Comunicación y cultura
Unas relaciones complejas
La revisión de las relaciones entre comunicación y cultura, y de sus conexiones con la vida social, conducen a un serio cuestionamiento de las políticas tradicionalmente desarrolladas en ambos campos y a propuestas novedosas de actuación.
Más allá de la retórica de las declaraciones y los
informes, el desconocimiento y el recelo son mutuos entre unas políticas de
comunicación cuyo espacio de operación roza sólo en los bordes el campo y la
cuestión de la cultura, y unas políticas culturales que ignoran casi por
completo lo que se produce en los medios de
comunicación, en los procesos y prácticas masivas de cultura. Lentamente en
el terreno de la investigación y el trabajo académico las cosas han comenzado a
cambiar, y los deslindes y fronteras a emborronarse, pero las políticas que
recortan y regulan los campos continúan sustentando viejas concepciones
excluyentes entre cultura y masas, y nuevas concepciones reductoras de la
comunicación a transmisión de información. La relación sigue así atrapada
entre una propuesta puramente contenidista de la
cultura, tema para los medios, y otra difusionista de
la comunicación como mero instrumento de propagación cultural.
No sólo entre las elites intelectuales, también en
las instituciones de la administración, lo que concierne a la comunicación
masiva es mirado sospechosamente desde un, complejo‑reflejo cultural más
apoyado en la nostalgia que en la historia. Minando ese complejo, la crisis de
identidad de nuestros pueblos nos está obligando a repensar y redefinir las
relaciones entre política y cultura, y también entre cultura y comunicación, a
romper con una concepción instrumental, de relaciones entre aparatos, y empezar
a mirarlas como espacios de constitución e interpelación de los sujetos
sociales. La superación del didactismo, del folklorismo
y el patrimonialismo en que se ven inmersas la mayor
parte de las políticas culturales en nuestros países pasa,
y decisivamente hoy, por la capacidad de asumir la heterogeneidad de la producción
simbólica y responder a las nuevas demandas culturales enfrentando sin
fatalismos las lógicas de la industria cultural. Lo que a su vez implica
asumir que aquello que pone en juego la intervención de la política en la
comunicación y la cultura no concierne solamente a la administración de unas
instituciones, a la distribución de unos bienes o la regulación de unas
frecuencias, sino a la producción misma del sentido en la sociedad y a los
modos de reconocimiento entre los ciudadanos.
1. RAZÓN
POLÍTICA DEL DIVORCIO ENTRE CULTURA Y COMUNICACIÓN
En los últimos años las políticas nacionales de
comunicación han sido en América Latina objeto prioritario de investigación y
de acción, de lúcidas y valerosas tomas de posición (1).
Pero la identificación del problema político de los medios con el espacio de la
información ‑desequilibrio de los flujos, lucha contra la desinformación‑
ha producido un efecto no querido aunque previsible: la legitimación política
de una exclusión cultural, esto es la justificación de “la negativa a conceder
significación cultural propia a los medios de comunicación (...) al
identificarlos como agencias al servicio de intereses extranjeros incapaces de
propiciar la construcción de lenguajes “culturales” locales” (2). En la medida en que por los dispositivos de organización
y control de la información pasa hoy decisivamente la cuestión de la soberanía
nacional, es lógico que la politización del campo de la comunicación se recargue,
tienda a concentrarse sobre ese nuevo espacio de poder. A los logros
conseguidos en la lucha por un nuevo orden informativo y a la alerta tomada
sobre las nuevas formas de violación de la independencia se le han mezclado
sin embargo residuos de una razón muy vieja en nuestros países: aquella que
carga de positividad la estatización de cualquier
actividad debilitando el papel a jugar, en un terreno tan primordial para los
derechos ciudadanos, por la sociedad civil (3). Una
formulación en términos puramente estatistas acabó
paradójicamente “despolitizando” unas políticas obsesionadas por el avance
tecnológico y de las que estuvo casi ausente la cuestión cultural, esto es las
implicaciones no inmediatamente políticas de las transformaciones en la comunicación.
Del lado de las políticas culturales será la crisis
económica la que recarge de razón una posición
contradictoriamente complementaria. El proyecto neoconservador, que desde los
setenta busca salidas a la crisis, se articula en propuestas económicas ‑de
supresión de conquistas laborales, reprivatización y restricción del gasto
público‑ que no pueden llevarse a cabo sin poner en marcha nuevas
políticas de reorganización del campo de la cultura. Efectivamente, al
desplazar él eje de la sociedad de la política al mercado (4), al buscar la
sustitución del Estado como agente constructor de hegemonía (5), las nuevas
políticas conducen a que la iniciativa privada aparezca como la verdadera
defensora de la libertad de creación y el único enlace entre las culturas
nacionales y la cultura trasnacional convertida en modelo y guía de la
renovación. En el campo político la nueva racionalidad tiene como figura básica
una tramposa oposición entre sociedad civil y Estado: a un Estado maléfico y
abstracto, esto es del que se olvida su origen social, se le opone una
sociedad civil identificada con los intereses privados, de la que el mercado
sería su mejor expresión y que estaría conformada por la muy “concreta”
comunidad de individuos con iniciativa. En el terreno cultural esa desocialización del Estado (6), acarreada por la lógica
del actor trasnacional, se hace especialmente visible en la restricción del
gasto público y su concentración en las prácticas culturales más alejadas de
las dinámicas y las cuestiones en que palpita la actualidad social.
Pero la crisis económica pone a flote también la
persistencia en el Estado de una idea de cultura incompatible con las
dinámicas de la comunicación colectiva en una sociedad de masas. Se trata de
una concepción de cultura que abarca únicamente aquello en que el Estado legitima
su propia idea: cultura identificada con lo que da perennidad ‑patrimonio,
monumentos‑ y el hacer cultural con rescatar y conservar. Cierto que
una nación se hace compartiendo un patrimonio cultural, pero de ahí a tener
por cultura sólo lo que confirma la tradición rehuyendo el riesgo y la
invención, hay mucho trecho. Lo más grave de la persistencia ‑con raras
excepciones y solamente en el dominio de las prácticas más exclusivas‑ de
una política patrimonial/paternalista es que el sector público acaba
entregándole la búsqueda, la experimentación y la innovación a la empresa
privada. El Estado se hace cargo del pasado ‑o mejor, del pasado que lo
legitima‑ y le deja el futuro a la industria cultural, una industria en
la que los procesos masivos de comunicación no son exteriores, sino
constitutivos de los de producción.
2. LA COMUNICACIÓN, CUESTIÓN DE CULTURA; DE LOS MEDIOS A LAS MEDIACIONES
Frente a esa doble legitimación política de la
separación, la tendencia es hoy ‑en los procesos sociales y en la teoría‑
a pensar la comunicación como parte constitutiva de las dinámicas de la
cultura y a tomar cada vez más en cuenta la naturaleza comunicativa de la
cultura, de toda cultura. Han sido los procesos políticos y sociales de los
últimos años ‑crisis de los modelos de desarrollo, precariedad de las
transiciones hacia la democracia, aceleración de la trasnacionalización
y reformulación del sentido y el alcance de lo latinoamericano‑ los que
nos abocan a una nueva experiencia de
mestizaje que no es sólo revival de aquel hecho
racial del que venimos sino trama hoy de modernidad y discontinuidades
culturales, de memorias e imaginarios que revuelven lo rural con lo urbano y
lo popular con lo masivo.
Más que de medios, la comunicación se nos hace hoy
cuestión de mediaciones, esto es de cultura, y por lo tanto necesitada no sólo
de conocimientos, sino de re‑conocimiento. Un reconocimiento que
es, en primer lugar, desplazamiento metodológico para rever el proceso
entero de la comunicación desde su otro lado: el de las resistencias y las
resignificaciones que se ejercen desde la actividad de apropiación, desde los
usos que los diferentes grupos sociales ‑clases, etnias, generaciones, sexos‑
hacen de los medios y los productos masivos.
Y en segundo lugar, reconocimiento histórico:
reapropiación histórica del tiempo de la modernidad latinoamericana y sus destiempos abriendo brecha en la tramposa lógica lineal
con que la homogenización capitalista aparenta agotar la realidad de lo actual.
Para asumir también, y de una vez por todas, que no podemos pensar lo popular
hoy actuante al margen del proceso histórico de constitución de lo masivo, es
decir del acceso de las masas a su visibilidad y presencia social. Lo que
implica que no podemos seguir en una crítica que desliga la masificación
de la cultura del hecho político que genera la emergencia histórica de las
masas y del contradictorio movimiento que constituye a lo masivo en modo de
existencia de lo popular. Como ha escrito García Canclini:
“Somos sociedades formadas en historias híbridas en las que necesitamos
entender cómo se constituyeron las diferencias sociales, los dispositivos de
exclusión que distinguen lo culto de lo popular y ambos de lo masivo. Pero
también cómo y por qué esas categorías fracasan una y otra vez o se realizan
atípicamente en la apropiación atropellada de culturas diversas o en la
combinación paródica de los plagios y las taxonomías de Borges o en el
sincretismo del tango, el samba y el sainete” (7).
La parte que, en la conformación de esta nueva
experiencia de lo que sentimos como nacional o latinoamericano, le
corresponde a la dinámica y la lógica de las comunicaciones masivas es capital
(8). Ya que en los medios masivos no sólo se
reproduce una ideología, también se hace y se rehace la cultura de las
mayorías; no sólo se consagran unos formatos, sino que se recrean unos géneros
en cuya trama narrativa, escenográfica y gestual trabajan bien mezclados el
imaginario mercantil y la memoria cultural. Son, sin embargo, aún muchos los
prejuicios que nos impiden preguntarnos cuánto de lo que hace parte de la vida
de la gente en las clases populares, permanentemente rechazado del discurso de
la cultura con mayúsculas, de la educación y la política, ha venido a encontrar
expresión en la industria cultural que vive de la comunicación masiva. Una
expresión ciertamente deformada y funcionalizada a
los intereses del capital y al mantenimiento de una hegemonía, pero capaz al
mismo tiempo de procurar a la gente una experiencia de identidad hecha de
conexión con algunas de sus matrices culturales y de incorporación al nuevo
sensorium (9) híbrido y urbano.
Preguntarnos por lo que en la comunicación masiva hay de cultura implica luchar contra la razón dualista para entender el doble movimiento que, en el funcionamiento de los medios de comunicación, articula de una parte las demandas sociales y las dinámicas culturales a las lógicas del mercado, y de otra liga el apego a unos Formatos con la fidelidad a una memoria, y la pervivencia de unos géneros con la emergencia de nuevos modos de percibir y de narrar (10). Y habrá también que abandonar aquella concepción de la trasnacionalización que reduce los procesos de comunicación a meras estratagemas de imposición cultural desconociendo el modo propio como opera la hegemonía, esto es “la resignificación de los conocimientos y hábitos de cada pueblo y su subordinación al complejo sistema trasnacional” (11). Lo que a su vez implica pensar la interacción entre los mensajes hegemónicos y los códigos perceptivos de cada pueblo, la experiencia diferenciada que a través de fragmentaciones y desplazamientos rehace y recrea permanentemente la heterogeneidad cultural.
Más que en términos de homogenización, la trasnacionalización tiene que ser hoy pensada como dislocación de los ejes que articulan el
universo de cada cultura. Y esa dislocación no tiene que ver únicamente con los
medios, pues forma parte de los dispositivos que insertan la racionalidad del
proyecto modernizados ‑secularización y especialización de los mundos
simbólicos‑ en el movimiento de segmentación e integración de la
economía mundial (12). Ahora bien, subordinadas y
entrelazadas a esos dispositivos, las diferentes lógicas de los pueblos dan
lugar a la formación de nuevas identidades, a la reconstitución del sentido de
lo nacional y lo local (13). Las propuestas de la industria
cultural son retomadas y reformuladas a través no sólo de las
“nacionalizaciones”, muchas veces burlescas, que las industrias locales hacen
de los formatos trasnacionales, sino también de “la capacidad de las
comunidades para transformar lo que ven en otra cosa y para vivirlo de otra
manera” (14).
3. LA CULTURA, CUESTIÓN DE COMUNICACIÓN: DE LA DIFUSIÓN
A LA EXPERIMENTACIÓN
Aunque casi nunca explícitamente, toda política
cultural incluye entre sus componentes básicos un modelo de comunicación. El
que resulta dominante es aún hoy un modelo según el cual comunicar cultura
equivale a poner en marcha o acelerar un movimiento de difusión o propagación, que tiene a su vez como centro la puesta en
relación de unos públicos con unas obras. Hay un perfecto ajuste entre esa
concepción difusiva de la política cultural y el paradigma informacional según el cual comunicar es hacer circular,
con el mínimo de “ruido” y el máximo de rentabilidad informativa, un mensaje de
un polo a otro en una sola dirección. Fieles a ese modelo, que el paradigma informacional ha venido a cargar de legitimidad intelectual
(15), las políticas culturales suelen confundir la comunicación con la
lubricación de los circuitos y la “sensibilización” de los públicos, todo ello
con el fin de acercar las obras a la gente o de ampliar el acceso de la gente
a las obras (16).
Existen, sin embargo, otros modelos de comunicación
que, desde las prácticas sociales a la teoría, han comenzado a posibilitar
otras formas de concebir y operar las políticas. Lo que esos otros modelos
tienen en común es la valoración de la experiencia y la competencia comunicativa
de los “receptores” (17) y el descubrimiento de la naturaleza negociada y transacional de toda comunicación (18).
Frente a una política cultural que ve en el público/receptor únicamente el
punto de llegada de la actividad que contiene la obra, las mejores obras; y
cuya opción no es otra que la de captar la mayor cantidad posible de la
información que le aporta la obra, se abre camino otra política que tiene
como ejes: la apropiación, esto es la activación de la competencia cultural
de la gente, la socialización de la experiencia creativa, y el reconocimiento de las diferencias, esto es la afirmación
de la identidad que se fortalece en la comunicación ‑hecha de encuentro y
de conflicto‑ con el/lo otro. La comunicación en la cultura deja
entonces de tener la figura del intermediario entre creadores y consumidores,
para asumir la tarea de disolver esa barrera social y simbólica descentrando
y desterritorializando las posibilidades mismas de la producción cultural y sus dispositivos.
Es obvio que lo que estamos proponiendo no es una
política que abandone la acción de difundir, de llevar o dar acceso a
las obras ‑el segundo eje de la nueva propuesta tiene como base el
reconocimiento de lo que hacen los otros, las otras clases, los otros pueblos,
las otras etnias, las otras regiones, las otras generaciones‑, sino la
crítica a una política que hace de la difusión su modelo y su forma. Y una propuesta
de políticas alternativas en las que comunicar cultura no se reduzca a ampliar
el público consumidor de buena cultura, ni siquiera a formar un público
consciente sino que active lo que en el
público hay de pueblo, esto es que haga posible la experimentación
cultural, la experiencia de apropiación y de invención, el movimiento de
recreación permanente de su identidad. Pero, ¿podrán las políticas plantearse
ese horizonte de trabajo, no estarán limitadas aun en el campo cultural por su
propia naturaleza de “políticas” a gestionar instituciones y administrar
bienes? (19). La respuesta a ese interrogante quizá
no se halle sino en otro interrogante: en qué medida los límites atribuidos a
la política en el campo de la cultura provienen menos de lo político que de
las concepciones de cultura y de comunicación que dieron forma a las políticas. La respuesta a ese nuevo interrogante
nos devuelve a la necesidad de desplazar el análisis de las relaciones entre
comunicación y cultura de los medios hacia la cuestión y el ámbito de las
mediaciones.
Aunque confundida con los medios ‑tecnologías,
circuitos, canales y códigos‑ la comunicación remite hoy, como lo ha
hecho a lo largo de la historia, a los diversos modos y espacios del
reconocimiento social. Y es por relación a esos modos y espacios como se hacen
comprensibles las transformaciones sufridas por los medios mismos y sus usos.
¿Cómo entender el movimiento de privatización de la vida, en el repliegue sobre
la televisión o el vídeo hogareños, sin vincularlo a la transformación profunda
de la comunicación que implican los nuevos modos de habitar ‑el
encerramiento y aislamiento acarreados por las modernas “soluciones de
vivienda”‑ y la disolución del espacio
de flujos y de circulación, pero ya no de ca la nueva
concepción de la ciudad como espacio de flujos y de circulación pero ya no de
encuentros? ¿Cómo desligar el sentimiento de
inseguridad ciudadana ‑casi siempre vinculado únicamente al crecimiento
de la agresividad y la violencia urbanas‑ de la pérdida del sentido de
la calle o el barrio como ámbitos de comunicación? ¿Cómo entender los
cambios en la comunicación cotidiana, y por tanto el papel de los medios en
ella, sin comprender la reconfiguración de las
relaciones entre lo privado y lo público que produce la reorganización de los
espacios y los tiempos del trabajar y el habitar?
La concepción hegemónica que define la comunicación
como transmisión/circulación no se queda en “teoría”, pues ella orienta también
la política de conversión de los espacios públicos de la ciudad en lugares de
paso, de fluida circulación, aunque se presente como mera e inevitable
respuesta a la congestión. No es extraño entonces que los nuevos movimientos
sociales asuman como una dimensión fundamental de su lucha la cuestión cultura,
y que ésta se halle formulada en términos de comunicación: a una comunicación
hecha de meros flujos informativos y a una cultura sin formas espaciales los
movimientos sociales oponen “la localización de redes de comunicación basadas
en comunidades culturales y redes sociales enraizadas en el territorio” (20).
¿Pueden llamarse entonces políticas de comunicación
aquellas limitadas a reglamentar los medios y controlar sus efectos sin que
nada en ellas apunte a enfrentar la atomización ciudadana, a contrarrestar la
desagregación y el empobrecimiento del tejido social, a estimular las
experiencias colectivas? Y ¿podrán llamarse políticas culturales a aquellas que se limitan a contrarrestar
el pernicioso influjo de los medios masivos con la difusión de obras de la
“auténtica” cultura sin que nada en esas políticas active la experiencia
creativa de las comunidades, o lo que es lo mismo su reconocimiento como sujetos
sociales?
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
(1) Para un balance de esas políticas tanto en el
ámbito de lo nacional como trasnacional ver:
VV. AA. Nuevo orden informativo o nuevo
desequilibrio mundial, nº 11 monográfico de la revista “Comunicación y
cultura”, México, 1984
E. Fox, H. Schmucler y otros, Comunicación y democracia en América
Latina, Desco/Clacso, Lima,
1982
N. Casullo (Coord.),
Comunicación la democracia difícil, Ilet/Folios,
Buenos Aires, 1985.
(2) S. Miceli, Estado,
mercado y culturas populares, en García Canclini ed.: Políticas culturales en América Latina p. 139, México,
1987
(3) R. S. Calettt, El
nuevo orden informativo. un fantasma del viejo pasado,
en Rev “Comunicación y cultura” nº 11, México, 1985. Ver también:
E. Fox, Comunicación y
sociedad civil: un tema incipiente, en Rev. Crítica y utopía Clacso, Buenos Aires, 1982.
(4) Sobre ese desplazamiento J.J.
Brunner, Notas sobre cultura popular, industria
cultural y modernidad, Flacso, Santiago, 1985.
(5) A ese respecto ver N.
García Canclini, Cultura trasnacional y culturas
populares, mimeo, México, 1985.
(6) Una reflexión actualizada sobre ese proceso, A.
y M. Mattelart, Le declin
des macro‑sujets, en Penser les media, París,
1986
(7) N. García Canclini, Un
debate entre tradición y modernidad, en Rev. “David y Goliath”,
n.º 52, p. 44, Buenos Ares, 1987.
(8) Un trabajo especialmente lúcido y globalizador sobre ello R. Ortiz, A moderna tradiçao brasileira, Sao Paulo,
1988.
(9) Sobre esa conexión de la cultura de masa con
matrices culturales populares y la conformación del nuevo sensorium:
J. Martín-Barbero, De los medios alas mediaciones,
Gustavo Gili, México, 1987.
(10) Una investigación en marcha sobre la relación
formato/géneros populares, J. Martín‑Barbero: Televisión, melodrama y
vida cotidiana, en Diálogos de la comunicación”, n.° 17, Lima, 1987.
(11) N. García Canclini,
Cultura trasnacional y culturas populares, p. 6.
(12) J. J. Brunner, Los
debates sobre la modernidad y el futuro de A. L., p. 38 Flacso,
Santiago, 1986
(13) Ver a ese propósito el
libró de R. Ortiz, ya citado,
(14) C. Monsivais,
Entrevista en “Diálogos de la comunicación”, nº 19, p 76,
(15) N. Lechner, Por un
análisis político de la información, en “Crítica y Utopía”, Buenos Aires,
1982, y también: Ph. Schlesinger
y otros, Los intelectuales en la sociedad de la información, Barcelona, 1987 .
(16) J. L. Piñuel y otros,
El consumo cultural, Madrid, 1987.
(17) V. Fuenzalida,
Ámbitos y posibilidades en la recepción activa, Santiago, 1985.
(18) M. Wolf, Teorie delle comumcazioni di massa, Milano, 1985
(19) J. J. Brunner, La
cultura como objeto de políticas, Flacso, Santiago,
1985.
(20) M. Castells, La mudad y las masas, p. 425,
Madrid, 1986.