EDITORIAL
El
«homo comunicante»
Tengo que empezar haciendo una confidencia: uno de mis recuerdos infantiles más lejanos es ver a mi padre, que era periodista, sentado por la mañana con una taza de café solo ya vacía ‑pues la bebía pronto para que no se enfriara‑, con unas cuartillas en blanco delante y con una pluma estilográfica, que era un ingenio que se me aparecía como absolutamente maravilloso por su capacidad de generar garabatos (o palotes, debía pensar yo) sobre la hoja de papel en blanco, «no de tamaño folio, sino holandesa», como sabía bien de memoria, pues me correspondía ir a por ellas a la papelería muchas veces. Ese mismo sentimiento es el que me puede cuando me siento a escribir algo. Y más si sobre lo que he de escribir es sobre comunicación. Porque en aquellos años, claro, no lo sabía; pero hoy sí sé perfectamente lo difícil que era el trabajo de mi padre, pues trataba de comunicar. A mí, entonces, lo que me parecía impresionante es que pusiera tantos palotes unos tras otros, tan seguidos, tan iguales, tan alejados de los normalizados «letra inglesa o redondilla» y, sin embargo, tan bonitos. Y hecha esta confidencia, entremos en el tema que nos ocupa.
El fenómeno de la
reflexión física está cargado de matices cuando pasa a ser visto en el plano
filosófico. El apunte gráfico más expresivo, en mi opinión, es el del labrador
trabajando, doblado sobre la tierra, vaciándose, dando sus capacidades, sacando
su fuerza, desarrollando su trabajo y recibiendo de la tierra, en el ciclo
vital, las cosas que necesita para seguir adelante. Una visión así ‑que,
a mí particularmente, me impresiona‑ apunta un paralelismo fuerte con el
fenómeno de la comunicación. Ya es, en sí, algo extraordinario (aunque nuestra
costumbre de comunicarnos nos lo haga ver como ordinario) que la idea concebida
dentro de nuestro cerebro haga, por hablar de la comunicación oral, moverse
unos órganos que emiten sonidos y que el aire los transporta hasta unas
membranas que reproducen, aproximadamente, esa idea en otro cerebro. En esencia
ese es el «homo sapiens», el «homo comunicante», el
que es capaz de transmitir conceptos a otros y la sabiduría común se centra en
buscar un lenguaje tan preciso que esos sonidos, en nuestro ejemplo,
signifiquen lo más exactamente posible lo mismo para todos. En mi interior
tengo la impresión de que ese fenómeno de la comunicación, que ha caracterizado
y definido al hombre, según opinión que acabo de expresar, es hoy la base en la
que se asienta nuestra civilización, porque la forma más sofisticada del saber
humano es su capacidad y su facilidad para comunicarlo, tanto en intensidad
como en distancia. Este es el fondo de la cuestión que quería plantear en el
presente editorial: El «homo comunicante» ha entrado en una era de «horizontalización» (igualdad para la adquisición de
conocimientos), en la que la unidad con la que se mide es la capacidad de
comunicar sus conocimientos y no su habilidad para adquirirlos, y en la que la horizontalización de los conocimientos es la manifestación
más clara de que se comparten. Un ejemplo de este punto de vista puede ser el
enorme proceso de igualación de resultados ante el ejercicio de mecanografiar e
imprimir un texto. La buena y la mala mecanógrafa se acercan mucho si han
sabido compartir el conocimiento de un PC. Otro ejemplo sería lo similares que
resultan los alumnos de una clase que han realizado un ejercicio consistente en
hacer operaciones algebraicas y en la que todos han usado una máquina de
calcular.
A mi juicio este proceso
de horizontalización de conocimientos va a tener dos
etapas, a cual mejor. La primera va a consistir en una igualación de resultados
en los diferentes oficios y actividades realizados, seguramente, con distintos
conocimientos personales. (Y conviene no olvidar que la irrupción de la informática
en todas las actividades va a ayudar a acelerar este proceso en nuestras vidas.
El factor aceleración, que es de los que mejor definen la evolución de la
informática, ha inundado de tal manera al resto de conocimientos que lo
utilizan, que ha caracterizado nuestra época como aquella en la que el
crecimiento de los avances científicos está siendo exponencial.) El hecho de
que todos estos conocimientos se están transmitiendo a todo el mundo a gran
velocidad es espléndido y con certeza es el hecho diferenciador por excelencia
de nuestra época, valiendo no sólo para todas las formas del saber, sino
también para los acontecimientos.
Decía más arriba que este
hecho, lo de tener al alcance de la mano noticias, ya sean científicas o no,
como el que tiene un árbol cargado de frutas, es igualitario en sí y tiende a
hacer el resultado de nuestro trabajo más similar al de nuestros colegas, con
independencia de cuál de nosotros se esfuerza más o está más capacitado. Pero
también diría que ésta es la primera etapa, a la que seguirá una segunda, tan
buena o más que la anterior. Me refiero a que el siguiente paso será que va a
crecer la necesidad de personalizar el trabajo, de darle un valor añadido
importante: la personalización. Es decir: que estas facilidades de
telecomunicación y los avances en comunicabilidad del ser humano nos van a
hacer subir un peldaño, crecer un «quanto» a nivel
sociedad como consecuencia de una mejora individual palpable, ya que sólo
así, siendo mejores uno a uno, vamos a poder añadir algo a nuestras
«generalizadas» y «uniformadas» formas de hacer las cosas. Esta mejora por
personalizar nuestra actividad, derivada de la inevitable necesidad de añadir
valor al resultado de nuestro trabajo, tendrá una repercusión, en mi opinión
grandiosa, en nuestra sociedad, pues nos obligará a mirar de nuevo a la
persona, la que, en medio de esta vorágine de siglo, ha quedado, primero,
maltrecha y, después, olvidada. Y es en este sentido en el que me atrevo a
mirar con optimismo el futuro. De hecho en el próximo futuro ‑y
mientras se recompone ese mundo que quedó tan nítida y claramente divido en
dos tras el arreglo que hicieron los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, y
que ahora se está demostrando que no ha valido para mucho ni por mucho tiempo‑
va a quedar en suspenso ese concepto de sociedad que ha estado manteniendo a
presión a la persona los últimos años. Para ser preciso, ha sido más la
necesidad de mantener separados dos modelos de sociedad que la sociedad misma,
la que ha estado esforzándose en mantener plana a la persona. Pienso que el «homo
comunicante», mientras los políticos y los grandes pensadores vuelven a levantar
otro sistema para adormecer a la persona, va a florecer, aunque sólo sea porque
vamos a tener todos el tiempo para nosotros mismos, para ser nosotros mismos.
En estas circunstancias, seguramente se van a plantear nuevas metas y el
espíritu humano se las sabrá tomar como retos. Esperamos que el «homo
comunicante» dé la talla y podamos disfrutar de una sociedad más igualitaria y
más llena de personas que de dogmas, y, por tanto, más justa y humana.
Juan
M. Barreiro