Medios,
modernidad, cultura
JOSÉ
JOAQUÍN BRUNNER
La irrupción de los nuevos medios de comunicación en América Latina, sobre todo de la televisión, está en la base de una completa reorganización de nuestras culturas y sus estructuras tradicionales de sustentación. Mientras otras sociedades accedieron a la modernidad sobre la base de la palabra escrita y su correlato en la educación universal y obligatoria, en América Latina estamos incorporándonos a ella conjugando imágenes electrónicas con analfabetismo; escuela incompleta y atrasada simultáneamente con una intensa internacionalización del mundo simbólico de masas.
La modernidad europea nació en cierta medida de la
crítica: crítica de la religión, del poder absoluto, de la cultura estamentaria. En ella reverbera el alma de Mefisto (Goethe): “yo soy el
espíritu que niega...” La tecnología de la escritura libera por fin a la
palabra de la autoridad tradicional del hablante y configura el reino de la
razón como opuesto al dominio ritual de la palabra consagrada. El círculo
mágico de la transmisión oral se rompe y da lugar así al argumento escrito, al
cálculo, a la reflexión articulada y hace posible, recién entonces, la
crítica radical del sermón.
Sin escritura no hay desmontaje del discurso hablado
del poder. En su origen moderno, como fenómeno de escuela y por ende en vías de
masificación, la escritura ‑qué duda cabe‑ es un fenómeno
“progresista”. Hace posible la sospecha, abre un hueco para la razón. Por primera
vez, como señala Gouldner, con ella se pone
socialmente el problema de la significación y se vuelven necesarias las
ideologías.
La escritura como medio de comunicación crea pues
una cierta forma específica de modernidad en la cultura. A esa forma
pertenecen, entre otros, la crítica, el despliegue incesante de la racionalización,
la competencia de interpretaciones, las propuestas públicas de organización de
significados (ideologías) y la educación escolarizada. Al mismo tiempo, la escritura
redistribuye el acceso al conocimiento y, por ende, las relaciones entre saber
y poder. El intelectual
moderno y su estrato, en continua expansión, son productos de la escritura,
igual como la emergencia del campo científico y la formación de un espacio
donde se expresa la opinión pública.
II
En América Latina las formas de dominación
tradicional se apoyaron habitualmente sobre el control ejercido por medio de
la palabra hablada, mandada, ritualizada. La dominación de tipo oligárquica,
paternalista y autoritaria estuvo siempre envuelta en las convenciones del
silencio y la subordinación; en la radical desigualdad de las oportunidades de
hablar; en la supresión del argumento y la limitación de la crítica al
interior de los círculos letrados. La escritura no fue entre nosotros el
vehículo de la crítica sino, por el contrario, la razón de Estado. Se materializó preferentemente en leyes, decretos y
reglamentos. Lo ha dicho Octavio Paz: aquí entre nosotros no tuvimos ni
ilustración, ni reforma religiosa, ni revolución industrial. Agreguemos:
apenas tuvimos escuelas y la educación no llegó a ser, hasta bien entrado el
siglo XX, la base de nuestras culturas nacionales. Todavía en 1950, las tasas
de analfabetismo alcanzaban en algunos países a más de la mitad de la población
de 15 años y más (Brasil, Perú) o se situaban entre un tercio y la mitad de esa
población (Colombia, México, Ecuador). Ese mismo año,
la tasa bruta de escolarización primaria alcanzaba en la región apenas al 47,9
por ciento, la de educación media a 6,9 por ciento y la universitaria a 1,9 por
ciento.
La incorporación de la modernidad se ha presentado
pues en la cultura de América Latina como un fenómeno tardío que, para la gran
mayoría de los países, recién despliega con posterioridad a 1950, combinando
los siguientes elementos:
- escolarización básica extendida pero de pobre
calidad,
- escolarización media selectiva de orientación
mesocrática,
‑ masificación abrupta de la enseñanza
terciaria en función de la distribución de certificados educativos,
‑ acceso correlativo y masivo a la televisión,
especialmente después de 1970.
Nuestra modernidad no se funda, por lo mismo, en el
“espíritu que niega” ni en el desarrollo de una vasta empresa educacional que
desemboca en la industria del conocimiento y de la información. Accedemos a
ella, de pronto y en el mismo acto, junto con la conformación de una peculiar cultura
de masas, la cual es heterogéneamente escolarizada, orientada por los
valores de una clase media esencialmente conservadora y miméticamente
burguesa, altamente internacionalizada a la vez que anclada en los motivos y estructuras
de una tradición ritual, hablada, folklórica y despegada de la moderna esfera
de la producción y del trabajo.
La modernidad europea fue ideológica y política,
protestante, nacional, capitalista y a su paso disolvió todo el mundo tradicional
bajo el peso de la gran transformación introducida por la revolución del
mercado. Marx, en el Manifiesto Comunista, escribió las páginas definitivas sobre la
dinámica creativa y destructiva de esa radical modernización del universo
cultural, económico y político de Europa.
La modernidad que estamos
empezando a vivir en América Latina tiene poco que ver todavía con las fuerzas
innovativas endógenas del capitalismo periférico,
aunque se encuentra propulsada, en parte, por la expansión del mercado internacional.
Somos receptores de la modernidad; no sus hacedores originales. No estamos
bajo el signo de Fausto, símbolo de la modernidad según el fino análisis de Marshall Berman. La modernidad
precede aquí al desarrollo, no lo acompaña. Pero esa modernidad, a la vez, se despliega desde la cultura a las masas y llega a ellas
a través de la comunicación televisiva.
En vez de fundar un espacio público de ciudadanos, como hizo la escritura, la televisión organiza el espacio privado de los consumidores. Lejos de todo puritanismo, la televisión en cambio establece su afinidad con la cultura visual, imaginativa, pictórica y ritual del catolicismo. No da lugar al cálculo y al argumento sino a la identificación y a la proyección. Si la escritura desemboca en las estrategias del argumento y en la sospecha frente al discurso, la televisión en cambio conduce a la comunidad de percepciones y a la construcción de un imaginario sincrético. Consagra el poder de las imágenes y las “neutraliza”. La escritura moderna está al lado del principio de la realidad; las tecnologías de la comunicación electrónica están de parte del principio del placer.
III
En realidad, el problema de los medios técnicos de la cultura ha sido, a lo largo de la historia, el problema propio de la cultura como organización y como forma. Los mensajes de la cultura han sido siempre, en un nivel “estructural”, determinados por la gramática de los medios. Mac Luhan sólo nos recordó que la tierra giraba en torno del sol, y no al revés.
Históricamente, además, durante el despliegue del
capitalismo en el centro, las cuestiones de la cultura han estado relativamente
subordinadas al desarrollo de las fuerzas productivas. La cultura de masas ha
sido, en tal sentido, un epifenómeno. Un producto combinado de la ciudad, la
industria, la educación y el conocimiento aplicado a la revolución de los
medios técnicos de producción simbólica. América Latina, en cambio, nos
muestra un proceso inverso. Aquí la cultura de masas irrumpe tardía pero
anticipadamente: se adelanta, en efecto, a la universalización del trabajo, al
predominio del modo industrial, incluso a la urbanización y la escolarización
extensivas. La cultura de masas, en vez de ser un epifenómeno y un resultado endógenamente gestado, aparece pues como una condición
exógenamente producida pero a la vez determinante para nuestro desarrollo.
Allí reside la paradoja de nuestra modernidad: sin crítica ni medios que
sublimen, tenemos sin embargo que hacer la gran inversión de energías que
requiere el desarrollo. Exentos de realismo, disciplina puritana, aprecio por
la razón estratégica y una noción de ciudadanía pública combinada con el
sentido individualista de la existencia en el mercado, tenemos si embargo que
crear los “sustitutos funcionales” que nos permitan hacer la enorme acumulación
y transformación “faustiana” que exige el
desarrollo.
Para ello no nos queda otra solución que tomarnos en
serio nuestra cultura de masas y los medios técnicos en que ella se funda ‑sobre
todo la televisión y crecientemente la escuela y la universidad con el fin de
operar, desde ella, las transformaciones que sean requeridas y nos garanticen
(con urgencia) las estructuras motivacionales, de
comportamiento y valores necesarios para producirnos como sociedades
desarrolladas.
IV
No tengo mucho más que decir. Me doy por satisfecho si acaso he puesto unos pocos argumentos que pudieran servir
para discutir y actuar fuera de los cánones en que nos hemos habituado a discurrir
sobre estos temas. Para decirlo provocativamente: hay un “macondismo”
que nos pierde. Consiste en sugerir que vivimos una
realidad mágica y perversamente maravillosa, donde la leyenda nos mantiene en
la impotencia y las utopías nos permiten soñar y fracasar con dignidad. Frente
a la televisión y a lo que viene con ella, el “macondismo”
es alternativamente “apocalíptico”, cuando acusa a los medios de manipular la
conciencia y someterla a la banalidad, e “integrado”, cuando descubre que la
televisión facilita una suerte de fusión entre lo típico‑popular y la
potencialidad tecnológica para crear mundos imaginados.
El problema, en tanto, no reside en la televisión
sino en la cultura de masas en que de golpe nos hallamos inmersos, una sola de
cuyas dimensiones percibimos al encender las pantallas.
Las tecnologías que fundan esta cultura corren el
riesgo de volverse “macondianas” ellas mismas, como
las mariposas amarillas que revolotean a nuestro alrededor y nos encandilan
con su belleza, si no nos apresuramos a darles las respuestas que aún esperan:
de la política, de las iglesias, de la intelectualidad, de las organizaciones
sociales, del sistema educacional, de los Gobiernos y parlamentos, de los
organismos populares. Por ahora estamos demasiado entregados a la discusión
sobre el “control de los medios”: si el mercado, el
Estado o quiénes. El control, no puede negarse, es un elemento central. Pero
no es el más importante ni el único, en cualquier caso miradas las cosas con
perspectiva hacia el futuro.
Pues allá adelante, inevitablemente, volveremos
siempre a encontrarnos con la gran cuestión de la cultura de masas y la manera
de convertirla a ella en la condición de nuestro propio desarrollo, de la
democracia a que aspiramos y de la modernidad que nos invade por su intermedio.