Publicidad y banalidad
En torno al significado de la comunicación de masas
José Luis Pardo
El contraste entre la hipótesis poética y la hipótesis redundante de la semiología de la publicidad conduce a una hipótesis pragmática: la publicidad ofrece la imagen de la normalidad, de la banalidad, y no es informativa ni deformativa, sino performativa.
La semiología de la publicidad oscila entre
dos hipótesis contradictorias cuya contrastación puede ayudar a comprender
algunos problemas centrales de la teoría de la comunicación en general y de la
comunicación de masas en particular.
Según la primera de ellas, a la que nos
referiremos como "hipótesis poética", la publicidad pertenece a las
artes de creación y es una modalidad de "invención lírica" que
"transforma los utensilios en significantes" mediante una "poética
de la materia manufacturada" (Péninou, 1972). La suposición inversa, a la que llamaremos "hipótesis
redundante", sostiene que no hay ‑en términos generales‑
creación publicitaria, pues "cada mensaje no hace más que repetir lo que
el receptor ya esperaba y conocía" y, si nos persuade de que debemos
desear ciertas cosas, es sólo "porque ya las deseábamos antes". De
modo que, pese a las "ilusiones 'revolucionarias' del publicitario
idealista" que cree trabajar "para modificar los sistemas
perceptivos", el publicista "es hablado por su propio lenguaje"
(Eco, 1968).
EL IMPERIO DEL EMISOR
La hipótesis poética encuentra su fundamento
en la atmósfera omnisemiótica de los tiempos que
corren. Las condiciones económicas que rigen las relaciones públicas en la
sociedad industrial son, como bien se sabe, propensas a despojar a los objetos
de su llamado "valor de uso", su función utilitaria de instrumentos o
herramientas. Este ocaso de la utilidad se produce en primer lugar en beneficio del "valor de cambio" y, merced a él,
las cosas artificiales abandonan su dimensión operativa para entrar en la
esfera del intercambio generalizado con un valor de signos (de valor) (Cfr. Baudrillard, 1972).
Sin embargo, este proceso de fetichización mercantil, que eclipsa la vieja opacidad del
utillaje en el medio ambiente industrial, se limita a sustituir el valor (de
uso) por el precio y a introducir las cosas en la circulación comercial como
símbolos de su equivalente monetario, pero no basta para investir tales objetos
con el deseo, para instituir o provocar la intención de pagar por ellos ese
precio en que se han convertido. Aquí es donde entra en juego el trabajo del
publicista: después de que el mercado se ha encargado de eliminar los útiles
como tales, la publicidad recibe la encomienda de inventar toda una
"estética de los objetos manufacturados" para dotarles de un nuevo
espesor y, en suma, de una imagen que los haga también apetecibles a los ojos
del consumidor. En épocas recientes, cuando el diseño ha entrado a formar
parte intrínseca de la mercancía, las fronteras entre la fase de fabricación y
de promoción tienden incluso a difuminarse (y diseñar es, no lo olvidemos, dar
imagen, publicitar).
Así pues, a la publicidad le habría tocado
la labor de semiotizar todo un continente
anteriormente ajeno al sentido, de inventar un universo entero de formas
expresivas capaces de convertir las cosas en lenguaje y hacerlas hablar en un
idioma antes desconocido, de fabricar su brillo y su esplendor sensible más
allá de su identidad utilitaria y de su cuantificación mercantil. Es cierto
que la "libertad de creación" publicitaria se encuentra restringida
por las condiciones económicas de producción del propio discurso publicitario
(Eco, ibíd.), pero nunca ha
existido una "libertad de creación artística" al margen de toda
limitación (1).
Ahora bien, pensar que este nuevo lenguaje
publicitario, crecido en su mayor parte al amparo de la extensión de los
medios audiovisuales de difusión, está sometido a un Código (Langue) no es, en principio, negarle su dimensión
creativa. Se puede hacer semiología de las catedrales góticas o de las obras
de Miguel Angel; ello no implica negar originalidad
a tales obras, sino, al contrario, dotarse de los instrumentos de análisis
adecuados para reconocerla y calibrarla en su justa medida.
Así, la semiología de la publicidad que se
apoya en la hipótesis poética busca establecer la Lengua de creación de los
"enunciados publicitarios", sin que ello recorte el espacio de
impronta personal reservado a todo creador individual.
No obstante lo anterior, esta búsqueda semiológica
presenta algunas condiciones críticas de aplicabilidad. La primera de ellas es
el postulado del Sistema del Emisor al que se ajusta. Ello quiere decir que el
semiólogo se desinteresará desde un primer momento por los posibles efectos (perlocutorios y pragmáticos) que la publicidad pueda tener
sobre sus destinatarios, limitándose a reconstruir la estructura semántica
ideal que sirve de soporte invisible al publicista. Huirá, por tanto, de la
peligrosa identificación del "significado" de un enunciado con sus
efectos prácticos. En consecuencia ‑y esta es la segunda condición‑,
se apartará de la "semiología de la comunicación" (Mounin, 1970), para la cual sólo son mensajes semióticamente pertinentes aquellos en los que (i) existe
una intención explícita por parte del emisor, cuyo reconocimiento propone al
destinatario al transmitir el mensaje (en el mismo sentido, Grice, 1957), y (ii) se da un código compartido por los
interlocutores gracias al cual el destinatario puede reconocer las intenciones
del emisor (Cfr. Searle, 1969: no hay intenciones
sin convenciones).
La publicidad se rebela ante este esquema,
ya que sus intenciones comunicativas (por ejemplo, "compre Cointreau") nunca son explícitas ni transparentes
para el destinatario ("Cointreau a bordo del Concorde"). La publicidad es
un extraño lenguaje que no quiere decir (intenciones) lo que quiere decir (significado)
y que, para ser eficaz, debe pasar de contrabando su código ante los ojos del
destinatario. Por todo ello ‑tercera y última condición‑, la publicidad
no se ajusta a la lógica tradicional del Logos de
Occidente: como toda imagen poética, los spots se valen de connotaciones
subjetivas, sugerencias y sugestiones, leves indicaciones y guiños sutiles
refractarios a la argumentación .
Al no tener necesidad alguna de verificación
empírica (la única corroboración del Sistema del Emisor es la coherencia
interna de sus articulaciones) ni chocar contra el límite de un presunto
"sistema del receptor" (pues se desinteresa
por la descodificación efectiva de los mensajes en circunstancias de
transmisión concretas), el poder de innovación semántica del publicista se
vuelve ilimitado. No es responsable de lo que el destinatario entienda ‑o
malentienda - en sus mensajes, que sólo constituye una interpretación
"bastarda" imputable a los contextos psico‑sociológicos.
Mantiene un circuito de diálogo exquisito con el semiólogo al margen de sus
receptores (2).
LA MISERIA DEL DESTINATARIO
La hipótesis redundante llama la
atención sobre un aspecto muy particular de la comunicación publicitaria, y
para ello se traslada por un momento al circuito de los receptores. A nadie
sorprende, en principio, que una causa produzca plenos efectos antes de que
exista la ley científica que liga matemáticamente ambos fenómenos: la Tierra
se movía antes de Galileo, y el púlsar binario emitía
radiaciones cuando aún no había teoría astrofísica de los black
holes. Sin embargo, sí es sorprendente la eficacia de
la publicidad en los destinatarios al margen de los códigos en los que los
semiólogos reconstruyen el Sistema del Emisor; porque parece indispensable
que, para causar algún efecto, un anuncio publicitario haya de ser previamente
comprendido.
Es, por otra parte, un hecho fácilmente constatable
que un anuncio comporta un número muy elevado de articulaciones lógicas,
algunas de ellas notoriamente complejas. Si, a pesar de ello y de su
analfabetismo semiológico, el destinatario entiende sin dificultad los
mensajes publicitarios del mismo modo que el semiólogo tras complejas
operaciones de reconstrucción lógica, no queda otro remedio que suponer que la
publicidad "habla un lenguaje ya dicho antes, y que esta es la razón que
la hace comprensible" (Eco, ibíd.). De este
modo se aclara el formidable contraste entre la presunta "innovación
poética" del publicista creativo y la innegable impresión de
"trivialidad fática”, archi‑repetida
e hiper‑codificada que transmite el discurso publicitario.
Lo que sucede es que una de las obligaciones
semióticas a las que el publicista, como funcionario de una férrea clave
retórica de la que no es autor sino resorte, está sujeto es la de presentar
todos sus enunciados como innovaciones revolucionarias del campo semántico.
Pero, tras ellas, no discurre sino el aburrido territorio de la banalidad.
Todo ello nos conduce a esta conclusión: cualquier investigación medianamente
profunda sobre el panorama de la semiótica publicitaria es suficiente para
refutar la hipótesis poética.
Pero mostrar la falsedad de una hipótesis no
basta para probar la validez de su contraria. En efecto, la hipótesis
redundante sostiene además, según indicábamos, que los enunciados
publicitarios son redundancias de los propios códigos vigentes en la comunidad
comunicacional de los destinatarios. Examinemos de cerca esta comunidad. El
padre teórico del Sistema del Emisor (Barthes, 1967)
declaraba la imposibilidad de probar el significado publicitario
"mediante un recurso directo a la masa de sus usuarios, ya que esa masa no
lee el mensaje, sino que únicamente lo recibe". El propio Eco (1974) habla
del resultado de algunas "entrevistas no‑directivas",
realizadas para comprobar la influencia de la televisión sobre su audiencia, en
estos términos: "las respuestas se situaban entre el titubeo, la afasia y
el borborigmo. No cabía duda de que no sólo habían comprendido mal, sino que,
además, no habían comprendido nada... En ciertas zonas deprimidas, la velada es
percibida como un continuum sin distinciones entre
crónicas, publicidad y fantasía".
Así pues, nos encontramos ante un círculo vicioso:
cuando la experiencia nos conduce a negar a la publicidad todo poder de innovación,
nos inclinamos a considerarla mera repetición de "lo ya sabido de
antemano" por los destinatarios; pero, cuando nos desplazamos a los hogares
de los destinatarios para comprobar qué es eso que ya sabían, encontramos
aterrados que no sabían absolutamente nada. ¿Por qué entonces la publicidad
transmite la sensación de banalidad y redundancia?;
¿con qué podría redundar si la única prueba que tenemos de que los códigos que
utiliza son triviales, son sus propios enunciados?;
¿de qué sería repetición si en ninguna parte puede hallarse algo parecido a un
"sistema del receptor" que corroborase la hipótesis?; ¿cómo hacerlo, si el destinatario de la comunicación,
como el acusado de La Colonia Penitenciaria, se limita a recibir una serie de
marcas cuyo significado es incapaz de descifrar?
LA BANALIDAD
A la estrategia que proponemos para resolver
esta incómoda situación podría llamarse "hipótesis pragmática",
porque ella sí arrostra las consecuencias de la temida ecuación "sentido=efecto". Tal suposición, de ser plausible,
serviría para explicar por qué, a pesar de la impecable argumentación en
favor de la poética publicitaria, no hay ejemplo alguno de las presuntas
"innovaciones" relevantes, sino más bien pura banalidad, y, de paso,
por qué la "hipótesis redundante", con toda la sensatez que introduce
en esta problemática, es inverificable recurriendo a los usuarios de la
comunicación.
En primer lugar, y contra la hipótesis redundante,
es preciso aceptar que la publicidad es nutritiva, creativa o poética. Pero ‑y
éste es el nudo de la cuestión‑ lo que crea no son nuevas formas
expresivas, nuevos códigos perceptivos o nuevas articulaciones del campo semántico.
Lo único que produce es un medio ambiente de normalidad, una atmósfera regular
(pero difusa) de banalidad que constituye el clima del destinatario en la
cultura de la imagen, la nebulosa figura del campo semántico global en una
determinada coyuntura histórica.
En segundo lugar, es necesario comprender
que esa normalidad publicitariamente transmitida no pre‑existe
ni sobrevive a la comunicación de masas: la publicidad no habla (falsa o
verdaderamente) de un mundo (normal o novedoso) que le sería exterior. Al
contrario, los anuncios transmiten siempre dos mensajes incongruentes y simultáneos:
el primero, la sedicente innovación imaginaria que suponen presentar
("Atención: voy a mostrarte lo nunca visto"); el segundo, la
sedicente redundancia ‑no menos imaginaria‑ con la que se autodenuncian como retóricos
("No hagas caso de mí: soy sólo publicidad").
Ocurre que todo enunciado publicitario es autoalusivo
y, en consecuencia, paradójico (3). El spot remite a
sí mismo como a la imagen que pretende ofrecer de sí mismo (incluyendo en ella
al emisor, al destinatario y al mundo circundante).
Esa imagen es la de la normalidad (de la imagen): una normalización imaginaria
o una imaginación normalizante. El anuncio sólo es
eficaz si consigue su propósito de pasar inadvertido de puro normal, si llega
a hacer creer a sus destinatarios que no dice nada relevante y, por esta vía,
expende y expande una normalidad prefabricada en cápsulas de espacio‑tiempo
(paquetes de información, ficción o espectáculo). Ese
es todo su sentido (pese a los publicistas y a los semiólogos).
En definitiva, no es que
los códigos publicitarios sean normales y archi‑repetidos,
es que se tiene la obligación de producir esa impresión para fomentar una
normalidad aberrante y un código inexistente. Así pues, y para resumir en una
fórmula extensible a toda comunicación audiovisual: el significado de un
mensaje publicitario es una serie de directrices para su olvido. Es por ello
que el destinatario ‑a diferencia del semiólogo‑ no puede leer. se comunica con los media en la media luz pre‑semiótica de la ceremonia de culto a las imágenes;
no se trata en ella de que se divierta, se informe o
se sienta invitado a comprar, solamente se trata de que celebre (y observe) la
persistencia de la banalidad. Porque la banalidad no es un presupuesto
factual, semántico o ético que debiera preceder a la comunicación para dotarla
de sentido, sino (siempre que el emisor tenga éxito en su estrategia
persuasiva) una consecuencia pragmática de la publicitación.
Por ello, la publicidad no es de ningún modo
informativa, pero tampoco deformativa o conformativa; sólo es ‑tentativamente‑
performativa. No nos informa del mundo en que
vivimos, pretende introducirnos a un mundo en el que vivir. De esta forma
entrevemos la posibilidad de un "giro copernicano" en el terreno de
la semiología publicitaria: en lugar de considerar a la publicidad como un
discurso más bien anómalo y como un género innoble de comunicación, podría
tomarse como modelo de análisis para todo tipo de discurso y todo género de comunicación.
Y, desde luego, las consecuencias no serían triviales.
NOTAS
(1) Es fácil comparar la tradicional
"dependencia" del artista con respecto a la autoridad política o
eclesiástica con su moderna dependencia de las condiciones del mercado (y, por
tanto, de la publicidad); por otra parte, el acercamiento entre arte y
publicidad parece obvio desde que un buen número de artistas (dibujantes,
músicos y cineastas) trabajan en la confección de spots.
(2) Sea el caso de un brandy que se anuncia
con la inscripción "Alcanzar la cumbre' junto a una fotografía de la
botella. De cualquier interpretación que diésemos a esa secuencia ¡cónico‑verbal
el publicista siempre podría defenderse aduciendo: "Yo no he dicho (ni
mostrado) eso". Y tendría razón ante el tribunal
del Logos. Tal parece que, como los déspotas ilustrados,
el emisor dicta la ley (el código que contiene la clave para interpretar su
mensaje), pero no puede ser juzgado de acuerdo con ella .
(3) La auto‑alusión es la causa de
toda paradoja lógica, y todas las estrategias inventadas hasta hoy para eludir
las paradojas son cláusulas de prohibición de la auto‑alusión.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Barthes, R. 1967: Systéme
de la Mode, París (trad. cast. Ed. G. Gil¡).
Baudrillard, J. 1972: Pour une critique de l'économie
politique du signe, París (trad. cast.
Ed. Siglo XXI).
Eco, U. 1968: La estructura ausente, Milán (trad. cast.
Ed. Lumen).
Eco, U. 1974: "¿Perjudica el público a
la televisión?", en M. de Moragas (comp.),
Sociología de la comunicación de masas, Barcelona 1982.
Grice, H.P. 1957: "Meaning", Philosophical
Review n. 66.
Mounin,
G. 1970: Introduction á la sémiologie,
París (trad. cast. Ed. Anagrama).
Peninou. G. 1972: Intelligence de la publicité,
París (trad. cast. Ed. G.
Gil¡).
Searle, J. R. 1969: Speech Acts, Cambridge (trad. cast. Ed.
Cátedra).