Televisión, cultura y región
J. Martín‑Barbero
La reflexión sobre el papel de lo regional y la clarificación del
concepto mismo de cultura iluminan las posibilidades políticas y culturales de
la televisión regional. Las propuestas de este articulo, remitidas en principio
a la situación colombiana (*), abren vias a otras
muchas realidades nacionales.
Invirtiendo el título
vamos a comenzar por preguntarnos: ¿de qué estamos hablando cuando nombramos
la región? Pues es a partir de ahí que se "concretan"
las otras dos cuestiones: desde qué concepciones de
cultura estamos pensando la televisión, y qué modelo de televisión puede dar
cabida a las demandas de las regiones.
LA CUESTIóN
REGIONAL
Comencemos
entonces por ubicar la "cuestión regional", por qué la región se ha
vuelto tema y referente obligado en los últimos años tanto en el ámbito de los
movimientos sociales como de los trabajadores culturales, de los políticos y
de los investigadores. Desde la gente que lucha en la base, ya sea en los paros
cívicos y los movimientos barriales, hasta los que se ocupan de pensar la
dinámica cultural de nuestras sociedades, la búsqueda y defensa de la autonomía
regional se halla de una manera u otra vinculada a la crisis de lo nacional.
Crisis no sólo de una identidad simbólica, sino de la
nación como sujeto capaz
de hacer real aquella unidad que articularía las demandas y representaría los intereses de las diferentes partes que cobija su idea.
Crisis a la vez operante y aplazada en América Latina
desde el tiempo en que las naciones se hicieron "a costa" de las regiones,
esto es, no haciendo converger las diferencias, sino subordinándolas,
poniéndolas al servicio de un Estado que más que integrar supo centralizar.
¿Qué ha
llegado a ser lo nacional en cuanto estructura de representación y
participación en las decisiones? Ahí apunta sin duda la dimensión política de
que se carga hoy la cuestión regional: ya no podemos pensar la diferencia sin
pensar la desigualdad. De manera que hablar de identidad cultural implica
hablar no sólo de acentos y costumbres, de músicas y artes, sino también de
marginación social, de expoliación económica y de exclusión en las decisiones
políticas. Que una región está hecha tanto de expresiones culturales como de
situaciones sociales a través de las cuales se hace visible el "desarrollo
desigual" de que está hecho el país. La región
resultará además expresión de una particular desigualdad: aquella que afecta a
las etnias y culturas que, como los negros y los indígenas, y otros también,
son objeto de peculiares procesos de des‑conocimiento y desvalorización.
Nos referimos a identidades culturales no reconocidas pero utilizadas
ideológicamente para descargar sobre ellas el resentimiento nacional, para
echarles la culpa del atraso y ejercer sobre ellas un racismo que la retórica
populista no alcanza nunca a disfrazar del todo.
La crisis de
lo nacional tiene sin embargo hoy otro ámbito de referencia al que se halla
contradictoriamente ligado el nuevo sentido de lo regional. Se trata de la
"cuestión transnacional": en lo que ella implica de pérdida en la capacidad
de decisión de los gobiernos nacionales para dirigir el desarrollo de cada
país y en lo que tiene de homogeneización progresiva de los modos de vida. Lo
que la trasnacionalización pone en juego no es ya la
imposición de un modelo económico, sino el "salto" a la internacionalización
de un modelo político con el que hacer frente a la crisis de hegemonía.
Es la nación
la que está siendo convertida en clave de contradicciones y conflictos nuevos a
partir de la presión convergente de lo transnacional y lo local. Pues los
procesos mismos de transnacionalización agudizan y
movilizan los conflictos "internos". No sólo aquellos obvios que
aparecen como parte del costo social que acarrea la pauperización de las
economías nacionales y el desnivel creciente de las relaciones económicas
internacionales, sino aquellos otros conflictos que la nueva situación saca a
flote y que se ubican en la intersección de la crisis de una cultura política y
el sentido de las políticas culturales. Se trata de una percepción nueva del
sentido de la identidad, enfrentada tanto a la homogeneización descarada que
viene de lo transnacional como a aquella otra que, enmascarada, viene de lo
nacional en su negación, deformación y desactivación de la pluralidad
cultural que constituye a estos países.
En el plano
político es claro que las regiones necesitan de la nación al mismo tiempo que
la realizan, de ahí que no puedan pensar sus economías separadamente: sería
iluso que se tratara de hacer frente a las
transnacionales desde Cali, Pasto, Barranquilla o Medellín. Pero en el terreno
cultural puede estar sucediendo algo bien diferente. Ya que lo que
culturalmente hay de más vivo quizá no se halle en lo pomposamente aireado y
legitimado como nacional, sino en lo que se vive y se produce desde cada región,
y ello tanto en la cocina como en la música, en la danza como en la
literatura. ¿Desde dónde podrá entonces enfrentarse verdaderamente la
homogeneización transnacional?; ¿desde una identidad
tan necesaria pero tan poco cotidiana como la nacional, o desde aquellas otras
que alimentan y sostienen la vida cotidiana de la gente, como son las culturas
regionales en un "país de países" como es Colombia?
La región
representa así, de un lado, el espacio de una autonomía que haga posible la
asunción de las decisiones que afectan a cada región, pero también el derecho
a que la voz de las regiones pese a la hora de las decisiones nacionales. De
otro lado, la región está significando un lugar clave a la hora de pensar la
resistencia y la creatividad frente a la homogeneización. Porque si hacerle
frente a la seducción/ imposición cultural que nos viene del mercado
transnacional debe ser algo más que retórica chauvinista, o mero repliegue que
nos coloque a la defensiva, necesitamos entonces
desarrollar todo lo que nos queda de cultura viva, cotidiana, capaz de
generar identidad. Si no es desde ahí, lo transnacional nos tiene bien ganada
la partida. Pero región en este sentido no puede confundirse con las
demarcaciones político‑jurídicas y mucho menos con el uso que de ellas
como feudo hacen los caciques, a la vez que región
significa algo bien diferente a lo que propone aquella visión romántica que
hace de la región el lugar donde "se guardan las esencias" y
"se conservan las raíces". No es con esencias, ni siquiera con
raíces, como podemos hoy resistir y enfrentar creativamente la complejidad
cultural en que vivimos. De ahí que el debate sobre las concepciones de cultura
se nos torne crucial.
CONCEPCIONES DE CULTURA
Hasta no
hace mucho hablar de cultura era nombrar un terreno acotado y bien delimitado:
cosas del espíritu y hombres especiales, bellas artes y gustos de elite. Pero
ese terreno sufre últimamente de una erosión tan fuerte que sus delimitaciones
se han tornado borrosas, y hasta tal punto que al decir cultura hoy es difícil
saber lo que estamos nombrando. La confusión apunta sin embargo positivamente
hacia una percepción nueva de lo cultural, de la mediación que las dimensiones
y las dinámicas culturales ejercen en los procesos económicos, en las
solidaridades políticas y en los conflictos sociales. No voy entonces a
plantear una discusión académica, sino a deslindar en algunos de sus rasgos clave
aquellas concepciones que son aún las de mayor peso en nuestra sociedad,
primero desde la teoría y después desde las "formas de la práctica"
en que el Estado y la empresa privada orientan las políticas culturales.
Las concepciones que hegemonizan hoy el campo cultural como proyecto intelectual
siguen siendo, aunque fuertemente desgastadas, la de los críticos ilustrados y
la de los folkloristas románticos. La primera gozando aún del mayor prestigio
en el mundo académico, y la segunda conservando mucho de su atractivo político.
Para los críticos ilustrados el paradigma de la cultura es el arte. Por cultura
se entiende entonces un determinado y exclusivo tipo de prácticas y de
productos valorados ante todo por su calidad, calidad que se halla socialmente
ligada a su capacidad de distinguir a aquellos que la poseen, tanto en el plano
de las destrezas como de los productos. Sostener ese concepto de cultura
implica sostener como básica aquella diferenciación que separa tajantemente a
la gente que tiene gusto ‑es decir distinción‑ de los que no lo
poseen. La palabrita en castellano es semánticamente preciosa: distinguirse es
mucho más que diferenciarse, es convertir la diferencia en exclusión. ¡Qué
diciente la frase que "junta" a los que tienen distinción con los que
tienen clase! El resto está formado por todos los que no se distinguen, por el
rebaño de borregos, es decir, por la masa.
La
concepción que identifica la cultura con el arte, o lo que es lo mismo, con
"lo mejor", con lo más excelso, suele operar con dos prejuicios
netos. Uno: lo que es "esa" cultura no puede ser sino deformación o
decadencia, en últimas no fue o no es ya cultura. Y partir
de esa unitaria visión de la cultura forja el segundo prejuicio: puesto que las mayorías están formadas por masas incultas,
su único posible acceso a la cultura es, elevándolas, esto es enseñándoles la
verdadera cultura. Esto es exactamente lo que los críticos ilustrados
entienden por cultura cuando se asoman a la televisión: dar
clases de cultura.
La otra
concepción dominante, la de los folkloristas románticos, ‑que es como
decíamos la de mayor prestigio político tanto en la derecha como en la
izquierda en América Latina define lo que es cultura no a partir de la calidad,
sino de la autenticidad del origen, o la pureza de las raíces. Verdadero
culturalmente será entonces lo originario, lo primitivo. Lo que nos queda de
auténtico sólo puede ser aquello cuya verdad es anterior a los mestizajes, las
contaminaciones y las deformaciones. Estamos en el reino de lo sin historia,
como afirma Mirko Lauer; de
lo originario convertido en punto de partida inmóvil. Y desde esa visión lo
popular, que sería lo culturalmente verdadero, acaba siendo identificado con lo
primitivo, es decir, con lo elemental, y, lo que es peor, acaba siendo
convertido en lo irreconciliable con la transformación histórica y la
modernidad. Al confundir la memoria histórica con la nostalgia de los
orígenes, los folkloristas románticos piensan el desarrollo cultural en
términos únicamente de contaminación. Con lo que la auténtica cultura sería
aquella que no cambia, ya que no podría hacerlo sin deformarse. Para permanecer
auténtica la cultura popular debería defender a toda costa la fidelidad a sus
raíces, a sus formas originarias, o sea, debería sustraerse a la evolución. Lo
más grave, y políticamente más nefasto de esa visión, es que las culturas
populares acaban siendo pensadas únicamente como algo a conservar, no a
potenciar y desarrollar, sino a preservar.
Ante la
complejidad y las ambigüedades de la dinámica cultural que viven hoy nuestros
países, esas dos concepciones ‑caricaturizadas sin duda en lo dicho,
pero sólo para hacerlas más reconocibles‑ no hacen sino mostrar cada día
más a las claras su incapacidad para comprender lo que está pasando. Los
mestizajes y las apropiaciones polimorfas de que se alimenta hoy lo popular, la
disolución de las barreras que mantenían separados los universos simbólicos de
lo alto y lo bajo, la emergencia de "sub"culturas
que desde la anacronía subvierten lo actual, introduciendo el destiempo y la
utopía en el espesor masivo de lo urbano, no son pensables ni desde la
ilustrada y distanciada visión de la mayoría de los críticos ni desde la dolorida
visión de tanto populista romántico como los que se mueven aún por nuestras
cátedras y nuestros periódicos.
Pasando de
las ideas de cultura a las políticas culturales nos encontramos, en primer
lugar, con un Estado que en nombre de las "verdaderas necesidades"
culturales del pueblo nos hace una propuesta
básicamente legitimista y patrimonial. Cultura sólo podría decirse de aquello
en que el Estado legitima su propia idea... apoyada en el paso y en el peso
del tiempo. De ahí la tendencia a confundir cultura con monumentos, y a
reducir su hacer cultural a rescatar y conservar. Claro que una nación se hace
compartiendo un patrimonio cultural, pero de ahí a apostar sólo por lo que
confirma la tradición y rehuir el riesgo de la innovación hay mucho trecho.
El problema
es que, al quedarse en una concepción paternalista y patrimonialista, el
sector público le está entregando la búsqueda y la innovación cultural a la
empresa privada. El Estado se hace cargo del pasado y le deja el futuro, el
riesgo y los movimientos de ruptura a la industria cultural. Con excepciones
que se anuncian cada día más raras, ésa es la
política cultural que nos rige. Y la que nos plantea la necesidad de mirar
las dinámicas y el mercado internacional de la cultura con una visión menos fatalista
y maniquea de la que se acostumbra. Sin olvidar que la industria cultural, lo
mismo al hacer telenovelas que exposiciones de arte, tenderá a confundir
cultura con cultura consumible y con cultura rentable. De ahí la necesidad de
hacer entrar en juego la idea de lo público ‑y no sólo y no tanto de lo
estatal‑ a la hora de configurar el ámbito del hacer cultural. Para
pensar unas políticas que propongan como horizonte del proyecto cultural todo
aquello que no cabe ni en el patrimonio rescatable por la memoria oficial ni
en el negocio rentable, todo ese cúmulo de demandas y propuestas culturales que
se producen desde la sociedad civil.
MODELOS DE TELEVISIÓN
Y llegamos a
la cuestión crucial: con qué modelos de televisión asumir las peculiaridades
de lo regional, los retos de una identidad cultural que no quede en nostalgia y
narcisismo, que al asumir la historia lo haga como memoria del presente y no
como refugio y escapismo. La televisión regional será algo verdaderamente diferente
a un mal remedo ‑más chiquito y más pobre‑ de la televisión
"nacional" sólo en la medida en que sea capaz de definir su ámbito
propio y su modo propio de operación más allá de lo que propone el Estado y de
lo que determinan los comerciantes. Porque hay unas demandas de comunicación
y de cultura que son formuladas por el Estado y las hay que son formuladas por
la empresa privada; pero hay otras demandas que no están siendo formuladas ni
por el uno ni por la otra: son las que vienen de la sociedad civil, de sus
múltiples instituciones, a veces muy pequeñas y vulnerables, de las organizaciones
populares, comunales, barriales, donde hay gente capaz de narrar su historia, y
contarnos su lucha cotidiana hecha música, teatro, cocina y arquitectura,
tejido, danza o relato oral.
¿Será
ilusorio pensar una televisión hecha por ese inmenso tejido de instituciones y
organizaciones productoras de cultura? En el mundo de la televisión comercial,
desde luego. ¿No será el ámbito regional el indicado para crear una "alternativa
negociada" al modelo estatal y al comercial, esto es, un modelo en el que
no todos los espacios se hallen regidos por la lógica del mercado o la del
didactismo paternalista y se les abra "espacio" a otros modos de ver
y hacer televisión? Ello está sucediendo ya en no pocos países desde Canadá a España,
y hay búsquedas en ese sentido en México y Argentina, sin hablar de la riqueza
de experiencias que a ese respecto ofrecen los Estados Unidos.
Pero
imaginar otra televisión requiere desmontar una serie de trampas ‑aparentemente
sin salida‑. La primera es aquella que identifica fatalmente televisión
con masificación en el sentido de homogeneización/extranjerización,
y frente a la cual no habría más alternativa que didactismo culturalista más folklorismo. Sin embargo, ni la cultura cotidiana de la mayoría
de los colombianos vive del folklore, ni medio masivo de comunicación implica
fatalmente homogeneización. La trampa es sin duda política, porque lo que ahí
está en juego es la idea misma de democracia que tenemos.
Masivo se
opone a elitista en cuanto esto signifique exclusión y paternalismo. Pero
masivo puede significar aquello que tiene que ver con las mayorías sin que ello
implique necesariamente desconocimiento de las minorías. Democracia es hoy
justamente no sólo una cuestión de mayorías, sino de minorías también. Pues la
"medida' de la democracia pasa hoy tanto o más que por una participación
contada en número de votos por el número y el grado de diferencias, de grupos
y vivencias sociales diferentes, que un país es capaz de convivir.
Y una
televisión regional que no sea pensada desde ahí ‑desde un uso del medio
masivo que le dé la palabra al máximo de grupos de voces‑ estará
condenada al más triste y más estrecho de los provincianismos. Una televisión
regional que asuma, no como compartimentos sino como riqueza, las diferencias
de las etnias y las religiones, de las edades y de los sexos, de lo letrado y
de lo oral, podría constituirse en el mejor estimulante de la democracia
cotidiana. Una televisión regional que dé a conocer unas regiones a otras, que
permita encontrarse al Valle con la Costa, a Antioquia con Nariño, podría
ayudar a reconstituir la nación desde abajo, una nación que se integra
descentralizándose.
Segunda
trampa: hacer televisión es dirigirse a una masa pensada culturalmente a imagen
de una clase media, mediana y mediocre. Contra esa trampa está la experiencia
de cualquier periodista que, aunque escribe en un medio mas¡vo, sabe para quién escribe, para qué lectores
escribe. O sea, que lo que nos hace impensable otro modelo de televisión es el
chantaje ejercicio por la identificación ‑comercial‑ del máximo
de audiencia con el máximo de comunicación. Y eso es un sofisma: lo único que
nos dicen los "raitings" es cuántos
aparatos de televisión hay encendidos durante equis programa, pero no cuánta
gente está mirándola y mucho menos quiénes y cómo la ven. Entonces, ¿en función
de qué seguimos pensando que hacer televisión para las mayorías es hacer
televisión para la mediocridad? Mucho menos desde luego a partir de lo que
sabemos acerca de esas mayorías que a partir de los prejuicios que nos ha
inculcado aquella concepción "ilustrada' y conductista de la cultura según
la cual las masas populares son una cosa amorfa, imbécil y pasiva que lo único
que puede hacer culturalmente es reaccionar. Y desgraciadamente el modo en que
se hacen la mayoría de las encuestas sobre la relación de la TV a
"su" público no hacen sino reproducir esos
prejuicios: "ilustrarlos".
Termino
retomando la utopía, puesto que ella es para mí un integrante fundamental de lo
que implica hacer teoría. Y la des‑pliego en dos direcciones. Primera:
en medio de un país tan "roto", tan fragmentado y dividido
como se halla hoy Colombia, la función primordial de la televisión regional
debería ser poner este país a comunicar, ponerlo a encontrarse, a reconocerse
en la diversidad de sus culturas y en la desigualdad de sus situaciones.
Puesto que eso a la televisión comercial parece que no puede o no le interesa
hacerlo, las televisiones regionales quizá podrían comenzar a cambiarnos la
mirada. Pero sólo si para cada región reconocerse no se confunde con
ensimismarse. Una cosa es empezar a verse, a mirarse en sus problemas y sus
potencialidades, en sus decires, en sus cantares y
sus sabores. Pero re‑conocerse es otra cosa: que sólo puede lograrse con
los otros. Hacer televisión desde el Valle será entonces mirar no sólo el
Valle, sino mirar desde el Valle el país entero y el mundo.
Segunda
"concreción" de la utopía: la televisión puede desde la región estimular
no sólo el consumo, sino la producción cultural. La "cercanía" a la
vida que se cuenta, al mundo del que se habla, puede hacer empatar el ver con
el hacer. Y hacer entonces una televisión que estimule a la gente a leer, a
escribir, a pintar y a tejer. Porque es otra antinomia intelectualista la que
opone la televisión a la lectura. Si ello es así, lo es tanto por lo que hace
la televisión cómo por lo que pasa en unas escuelas en las que se sigue
pensando la vida cotidiana de los niños y los jóvenes como si la televisión no
existiera y no estuviera conformando ‑nos guste o no‑ otra
cultura. Bien otra sería la situación si las escuelas empezaran a "tomarse
en serio" la experiencia narrativa, iconográfica y escénica, la nueva
percepción comunicativa y estética que se configura desde la televisión. Y si
regional/cultural fuera el nombre de una televisión que busca ofrecerle a la
gente la oportunidad de reconocerse como sujetos sociales y la ocasión de
producir cultura.
La
concepción que sobre los canales regionales de televisión acabamos de exponer
se va a prestar seguramente a más de un malentendido. Mucho me temo que vaya a
ser leída por algunos como la defensa de una especie de "alternativa
marginal" y marginada de los procesos nacionales, cuando lo que se busca
justamente es replantear, y rehacer desde la televisión, el sentido de lo
nacional. No estamos proponiendo en modo alguno abandonar la lucha por la
transformación de la televisión nacional, sino planteando una forma estratégica
de abrirle brecha y posibilidades, desde el ámbito regional, a esa
transformación. La nación no se hace únicamente desde Bogotá. De ahí que si
hemos de reconocer lo mucho que se ha avanzado en algunos aspectos de la
televisión "nacional", es, sin embargo, el
modelo que rige las tomas de decisión y las formas de producción el que puede y
debe ser replanteado radicalmente para que deje de ser tenido y legitimado como
el único posible en el país. Y es por eso que los canales regionales no van a
poder escapar a la disyuntiva: o abren alternativas o acabarán convirtiéndose
en provinciano remedo y refuerzo de lo que tenemos.
*Actualmente existen en
Colombia dos canales regionales, Teleantioquia y Telecaribe ‑centro y costa atlántica‑ y está
muy avanzada la apertura de Telepacifico para la
región del suroccidente Este texto recoge la ponencia
presentada por su autor en el foro Cómo piensa la universidad la televisión
regional", Cali, julio 1987.