EDITORIAL
El Mercado Común Europeo de las Telecomunicaciones
El capitalismo, en su versión más extrema, necesita periódicamente hacerse la ilusión de que el mundo puede avanzar bajo un régimen de "caída libre". Por tal régimen hay que interpretar en nuestros días ese liberalismo global que ha preconizado y traído consigo Ronald Reagan, que ha llevado a sus últimas consecuencias Mrs. Thatcher y que ha sido torpemente copiado por algunos gobiernos socialdemócratas europeos.
La obsesión
de un orden social darwinista en el que todas las
cosas se dejen funcionar libremente para que probablemente se beneficie el más
fuerte y en el que sea necesario acrecentar las diferencias sociales para que
el sistema funcione está siempre en la mente de los partidos políticos más
conservadores. Desde un punto de vista teórico no seré yo, desde luego, quien
argumente en contra de una interpretación de la sociedad como sistema
biológico, especialmente después de las aportaciones de Prigogine,
sobre el orden a través de las fluctuaciones y las estructuras disipativas; de Eigen, sobre la
autoorganización precelular; y de Maturana
y Varela, sobre la "autopoyesis". Aunque sí
me atrevería a aventurar, desde una perspectiva práctica, que el mundo está
al final de su caída libre, sean cuales sean las leyes profundas que lo
gobiernen. Dando esto por cierto, lo correcto será que el hombre actúe sobre
su sociedad con conocimiento de causa, previendo los resultados de sus acciones
y teniendo en cuenta las consecuencias de éstas. Desencadenar las fuerzas
libres de ese sistema ecológico que probablemente somos no parece suficiente
en una situación de nuestras sociedades caracterizada ya por lo que algunos
han llamado "sociedad de riesgo", es decir, organizaciones sociales
en las que cada nuevo avance o cada nuevo nivel de "progreso" no
supone, como antaño, que unos ganen y otros pierdan, sino que definitivamente
todos perdamos algo.
La época Reagan ha acabado con muchas ideas interesantes para un
orden humano en el mundo. Una de ellas, torpedeada a la vez que la propia
UNESCO que la patrocinó, es el Nuevo Orden Mundial de la Información. Menos de
diez años después de la publicación del interesante trabajo del Premio Nobel irlandés Sean McBride,
"Un solo mundo, voces múltiples", no hay ni rastro en nuestras sociedades
de tal orden y sí muchas posibilidades de que los países industrializados se
hayan despegado irreversiblemente de los menos desarrollados en lo más básico
para el progreso y la sociabilidad: la información, la comunicación y los
conocimientos.
Esa
publicación y ese Orden Mundial hacían más bien referencia a los medios de
comunicación de masas; pero las llamadas nuevas tecnologías de la información,
eje por el que se articula la nueva etapa de expansión de las economías desarrolladas,
significan para los países que menos las poseen, igualmente y con renovada
virulencia, mayor dependencia, más desequilibrios y vuelta a empezar en el
proceso de tratar de disminuir el foso que los separa de los países líderes.
Con este
panorama, Europa se enfrenta hoy a la creación de un mercado común para sus
telecomunicaciones, para sus servicios de valor añadido y para sus equipos
terminales. En el camino hacia ese mercado la Comisión de las Comunidades
Europeas ha comenzado por publicar el documento llamado "Libro Verde de
las Telecomunicaciones Europeas", al cual se ha hecho ya referencia en
números anteriores de esta revista.
Se trata de
un importante documento de política comunitaria que constituye sin duda un
intento válido de actuación sobre las telecomunicaciones europeas con la vista
puesta en la solución de algunos de los problemas actuales y en la planificación
de un futuro común para las redes de telecomunicación de los países miembros
de la Comunidad. No hay que considerarlo, por tanto, como algo negativo para
los distintos países y para las entidades explotadoras de estos servicios, o
con concepciones erróneas sobre la evolución de las telecomunicaciones y de los
servicios de valor añadido. El sentido común se ha abierto camino en muchas de
las partes de este informe y, en varias de las propuestas de actuación que se
hacen, se han recogido iniciativas bastante generalizadas ya en el conjunto de
los países europeos. No obstante, hay que reconocer que todo él está imbuído de ese "espíritu de los tiempos" que en
inglés se llama "global liberalism" y muy
influenciado por las medidas adoptadas por grandes países tales como Estados
Unidos, Inglaterra y Japón. Se deja llevar, en este sentido, por una
determinada forma de actuar y una determinada concepción de la sociedad, sin
argumentarlas excesivamente y sin evaluar a priori las repercusiones que de
ello se pueden derivar.
En términos
de la filosofía que impregna la transformación que se propone hay muchas
preguntas abiertas. El conflicto entre una oferta de redes y servicios de
telecomunicación y de información pensados para las grandes empresas con necesidades
muy variadas, y una oferta orientada a suministrar servicios públicos
universales, estandarizados y fuertemente interconectados, parece resolverse a
favor de la primera orientación, con un más que posible perjuicio para países
que tienen todavía una tasa de penetración de servicios básicos reducida. Esto
podría ampliar las diferencias existentes en el desarrollo económico y técnico
de los países miembros.
Igualmente,
la idea de que es necesario elegir entre las potentes Administraciones de Telecomunicación
actuales y una nueva organización más liberalizada parece subyacer en el
fondo del libro. El dilema de quedarse en un extremo tradicional, monopolista,
nacionalista, proteccionista y burocratizado, como es el que las A.A.T.T. representan en algunos países, o pasar a un
extremo de privatización y liberalización, es resuelto en el libro a favor
del segundo, sin opciones intermedias para aquellas A.A.T.T.
que mediante cambio de status jurídico o por otros medios superen
satisfactoriamente esas viejas inercias.
Se echan en
falta en estos conflictos caminos alternativos más originales y más adaptados
a la realidad europea. Sacar partido, por ejemplo, de la heterogeneidad y
buscar una actuación distinta en cada país que a la larga impulse e iguale el
desarrollo de las telecomunicaciones europeas puede ser más efectivo que imponer
una homogeneización por decreto y de arriba abajo. Ni la heterogeneidad es algo
negativo cuando, como ocurre hoy en las telecomunicaciones, hay dinamismo,
demanda, crecimiento y proyectos en cada país, ni la igualación impuesta es
algo siempre positivo.
En cuanto a
los impactos (económicos, sociales, institucionales y otros) de las
transformaciones esperadas, el libro hace pocas valoraciones. Parece asumir,
por ejemplo, que el libre mercado es una receta infalible para el crecimiento
y la dinamización económica, esperándose obtener resultados netos favorables,
aunque no esté muy claro quién se beneficiará de ellos. Hay también muy pocas
referencias al monopolio natural que las telecomunicaciones han sido hasta
ahora y no se considera la posibilidad de que tal monopolio siga existiendo de
facto con la evolución de los mercados de nuevos servicios.
El Libro
Verde, no obstante, al estar concebido como un documento sobre el que debatir,
tiene todas las posibilidades de llegar a ser el gran documento de política
europea de las telecomunicaciones para los próximos años que la Comunidad
necesita. En el proceso de debate pueden irse perfeccionando las posiciones y
las líneas de acción, así como decantándose las grandes opciones de filosofía
y de concepción de las telecomunicaciones que interesen a los países de la
Comunidad. El análisis de impactos, la reflexión sobre la naturaleza y el
significado del cambio tecnológico, y la búsqueda de alternativas propias
comunitarias pueden ayudar decisivamente en esa dirección. Pero todo esto es
bastante distinto de desencadenar fuerzas incontroladas y de crear una
situación de "río revuelto" por la que a veces parecen apostar
determinadas multinacionales que parten en condiciones de ventaja comparativa
por lo que se refiere a la tecnología disponible y a la capacidad de actuación.
Adolfo Castilla