El proceso de innovación en la región Filosofía y Metodología

 

Enrique Manuel Ambrosio Orizaola

 

Un recorrido detallado a través de los elementos que pueden introducir o sostener la innova­ción en las regiones industriales esboza el diseño de una política de innovación territorial glo­bal y armónica.

 

INTRODUCCIÓN

 

Pueden las regiones en gene­ral, y las llamadas industriales en concreto, promover endó­genamente un proceso diná­mico de innovación que pro­gresivamente las sitúe en con­diciones de mayor bienestar? ¿Cómo hacerlo, tanto desde el punto de vista metodológico como desde el enfoque más filo­sófico de cuál debe ser el motor fundamental de dicha dinámica: La Tecnología, la Economía o la Política?

Éstos son los dos interrogantes que seguida­mente se analizan y que, como a nadie se esca­pa, presentan multitud de facetas que exigen una difícil concordancia de intereses encontra­dos. Pero o se abordan con un análisis riguroso por parte de las regiones, de manera que se concrete en el diseño de Planes Estratégicos Regionales, o habrá que coincidir con la letra de una copla que popularizó Concha Piquer en sus años de esplendor, que decía así:

 

“Que no me quiero enterar//No me lo cuentes vecina// Prefiero vivir soñando//Que conocer la verdad”

 

Hemos de pensar que, como por otro lado se constata en la realidad, los responsables de la planificación regional, tanto desde el enfoque técnico como desde el económico y político, asumen la necesidad de plantearse como obje­tivo primario el diseño de acciones coordinadas que configuren un plan de actuación tendente a la recuperación del pulso de las economías in­dustriales regionales.

 

El problema, como ya se ha dicho, tiene dos niveles que se superponen, el filosófico y el metodológico. En primer lugar ha de reflexio­narse sobre a quién compete la máxima res­ponsabilidad de generador de impulsos, y en principio tres son los puntos hacia donde cabe dirigir el análisis: la tecnología, es decir, impul­sos provenientes del sistema técnico‑producti­vo; la economía, el sentido de aceptar la priori­dad de las leyes económicas; y finalmente la política, entendiendo por tal, la prevalencia de argumentaciones ideológicas.

 

¿TÉCNICA, ECONOMIA O POLITICA?

 

Cuando las escuelas‑catedrales en el siglo XII se vieron sobrepasadas, nacieron las prime­ras universidades, Bolonia, París, Oxford o Sala­manca, pero en cualquier caso el objetivo se­guía siendo único y claro; mediante el estudio de la gramática, la retórica y la lógica de un lado, y la aritmética, la geometría, la astronomía y la música de otro, como pilares de sustenta­ción de los estudios de filosofía y teología, se trataba de compaginar la razón y la fe.

El Renacimiento supuso un fuerte estremeci­miento de transformación; Erasmo de Rotter­dam a escala europea y Luis Vives a la espa­ñola, quizás sean los dos mejores exponentes de lo que el Humanismo supuso, mientras que Copérnico y Galileo pueden ser, cada uno en su etapa, los valedores de la técnica y de la ciencia experimental, definitivamente asentada por Francis Bacon. Cuando posteriormente ocurren el impacto de la concepción newtoniana y la revolución industrial, ya se tienen netamente definidos, por las transformaciones que progre­sivamente inducen en la sociedad, los concep­tos a los que inicialmente he hecho referencia y que, de una u otra manera, han protagonizado y protagonizarán el debate de la humanidad: Tecnología, Economía y Política, debate que, como todos percibimos sacude fuertemente a la sociedad actual y condiciona las directrices ge­nerales.

Los tres elementos, Tecnología, Economía y Política, son necesarios y suficientes para el buen funcionamiento de la sociedad. El proble­ma radica en el modelo de jerarquización y re­lación que se elija. Montesquieu, inteligente po­litólogo, analizó la variable política y dedujo la regla de separación de poderes: Legislativo, Ejecutivo y judicial. Más tarde el concepto de poder económico se afirmó y amplificó, hasta el punto de desembocar hoy en día en una dicoto­mía difícilmente reducible:

 

‑ La llamada concepción liberal, en la que la economía prima sobre la política, y

‑ La concepción socialista que defiende la opción contraria.

 

En los últimos años, desde la mitad de la dé­cada de los sesenta, se ha puesto cada vez más de manifiesto el poder tecnológico, sin que to­davía las repercusiones estén claramente defi­nidas. Algunas enfermedades sociales, tales como el paso de la economía de mercado y la subproductividad en la economía centralizada, pueden ser explicadas, quizás, en base al fenó­meno de mutación tecnológica. En cualquier caso, parece claro que así como Einstein inclu­yó a Newton como caso particular, deberemos ser capaces, y aquí la comunidad universitaria tiene un gran reto, de englobar a Montesquieu, las dos concepciones tradicionales de la socie­dad y la revolución tecnológica, en una nueva concepción globalizadora.

Un problema, y no cien Lamente el menor, es­triba en el hecho de que las cualidades reque­ridas para el buen desarrollo de los tres con­ceptos (Tecnología, Economía y Política) son distintos y en consecuencia puede existir una cierta incompatibilidad. Así, parece que la cua­lidad esencial del mundo de la tecnología sería la creatividad, en el de la economía la ortodoxia y en el de la política, ¿quizás la honestidad?

En la tecnología, la creatividad parece inhe­rente al personaje principal de ese mundo: el investigador. Sin embargo, se ve sometida a un dilema clásico que opone, o al menos diferen­cia, la universidad de la empresa. En la univer­sidad los investigadores investigan y en la em­presa los investigadores descubren, desarrollan y aplican.

Que la ortodoxia es la característica base del economista creo que queda claramente demos­trado recordando la sentencia de aquel gober­nador de un banco que decía: “una política mo­netaria no inflacionista es un pleonasmo; o exis­te una política monetaria y es no inflacionista, o es que, de lo contrario, no existe una política monetaria”.

Finalmente, en política, la honestidad parece una característica básica, aunque no se realiza esta afirmación con la rotundidad de los casos anteriores. Se plantea la duda por dos razones:

 

La primera, porque para el ejercicio de la actividad política no se exige ningún saber concreto de antemano, en virtud de un prin­cipio de igualdad, de raíz netamente demo­crática, que contrasta sin embargo con la de­sigualdad natural de las aptitudes humanas. En consecuencia cabe deducir que cual­quier característica positiva es buena.

La segunda razón se apoya sobre todo en el terreno de la política internacional, en donde parece que nada ni nadie puede po­ner coto a ciertos poderes políticos. En es­tos casos quizás no sea la honestidad la ca­racterística positiva a retener, constreñida tantas y tantas veces por la eficacia revesti­da de razones de Estado.

 

Finalmente, debe entrarse en el razonamien­to acerca de cuál “es” la priorización “natural” de los conceptos que nos ocupan, y si “puede” o “debe” ser trastrocado el ordenamiento “natural”. Tecnología‑Economía‑Política, basándose en que la tecnología se construye de acuerdo a le­yes físico‑químicas, la economía a leyes estadís­ticas y lógicas y la política sobre la argumenta­ción ideológica y las reglamentaciones jurídicas que se deriven, sea en virtud de un concurso, sea impuesta por la fuerza. Este orden, que en­trecomillo, puede ser llamado “natural”, ya que las tres que rigen cada uno de los tres concep­tos se clasifican de acuerdo a su grado de res­trictividad. Así el poder determinista de la eco­nomía, se sitúa entre la restricción estricta que suponen las leyes de la naturaleza y el volunta­rismo de la política, totalmente variable en teo­ría, ya que depende del hombre.

 

Se dirige la naturaleza respetando sus leyes y quizás éste sea el destino de la sociedad, si es cierto que este destino es función de una correc­ta interrelación entre los tres conceptos aludidos. Así pues, parece que la ideología no puede ga­rantizar, en exclusiva, optimizar la gestión de las sociedades humanas. Además, el orden je­rárquico que he llamado, entrecomilladamente, natural y que, en principio encabeza la tecnolo­gía, debe ser matizado por la presencia inexcu­sable de las otras dos funciones. Así pues, con­viene profundizar algo más y reflexionar acerca de la posibilidad y conveniencia de invertir o trastocar el llamado “orden jerárquico natural”.

En la aparente fortaleza, tanto de las leyes fí­sico‑químicas como de las estadísticas, reside su propia debilidad. Su determinismo puede, y de hecho así lo hace, inducir un espíritu de in­movilismo doctrinario, alejándose de la idea en virtud de la cual los científicos deben conocer esas leyes para adaptarlas a los fines humanos, según la expresión del catedrático de lógica, por tantos motivos respetado y admirado, Julián Besteiro; en definitiva para que, alzándose so­bre las restricciones de orden cuantitativo, sea la cualidad de la inteligencia del hombre la que diseñe la estrategia del progreso de la socie­dad. Así pues, al admitir que el hombre es el constructor y responsable último de su destino, es a él a quien compete asumir totalmente su responsabilidad de liderazgo, de manera que sin conculcar ‑lo que tampoco sería posible- ­las leyes tecnológica y económicas, haga deri­var de su acción la primacía de la razón, lo que equivale a concluir con que la política, entendi­da como esa primacía de la razón, debe ser quien ocupe el primer lugar en la terna de con­ceptos que he analizado, siendo por tanto en la universidad, Sancta Sanctorum de la razón, don­de ha de fraguarse y desde donde ha de conso­lidarse dicha primogenitura.

 

EL ENFOQUE METODOLÓGICO

 

En lo que respecta al planteamiento metodo­lógico, al examinar la cuestión con enfoque de gran angular, puede decirse que los buenos re­sultados obtenidos por las regiones orientadas hacia el sector de las nuevas tecnologías han contribuido a poner una vez más en evidencia los bloqueos y dificultades de todo tipo que ex­perimentan las regiones tradicionalmente in­dustriales a la hora de adaptarse a los nuevos tiempos. Mientras que estas regiones veían cómo se marchitaba cada día un poco más su dinamismo, otras saltaban al primer plano gra­cias a sus buenos resultados.

Las regiones de tradición industrial manifies­tan una tendencia a perder su atractivo respec­to a nuevas regiones y a nuevos polos de inno­vación. Lo obsoleto de sus actividades, los pro­blemas derivados del hacinamiento y de la con­taminación de sus ciudades, la difícil reconver­sión de sus competencias y de sus especializa­ciones, son factores que, sin duda, contribuyen a la hora de explicar sus malos resultados. Ade­más, con la llegada de las nuevas tecnologías y las nuevas formas de organización, se ha acen­tuado aún más su obsoleto modelo de desarro­llo. Esta situación ha favorecido la aparición de regiones capaces de ofrecer unas condiciones de hábitat y localización que satisfacen las ne­cesidades de las nuevas actividades y respon­den al nuevo modelo de vida de los individuos.

Entonces, ¿podemos afirmar que todas las re­giones tradicionalmente industriales están abo­cadas al declive? No es ésta nuestra conclusión. No podemos interpretar un factor económico basándonos exclusivamente en una compara­ción entre regiones industriales, emprobrecidas y en declive, y nuevas regiones que presentan un acusado dinamismo y unas enormes posibili­dades de adaptación a los cambios. A pesar de que nuestra época se caracterice por una nue­va distribución geográfica de los dinamismos económicos y una modificación de las jerar­quías espaciales, no necesariamente ha de pro­ducirse un empobrecimiento y un sometimiento de los tradicionales espacios industriales. Ac­tualmente, nos encontramos en una situación de reto ante el futuro. La revolución tecnológica ofrece la posibilidad de revitalizar las industrias hasta ahora tradicionales, de crear nuevas in­dustrias o de reestructurar y diversificar las ac­tividades fabriles tradicionales. Por consiguien­te, si se cumplen ciertas condiciones, las regio­nes industriales pueden volver a ser innovado­ras y dar pruebas de su creatividad. En algunas de estas regiones el proceso de revitalización no se ha hecho esperar, y actualmente están dando pruebas de su capacidad para volver a innovar. Así pues, es importante que analice­mos las capacidades de un tejido industrial tra­dicional a la hora de provocar fenómenos de adaptación y de innovación tecnológica.

Evidentemente, el principal problema con el que nos encontramos es cómo dar el primer im­pulso. Después de haber sido durante mucho tiempo regiones abastecedoras de puestos de trabajo para las otras regiones, las regiones in­dustriales en declive generalmente han intenta­do compensar sus pérdidas de empleos atra­yendo a ellas nuevas actividades o empresas industriales. No obstante, la revitalización de las regiones industriales no pueden depender úni­camente de la llegada de nuevas empresas del exterior. En las actuales circunstancias de trans­formaciones generalizadas no podemos depen­der únicamente de la redistribución de las acti­vidades para activar el desarrollo de una re­gión. Por supuesto que es muy deseable, inclu­so indispensable, la implantación en la región de nuevas empresas para dar un dinamismo adicional a nivel local. Sin embargo, las nuevas empresas sólo serán realmente un vector de desarrollo en la medida en que se integren en el tejido económico local y se armonicen con iniciativas y realizaciones que salgan del propio tejido económico local. Su amplitud e importan­cia serán la muestra del grado de dinamismo de la economía local, de su aptitud para enfren­tarse a los cambios, para innovar.

Para estimular la innovación en una región, es necesario crear una dinámica territorial de in­novación. Se trata de no tener que recurrir ex­clusivamente a atraer empresas de alta tecnolo­gía para revitalizar el tejido de las actividades. Esta estrategia de importación o de captación de la experiencia exterior, con frecuencia suele olvidar la posibilidad de contar con elementos de continuidad con la experiencia adquirida por el medio industrial.

La revitalización se efectúa mediante la re­combinación de elementos tradicionales con elementos nuevos. Los entramados industriales tradicionales innovan por filiación‑continuidad sin que ello conlleve un cambio brusco y total al mismo tiempo (del mercado, del producto o de tecnología). En este caso, la innovación pre­senta, sea cual sea su naturaleza, un carácter de filiación con el tejido existente: utilización de un mercado como base para la estrategia de di­versificación, orientación de las cuantificaciones mecánicas hacia las cuantificaciones electróni­cas, asociación de las tecnologías mecánicas y electrónicas (robots) u otras.

En resumen, en los medios de tradición in­dustrial, el éxito de la innovación depende de los elementos de continuidad con la experien­cia adquirida por el medio industrial. En estas regiones, los sistemas territoriales encierran re­cursos y competencias potenciales económica­mente actualizables. Estas competencias se ma­nifiestan bajo la forma de los distintos tipos de saber‑hacer. El saber‑hacer comprende el con­junto de las capacidades de dominio práctico e intelectual de las técnicas dentro del propio aparato de producción. Y ese saber‑hacer es innato al medio industrial.

Paradójicamente, la innovación tecnológica, que implica ruptura con el pasado, ha de bus­car en el pasado los elementos de continuidad que faciliten su inserción, reduzcan las reticen­cias y aumenten sus posibilidades de difusión.

 

SABER‑HACER Y ENTORNO

 

Actualmente, las ventajas comparativas de una región se basan mucho más en las compe­tencias no‑materiales que en los recursos mate­riales. Dado que factores tales como el capital, las licencias, las patentes, la información, etc., son cada vez más móviles, su importancia es cada vez menor en la estructuración del espa­cio. En cambio, ciertos elementos inmóviles re­lacionados con el entorno, como el saber hacer, la capacidad emprendedora e innovadora, etc., adquieren una creciente importancia a la hora de explicar las diferencias en el espacio.

Dicho entorno, es decir, el conjunto de las re­laciones sociales, económicas y culturales, ha hecho aparecer una “cultura técnica”, definida como prácticas, conocimientos, saber‑hacer, normas y valores relacionados con una activi­dad industrial, así como su elaboración, transmi­sión y acumulación. Gracias a tales competen­cias, acumuladas con los años, el medio, el en­torno, dispone de unos recursos que le permi­ten relanzar la dinámica territorial de la innova­ción.

Es evidente que esto sólo será posible en caso de que las nuevas técnicas sean compati­bles con la cultura técnica local, pues de lo que se trata es de lograr apropiarnos de la novedad a través del entorno.

 

PUESTA EN PRÁCTICA DEL PROCESO TERRITORIAL DE INNOVACIÓN

 

Hubiéramos podido abordar el tema de la in­novación regional a través del comportamiento de las empresas o del papel de la tecnología, en vez de hacerlo a través del entorno.

El enfoque, a través de la empresa, en parti­cular de la gran empresa, implica un estudio de los factores que determinan su localización. Po­demos ver que las nuevas empresas, principal­mente las que incorporan alta tecnología, tienen unos comportamientos de localización diferen­tes a los de las actividades más antiguas. Rápi­damente llegamos a la conclusión de que las condiciones de localización ofrecidas por las regiones industriales tradicionales no permiten una implantación espontánea de las nuevas em­presas. Siempre es posible poner en marcha una política de atracción, pero estaríamos con­tribuyendo a mantener el dinamismo tecnológi­co fuera de la región, dado que las grandes empresas más bien suelen tender a implantar sus establecimientos dinámicos en los grandes centros urbanos.

El enfoque a través de las tecnologías, consi­deradas como exógenas, nos lleva a interrogar­nos sobre las modalidades de transferencia tec­nológica. Dado que las regiones con tradición industrial no son, en principio, productoras de nuevas tecnologías, la cuestión a estudiar será su capacidad de captación. Dicha problemática no permite evidenciar los procesos de innova­ción dentro de la región.

Sólo el enfoque a través del entorno puede darnos idea del proceso territorial de innova­ción y de la capacidad de cada entorno para ofrecer la forma de progreso técnico que se adapte a su pasado y a sus estructuras.

De esta forma podremos comprender mu­cho mejor por qué la innovación no es algo reservado únicamente a las regiones en las que predominan las altas tecnologías. Cual­quier otra región puede innovar, incluso re­giones con un antiguo tejido industrial. Lo más importante no es la aparición de una nueva téc­nica, sino la decisión de poner en marcha el proceso territorial de innovación. No obstante, no por ello deduciremos que sólo hemos de to­mar en cuenta la dimensión territorial de la in­novación. En efecto, una región es un sistema abierto, un contacto con el exterior. Su sistema de producción funciona según una doble lógica: una lógica horizontal o territorial y una lógica vertical o funcional. Así pues, podemos estudiar la innovación:

a) Desde un punto de vista vertical. Producto o procedimiento nuevo, definido por pará­metros técnicos, y destinados a ser aplica­do en todos los sitios de manera estanda­rizada,

b) Desde el punto de vista territorial. La in­novación pasa por la creación de un en­torno capaz de enfrentarse a un reto mediante la utilización de la experiencia lo­cal. Ella es fruto de la capacidad inventiva del entorno.

 

Sin embargo, no se trata de poner frente a frente las dos lógicas, sino de buscar las articu­laciones que se establecen entre ellas. La inno­vación depende tanto de la especificidad y de la intensidad de las relaciones internas del en­torno como de la naturaleza de las relaciones de éste con el exterior.

La confluencia se realiza a través del entorno.

 

ENTORNO Y SISTEMA TERRITORIAL DE PRODUCCIÓN

 

En el caso de las regiones industriales que se caracterizan por un saber hacer específico, por la presencia de un elevado número de PYMES con trabajadores cualificados y por la posibili­dad de una cierta continuidad tecnológica, he­mos de señalar que el papel del entorno es muy importante. En tales casos, el sistema de producción se relaciona con el entorno a través de una serie de relaciones de proximidad y de intercambios, mercantiles y no‑mercantiles. En cierto modo, el sistema de producción está en­marcado por este conjunto de relaciones de proximidad que constituyen unas redes por donde circula la información coproducida por los actores locales. Las sinergias que se derivan facilitan la innovación y confieren al entorno su especificidad. Así pues, el entorno es algo más que la simple yuxtaposición de unidades de producción; es un conjunto de relaciones de proximidad, mercantiles y no mercantiles, orga­nizadas alrededor de un sistema territorializado de producción.

El funcionamiento del sistema territorial de producción depende de la articulación de tres subconjuntos relacionados entre sí:

 

‑ el aparato territorial de producción, carac­terizado por los diferentes tipos de empre­sas, las diversas funciones que cumplen y su articulación en ramas;

‑ las cadenas de movilidad del mercado la­boral que garantizan la circulación de las competencias humanas;

‑ el aparato científico territorial que ha de permitir la captación, la producción y la di­fusión de las informaciones necesarias para fomentar la innovación.

 

La hipótesis barajada es que existen lazos comunes entre los tres grupos de elementos anteriormente indicados, y que dichos lazos consti­tuyen redes por donde pasan, se difunden y se renuevan las competencias y los impulsos nece­sarios para la revitalización.

 

El aparato territorial de producción

 

Dos son los elementos, a nuestro juicio, nece­sarios para caracterizar el aparato territorial de producción: las empresas con sus característi­cas y las ramas de producción que constituyen la columna vertebral del aparato de producción territorializado.

 

Las empresas

 

Tradicionalmente se solía atribuir a la gran empresa un papel primordial en el desarrollo regional, debido a los efectos secundarios que podía provocar. Normalmente, se solía hacer la comparación entre las grandes empresas inno­vadoras y las PYMES, consideradas como sub­contratistas con poca capacidad tecnológica.

Con la crisis, se han puesto de manifiesto por un lado las carencias de las grandes empresas y por otro las virtudes de las PYMES. En las grandes empresas, el espíritu emprendedor y los proyectos de innovación se ven frenados por las trabas administrativas y por el peso de las estructuras, por lo que, a menudo, reaccio­nan lentamente ante las modificaciones del me­dio ambiente. Sin embargo, debido a la apari­ción de nuevas tecnologías y a la incertidumbre que reina en los mercados, las PYMES apare­cen como agentes privilegiados del cambio tec­nológico y de la innovación. Frente a la comple­jidad estructural y a las consecuencias deriva­das de la toma de decisiones en las grandes so­ciedades, las PYMES, en muchos temas, están en mejor posición a la hora de adaptarse a los avances tecnológicos y a las variaciones de la demanda. Su flexibilidad es cada vez mayor, pues la robotización hace posible la fabricación de pequeñas series a un coste razonable. Tales fenómenos explican que, desde comienzos de los años setenta, la mayoría de las nuevas em­presas sean pequeñas empresas, tanto en el sector industrial como en el sector servicios. Su aparición no fue fruto de su pertenencia a una red de subcontrata controlada por las grandes empresas; algunas de dichas PYMES son particularmente dinámicas y muestran un claro de­sarrollo autónomo.

No se trata de comparar sistemáticamente las PYMES y las grandes empresas. Éstas siguen siendo agentes determinantes de la evolución y del funcionamiento de los sistemas de produc­ción. Sin embargo, desde el punto de vista del aparato territorial de producción, el papel de las PYMES es estratégico. Las PYMES le permi­ten escapar a la lógica funcional de la organiza­ción espacial o hacer que el impacto sea me­nor. En la actualidad, es posible, y así lo han puesto de manifiesto numerosos estudios, la creación de las nuevas PYMES por empresarios locales. De esta forma, la región dispone de elementos determinantes para la revitalización y la reconstitución de su sistema de producción, ya que las PYMES han sido construidas con unos cimientos locales y unos anclajes territoria­les.

La gran empresa actúa conforme a una lógica funcional basada en criterios financieros o es­tratégicos y no en función del territorio en don­de está implantada. En cambio, la PYME actúa en relación con la lógica territorial. Para ella, el medio en el que está situada es muy importan­te. Su eficacia depende estrechamente de su inserción en el conjunto de las relaciones socia­les, económicas, y culturales que definen la es­pecificidad del medio. Además de poder ex­plotar ciertos recursos naturales y humanos, la PYME saca partido de la aptitud del conjunto de los actores sociales para crear un medio am­biente propicio al desarrollo: propensión inno­vadora y emprendedora, buena difusión de la información, efectos de sinergia, en una pala­bra, todo el conjunto de intercambios no‑mer­cantiles que se efectúan en el seno de redes formales o informales.

 

Las ramas de producción

 

En el aparato territorial de producción, las empresas no son actores aislados; normalmente suelen estar relacionadas unas con otras en el marco de ramas de producción o de partes de dichas ramas. Son estos lazos los que van a de­terminar la coherencia de los sistemas regiona­les de producción, principalmente en las regio­nes con una gran implantación de PYMES. Di­cha coherencia es resultado de los principios de organización característicos de las ramas de producción, lo que viene a explicar los efectos de complementariedad y de interpendencia

 

técnicos y económicos. En las regiones de tra­dición industrial, las capacidades de cambio no son el resultado de la especialización en un sector concreto, sino de un tejido de activida­des interdependientes que suscita mucho más la asociación que la subcontrata.

Tal y como indicamos anteriormente, el siste­ma territorial de producción funciona según una doble lógica. El lazo de unión entre la lógica te­rritorial y la lógica funcional queda garantizado por las ramas que forman el sistema territorial de producción. Por ello, el aparato territorial no es algo aislado; puede recibir impulsos, positi­vos o negativos, del exterior.

Con relación al proceso territorial de innova­ción, la posibilidad de incorporación de una nueva parte de la rama de producción, la elec­trónica por ejemplo, en una rama más tradicio­nal, la mecánica por ejemplo, es algo esencial. Es evidente que el impacto de dicha evolución a menudo es bastante negativo, en términos de puestos de trabajo, pero es positivo para la re­vitalización, ya que de este modo se introduce una nueva tecnología en el sistema territorial. A partir de ese momento, se van a desarrollar nuevas interdependencias y aparecerán nuevos efectos de arrastre sin que ello suponga una to­tal desaparición de la coherencia tradicional del sistema de producción. En este aspecto, existe una filiación entre el aparato de produc­ción tradicional y el que se está esbozando. Di­cha filiación se manifiesta principalmente por medio de los saber‑hacer tradicionales que se renuevan al contacto con los nuevos saber‑ha­cer. Gracias a la pertenencia a la rama, las em­presas nuevas y las antiguas pueden aprove­charse de tales competencias.

La evidencia de la interdependencia entre actividades nos lleva poco a poco a ir más allá de la noción puramente industrial del vocablo rama. Los sistemas de producción se desarro­llan siempre mucho más hacia una integración de las actividades de fabricación que de las ac­tividades de servicios, principalmente de servi­cios a las empresas. En efecto, si analizamos el caso de los diferentes niveles de las ramas de producción, veremos cómo las nuevas funciones de servicios se desarrollan tanto en la fase de investigación como en la fase de comercializa­ción de la función de fabricación. Dicha evolu­ción refleja la necesidad de establecer un lazo entre la información y el aspecto físico de la producción.

El desarrollo de tales competencias y del sa­ber‑hacer terciario no debería ser ajeno a las regiones industriales, pues si así fuera, su apa­rato territorial de producción no estaría comple­to y se verían privadas de elementos indispen­sables para la dinámica del proceso de innova­ción.

A la inversa de las grandes empresas, las PY­MES no disponen de todas las funciones del proceso de innovación, proceso que va desde la investigación a la comercialización pasando por el desarrollo y la fabricación. Así pues, es importante que las PYMES encuentren en su medio prestaciones en materia de técnica, de formación, de marketing, de financiación, etc., que son indispensables para su buen funciona­miento. Cierto es que pueden conseguir tales servicios en otras regiones. No obstante, el he­cho de poder conseguirlos en su propio medio, en su propio entorno, incrementa la probabili­dad de que recurran a los servicios adecuados.

 

De esta forma, se introduce el desarrollo de las actividades de servicios en las regiones in­dustriales, el cual no es fruto de un fenómeno de descentralización, principalmente en el caso de los servicios a empresas, sino que se debe al hecho de que la producción de un bien re­quiere siempre un mayor número de elementos inmateriales, lo que hace que la demanda de servicios sea cada vez mayor. El aumento de la demanda va a la par con las necesidades de las PYMES para garantizar su continuidad; continui­dad que depende principalmente de la renova­ción de sus productos y de la defensa de sus mercados. Por ello, cada vez es menor la parte de mercado necesaria para rentabilizar un ser­vicio especializado. Así pues, dicha evolución debería favorecer la aparición de dichas activi­dades junto a las necesidades.

 

Las cadenas de movilidad del mercado laboral

 

El mercado laboral es un elemento esencial del potencial de una región industrial, ya que, por medio de la mano de obra y de sus cualifi­caciones, viene a representar un cierto volumen de capital humano, es decir, de los saber‑hacer específicos.

Los diferentes enfoques del desarrollo territo­rial centran su atención en el capital humano lo­cal, es decir, en los talentos, las iniciativas y los conocimientos de los habitantes de la región. Todos ellos consideran que dichos recursos lo­cales constituyen una ventaja comparativa para la región. Pero el capital humano es móvil, puede desplazarse de una región a otra; por lo tan­to, lo determinante para una región será su ca­pacidad para retener su capital humano. Ello sólo es posible si el mercado laboral ofrece las suficientes oportunidades que faciliten la inser­ción de los individuos en la región.

La estructura regional de un mercado laboral está en función de puestos de trabajo claramen­te diferenciados por su contenido, su estabili­dad, el papel que desempeñan en la carrera de los individuos, etc. La asignación de los indivi­duos a los diferentes puestos de trabajo se hace conforme a ciertas normas y, por consiguiente, el funcionamiento del mercado laboral depen­derá de la forma en que se organice dicha asig­nación. Estos procedimientos de asignación, que denominamos “cadena de movilidad”, dan lugar a un flujo de mano de obra entre las di­versas categorías de empleos y de centros de trabajo.

El concepto de cadena de movilidad indica que lo importante para una región no es el volu­men de empleo, sino una combinación de em­pleos. La existencia de tales combinaciones permite a los habitantes de la región la realiza­ción de sus ambiciones personales o aparece como un atractivo para el exterior.

Todas las empresas no ofrecen los mismos ti­pos de empleos. Algunas se han especializado en la contratación de jóvenes a los que propor­cionan una formación, abriéndoles así unas perspectivas de ascenso en la empresa, otras forman trabajadores que abandonarán la em­presa cuando concluya su fase de aprendizaje, algunas sólo contratan trabajadores con expe­riencia profesional; otras, sin embargo, contra­tan trabajadores no cualificados, sin tener en cuenta su edad, pasado profesional, formación, etc. También existen empresas que ofrecen di­versos tipos de puestos de trabajo. Concluyen­do, la estructura local del mercado de trabajo depende del tipo de empresas instaladas en di­cho lugar; empresas que son como estaciones de las distintas cadenas de movilidad.

Las cadenas de movilidad permiten a los tra­bajadores que cambian de centro de trabajo vehicular su saber‑hacer y mantenerlo en la re­gión. La intensidad de dichos intercambios es indispensable para el buen funcionamiento del proceso territorial de innovación. Sin embargo, la existencia de dichas cadenas de movilidad hace que el mercado regional laboral sea más atractivo y de esta forma atrae nuevas compe­tencias del exterior. Cuanto más numerosos sean los centros de trabajo que componen dichas cadenas, más se multiplicarán los inter­cambios y más atractiva será la región. Muchas políticas regionales han fracasado por no haber tenido en cuenta dichos fenómenos. En las re­giones industriales del tipo de las que aquí se analizan, las cadenas de movilidad, a menudo, suelen estar incompletas, principalmente por no estar suficientemente articuladas con el aparato de formación y por no estar bien surtidas para las profesiones del sector terciario. Por consi­guiente, tales regiones no pueden explotar todo el potencial de competencias que generan.

 

El aparato científico regional

 

El análisis de los medios ha puesto de mani­fiesto que los comportamientos innovadores de­penden de unas variables definidas a nivel lo­cal y regional. Así pues, para hacer realidad el proceso regional de innovación, hemos de po­der producir y desarrollar las competencias adecuadas. Tal es el papel del aparato científi­co. Entendemos por aparato científico especiali­zado la presencia, a nivel local, de un conjunto constituido por numerosas y estrechas relacio­nes, principalmente entre la Universidad, los institutos de investigación, el aparato de pro­ducción y el sistema de formación. La innova­ción supone la colaboración y una perfecta con­catenación de funciones complementarias: in­vestigación fundamental, investigación aplicada, desarrollo, elaboración de prototipos, inversión industrial, producción y adaptación de la pro­ducción al mercado. Únicamente las grandes empresas son capaces de llevar a la práctica tal proceso. Las restantes, principalmente las PY­MES, han de obtener en su medio las informa­ciones y las competencias adecuadas. En este punto, es donde más clara se ve la articulación entre la lógica vertical y la lógica horizontal.

De alguna forma, el medio ha de ofrecer a las empresas las funciones que no tienen o que no pueden mantener de manera permanente, ya que son demasiado costosas. Igualmente, el me­dio ha de ser capaz de captar en el exterior los nuevos conocimientos científicos y técnicos. Dado que la innovación supone el dominio de los conocimientos científicos, ésta no ha de de­jarse exclusivamente en manos de las empre­sas. La innovación depende del aparato científi­co territorial, al menos, de dos formas. En pri­mer lugar, para garantizar la renovación y el desarrollo del saber‑hacer, y en segundo lugar, interviniendo en la fuente del aparato de producción mediante las funciones de investiga­ción y desarrollo que lleva a cabo. Se compren­derá mejor el papel que ejerce el aparato cien­tífico territorial si hacemos la distinción entre el saber‑hacer empírico, basado en la relación práctica que mantiene el trabajador con el ob­jeto y los medios de trabajo, y el saber hacer analítico, basado en un saber científico.

El saber‑hacer analítico, integración de la gestión científica en el proceso laboral, se basa en conocimientos científicos, adquiridos, fre­cuentemente, a través del sistema de forma­ción. Así pues, el sistema de formación regional territorializado, es decir, adaptado a unas nece­sidades específicas, es un elemento básico a la hora de generar y mantener las competencias necesarias en el proceso territorial de innova­ción.

Respecto a los organismos de investigación, principalmente los públicos, diremos que su pa­pel en el proceso territorial de innovación es bastante discutido. A menudo citados como fuentes del desarrollo de las regiones, casos del Silicon Valley ola Autopista 128, los organismos de investigación pudieran darnos la impresión de ofrecer unas ventajas por su proximidad geográfica, pero tales ventajas son más aparen­tes que reales, ya que los lazos que mantienen con las PYMES son relativamente débiles. Por ello, la capacidad territorial de innovación no se vería considerablemente reforzada por el mero hecho de crear una infraestructura de tipo cien­tífico o técnico. Sería más conveniente poten­ciar el desarrollo de los nuevos medios de transmisión de la información y facilitar a las empresas el acceso al mismo. Este punto de vista es perfectamente coherente con la lógica funcional, vertical, del proceso de innovación. Es evidente que las empresas, incluso las PY­MES, no encuentran en su medio todas las infor­maciones que necesitan, aunque dicho medio sea muy amplio. No obstante, un medio innova­dor no es únicamente el que capta de forma rá­pida los conocimientos desarollados en otros lu­gares, sino también el que sabe adaptarlos y ajustarlos a sus necesidades específicas. Ha de desarrollar unas competencias adaptadas a sus características. El aparato científico puede con­tribuir a ello, ya que las funciones de investiga­ción y desarrollo de las empresas pueden ser estimuladas a través de los organismos de in­vestigación.

Tal es el caso de las regiones de tradición in­dustrial. Esas empresas se han visto afectadas seriamente por los cambios tecnológicos y la división internacional del trabajo; tienen una nece­sidad, cada vez mayor, de informaciones cientí­ficas y técnicas que animen su proceso de inno­vación. El hecho de que dichas informaciones las pueden conseguir en su medio, hace que sea mayor la posibilidad de que dichas empre­sas se doten de las adecuadas competencias, si llega el caso sin haberlas buscando realmente. Otro de los aspectos que pueden favorecer el acceso a la información es la proximidad a los centros de investigación. Sin embargo, para que dichos efectos de proximidad jueguen un activo papel, será necesario que el aparato científico local desarrolle unas especialidades que estén en relación con las actividades loca­les y que se establezcan conexiones entre los centros de investigación y las empresas.

 

CONCLUSIONES PARA EL DISEÑO DE UNA POLÍTICA REGIONAL INNOVADORA

 

Los elementos que constituyen un sistema te­rritorial de producción son de dos tipos: mate­riales e inmateriales. En los primeros se inclu­yen los elementos físicos localmente territoriali­zados, las empresas, los organismos de investi­gación, de formación, etc.; los más importantes son los que tienen un pronunciado arraigo local, por ejemplo, las PYMES. Los segundos, saber­hacer, competencias diversas, aptitud para cap­tar y producir información, etc., tienen como función establecer la relación con los primeros, de manera que se generen sinergias y capaci­dades territoriales de innovación específicas. En el caso de las regiones industriales, se dan algunas lagunas en la articulación de dichos elementos, lagunas que bloquean o aminoran la velocidad del proceso de innovación. Por ello se hace imprescindible instaurar una política regional adecuada.

A menudo, las regiones industriales están mal conectadas con el exterior, pues, generalmente, se guían por la lógica funcional de las grandes empresas. Uno de los medios para garantizarles una mayor autonomía consiste en desarrollar sus infraestructuras destinadas a captar y a vehicu­lar la información, tales como las redes telemá­ticas, bases de datos locales y agencias de difu­sión de información técnica y económica. La re­gión que no cuente con tal infraestructura corre el riesgo de convertirse en un medio pasivo, mera consumidora de competencias concebidas y realizadas en otro lugar. Para evitar tal si­tuación, lo más adecuado es desarrollar el apa­rato científico, ya que se le puede integrar en el proceso territorial de innovación y de esta forma completaremos las funciones de investi­gación y desarrollo de las empresas. No obstan­te, no basta con limitarse al nivel de las funcio­nes de investigación y desarrollo. La Política de innovación ha de perseguir realizaciones con­cretas. Principalmente se debe suscitar u orga­nizar operaciones conjuntas entre el aparato científico, el aparato de producción y el finan­ciero, con el fin de incrementar las capacidades de incubación de los medios y llegar a produc­ciones o creaciones que asocien las diversas competencias del entorno. La acción ha de cen­trarse en el conjunto de las etapas del proceso de innovación. La política territorial de innovación se presenta, pues, como la puesta en práctica de medios destinados a suscitar las interrelacio­nes necesarias para dinamizar el entorno.

En definitiva, de lo que se trata es de recons­truir un sistema de producción completo y cohe­rente. Completo, porque comprende actividades fabriles y de servicios desde su punto de ori­gen (investigación y desarrollo) hasta el final (el mercado). Coherente, porque es capaz de ge­nerar competencias regionales específicas.

 

CONCLUSIÓN DE SÍNTESIS

 

Llegando el momento de las conclusiones y el de la valoración, se comprende muy bien la duda de Tolstoi acerca del valor de las cien­cias, ya que, a su entender, no respondían ni al qué ni al cómo, preguntas que el lector puede que se haga acerca de estas reflexiones. Confío en que también sea válida en este caso la res­puesta con la que Max Weber remachó el in­discutible valor de las ciencias, al afirmar que su utilidad no radica tanto en su poder de res­puesta a las preguntas del escéptico Tolstoi, sino en el insustituible apoyo que suponían como ayuda en la presentación del estado de la cuestión, es decir, a plantear el problema.

Si se ha acertado en la intención de plantear correctamente la cuestión de cómo las regiones deben propiciar una Dinámica Territorial de In­novación, de manera que se induzcan cambios sociales y económicos que permitan, en un pro­ceso de duración indeterminada, la construc­ción de una sociedda más justa y en consecuen­cia más libre y más solidaria, se habrá alcanza­do el objetivo primario de este trabajo.