente hacen
imposible que Canadá establezca sociedades estatales en el futuro. El artículo
2.010 (2) estipula que antes de crear un monopolio la parte debe notificarlo y
consultarlo con la otra y ofrecerle garantías de que el monopolio no
deteriorará el acuerdo haciendo aquéllo que normalmente justifica la
existencia de los monopolios, y que mueve a los estados a crearlos.
Se prohíbe al monopolio operar de manera que sea
anticompetitivo, nacionalista, y también se le prohíbe que subvencione uno de
sus servicios, como por ejemplo el correo de primera clase, el teléfono básico
o los servicios de televisión básica por cable, empleando las ganancias
obtenidas gracias a otros servicios (artículo 2.010 (3)). En definitiva, se
autoriza el establecimiento de una sociedad estatal con la condición de que no
se comporte como una sociedad estatal. Más aún, puesto que una medida de este
tipo sería equivalente a una nacionalización directa o indirecta, el artículo
1.605 estipula que la parte que establezca un «monopolio público» tendrá que
pagar «una compensación puntual, adecuada y efectiva en un valor de mercado
justo» a las potenciales víctimas corporativas
o individuales de la otra parte.
De este modo se impide que un gobierno futuro establezca,
por ejemplo, una organización estatal que sirva para promocionar la producción
y distribución de servicios de información o de entretenimiento, tales como
películas de ficción, porque semejante entidad, por definición, violaría el
tratado en el momento en que llevara a cabo sus fines. Esto viene a restringir
enormemente las oportunidades de
que algún gobierno canadiense emprenda una política nacional de medios de
comunicación de masas e información que difiera o, al menos, que desafíe de manera
significativa la política de EE. UU., a no ser que se arriesgue a sufrir las
consecuencias que se deriven de su incumplimiento del tratado.
HACIA UN ORDEN TRANSNACIONAL DE LA
INFORMACIÓN
Si calificamos las estrategias políticas del Tercer
Mundo en materia de comunicación internacional de esfuerzos para construir un
Nuevo Orden Mundial de Información, entonces el RFA sería un paso más hacia la
creación de un Nuevo Orden de Información Mundial «nuevo» o transnacional.
Como tantos productos «nuevos y mejorados» en un mundo de ilusiones
publicitarias, el Nuevo Orden «nuevo» presenta pocas novedades verdaderas.
Puede decirse que en realidad lo que hace es profundizar y ampliar los modelos
del antiguo orden de información de cara a la era electrónica. Concretamente,
los cambios en los intereses y los participantes
contribuyen a explicar el interés de este «nuevo» orden y también ayudan a
justificar el acuerdo de libre comercio.
La mayor parte de la literatura referida al proceso
que llevó a Canadá a este pacto de libre comercio con EE. UU. concluye que fue
la crisis económica de los setenta y de principios de los ochenta lo que
impulso a gobernantes y empresarios a decidir que aquella política era la
única alternativa realista al estancamiento económico a largo plazo (Warnock,
1988; Westell, 1984). Lo que fue prácticamente una depresión económica en los
primeros años de la década de los ochenta vino á convencer a los políticos de
que el crecimiento de la economía canadiense requería lazos comerciales más
robustos con EE. UU., sobre todo porque EE. UU. era un líder mundial en la
producción y distribución de lo que muchos consideraban la clave del futuro crecimiento:
la información.
Siguiendo los pasos de Bell, Oettiger y otros, muchos
estudiosos han llegado a la conclusión de que la información y los servicios
con ella relacionados están sustituyendo rápidamente a sus equivalentes
industriales, de modo que las naciones deben manipular sus «recursos de
información» para establecer o mantener una posición de fuerza en la economía
mundial.
Los intereses en información se han desarrollado
como negocios, y el gobierno reconoce que la información es una fuente directa
de acumulación de capital porque se trata de una mercancía rentable. Además,
los sistemas de información son fuentes indirectas de acumulación porque
sirven como instrumentos de control administrativo, necesario para construir y
operar sistemas mundiales de producción, distribución y consumo. La campaña
para transformar los recursos, incluida la información, en mercancías rentables
e instrumentos de control ha desempeñado históricamente un papel central en el
desarrollo del capitalismo.
Sin embargo, la expansión de este proceso al área
de la información se veía limitada por fuerzas técnicas y políticas. Las
restricciones técnicas limitaban la capacidad de medir lo que constituye un
producto de información y de dirigir las transacciones de información. La
resistencia política se integraba en la oposición pública a la invasión de la
universalidad que llevaba consigo la noción legitimada de información como
producto público. Los obstáculos técnicos se están superando con el
desarrollo de la tecnología digital, que aplica un código común para medir
información y dirigir su empleo con efectividad y eficacia. Por otra parte, la
integración mundial de las tecnologías de procesamiento, distribución y
exhibición hacen posible la conexión y, por consiguiente, el control de las
operaciones comerciales a nivel mundial y local. Dicho control se amplía al
control efectivo de los mercados internacionales en finanzas, mano de obra,
materias primas y consumidores. Tal y como ha dicho Bell recientemente:
Las antiguas distinciones en el ámbito de
las comunicaciones entre telefonía (voz), televisión (imagen), ordenador
(datos) y texto (facsímil) se han venido abajo al encontrarse físicamente interconectadas
por los sistemas digitales y compatibilizadas en un conjunto homogéneo de teletransmisiones
(Bell, 1989, p. 167).
La oposición pública se ve superada cada vez más por
las presiones de los grandes usuarios de información, pertenecientes al mundo
empresarial y al gobierno, que se han convertido en participantes activos de
los debates políticos nacionales e internacionales con el objetivo de
satisfacer su necesidad de redes de coste efectivo. Estos nuevos participantes
han conseguido reorganizar un proceso político que estaba tradicionalmente estructurado
para apoyar las necesidades de los grandes proveedores de servicios, como, por
ejemplo, las compañías telefónicas; sus empleados sindicados; los abonados
residenciales y las autoridades reguladoras. Mientras la información ha
pasado de ser coste adicional, los grandes usuarios han favorecido políticas
de «desregulación», privatización y libre comercio. Dichas políticas se han convertido
en instrumentos esenciales para imponer su control sobre la economía mundial.
En cuanto texto, el FTA refleja e integra las
necesidades de estos participantes transnacionales. Desde el punto de vista
político, el gobierno canadiense depende enormemente de las disposiciones del
acuerdo en el sector de las comunicaciones, porque sus esfuerzos para cubrir
las necesidades de los grandes usuarios a través de la política nacional han
chocado con una oposición considerable, sobre todo en el terreno de los
intentos de «desregulación» del sector de las comunicaciones. El FTA, con todo
el poder y la legitimidad de un tratado bilateral, es un importante
instrumento para llevar a cabo los objetivos «desreguladores» y extinguir el
derecho a redimir las alternativas nacionalistas, y, entre ellas, los intentos
explícitos de fomentar los valores de universalidad, acceso y control
canadienses sobre la industria de comunicaciones de su país.
Un informe de EE. UU. sobre el FTA reconoce que uno
de los mayores logros para los intereses comerciales estadounidenses es que el
pacto «implica el compromiso de que las actuales restricciones vigentes a ambos
lados de la frontera no se extenderán» (Dizard, p. 5). Estas restricciones
son, entre otras, el servicio telefónico universal de bajo coste; la
regulación de contenidos de las transmisiones canadienses; el apoyo estatal a
la producción y distribución cinematográfica; los requisitos de que las
operaciones bancarias y otros datos delicados sean procesados en Canadá,
etcétera, etcétera.
DOS MODELOS A LA BÚSQUEDA DE UNA ECONOMÍA MUNDIAL
El FTA es el primer acuerdo comercial de la historia
que extiende el libre comercio de mercancías tradicional al campo de los servicios
y las inversiones. Se trata de una característica muy significativa, puesto
que, como se indica en un informe de 1989 de Acuerdo General sobre Tarifas y
Comercio (GATT: General Agreement on
Tariffs and Trade), las industrias de servicio están acaparando una parte
cada vez más extensa del comercio mundial. Según el estudio, el comercio total
de servicios alcanzó los 560 billones de dólares en 1988, lo que iguala el
total del comercio combinado de comida y combustible. Servicios como la
banca, las telecomunicaciones, consejerías directivas y contabilidad sumaban
un total del 40 por ciento del comercio mundial (Greenspoon, 1989). Con el 11,2
por ciento de las exportaciones de servicios mundiales, EE. UU. es líder en el
mundo. El FTA resulta particularmente significativo para EE. UU. porque sirve
de modelo a las 96 naciones miembros del GATT que han estado debatiendo la
cuestión del comercio de servicios. Como se señala en el informe del Washington
Center for Strategic Studies, «al establecer un marco bilateral para el libre
comercio, los estadounidenses y los canadienses deberían estar en una
posición más fuerte para abordar las complejas negociaciones sobre comercio de
servicios en las Conversaciones de Uruguay» (negociaciones del GATT) (Dizard,
p. 5). Parece discutible que Canadá se encuentre en una «mejor posición»,
puesto que acaba de acceder a eliminar la mayoría de las oportunidades de dirigir
su propio comercio de servicios y ha cerrado un acuerdo con el líder mundial
en exportación de servicios.
Además, Canadá se aventura en este nuevo territorio
económico sin establecer un organismo político supranacional que controle los
más amplios problemas de índole social, política y cultural que puedan
derivarse de un acuerdo tan significativo. Tales problemas se suman a la
reducción del poder de los estados nacionales y a la intensificación del poder
de los mercados y de las empresas multinacionales que los controlan. Aunque
Canadá buscaba una cierta forma de protección estatal bigubernamental, EE. UU.
se lo impidió. En consecuencia, el FTA proporciona un panel binacional que
sólo sirve para determinar si las actuales leyes de comercio (sobre todo las
de EE. UU.) se están aplicando debidamente.
En contraste con el FTA norteamericano, la Comunidad
Económica Europea ha abordado el problema de modo diferente, aunque siempre
dentro del marco de un modelo de mercado. Debido, en parte, a la igualdad de
sus miembros, la CEE está estableciendo una «carta social» además de una unión
económica. Una carta continental de estas características debe conceder cierta
protección a las instituciones públicas, tales como la educación pública, el
bienestar social, higiene y seguridad en el trabajo y cultura nacional.
(Greenhouse, 1989) Verdaderamente, resulta tremendamente irónico para los
canadienses observar los programas de la CEE, en los que se propone la
imposición de cuotas a las importaciones de medios de comunicación que guardan
una semejanza asombrosa a las emprendidas por los políticos canadienses en la
época anterior al FTA. Por ejemplo, para regular la entrada de programas
televisivos estadounidenses, que alcanzó la cifra de mil millones de dólares
estadounidenses en 1989, la CEE propone la limitación de las importaciones
futuras al 50 por ciento de toda la programación de la televisión europea y
complementarlo con restricciones en la cantidad y tipo de patrocinación
publicitaria. Esta norma atajaría la penetración publicitaria de EE. UU.
(Ibid.).
Los canadienses comprenden bien que no puede
garantizarse que el control de la CEE vaya a mejorar la calidad de la
televisión estadounidense. Aunque un ejecutivo líder de Alemania occidental lo
considera como «una lucha por nuestra propia cultura», al director del Instituto
Europeo para los Medios de Comunicación le preocupa que «existe el peligro de
que los productos ínfimos europeos no sean mejores que los productos ínfimos de
EE. UU.» (Ibid.). Estos debates se prolongarán, sin ninguna duda, pasado 1992.
El punto interesante desde la perspectiva de la política contemporánea es que
el conjunto de normas de la CEE, que cada vez con mayor frecuencia ha dado en
llamarse «la carta social», representa un modelo alternativo para el FTA a la
hora de organizar la economía de información mundial. Como dice Kuttner:
En la medida en que el acuerdo de libre
comercio entre Canadá y EE. UU. afecta a la soberanía canadiense, cede
soberanía política a las fuerzas de mercado. Muy por el contrario, la CE no
cede soberanía al mercado hasta el punto de elevar la soberanía a un organismo
supranacional, y que cree en la política industrial, en los movimientos
sindicales, en el estado del bienestar y en otros elementos de la economía
mixta al estilo de los años 40 (Kuttner, 1989, p. 18).
CONCLUSIÓN
Sea cual sea el desafío que presenta la CEE al
modelo Canadá‑EE. UU., la alternativa de la CEE subestima el paso radical
que han dado tanto Canadá como EE. UU., aunque este último en menor medida
debido a su poder en el mercado. Aunque todavía está por ver si el FTA hace
avanzar o retroceder el proceso comercial multilateral del GATT, hay una menor
incertidumbre con respecto a que el resultado de las políticas textuales de Norteamérica
sea, posiblemente, la primera constitución que garantiza los derechos fundamentales
de las empresas multinacionales. Esencialmente, los derechos de dichas empresas
para realizar comercio y establecer política social y pública se anteponen a los
derechos políticos de los ciudadanos de una nación y de sus gobiernos
nacionales. Esto supone un avance significativo hacia la creación de un nuevo
orden de información mundial «nuevo» o transnacional.
TRADUCCIÓN:
NURIA
HERNÁNDEZ DE LORENZO
(*) La investigación de que se da cuenta en
este documento contó con la ayuda de una beca de la Faculty of Graduate
Studies and Research, Carleton University,
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