El “nuevo” orden transnacional de la información El acuerdo de libre comercio entre Canadá y los Estados Unidos

 

Vincent Mosco

 

El acuerdo suscrito entre los Estados Unidos y Canadá tiene importantes repercusiones so­bre la cultura y las telecomunicaciones. Frente al modelo de la CEE, se trata de una auténtica Constitución de un «nuevo» orden transnacional bien distinto del NOMIC.

 

NUEVA CONSTITUCIÓN ECONÓMICA PARA NORTEAMÉRICA (*)

 

El  expresidente norteamerica­no Ronald Reagan denominó el acuerdo para el libre co­mercio entre Canadá y EE. UU. «una nueva constitución económica para Norteaméri­ca» (Warnock, 1988: p. 9). El procurador general de la provincia cana­diense de Ontario expresó su acuerdo en los términos siguientes:

 

Al igual que una constitución, el objetivo del acuerdo lo abarca todo. Afecta prácticamente a todos los aspectos de la actividad guberna­mental... El acuerdo impone nuevas restriccio­nes sobre lo que los gobernantes canadienses puedan hacer por los ciudadanos en el futuro, y la erosión de nuestra capacidad de auto­gobierno no se reparará fácilmente (Cameron, 1988: p. 241).

 

¿En qué sentido constituye el FTA (Free Trade Agreement: Acuerdo para el Libre Co­mercio) una constitución nueva para Norteamérica? ¿No se trata de una visión exagera­da de un tratado bilateral que no es más que un acuerdo económico entre naciones sobe­ranas? Puede que los legisladores constitu­cionales lo vean de este modo, pero en ese caso estarían pasando por alto una dimensión primordial que centra el interés de los estu­dios sobre comunicaciones: la intersección de las prácticas política y simbólica.

En este documento se parte de esa inter­pretación para comprender el acuerdo de li­bre comercio. Esencialmente, pretende em­plear el acuerdo como un prisma a través del cual comprender la relación entre los cam­pos de la cultura, la economía política y la po­lítica en los estudios sobre comunicaciones. Mi tesis es que, sea cual sea su denominación oficial, el FTA es un documento constitucio­nal, porque el acuerdo profundiza y amplía el proceso de reconstitución del paisaje po­lítico y cultural canadiense que se inició des­pués de la II Guerra Mundial.

Más aún, la significación del acuerdo va más allá de la esfera de las relaciones entre Canadá y EE. UU. porque sirve como ejem­plo de lo que EE. UU. está ofreciendo al mun­do y de sus procedimientos a la hora de for­jar y dirigir la economía mundial. Actualmen­te se están dando los primeros pasos para in­tegrar a México en lo que sería el área norte­americana de libre comercio. Es más, EE. UU. y Canadá están presionando a la organización de comercio mundial GATT para que incorpore el comercio único del FTA en las provisiones de servicios. Esto eliminaría mu­chos de los apoyos con que contaban los go­biernos de Europa, América Latina y de otros puntos para aplicar sus políticas de comuni­cación e información nacional.

Por tanto, el FTA es un documento signifi­cativo para la política internacional de comu­nicaciones porque sus disposiciones consti­tuyen el fundamento de la versión estadou­nidense de lo que es, en esencia, un «nuevo Nuevo Orden de Información y Comunica­ción Mundial. A diferencia del Nuevo Orden Mundial propugnado por las naciones del Tercer Mundo, éste aseguraría el control de las empresas privadas sobre la producción y distribución de la cultura y la comunicación. El objetivo consiste en integrar la cultura y la comunicación dentro de un sector mundial de servicios electrónicos dirigido por empre­sas multinacionales.

 

POLÍTICA TEXTUAL

 

Mis reflexiones en torno a la significación de los estudios culturales del FTA proceden de un encuentro en un seminario de Facul­tad en una universidad estadounidense. A1 fi­nal de mi breve revisión del acuerdo, un miembro del departamento expresó la si­guiente duda: «¿Es que el acuerdo de comer­cio no es un simple discurso?» ¿Es que Cana­dá no se había rendido a EE. UU. completa­mente, hasta tal punto que el FTA no era más que la expresión escrita de esa capitulación? En un primer momento, se me llenó la cabe­za de pensamientos bastante negativos en tor­no a la arrogancia de los estadounidenses, y después me pusé a reflexionar sobre los cambios puramente materiales que los pri­meros setenta días del acuerdo habían pro­vocado en Canadá. Entre ellos se contaban las 875 personas despedidas por Northern Telecom, al cerrar sus plantas canadienses para racionalizar sus operaciones de cara a la eliminación de tarifas. La misma suerte co­rrieron 590 trabajadores de Gillette en Toron­to y Montreal. También perdieron sus pues­tos de trabajo 140 trabajadores empleados por Pittsburg Paint en Etobicoke y 100 traba­jadores de Canada Packers en Winnipeg. Si el FTA no es más que un discurso, ¿cómo ca­lificaríamos estos hechos?, ¿de paros involuntarios textuales? ¿o de redundancias del dis­curso?

A pesar de todo, la opinión de la persona que formuló la pregunta me llevó a reflexio­nar sobre la significación cultural del acuer­do. Quizás el FTA no sea sólo un discurso, y se trate de eso y de mucho más. ¿Cómo abor­dar al acuerdo de libre comercio en un estu­dio de tipo cultural? Mi interés en seguir es­ta línea de pensamiento no estaba exento de una cierta reticencia que se debía a algo dis­tinto a mis inclinaciones en el campo de la economía política. Las últimas críticas dirigi­das a los estudios culturales bastaban para llenarme de escepticismo. Consideremos el análisis realizado por Russell Jacoby sobre el teórico marxista y estudioso de la cultura Fre­deric Jameson en The Last Intellectuals (Los últimos intelectuales).

Jacoby cita el análisis de Jameson sobre el hotel Boneventure, construcción posmoder­na de Los Ángeles, que, al igual que el Re­naissance Center de Detroit y el Peachtree Plaza en Atlanta, representa un giganteso atrio con ascensores de cristal, estanques re­flectantes, cafeterías giratorias y algunos otros rasgos típicos de la firma posmoderna del arquitecto John Portman. Jacoby descri­be el entusiasmo de Jameson por el Boneven­ture, «una mutación en el espacio construido que rebasa nuestra capacidad de compren­sión. Porque nosotros, «sujetos humanos que entramos en este nuevo espacio, no hemos evolucionado al mismo ritmo», porque «noso­tros no poseemos todavía el equipamiento perceptivo acorde con este nuevo hiperes­pacio» (Jacoby, 1987: p. 169). Jameson se fija en las entradas, que describe como poco lla­mativas y «semejantes a una puerta de atrás», a diferencia de las imponentes entradas prin­cipales de los hoteles antiguos que represen­taban el «pasadizo que conducía de la calle de la ciudad al interior más antiguo». Para Ja­meson, «parece ser que estas entradas curio­samente no marcadas... han sido impuestas por un nuevo concepto de clausura que do­mina el espacio interior del mismo hotel» (Ibid.: p. 170). Jameson omite señalar una co­sa acerca de estas «entradas curiosamente no marcadas» que otros críticos de diseño no marxistas han advertido. Las entradas esta­ban diseñadas, no para representar un nue­vo concepto del espacio, sino más bien para impedir la entrada a la población hispana, en su mayor parte pobre, que habita en la zona que circunda al hotel. Un crítico se refería s la entrada principal como a «un agujerito abierto en un inmenso muro de cemento de cuatro pisos». La única entrada llamativa de esta maravilla de la modernidad es la del ga­raje. Si un erudito marxista de primera fila es­pecializado en estudios culturales no sabe ver una relación tan llamativa entre la clase social y el espacio social, hay que poner en tela de juicio el estado de los estudios críti­cos de tipo cultural.

No es necesario aceptar todos los argumen­tos de Jacoby para sacar provecho de su crí­tica. Jacoby exagera, en efecto, al hablar de la pérdida de vitalidad política e intelectual en la universidad. Rememora una época en la que la vida intelectual era coto cerrado de los hombres blancos, muchos de los cuales podían permitirse el lujo de no someterse a la lucha diaria del trabajo académico a jor­nada completa. Jacoby también omite el sig­nificativo progreso del pensamiento neomar­xista en Norteamérica, sobre todo en lo rela­tivo a su contribución al crecimiento de la erudición femenina y la actividad política. Su rechazo general de los estudios críticos aca­démicos resulta excesivo, y sus carencias restan valor a su valiosa crítica. No obstante, Jacoby no recuerda, como C. Wright Mills treinta años atrás, que, en último término, los eruditos críticos deben hablar de las cuestio­nes críticas de nuestro tiempo en un lengua­je accesible y comprensible para el público. El hecho de que nos recuerde esto, aunque sea quizás de un modo demasiado tosco y ha­ciendo un barrido excesivo, nos es útil, a pe­sar de todo, en una época en la que las co­munidades lingüísticas y sociales de la vida académica reconocen con demasiada fre­cuencia que las tendencias son excesivamen­te oscuras y reflejan un exceso de vanidad.

Volviendo a la cuestión que nos ocupa: a la hora de emprender un estudio de tipo cul­tural, ¿es posible evitar el academicismo que conduce al estudioso marxista de la cultura a ensalzar la democracia de un hiperespacio postmoderno creado para impedir el paso a los pobres? Henry Louis Gates Jr. nos ayuda­rá a responder esta pregunta.

 

A Gates, que es el presidente del departa­mento de literatura W. E. B. Du Bois de Cor­nell University, se le pidió que editara The Norton Anthology of Black Literature (Anto­logía de la literatura negra por Norton). Pues­to que Norton es, según Gates, el editor «canónico» de antologías, ésta está destinada a convertirse en libro de referencia obligada sobre la materia durante muchos años. Pero esto lleva a Gates a preguntarse en un ensa­yo: «¿De quién es el canon, al fin y al cabo?» (cates, 1989: p. 1). Concretamente, se detie­ne a considerar los riesgos del análisis cul­tural formal a través del relato de una peno­sa experiencia que tuvo en las aulas al tratar de pasar de un canon a otro. La cita es bas­tante extensa pero merece la pena leerla:

 

Es por eso que, envueltos todavía en los paña­les de las primeras satisfacciones académicas, muy pocos de nosotros estamos preparados cuando topamos con una cuestión difícil, cosa que nos sucede más tarde o más temprano. Una de las primeras charlas que ofrecí fue a una nu­merosa audiencia en un seminario universitario para posgraduados. Fue uno de esos errores en los que uno no incurre por segunda vez. Recién salido de la universidad, inmerso en los impe­netrables tecnicismos de la teoría literaria con­temporánea, iba a ofrecer un sabroso análisis estructuralista sobre la narrativa esclavista de Frederick Douglas. Quería trazar el perfil del intrincado funcionamiento de sus «oposiciones binarias.» Lo tenía todo claramente esquemati­zado, formalizado y analizado. Yo había acudi­do ataviado con mi vestimenta estructuralista de los domingos: camisa blanca recién planchada y zapatos negros relucientes. Pero no funcionó. No sé si habrán visto alguna audiencia aburri­da; pues bien, yo la vi aquella tarde. Terminé valientemente mi conferencia y, como es de ri­gor, abrí el turno de preguntas. «Sí, hermano ‑dijo un joven desde el fondo de la sala, rompien­do el silencio que siguió‑. Lo único que quere­mos saber es si Booker T. Washington era un tío Tom o no.» (Ibid.: p. 44).

 

Más adelante, Gates se dio cuenta de que aquélla era una pregunta muy interesante, «mucho más interesante que mi charla». La pregunta suscitaba cuestiones”acerca de las políticas de estilo y de lo que significa para una persona hablar para otra, y sobre el mo­do en que puede distinguirse la co‑opción y la subversión sutil. Esencialmente, hizo que Gates tomara conciencia del «enorme abis­mo que separa nuestro discurso crítico de las tradiciones sobre las que discurre»; de la la­guna que se extiende entre el texto y la ex­periencia que origina. ¿Existe la posibilidad de que un análisis textual de un documento político evite la esclerosis textual? Según ca­tes, el erudito especializado en literatura em­pieza por reconocer que una «función de la historia literaria es, entonces, ocultar toda co­nexión entre los intereses institucionalizados y la literatura que recordamos. Así, resuena la voz del mago de Oz de la historia literaria, advirtiéndonos que no miremos al hombre­cillo que se esconde detrás de la cortina». (Ibid.: p. 45). Porque los estudios de tipo cul­tural, sobre todo aquéllos que tienden a creer en los cánones establecidos, representan pa­ra los estructuralistas endomingados, aque­llos de camisa blanca recién planchada y za­patos negros relucientes, el reconocimiento de que los cánones pueden inducir a aban­donar los objetivos en favor de los detalles que se buscan, o lo que es lo mismo, llegar a una situación en la que los árboles no nos dejan ver el bosque.

Lewis Lapham nos ayuda a encauzar estas reflexiones para que de una manera útil com­prendamos el acuerdo de libre comercio y la relación que guarda el FTA con la política de comunicaciones. Lapham reconoce el hombre situado detrás de la cortina de que nos hablaba Gates en el poder estadouniden­se, que, como el gran Oz, controla una am­plia tecnología de imagen, que es la llave de su poder. Escuchemos la conversación que según Lapham tuvo lugar en una reunión de altos consejeros estadounidenses.

 

«‑No pretendo ser antipatriótico ‑dijo Townsend‑. ¿Pero qué es lo que los ameri­canos saben fabricar y vender de verdad? Los coches, no. Nuestros coches son una por­quería. Tampoco los cohetes. Nuestros cohe­tes estallan. Tampoco acero, ni productos tex­tiles, ni muebles, ni electrónica. Y el gasto que supondría pedir ayuda está por encima de nuestras posibilidades ‑Townsend no de­jó de sonreír y de mover la cabeza, hasta que los consejeros inferiores cayeron en un res­petuoso silencio. Murray tuvo la amabilidad de formular la pregunta del hombre directo.

 

‑Muy bien ‑dijo‑, ¿entonces qué es lo que los estadounidenses saben fabricar y vender mejor que nadie en el mundo? Townsend to­mó un gran trago de su bebida todavía de­ducible de impuestos, y después, tras una pausa majestuosa, dijo:

‑ Metáforas, mi querido Murray. Metáforas, imágenes y expectativas.»

(Lapham, 1986: pp. 8 ss.).

 

Desde luego, Lapham exagera el declive del poder de EE. UU. Estados Unidos, sigue te­niendo la industria más fuerte del mundo, y na­die duda de que su poderío militar está por

 

encima de todos los demás. No obstante, el liderazgo económico de EE. UU. ha decaído en los últimos tiempos, y esto puede suponer el paso del poder a Japón o a una Europa más unida. Y lo que es más importante, Lapham argumenta que EE. UU. todavía controla las metáforas, las imágenes y las expectativas que motivan a gran parte de la humanidad. El libre comercio es una de esas metáforas. De hecho, la metáfora del libre comercio ayu­da a la comprensión cultural del pacto entre Canadá y EE. UU. Tenemos que considerar la metáfora como una visión de política y po­der, que es en sí misma objeto principal de exportación de EE. UU. Puede discutirse si EE. UU. es bueno o no a la hora de fabricar acero o zapatos, pero no cabe ninguna duda con respecto a su habilidad para exportar vi­siones de control y política mundial en todo el planeta.

El acuerdo de libre comercio es un discur­so, y como tal, expresión cultural del capita­lismo estadounidense en el proceso de incor­porar los restos de la resistencia de la socie­dad canadiense. Este punto de partida nos ayuda a comprender por qué la discusión de libre comercio y cultura es demasiado limi­tada. Hasta ahora, en Canadá casi todas las discusiones se han centrado en el impacto del acuerdo sobre la cultura canadiense. Esto carece de importancia, y como se verá más adelante, existen pruebas sobradas de que el FTA no protege a las industrias culturales canadienses. No obstante, por vital que sea, existe otra cuestión cultural de mucho mayor alcance y significación, y es la siguiente: el acuerdo de comercio es en sí mismo un pro­ducto cultural con unas visiones y un lengua­je que reflejan la cultura del capitalismo es­tadounidense. Esencialmente, el FTA es una exportación cultural de EE. UU. a Canadá, y que, si tiene éxito, también se exportará a otros países.

 

EL DISCURSO DEL LIBRE COMERCIO

 

Los «objetivos y el fin» del FTA, su trata­miento de la cultura, y su empleo del térmi­no «monopolio» son pruebas concluyentes del texto del acuerdo que demuestran su signifi­cación cultural.

El «artículo 102: fin y objetivos» describe lo que se eleva al rango de una declaración de derechos del comercio transnacional. Los cinco objetivos del FTA son los siguientes: la eliminación de barreras al comercio de bie­nes y servicios; el favorecimiento de la com­petencia legítima; la liberalización de las in­versiones dentro del área comercial; el es­tablecimiento de procedimientos administra­tivos conjuntos efectivos; y la creación de una base para la extensión del acuerdo en futu­ras conversaciones bilaterales y multilatera­les.

Podría alegarse que, aunque es probable que los objetivos tengan en cuenta el bienes­tar social, la soberanía o las necesidades hu­manas, este conjunto de objetivos económi­cos está totalmente supeditado a un acuerdo de libre comercio. Sin embargo, en la segun­da página de las dos que componen la sec­ción de «fin y objetivos», este conjunto concre­to de finalidades adquiere una significación primordial, porque se le concede preferen­cia sobre otros acuerdos y sobre los deseos de los gobiernos estatales, provinciales y lo­cales. Según el artículo 104, «En caso de cual­quier inconsecuencia entre las disposiciones de este acuerdo y otros semejantes, las dis­posiciones de este acuerdo prevalecerán dentro de los límites de la inconsecuencia, si el acuerdo no dispone lo contrario.» En otras palabras, una declaración de derechos del comercio transnacional se ha convertido en el principal documento determinante para Norteamérica. Y lo que es más, el artículo 103 obliga a las partes a «garantizar que se toman todas la medidas necesarias (definidas éstas como “cualquier ley, regla, procedimiento, requerimiento o práctica”) para hacer efec­tivas estas disposiciones, entre ellas la de la obediencia por parte de los gobiernos esta­tales, provinciales y locales, siempre que no se disponga lo contrario en el acuerdo».

La política cultural de EE. UU. es centralis­ta, por lo que la participación del estado en la política nacional resulta mínima. En conse­cuencia, para la mayoría de los estadouni­denses lo más natural es que los gobiernos locales y estatales no intervengan directa­mente en el proceso político del comercio na­cional. Sin embargo, ése no es el caso de Ca­nadá, donde el poder provincial forma par­te de su sistema federal. Aunque determina­dos gobiernos han sido conscientes de estas tendencias y diversidad de procedimientos, la disposición que nos ocupa otorga a los valores políticos de EE. UU. un valor prepon­derante en el FTA, y no como afirmación de la autoridad gubernamental nacional, sino pa­ra establecer el predominio del gobierno continental, sobre el poder nacional, regional o local en los objetivos continentalistas del acuerdo.

El FTA todavía llega más lejos al redefinir el concepto mismo de cultura como un artí­culo de mercado. Pero lo peor es que lo ha­ce en la misma sección en la que protege os­tensiblemente las industrias culturales. Los defensores del acuerdo citan el artículo 2005 (1): «Las industrias culturales están eximidas de las disposiciones de este acuerdo.» Pero solamente una cláusula más abajo, en el artí­culo 2005 (2), el acuerdo modifica esta exen­ción al autorizar que una de las partes adop­te «medidas de efecto comercial equivalen­te como respuesta a acciones que pudieran ser inconsecuentes con el acuerdo». En otras palabras, si una de las partes considera que la otra está concediendo subsidios ilegítimos a una industria, incluidas las culturales, pue­de tomar represalias subiendo los derechos en algún otro sector. Por lo tanto, más que exi­mir la cultura, el FTA la hace blanco especí­fico de revanchas. Y lo que es más importan­te, mediante la inclusión de la cultura en una sección que permite represalias al efecto co­mercial equivalente, tal y como hace notar Duncan Cameron, «Canadá ha aceptado la definición estadounidense de cultura como un artículo que puede comprarse y vender­se para obtener beneficios.» (Cameron, 1988: p. XVI). Acceder a la autorización de revan­chas comerciales contra las subvenciones culturales equivale a definir la cultura como una mercancía. Así se introduce en el primer documento de continentalismo otro rasgo destacado del capitalismo estadounidense.

Para terminar, el FTA acepta la redefini­ción cultural estadounidense de las socieda­des estatales sustituyéndolas por el término vergonzante estadounidense de monopolios. Canadá ha construido su sistema de comuni­caciones sobre la base de sociedades esta­tales o empresas públicas con la facultad pa­ra promover proyectos nacionales o provin­ciales. En el terreno nacional, la CBC, el Na­tional Film Board (el Consejo Nacional de Ci­nematografía), Telefilm Canada y otros, han fomentado las manifestaciones de la cultura canadiense que se incluyen, pero que supe­ran ampliamente el dominio de la mercancía.

 

Antes de ser privatizada, la sociedad estatal Teleglobe promovió los proyectos nacionales canadienses para telecomunicaciones inter­nacionales. Cuando Bell Canada llegó a la conclusión de que la compañía no podría be­neficiarse del suministro de servicio telefó­nico a las tres provincias rurales, se estable­cieron las sociedades estatales provinciales para servir a la región, y hasta hoy están pro­porcionando lo que es, con ciertas reservas, el servicio telefónico menos caro y más uni­versalmente accesible del continente.

El FTA, además de definir la cultura como artículo de consumo, redefine la sociedad es­tatal, que hasta ahora ha sido en Canadá un medio generalmente aceptado para llevar a cabo proyectos de política pública, como un monopolio cuyas actividades hay que restrin­gir. Estas restricciones específicas aparecen definidas más adelante. Lo que importa com­prender aquí es que una vez más podemos observar la significación cultural del pacto de libre comercio. Con su mismo lenguaje, el acuerdo reconstituye la relación entre EE. UU. y Canadá mediante la identificación de la preeminencia de los derechos comer­ciales del comercio internacional, mediante la redefinición de la cultura como un produc­to de mercado, y mediante la redefinición de un instrumento de política pública ‑la socie­dad estatal‑, como monopolio, entidad que, por definición, restringe los objetivos de libre comercio que se expresan en el acuerdo.

 

LA POLÍTICA DE LIBRE COMERCIO Y DE COMUNICACIONES

 

Anteriormente ofrecíamos pruebas de la significación cultural del FTA. Ahora exami­naremos los mecanismos específicos del pac­to que demuestran el modo en que esta sig­nificación cultural puede emplearse para cambiar la política de comunicaciones en Ca­nadá y la de la comunidad comercial inter­nacional, por poner un ejemplo. Lo que se tra­ta de demostrar en este análisis es, sobre to­do, la necesidad de abordar los estudios de comunicaciones desde una perspectiva tan­to cultural como política. Pretende demostrar, en efecto, la parcialidad de los debates acer­ca de la prioridad de las interpretaciones de los estudios de comunicaciones desde las perspectivas culturalistas o de política eco­nómica. Aunque la historia indica que los de­fensores de una o de otra han reclamado la prioridad alguna vez, en el momento actual se diría que existe una sustanciosa base teó­rica capaz de proporcionarle al estudioso las herramientas necesarias para examinar la política de comunicaciones desde el punto de vista según el cual los terrenos político y cul­tural se hallan unidos en una relación dialéc­tica e indisoluble. Puede encontrarse dicha base en el trabajo de pensadores tan diver­gentes entre sí como lo son Marx y Durkheim.

 

INDUSTRIAS CULTURALES Y EFECTO COMERCIAL EQUIVALENTE

 

El acuerdo de comercio puede afectar a la cultura canadiense de dos maneras funda­mentales. El acuerdo refuerza la concepción de cultura como producto comercial. Más aún, como mercancía, la cultura se sitúa ex­plícitamente dentro del conjunto de los pro­ductos susceptibles de ser objeto de repre­salias por lo que una de las partes considere como subsidios ilegítimos. Como ya nos he­mos referido a la definición de cultura ante­riormente, en esta sección nos centraremos en la discusión de la amenaza específica a las industrias culturales.

Concretamente, supongamos que el go­bierno actual de Canadá o los gobiernos fu­turos tomaran medidas para apoyar a la in­dustria cinematográfica, por ejemplo, tal y co­mo se ha prometido en el pasado, mediante el ejercicio de control nacional sobre la dis­tribución para mejorar las oportunidades de los cineastas canadienses. El acuerdo conce­de a EE. UU. el derecho de tratado a penali­zar a Canadá mediante la imposición de un arancel a la madera canadiense, o a cual­quier otro producto «a efecto comercial equi­valente». Es de presumir que, puesto que no existe un mecanismo específico para deter­minar tal efecto, la parte agraviada debe ser quien determine la cantidad específica en dólares y quien comunique su disposición. A la parte acusada le correspondería protestar contra la disposición, llevarla a la asamblea de conciliación de disputas o negar la falta y tomar sus propias medidas para contrarrestarla. Semejante perspectiva no resulta poco probable, ni mucho menos. En abril de 1989, EE. UU. acusó a Canadá de que su ley y su práctica restringe de manera ilegítima la in­versión extranjera en las industrias de radio­difusión y televisión por cable (Ottawa Citi­zen, 29 de abril de 1989.) Además, consta el hecho de que el Departamento de Comercio de EE. UU. está a la expectativa de que se produzcan cambios en la política cultural ca­nadiense. Según el «Sumario de disposicio­nes» del FTA emitido por la Oficina del De­partamento de Canadá:

 

Por su parte, Canadá ha accedido a que EE. UU. responda a las acciones emprendidas por Ca­nadá que sean inconsecuentes con el FTA, siem­pre que se protejan las industrias culturales. Es­to tiene como objetivo el fomento de políticas no discriminatorias en Canadá (EE. UU., Departa­mento de Comercio, 1987: p. 7).

 

Resulta más específico un informe fechado en mayo de 1989 y emitido por el Center for Strategic and International Studies (Centro para los estudios estratégicos e internaciona­les) de Washington D.C. Según dicho infor­me, el objetivo a largo plazo es «modificar o eliminar las normas reguladoras canadienses que determinan que las estaciones televisi­vas deben dedicar el 60 por ciento de su pro­gramación durante el día, y el 50 por ciento de las horas de mayor audiencia a material exclusivamente canadiense. En una separa­ta inserta en The New York Times, pagada en su mayor parte por publicidad canadien­se, Richard Lipsey y Robert C. York del C.D. Institute de Canadá trataban de presentar buena cara a las perspectivas de las indus­trias culturales:

 

Por tanto, Canadá puede seguir adoptando, co­mo hasta ahora, estrategias políticas de apoyo a los productores nacionales a costa de las em­presas estadounidenses. EE. UU. se reserva su actual derecho a tomar represalias contra di­chas estrategias, pero solamente a efecto co­mercial equivalente (Lipsey y York, 1989: p. 31).

 

La última afirmación es, en el mejor de los casos, un eufemismo. Existe un gran desa­cuerdo en cuanto a si EE. UU, tiene derecho a tomar represalias contra el apoyo canadien­se a la cultura. El acuerdo de comercio es restrictivo, tal y como correctamente señala el informe del Departamento de Comercio de EE. UU., porque, por vez primera, EE. UU. cuenta con la autorización de un tratado pa­ra respaldar su reclamación del derecho a tomar represalias contra los esfuerzos de Ca­nadá por proteger y desarrollar su cultura na­cional.

Además de reducir la capacidad de Cana­dá para proteger su cultura, el acuerdo tie­ne otras disposiciones que, a pesar de ser menos significativas, indican que la «exen­ción» cultural es más una figura retórica que una línea de actuación política. Entre ellas se cuenta el acuerdo canadiense de proporcio­nar protección legal a los derechos de autor para la retransmisión de programas estadou­nidenses. Esto viene a significar, por ejem­plo, que las compañías canadienses de ca­ble tendrán que pagar a los titulares de los derechos de autor por el uso de cualquier se­ñal que transmitan. Un estudio aparecido en septiembre de 1989 calculaba que esto po­día suponer el incremento en 1,85 dólares en la cuota media mensual de un abonado de ca­ble de Ottawa, lo que supone una subida del 10 por ciento (The Ottawa Citizen, 12 de sep­tiembre de 1989). Más aún, Canadá accedió a eliminar las tasas postales diferenciales pa­ra las publicaciones estadounidenses que tu­vieran una circulación significativa en Cana­dá y poner fin a la estipulación que prohibía a las compañías publicitarias deducirse del impuesto sobre la renta los gastos cuando el material no había sido impreso en Canadá. Por lo demás, ambas partes acordaron elimi­nar las tarifas sobre impresos y grabaciones.

Tal y como Ian Parker ha señalado, las dis­posiciones sobre los derechos de autor son especialmente significativas porque enlazan con las disposiciones de la Ley de Derechos de Autor para establecer una reciprocidad en la producción cultural. Puesto que Cana­dá importa mucho más de lo que exporta en materia de cultura, esto significa un sustan­cioso incremento en los pagos del sector cul­tural canadiense a los productores extranje­ros. Cita este autor las estimaciones de Ba­be, que calcula un centenar de millones de dólares de pérdidas netas. En consecuencia, termina, a pesar de que las revisiones de la Ley de Derechos de Autor pretenden incre­mentar las ayudas económicas a los creado­res culturales canadienses, las disposiciones de reciprocidad «hacen que sea muy proba­ble que “el libre comercio de la cultura” merme, los fondos disponibles para los creadores canadienses y la producción cultural, y consecuentemente se intensifique la depen­dencia canadiense de producciones extran­jeras (sobre todo estadounidenses)» (Parker, 1988: p. 33).

 

REGULACIÓN DE LAS COMUNICACIONES Y TRATO NACIONAL

 

La disposición de trato nacional del acuer­do exige que cada país trate los negocios del otro del mismo modo en que trata los suyos propios (artículos 105 y 1.042). En el campo de las comunicaciones, esto significa que la Radiotelevisión Canadiense y la Comisión de Telecomunicaciones (CRTC: Canádian Radiotelevision‑Telecomunications Commis­sion) deben tratar a AT&T o a cualquier otra empresa no canadiense que realice su acti­vidad comercial en Canadá del mismo mo­do que trata a Bell Canada. Este cambio en el sistema regulador es particularmente sig­nificativo en las telecomunicaciones, como se describe en la siguiente sección.

Además, ninguna de las partes está autori­zada para imponer normas al «establecimien­to de una presencia comercial» dentro del país como requisito previo para suministrar un servicio. En consecuencia, el trato nacio­nal debe ofrecerse a las empresas cuyo ne­xo con el país sea meramente electrónico. Es­to supone que los trabajadores del servicio canadiense van a tener que competir con los estadounidenses, que perciben salarios más bajos y menos beneficios, hecho debido, en parte, a que los estadounidenses pagan cuo­tas más bajas a sus sindicatos. Los trabajado­res canadienses de servicios tendrán que competir con más frecuencia con los traba­jadores de países del Tercer Mundo, cuya mamo de obra barata emplea EE. UU. en el procesamiento de datos y otros servicios de información de bajo nivel.

Esta disposición no ha pasado desaperci­bida a los estudios del Centre for Strategic and International Studies. Según ellos lo en­tienden, el acuerdo «autoriza claramente la disposición directa de servicios informatiza­dos tanto en cadena como en solitario. Este es un punto potencialmente importante para las actividades interfronterizas de todos los sectores de manufactura y de servicios afec­tados por el acuerdo» (Dizard, 1989: p. 14).

 

La preocupación suscitada por este desa­rrollo ha dado lugar al establecimiento de una coalición entre grupos canadienses, es­tadounidenses y mexicanos con un presu­puesto superior a los 170.000 dólares duran­te los dos últimos años para valorar las con­secuencias sociales de un acuerdo de libre comercio trilateral, descrito por el grupo ca­nadiense participante, GATT‑fly, como «par­te de una estrategia hemisférica promovida por los intereses de las empresas multinacio­nales estadounidenses y sus aliados cana­dienses para integrar mercados, obtener li­bre acceso a las materias primas y las fuen­tes de energía y enfrentar a los trabajadores en una competencia destructiva por los pues­tos de trabajo» (Diebel, 1989: A4).

 

TELECOMUNICACIONES  Y SERVICIOS INTENSIFICADOS

 

La disposición de trato nacional adquiere una importancia especial cuando se aplica a la apertura del libre comercio en las teleco­municaciones «intensificadas» y los servicios de información.

A lo largo de los años, los gobiernos se han debatido con las definiciones legales de los servicios de telecomunicaciones para esta­blecer distinciones de precio, entre el servi­cio y el acceso. Así, tenemos las distinciones entre tecnologías (¿es principalmente teléfo­no u ordenador?) y entre los tipos de servi­cios (¿se trata simplemente de transmisión de mensajes, o incorpora también manipulación de esos mensajes?). En realidad, tales dife­renciaciones no son más que ficciones útiles que favorecen ciertos intereses políticos. Una de las distinciones generalmente admitida por muchos gobiernos distingue entre los ser­vicios de telecomunicaciones básicos y los in­tensificados. Aunque no existe una definición universalmente aceptada del servicio básico, en general, dicho servicio se refiere al em­pleo tradicional del teléfono como medio de transmitir mensajes mediante la voz. Servicio intensificado es aquél en el que interviene un ordenador para volver a configurar el men­saje (el correo electrónico, por ejemplo).

Como la mayoría de las distinciones que se realizan en este campo, ésta resulta difícil de establecer en la práctica. Todos los equipa­mientos telefónicos nuevos contienen micro­procesadores que vuelven a configurar el mensaje para que la transmisión y la cone­xión resulten más eficaces. En la práctica, los reguladores canadienses definen los servi­cios básicos de un modo más amplio que sus colegas estadounidenses. Esto es importan­te porque una disposición del acuerdo (ane­xo 1.404, sección C., artículo 6) exime explí­citamente la disposición de instalaciones y servicios básicos. En consecuencia, se auto­riza una cierta protección del servicio telefó­nico básico, incluida la comunicación sonora local y de larga distancia.

No obstante, las cadenas telefónicas sopor­tan un creciente número de servicios inten­sificados, como, por ejemplo, datos, imáge­nes y otros productos electrónicos de infor­mación. Esto es debido a la demanda comer­cial, que pide más servicios intensificados (anexo 1408) y exige a la CRTC que trate a las compañías estadounidenses como si fue­ran canadienses, aunque no tengan oficinas en Canadá (artículo 1.402 (7)). En consecuen­cia, es de esperar que compañías estadou­nidenses tales como AT&T se lancen al mer­cado canadiense de los servicios intensifica­dos. Esto vendría a restarle una parte de su mercado a Bell Canada y a otros proveedo­res canadienses de telecomunicaciones que tienen puestas sus esperanzas en ese merca­do para su futuro crecimiento. Consiguiente­mente, los proveedores canadienses de ser­vicios básicos proyectan elevar un petición a la CRTC para que se incrementen sustan­ciosamente las tasas, pues de ese modo po­drán competir con mayor efectividad con las empresas estadounidenses. Por lo tanto, la exención del servicio básico puede resultar tan débil en la práctica como lo es la exen­ción de las industrias culturales. Los abona­dos a la telefonía básica canadiense pagarán el precio de esta debilidad.

Por otra parte, empiezan a surgir indicios de que el gobierno canadiense apoya la am­pliación de la definición del servicio intensi­ficado. Communications Canada (anterior­mente Departamento de Comunicaciones) ha apoyado el caso de una compañía canadien­se, Call‑Net, la cual alega que su pequeña adición a un servicio básico convierte a la compañía en un proveedor de servicio inten­sificado. Por consiguiente, Call‑Net exige que se pida a Bell Canada que alquile las líneas necesarias para suministrar servicio a sus clientes de la zona de Toronto. El ministerio ha ordenado a la CRTC que reconsidere el caso, y en tres ocasiones, el regulador ha de­terminado que Call‑Net trata de suministrar un servicio básico que no está permitido se­gún la normativa canadiense, en la que se prevé que los servicios básicos no están abiertos a la competencia. Las particularida­des de este caso no son tan importantes si se las compara con lo que dejan entrever acer­ca de las intenciones del gobierno canadien­se y acerca de los vínculos entre la normati­va y el FTA. Porque si Call‑Net o alguna com­pañía semejante recibieron el permiso de ofrecer servicios de la naturaleza de Call Ac­counting o Call Identification con la designa­ción de intensificados, en ese caso, el princi­pio de trato nacional supondría que los regu­ladores canadienses deben autorizar a la AT&T, MCI o cualquier compañía telefónica regional estadounidense (cada una de las cuales es mayo‑r que la Bell Canada) a ofre­cer el mismo servicio en Canadá.

 

SOCIEDADES ESTATALES Y POLÍTICA NACIONAL

 

El FTA controla la capacidad de respues­ta canadiense a la expansión de las empre­sas de telecomunicaciones estadounidenses en su territorio mediante la imposición de lí­mites a las actividades de las sociedades es­tatales. La sección cultural de este documen­to ponía de manifiesto el cambio lingüístico que el FTA ha producido en esa área. Las so­ciedades estatales canadienses se han con­vertido en monopolios. Además de este acto de cambiar el nombre, el FTA restringe el poder de una nación para servirse de estas organizaciones, ya sean públicas o privadas, para el desarrollo nacional. El artículo 1.012 nos proporciona una amplia definición de mo­nopolio: «Cualquier entidad, incluido también cualquier consorcio, que en algún mercado relevante del territorio de la parte sea el úni­co proveedor de un producto o servicio pro­tegido.»

 

Las disposiciones que controlan los mono­polios, al igual que las disposiciones referi­das a las industrias culturales y a los servi­cios de telecomunicaciones, empiezan pare­ciendo ventajosas para Canadá. Y si no, re­cordemos como en teoría el FTA excluye a las industrias culturales y a los servicios básicos de telecomunicaciones, cuando en la práctica no es así. Del mismo modo, el artí­culo 2.021 declara que «en este acuerdo na­da puede impedir a una de las partes la con­servación o creación de un monopolio». Esta afirmación va seguida por una serie de res­tricciones tan severas que prácticamente ha­cen imposible que Canadá establezca socie­dades estatales en el futuro. El artículo 2.010 (2) estipula que antes de crear un monopolio la parte debe notificarlo y consultarlo con la otra y ofrecerle garantías de que el monopo­lio no deteriorará el acuerdo haciendo aqué­llo que normalmente justifica la existencia de los monopolios, y que mueve a los estados a crearlos.

 

Se prohíbe al monopolio operar de mane­ra que sea anticompetitivo, nacionalista, y también se le prohíbe que subvencione uno de sus servicios, como por ejemplo el correo de primera clase, el teléfono básico o los ser­vicios de televisión básica por cable, em­pleando las ganancias obtenidas gracias a otros servicios (artículo 2.010 (3)). En definiti­va, se autoriza el establecimiento de una so­ciedad estatal con la condición de que no se comporte como una sociedad estatal. Más aún, puesto que una medida de este tipo se­ría equivalente a una nacionalización direc­ta o indirecta, el artículo 1.605 estipula que la parte que establezca un «monopolio públi­co» tendrá que pagar «una compensación puntual, adecuada y efectiva en un valor de mercado justo» a las potenciales víctimas cor­porativas o individuales de la otra parte.

 

De este modo se impide que un gobierno futuro establezca, por ejemplo, una organiza­ción estatal que sirva para promocionar la producción y distribución de servicios de in­formación o de entretenimiento, tales como películas de ficción, porque semejante enti­dad, por definición, violaría el tratado en el momento en que llevara a cabo sus fines. Es­to viene a restringir enormemente las opor­tunidades de que algún gobierno canadien­se emprenda una política nacional de medios de comunicación de masas e información que difiera o, al menos, que desafíe de manera significativa la política de EE. UU., a no ser que se arriesgue a sufrir las consecuencias que se deriven de su incumplimiento del tra­tado.


HACIA UN ORDEN TRANSNACIONAL DE LA INFORMACIÓN

 

Si calificamos las estrategias políticas del Tercer Mundo en materia de comunicación internacional de esfuerzos para construir un Nuevo Orden Mundial de Información, enton­ces el RFA sería un paso más hacia la crea­ción de un Nuevo Orden de Información Mundial «nuevo» o transnacional. Como tan­tos productos «nuevos y mejorados» en un mundo de ilusiones publicitarias, el Nuevo Orden «nuevo» presenta pocas novedades verdaderas. Puede decirse que en realidad lo que hace es profundizar y ampliar los mo­delos del antiguo orden de información de cara a la era electrónica. Concretamente, los cambios en los intereses y los participantes contribuyen a explicar el interés de este «nuevo» orden y también ayudan a justificar el acuerdo de libre comercio.

La mayor parte de la literatura referida al proceso que llevó a Canadá a este pacto de libre comercio con EE. UU. concluye que fue la crisis económica de los setenta y de prin­cipios de los ochenta lo que impulso a gober­nantes y empresarios a decidir que aquella política era la única alternativa realista al es­tancamiento económico a largo plazo (War­nock, 1988; Westell, 1984). Lo que fue prácti­camente una depresión económica en los pri­meros años de la década de los ochenta vi­no á convencer a los políticos de que el cre­cimiento de la economía canadiense requería lazos comerciales más robustos con EE. UU., sobre todo porque EE. UU. era un líder mun­dial en la producción y distribución de lo que muchos consideraban la clave del futuro cre­cimiento: la información.

Siguiendo los pasos de Bell, Oettiger y otros, muchos estudiosos han llegado a la conclusión de que la información y los servi­cios con ella relacionados están sustituyen­do rápidamente a sus equivalentes industria­les, de modo que las naciones deben mani­pular sus «recursos de información» para es­tablecer o mantener una posición de fuerza en la economía mundial.

Los intereses en información se han desa­rrollado como negocios, y el gobierno reco­noce que la información es una fuente direc­ta de acumulación de capital porque se trata de una mercancía rentable. Además, los sis­temas de información son fuentes indirectas de acumulación porque sirven como instru­mentos de control administrativo, necesario para construir y operar sistemas mundiales de producción, distribución y consumo. La campaña para transformar los recursos, in­cluida la información, en mercancías renta­bles e instrumentos de control ha desempe­ñado históricamente un papel central en el desarrollo del capitalismo.

Sin embargo, la expansión de este proce­so al área de la información se veía limitada por fuerzas técnicas y políticas. Las restric­ciones técnicas limitaban la capacidad de medir lo que constituye un producto de infor­mación y de dirigir las transacciones de in­formación. La resistencia política se integra­ba en la oposición pública a la invasión de la universalidad que llevaba consigo la noción legitimada de información como producto pú­blico. Los obstáculos técnicos se están supe­rando con el desarrollo de la tecnología di­gital, que aplica un código común para me­dir información y dirigir su empleo con efec­tividad y eficacia. Por otra parte, la integra­ción mundial de las tecnologías de procesa­miento, distribución y exhibición hacen po­sible la conexión y, por consiguiente, el con­trol de las operaciones comerciales a nivel mundial y local. Dicho control se amplía al control efectivo de los mercados internacio­nales en finanzas, mano de obra, materias pri­mas y consumidores. Tal y como ha dicho Bell recientemente:

 

Las antiguas distinciones en el ámbito de las co­municaciones entre telefonía (voz), televisión (imagen), ordenador (datos) y texto (facsímil) se han venido abajo al encontrarse físicamente in­terconectadas por los sistemas digitales y com­patibilizadas en un conjunto homogéneo de te­letransmisiones (Bell, 1989, p. 167).

 

La oposición pública se ve superada cada vez más por las presiones de los grandes usuarios de información, pertenecientes al mundo empresarial y al gobierno, que se han convertido en participantes activos de los de­bates políticos nacionales e internacionales con el objetivo de satisfacer su necesidad de redes de coste efectivo. Estos nuevos parti­cipantes han conseguido reorganizar un pro­ceso político que estaba tradicionalmente es­tructurado para apoyar las necesidades de los grandes proveedores de servicios, como, por ejemplo, las compañías telefónicas; sus empleados sindicados; los abonados residen­ciales y las autoridades reguladoras. Mien­tras la información ha pasado de ser coste adicional, los grandes usuarios han favoreci­do políticas de «desregulación», privatización y libre comercio. Dichas políticas se han con­vertido en instrumentos esenciales para im­poner su control sobre la economía mundial.

En cuanto texto, el FTA refleja e integra las necesidades de estos participantes transna­cionales. Desde el punto de vista político, el gobierno canadiense depende enormemen­te de las disposiciones del acuerdo en el sec­tor de las comunicaciones, porque sus esfuer­zos para cubrir las necesidades de los gran­des usuarios a través de la política nacional han chocado con una oposición considerable, sobre todo en el terreno de los intentos de «desregulación» del sector de las comunica­ciones. El FTA, con todo el poder y la legiti­midad de un tratado bilateral, es un impor­tante instrumento para llevar a cabo los ob­jetivos «desreguladores» y extinguir el dere­cho a redimir las alternativas nacionalistas, y, entre ellas, los intentos explícitos de fomen­tar los valores de universalidad, acceso y control canadienses sobre la industria de co­municaciones de su país.

Un informe de EE. UU. sobre el FTA reco­noce que uno de los mayores logros para los intereses comerciales estadounidenses es que el pacto «implica el compromiso de que las actuales restricciones vigentes a ambos lados de la frontera no se extenderán» (Di­zard, p. 5). Estas restricciones son, entre otras, el servicio telefónico universal de ba­jo coste; la regulación de contenidos de las transmisiones canadienses; el apoyo estatal a la producción y distribución cinematográ­fica; los requisitos de que las operaciones bancarias y otros datos delicados sean pro­cesados en Canadá, etcétera, etcétera.

 

DOS MODELOS A LA BÚSQUEDA DE UNA ECONOMÍA MUNDIAL

 

El FTA es el primer acuerdo comercial de la historia que extiende el libre comercio de mercancías tradicional al campo de los ser­vicios y las inversiones. Se trata de una ca­racterística muy significativa, puesto que, co­mo se indica en un informe de 1989 de Acuer­do General sobre Tarifas y Comercio (GATT: General Agreement on Tariffs and Trade), las industrias de servicio están acaparando una parte cada vez más extensa del comercio mundial. Según el estudio, el comercio total de servicios alcanzó los 560 billones de dó­lares en 1988, lo que iguala el total del comer­cio combinado de comida y combustible. Ser­vicios como la banca, las telecomunicaciones, consejerías directivas y contabilidad suma­ban un total del 40 por ciento del comercio mundial (Greenspoon, 1989). Con el 11,2 por ciento de las exportaciones de servicios mun­diales, EE. UU. es líder en el mundo. El FTA resulta particularmente significativo para EE. UU. porque sirve de modelo a las 96 nacio­nes miembros del GATT que han estado de­batiendo la cuestión del comercio de servi­cios. Como se señala en el informe del Was­hington Center for Strategic Studies, «al esta­blecer un marco bilateral para el libre co­mercio, los estadounidenses y los canadien­ses deberían estar en una posición más fuer­te para abordar las complejas negociaciones sobre comercio de servicios en las Conver­saciones de Uruguay» (negociaciones del GATT) (Dizard, p. 5). Parece discutible que Canadá se encuentre en una «mejor posi­ción», puesto que acaba de acceder a elimi­nar la mayoría de las oportunidades de diri­gir su propio comercio de servicios y ha ce­rrado un acuerdo con el líder mundial en ex­portación de servicios.

Además, Canadá se aventura en este nue­vo territorio económico sin establecer un or­ganismo político supranacional que controle los más amplios problemas de índole social, política y cultural que puedan derivarse de un acuerdo tan significativo. Tales problemas se suman a la reducción del poder de los es­tados nacionales y a la intensificación del po­der de los mercados y de las empresas mul­tinacionales que los controlan. Aunque Cana­dá buscaba una cierta forma de protección estatal bigubernamental, EE. UU. se lo impi­dió. En consecuencia, el FTA proporciona un panel binacional que sólo sirve para deter­minar si las actuales leyes de comercio (so­bre todo las de EE. UU.) se están aplicando debidamente.

En contraste con el FTA norteamericano, la Comunidad Económica Europea ha aborda­do el problema de modo diferente, aunque siempre dentro del marco de un modelo de mercado. Debido, en parte, a la igualdad de sus miembros, la CEE está estableciendo una «carta social» además de una unión económica. Una carta continental de estas caracterís­ticas debe conceder cierta protección a las instituciones públicas, tales como la educa­ción pública, el bienestar social, higiene y se­guridad en el trabajo y cultura nacional. (Greenhouse, 1989) Verdaderamente, resul­ta tremendamente irónico para los canadien­ses observar los programas de la CEE, en los que se propone la imposición de cuotas a las importaciones de medios de comunicación que guardan una semejanza asombrosa a las emprendidas por los políticos canadienses en la época anterior al FTA. Por ejemplo, para regular la entrada de programas televisivos estadounidenses, que alcanzó la cifra de mil millones de dólares estadounidenses en 1989, la CEE propone la limitación de las importa­ciones futuras al 50 por ciento de toda la pro­gramación de la televisión europea y comple­mentarlo con restricciones en la cantidad y tipo de patrocinación publicitaria. Esta nor­ma atajaría la penetración publicitaria de EE. UU. (Ibid.).

Los canadienses comprenden bien que no puede garantizarse que el control de la CEE vaya a mejorar la calidad de la televisión es­tadounidense. Aunque un ejecutivo líder de Alemania occidental lo considera como «una lucha por nuestra propia cultura», al director del Instituto Europeo para los Medios de Comunicación le preocupa que «existe el peli­gro de que los productos ínfimos europeos no sean mejores que los productos ínfimos de EE. UU.» (Ibid.). Estos debates se prolonga­rán, sin ninguna duda, pasado 1992. El punto interesante desde la perspectiva de la políti­ca contemporánea es que el conjunto de nor­mas de la CEE, que cada vez con mayor fre­cuencia ha dado en llamarse «la carta social», representa un modelo alternativo para el FTA a la hora de organizar la economía de infor­mación mundial. Como dice Kuttner:

 

En la medida en que el acuerdo de libre comer­cio entre Canadá y EE. UU. afecta a la sobera­nía canadiense, cede soberanía política a las fuerzas de mercado. Muy por el contrario, la CE no cede soberanía al mercado hasta el punto de elevar la soberanía a un organismo supranacio­nal, y que cree en la política industrial, en los movimientos sindicales, en el estado del bienes­tar y en otros elementos de la economía mixta al estilo de los años 40 (Kuttner, 1989, p. 18).

 

CONCLUSIÓN

 

Sea cual sea el desafío que presenta la CEE al modelo Canadá‑EE. UU., la alternativa de la CEE subestima el paso radical que han da­do tanto Canadá como EE. UU., aunque este último en menor medida debido a su poder en el mercado. Aunque todavía está por ver si el FTA hace avanzar o retroceder el pro­ceso comercial multilateral del GATT, hay una menor incertidumbre con respecto a que el resultado de las políticas textuales de Nor­teamérica sea, posiblemente, la primera constitución que garantiza los derechos fun­damentales de las empresas multinacionales. Esencialmente, los derechos de dichas em­presas para realizar comercio y establecer política social y pública se anteponen a los derechos políticos de los ciudadanos de una nación y de sus gobiernos nacionales. Esto supone un avance significativo hacia la crea­ción de un nuevo orden de información mun­dial «nuevo» o transnacional.

 

TRADUCCIÓN:

NURIA HERNÁNDEZ DE LORENZO

 

(*) La investigación de que se da cuenta en este documento con­tó con la ayuda de una beca de la Faculty of Graduate Studies and Research, Carleton University,

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

 

Bell, Daniel. (1989) «The Third Technological Revolution», Dis­seni (Spring), pp. 164‑176.

Cameron, Duncan. (1988) The Free Trade Deal, (Toronto, Lo­rimer).

Canadá, (1987) The Canada‑U.S. Free Trade Agreement, (Otta­wa, The Department of External Affairs).

Crawford Morris, H. (1988) «EC”92: The Making of a Common Market in Telecommunications,» Incidental Paper, (Cambridge, MA: Harvard University Program on Information Resources Po­licy).

Diebel, Linda (1989) «Pressure Mounting for Free Trade Pact to Include Mexico», The Toronto Star, June 25, p. A1, A4.

Dizard, Wilson. (1989)TelecommunicationsServicesin the U.B.­Canadian Free Trade Agreement: Where Do We Go Irom He­re, (Washington, D.C., Center for Strategic and International Stu­dies).

Gates, Henry Louis, Jr. (1989) «Whose Canon Is It, Anyway?» The New York Times Book Review, (Februarv 26), p. 1 and 44‑45.

Greenhouse, Steven. (1989) «Workers Want Protection form the Promises of 1992», The New York Times Qune 25).

Greenspon, Edward. (1989) «Service Industries Driving

Growth, GATT Report Says», Report on Business (September 15).

Jacoby, Russell. (1987) The Last Intellectuals, (New York, Ba­sic Books).

Kuttner. Robert. (1989) «Bloc That Trade: The Second Marria­ge of Keynes and Adam Smith», The New Republic, (April 17), pp. 16‑19.

Lapham, Lewis. (1986) «Paper Moons», Harper”s Magazine, (De­cember), pp. 8‑10.

Lipsey, Richard G. and York, Robert C. (1987) «U.S. Canada Free Trade Agreement», The New York Times, (February 27), pp. 29‑32.

Parker, Ian (1988) «The Free Trade Challenge», Canadian Fo­rum, (February/March), pp. 29‑35.

U.S., vepartment of Commerce, (1987) Canada‑U.S. Free Tra­deAgreementSummary ofProvisions, (Washington, D.C., Inter­national Trade Commission).

Warnock, John W. (1988) Free Trade and the New Right Agen­da, (Vancouver, New Star Books).

Westell, Anthony, (1984) «Economic Integration with the Uni­ted States». International Perspectives, (November/December), pp. 5‑26.