La evolución histórica del escritor en la sociedad y de sus tecnologías de creación orienta una aproximación a las relaciones del creador literario con el ordenador y a los cambios cualitativos que consagra.
El escritor
no es un hombre libre. Depende de factores objetivos y subjetivos, sociológicos
y psicológicos, que condicionan el ejercicio de su arte. Cuando es consciente
de su dependencia y cree en lo que hace, lucha por alcanzar sus objetivos
artísticos al costo de cualquier sacrificio, aun el del anonimato (1).
La líneas que siguen no van dirigidas a analizar las
vidas de los autores que adoptaron esa actitud extrema y valiente, sino a hacer
un repaso de las dependencias que han padecido o han usufructuado los
escritores de nuestra cultura occidental hasta el presente, en que el mundo
cotidiano, y por supuesto el mundo profesional, se encuentra ante la difusión
geométricamente acelerada de los medios electrónicos de comunicación.
Voy a
referirme a algunas de las actitudes psicológicas y sociológicas y a los medios
técnicos que han condicionado, impulsando, frenando u orientando, la creación
literaria, desde el momento de la afirmación de las lenguas vernáculas
derivadas del latín como instrumentos expresivos con entidad literaria, hasta
nuestros días.
LAS LETRAS
EN LA ALTA EDAD MEDIA
La
literatura en la alta Edad Media se enfrentó a un
condicionamiento externo que difícilmente podía salvar: el
pueblo de Occidente no sabía leer. Y al decir el pueblo no me estoy refiriendo
a las capas bajas de la población, sino a su conjunto; la aristocracia no sabía
leer.
P. Riché
demuestra por medio de una estadística sobre la cantidad de documentos que en
lugar de firmas llevaban cruces al pie, que ni los señores ni los reyes eran
letrados. Carlomagno y Otón I no sabían leer y es dudoso que sus esfuerzos por
aprender a leer y escribir, ya de adultos, hayan tenido éxito. Ninguno de los
reyes de Inglaterra que reinaron antes del 1100, comprendido Guillermo el Conquistador
y con la excepción de Alfredo el Grande y tal vez de uno o dos reyes más, sabía
leer (2). Para hacerse idea de la diferencia de nivel
cultural entre Occidente y el Oriente bizantino, basta tener en cuenta que
entre los dos grandes emperadores analfabetos de Occidente gobernó en Bizancio
el emperador León VI el Sabio, poseedor de una profunda cultura astronómica.
Ante este
panorama las letras se refugiaron en los monasterios, en latín, prevaleciendo
en la literatura para seglares la forma oral. Las obras en lenguas vernáculas
se componían para ser interpretadas en forma cadenciosa y salmodiada, muy
frecuentemente acompañadas por instrumentos musicales; las piezas teatrales habitualmente
eran leídas, no representadas, teniendo una gran difusión un género, la
pantomima, a menudo obscena, aunque a veces los temas eran religiosos, en la
que ni siquiera se acudía a la palabra. El género poético incursionaba tanto
en la variedad lírica como en la épica, destacándose dentro de la primera, en
Aquitania, los poemas amorosos en lengua de "oc", primero cantados, y
desde fines del siglo XI escritos, y los cantares de gesta en lengua de
"oui", en los reinos más rudos del norte del Loira.
En razón de
las condiciones sociales, el escritor, que muchas veces era el mismo
intérprete, solía ser anónimo, la tradición era oral, y los textos estaban
sometidos a continuas modificaciones para adaptarlos a las características del
auditorio o del medio cultural en que se producía su
difusión, o simplemente porque el intérprete lo transformaba según su propio
gusto literario.
EVOLUCIÓN EN LA BAJA EDAD
MEDIA
El
desarrollo de la cultura que se produce en Europa Occidental durante la baja
Edad Media tiene importantes consecuencias en la literatura.
Los reyes y
los señores, necesitados de atender asuntos administrativos progresivamente
más complejos, se ven precisados a aprender a leer y escribir. La ampliación
del volumen comercial, el crecimiento de la frecuencia y de las cifras de
intercambio, hacen imprescindible a los comerciantes conocer la lectura, la
escritura y el cálculo aritmético. Aparece una clase de dependientes
administrativos, auxiliares de la burguesía comercial próspera, que necesitaban
conocer las mismas artes; las universidades se multiplican y crecen en
prestigio, son frecuentadas por numerosos estudiantes que hacen crecer la
demanda de textos escritos.
Ya que
"La obra literaria se constituye siempre por medio de un hecho
lingüístico y, por tanto, consiste básicamente en una comunicación establecida
dentro de los medios de la lengua entre un autor (a través de un intérprete o
de la escritura) y un perceptor de la obra (sea oyente o lector), aislado o
reunido en grupo" (3), la difusión del conocimiento de la lectura y de
la escritura favoreció la comunicación del hecho literario a través del medio
escrito haciendo perder importancia a la intermediación del intérprete.
Ante el
desarrollo cultural y también bajo los efectos del ejemplo constante de la
literatura en latín, la literatura en lengua vernácula fue adoptando la forma
escrita de modo cada vez más habitual, lo que incidió en la estructura de la
obra. Se abandona la interpretación salmodiada y cadenciosa pasándose a la
lectura pública apoyada exclusivamente en la palabra y de ella a la lectura
personal, lo que da lugar a la introducción del metro y la rima. El juglar
adopta su oficio a las nuevas condiciones y la mayor fijación de los textos a
través de la escritura favorece la declaración del nombre del autor, que se
identifica con su obra por las razones de prestigio que supone exponer la
maestría en el arte literaria.
Esto ocurre
sobre todo en el mester de clerecía, que sin embargo no está divorciado absolutamente
del mester de juglaría, no sólo en cuanto a temas sino en las actitudes. Los
clérigos, para facilitar la comunicación con los feligreses, utilizaron en
sus composiciones las lenguas vernáculas y no se limitaron a los argumentos
religiosos, buscaron inspiración en los temas folklóricos propios de los
juglares para asegurarse una mayor difusión.
En este
período, marcado por la aparición de la Divina Comedia, terminada poco antes de
la muerte de Dante Alighieri, acaecida en 1321, continúa el éxito de los
géneros tradicionales y aparecen o se afirman otros nuevos. La poesía épica
sigue produciendo grandes obras pero la novela alcanza una difusión
extraordinaria con la publicación de las cinco partes del Lanzarote. El
cuento, a través de una compilación de textos italianos, el Novellino, de
mediados del siglo XIII, muestra cómo la cultura urbana supo aunar una
inclinación realista y picaresca con la tradición cortesana y caballeresca. Sin
embargo, la nueva gran corriente es el realismo, a través de los fablíaux que
aparecen hacia el 1200
de la novela paródica, con la epopeya animal del
Renard.
EL GRAN CAMBIO DE
ACTITUD; EL SENTIDO DE LA MUERTE. EL MITO DE LA GLORIA
En la
segunda mitad del siglo XIV la sensibilidad cristiana se concentra en el tema
de la agonía y el tránsito al más allá. De modo casi simultáneo una nueva
forma de preocupación por la muerte, desconocida hasta entonces en la tradición
cristiana, estalla en gran parte de los países de Occidente. Presionados por
una conciencia personal de la muerte, que hasta entonces había sido
considerada como un acontecimiento accidental, como una liberación de la
miseria, como una entrada en la verdadera vida, los hombres de aquella época se
sienten inclinados a meditar intensamente sobre sus propios destinos,
percibiendo ante su oscuridad y su inevitabilidad una sensación de temor, se
sienten horrorizados, adquieren el sentido de lo macabro.
La muerte
empieza a ser personificada, como diosa, como un ser cadavérico armado, como
caballero que asola la tierra. La muerte no es un ser que emane de Dios, es la
contrafigura del hombre vivo. Además es imparcial. Su aparición y sus
designios no dependen de la conducta cristiana de los individuos, no lleva a
cabo una función ética, es la encargada de cumplir una ley que alcanza a todos
los hombres por igual. Al tiempo que la cultura va desvinculándose de sus
estrechas ataduras a la religiosidad, se está operando la transformación del
significado de la muerte que se adapta a la nueva sensibilidad laica.
La nueva
conciencia laica de la muerte da lugar, desde comienzos del siglo XIV, a un
tema macabro, originado en tierras franco‑germánicas, que arraiga con
fuerza en la sensibilidad colectiva e inspira composiciones literarias, se
convierte en tema de las artes plásticas y da nacimiento a una de las primeras
manifestaciones corales de la naciente cultura laica: La Danza de la Muerte.
En ella, los muertos se apoderan de los vivos de todo
rango, ante su estupor, para hacerlos cruzar el umbral del más allá. Frente al
sentimiento de melancolía que produce en los vivos el abandono de los goces
terrenos, se alza un puente psicológico que les permite tomar distancia y al
mismo tiempo les ayuda a cruzar el límite: la ironía. Aparece como un recurso
hasta entonces ignorado de la vehemencia ascética del cristianismo. El
escritor laico, que ha reconocido su propia muerte y siente su horror, acude
a la ironía y se burla de sí mismo, de sus congéneres y de su caducidad
material.
EL MITO DE
LA GLORIA
La
laicización metafísica del hombre de los siglos XIV y XV produce un efecto
inevitable en la psicología colectiva: Si la salvación cristiana se vuelve
dudosa, si la trascendencia no está asegurada en el más allá, ahora que se ha
revalorizado la realidad humana individual es necesario encontrar otra
salida, otra posibilidad de trascender, pero, además, de hacerlo como individuo.
Es el mito de la gloria. Mientras que el nuevo sentido de la muerte alcanzaba a
toda la sociedad, el mito de la gloria está ligado a las elites, únicas que
tienen acceso a los medios de poder, de riqueza o de cultura que les permitan
aspirar a ser inmortalizados.
Lorenzo
Valla realiza un intento sincrético de las prescripciones de la filosofía
cristiana y las necesidades de la filosofía laica imperante, en su obra De voluptate, escrita en 1430. "Las
almas generosas no temen las leyes, no están aterradas ante la perspectiva de
los amenazadores suplicios, sino que son atraídas por los premios", dice
Valla (4). En otras palabras, la gloria, que como
instrumento para su trascendencia individual persigue cada ser humano, puede
alcanzarse en el más allá.
Desde un
siglo antes a la obra de Valla el sentido de la gloria inquietaba a los
hombres, que habían buscado colmarlo sin enfrentarse abiertamente con los
sentimientos religiosos. Los monumentos funerarios celebran la gloria de los
que mandan edificarlos. Los señores incluso se adueñan de espacios
preeminentes en las iglesias. Sin embargo, los nobles, los dignatarios
eclesiásticos y al alta burguesía se impacientan y
prefieren no esperar a su muerte para que su vida y sus actos sean
glorificados. Acuden a las artes plásticas para que inmortalicen su imagen y
acuden a las letras, y los escritores les ofrecen sus servicios como vehículos
de tránsito hacia la gloria.
Sin que el
escritor talentoso llegara a convertirse en un mero instrumento, parece que en
ese período en su arte empiezan a gravitar con más fuerza las componentes
extrínsecas: consideración social, dignidad, gloria, que las intrínsecas:
vigor del tema, perfección de la forma literaria. Lo dice claramente Francesco
Petrarca en unos versos que envía a su contemporáneo Pandolfo Malatesta, señor
de Rímini, ensalzando las capacidades de la literatura, por encima de las demás
artes, para inmortalizar la fama de los hombres (5).
Cuando los
cronistas cantaban las hazañas de reyes y caballeros contribuían a hacer
perdurable la gloria de los héroes, pero ellos no tenían conciencia de su
indispensabilidad, hasta el punto de que frecuentemente quedaban anónimos. Por
el contrario, a partir del siglo XIV, los escritores tienen conciencia de su
lugar en la sociedad. No sólo saben con claridad que su arte cumple una función
ético‑social, como lo afirma Petrarca, sino que advierten que su ejercicio
puede revertir en provecho de su propia gloria.
Conscientes
de que disponen del medio más idóneo para conceder la gloria, lo proclaman y
llegan aún más lejos, prometiendo forjar la inmortalidad de quienes acepten su
obra. Al afirmar la función ético‑social de la gloria y al declarar su
arte el instrumento más adecuado para conseguirla, contribuyen a otorgar a la
cultura un papel autónomo, sustancial y constitutivo de la sociedad terrena
separada de la sociedad religiosa. De este nuevo culto laico, ellos, los
escritores, se hacen ministros y oficiantes, y, como los ministros
eclesiásticos, vendedores de favor divino.
EL ESCRITOR
A PARTIR DEL RENACIMIENTO Y HASTA NUESTROS DÍAS
El mito de
la gloria, que nació cuando el hombre reemplazó a Dios por sí mismo en el
centro de su interés, en el momento de las turbulencias psicológicas y
sociológicas que señalan el abandono del modelo teocrático y feudal de
organización social para entrar en la organización burguesa y la preeminencia
de las grandes ciudades ‑centros comerciales y focos de irradiación
cultural‑, perdura hasta nuestros días.
A medida que
la difusión de la cultura y los medios modernos de reproducción fueron afirmando
la literatura escrita ante la oral, que se fijaron las formas poéticas, el
verso isosilábico y la rima, y la prosa fue vigorizándose y extendiéndose en
sus diversos géneros, la situación social del escritor y sus dependencias psico‑sociológicas
fueron variando de intensidad pero no cambiaron demasiado en su esencia.
Es verdad
que hoy día la moral pública no admite abiertamente la función retórico‑social
de la literatura como en tiempos de Petrarca. Al menos en las democracias
occidentales, los poseedores del poder están obligados a ocultar su apetencia
de fama detrás del velo de pudor que imponen las costumbres.
Sin embargo,
en la actualidad, la literatura sigue siendo un arma que puede encumbrar socialmente
al escritor o volverse contra él. El arte de escribir ejercido acríticamente y
la actitud moral laxa del escritor pueden ser los instrumentos del éxito,
pero su actitud crítica tal vez le signifique la desgracia. Esa desgracia
consiste en una ascética y discreta marginación social en los países
democráticamente avanzados, donde se interviene con bisturíes desinfectados y
en un medio estéril, o pueden ser las más groseras persecuciones ‑que
incluyen la cárcel, la tortura y la muerte‑ de las que tantos ejemplos
tenemos en nuestros días, en los países menos bien educados.
En la
actitud del escritor influyen tanto factores sociológicos que lo presionen
como servidumbres psicológicas que desenfocan la lente que dirige a su
objetivo. En este caso el escritor percibe con más claridad e intensidad el
objetivo de la propia gloria ‑cuando no los más pedestres del dinero, el
goce de prebendas y la adulación‑ que el del perfeccionamiento de su
arte. Felizmente hay escritores que sin llegar al ascetismo, sin despreciar la
notoriedad que puede resultar humana y razonablemente deseable, ponen su
empeño antes en la búsqueda de la calidad de la obra que en la persecución del
éxito.
LOS MEDIOS
TÉCNICOS Y EL ESCRITOR
Si partimos
de la idea de que el hecho literario es un proceso de comunicación, tendremos
en un extremo del sistema al emisor o autor y en el otro al receptor. En medio
de ellos está el canal de comunicación, constituido por diversos medios.
Desde el
momento en que el autor imagina su obra hasta que el receptor la recibe intervienen
unos medios qué han ido evolucionando con el paso del tiempo y que clasificaré
en directos (los que son inmediatos al autor) e indirectos (los que son
mediatos).
Los
principales medios directos se pueden separar en:
Instrumentos:
buril, pluma, máquina, procesador de textos.
Materiales:
tablilla, pergamino, papel, pantalla. Los más importantes medios indirectos
son: cocopista, imprenta.
Otro medio,
que reemplaza a todos o parte de los anteriores y que puede estar más o menos
cerca del autor pero que siempre está cerca del receptor, es el intérprete,
que según las épocas y los géneros ha sido el juglar, el cantor o el actor. El
intérprete puede estar tan cerca del autor como para confundirse con él, como
solía ocurrir con la poesía juglaresca y como sucedía y aún sucede con el
teatro, en el caso de los autores‑actores.
El escritor
y su obra tienen una dependencia de los medios materiales que los condicionan en
mayor o menor medida, así como los condicionaban los factores psicológicos y
sociológicos que hemos visto más arriba.
La invención
del papel fue decisiva en la difusión de la obra literaria al reducir el costo
con respecto al pergamino y al facilitar el almacenamiento de los libros, que era enormemente dificultoso y caro en el caso de las
tablillas.
También el
uso de la pluma hizo la escritura más cómoda y veloz. El otro invento que tuvo
una incidencia fundamental sobre la obra literaria fue la imprenta.
Una sucesión
de invenciones llevó a la imprenta tal como la conocemos. Primero se utilizó la técnica del grabado empleando placas de
madera donde se tallaban los tipos, procedimiento que era lento y costoso.
Fueron dos inventos simultáneos los que dieron el verdadero impulso a la
imprenta: los caracteres metálicos y móviles y la prensa de plato movible que
permitió imprimir anverso y reverso de la hoja. Gutenberg
y Schaefer imprimieron en Maguncia, en 1455, el primer libro por este
procedimiento, la "Biblia de 42 líneas" o "Biblia de Mazarino", llamada así porque el cardenal poseía un
ejemplar.
La imprenta
influyó de muchas y decisivas maneras sobre el libro:
a) La disminución del costo de producción y la
velocidad permitieron editar muchos más títulos y en tiradas numerosas;
b) Aumentó geométricamente la difusión del, libro,
verificándose un proceso de acción y reacción: la demanda creciente estimulaba
la edición y. la oferta numerosa y barata contribuía a difundir la cultura;
c) Disminuyó
el riesgo de pérdida de la obra al haber más ejemplares;
d)Redujo la cantidad de errores;
e) Contribuyó a fijar el texto, lo que afecta al
autor de la obra. Con la imprenta desaparece la intervención creadora del
copista, que frecuentemente modificaba los textos. Los códices manuscritos
sufrían numerosas modernizaciones y refundiciones. Con la imprenta cambia el
procedimiento, ya que se procuraba partir del mejor texto que luego se componía
cuidadosamente. Todo ello redundó no sólo en el mayor respeto del texto
original, sino que facilitó la identificación del autor de la obra.
APARICIÓN EN ESCENA DEL
ORDENADOR: EL PROCESAMIENTO DE TEXTOS
Éste es un
tema sobre el que aún no existe bibliografía. Se ha escrito mucho sobre los ordenadores
de datos, pero no se sabe nada acerca de la relación del creador con el procesador
de textos, que sólo ahora está empezando a difundirse. En consecuencia, para
escribir estos apuntes sobre el tema he tenido que basarme en una encuesta
personal y en mis propias experiencias.
¿Hay alguna
diferencia en la manera de aproximarse al texto entre el escritor que usa los
medios convencionales y el que emplea el ordenador? Es decir, ¿hay diferencia
de actitud, de métodos, de formas y aun de resultados entre el autor que usa
la máquina de escribir mecánica o eléctrica o la pluma ‑pues todavía hay
muchos escritores que la usan‑ y el escritor que se ha pasado al
procesador de textos?
La pequeña
encuesta que he realizado, la experiencia y mi trato con escritores a lo largo
de años me hacen pensar que entre unos y otros medios hay, sin duda,
diferencias dé orden psicológico y claras diferencias prácticas.
Entre la
máquina de escribir y la pluma se pueden contabilizar, a favor de la primera,
evidentes ventajas prácticas, de rapidez, sobre todo. Pero la sensación que el
autor tiene en relación con la materia creada en uno y otro caso es diferente,
y tanto conozco escritores que son incapaces de trasladar sus ideas al papel tecleando
como los que se sienten envarados con una pluma en la mano. La sensación del que prefiere escribir a mano es de que el texto es una
materia maleable que nace de él mismo, de su interior, sin transiciones,
vehículos o intermediarios, como la baba del gusano de seda, como sangre que
fluyera de las manos, como el barro que el alfarero moldea. Siente que la máquina
de escribir es un instrumento duro, frío y sin alma, que se expresa a golpes,
incapaz de adaptarse a los ritmos ondulantes y suaves de la creación. Apenas si
la teclea para transcribir la versión final que enviará al editor.
Al autor que
usa la máquina de escribir le parece que la pluma se traba en el papel, se le
agarrota la mano, echa manchones de tinta y suele tener mala letra. Para él la
máquina es el apéndice natural de sus extremidades superiores y padece
angustias neuróticas si llega a viajar sin su portátil.
Las mismas
diferencias se pueden apuntar entre la pluma y el procesador de textos, con la
ventaja para este último sobre la máquina tradicional, del tacto fluido que ya
había incorporado la máquina eléctrica. Cambia la posición de las manos que no
pueden descansar sobre la línea intermedia de teclas como en la máquina
mecánica y el tacto deja de ser por percusión para convertirse en un
deslizamiento. La diferencia es parecida a la que existe entre el teclado del
carillón y el del órgano o entre el vigoroso zapateo flamenco y el
deslizamiento etéreo de las zapatillas de punta en un ballet clásico.
Sin embargo,
el procesador de textos introduce otras novedades técnicas. Dejemos de lado el
ordenamiento y centralización automática del texto y los diferentes tipos de
letra, mejoras que también había introducido la máquina eléctrica. El
ordenador permite realizar correcciones rápidamente y con seguridad. El autor
suele hacer muchas correcciones a sus originales, pero hay una que ejemplifica
perfectamente las ventajas técnicas del ordenador: es el cambio de nombre de
un personaje. Con los métodos convencionales el autor está obligado a revisar
centenares de folios, sin que al terminar su ardua búsqueda tenga la seguridad
de que no ha omitido alguna corrección. Por el contrario, el ordenador busca y
corrige automáticamente los nombres y al terminar el trabajo el autor está
convencido de que no hay posibilidades de sorprender al lector con un nombre
inesperado para su héroe. El ordenador permite un almacenamiento cómodo del
material en los discos, que ocupan muy poco espacio. El traslado de los
originales es más fácil y barato, mediante el envío del disco, si se dispone de
un equipo compatible con el del editor. Envío que puede incluso ahorrarse
utilizando la transmisión telefónica. Al hacer correcciones el autor puede
guardar siempre las anteriores versiones en la memoria del equipo, para
compararlas. Está en condiciones de modificar párrafos, cambiar el orden,
intercalarlos, todo a la vista, con rapidez y seguridad.
En realidad,
todas estas ventajas, como es fácil advertir, son cambios instrumentales, progresos
técnicos. Así como un hombre ayudado de una broca puede hacer perforaciones en
una barra metálica pero un robot va a hacer más a la hora y con mayor exactitud
micrométrica, limpieza y economía, operaciones que el escritor ha hecho
siempre con la pluma o con la máquina de escribir, con el papel, con la goma de
borrar o con los correctores líquidos, con la tijera y el "celo". No
obstante, he dejado para el final una novedad que introduce el ordenador y que
quizá puede ser algo más que un avance instrumental. Me refiero a la pantalla.
La pantalla
es un medio elástico, casi volátil. En ella aparece, casi mágicamente, todo
aquello que pensamos y transformamos en órdenes táctiles. Aparece con rapidez,
en silencio, con imperceptibles parpadeos de lucecitas amortiguadas. Nos
muestra instantáneamente nuestras ideas y sus cambios, refleja la multiplicidad
de nuestro pensamiento, nuestras variaciones de estado de ánimo, nuestra
volubilidad, y lo hace discretamente, conservando, no obstante, como un
amanuense silencioso y eficiente que pone todos nuestros papeles en orden, el
registro implacable de lo que confiamos a su custodia.
La máquina
convencional imprime con dureza sobre un medio concreto como es el papel; la
pluma dibuja y cuando releemos el folio y nos causa disgusto debemos hacer un
bollo que arrojamos con fastidio al cesto. Con el ordenador no ocurre nada de
eso; tecleamos imperceptiblemente, registra en silencio y nos lo muestra en la
pantalla que podemos borrar y sobre la que podemos corregir sin violencias. En
definitiva, es un cambio de grado, se argumentará con
razón, es un procedimiento, esencialmente el mismo que tachar, borrar, tapar y
arrojar bollos de papel al cesto. Es verdad, pero son tantos los grados de
avance que ‑sin llegar a las fantasías de algunos profanos que opinan que
con el ordenador se escribe de otra manera‑ uno se pregunta si no estamos
ante uno de esos casos en que una diferencia cuantitativa notable se
transforma en un avance cualitativo.
Cambio
formal o sustancial, creo que es pronto para afirmarlo, pero cambio cierto e importante
en la manera de. aproximarse al texto, el ordenador es
aún demasiado joven como para que podamos emitir una opinión definitiva sobre
él. Lo que sí puedo afirmar, por mis últimas indagaciones y el largo tiempo
que conozco a mis colegas y convivo conmigo mismo, es que la relación de los
creadores con los instrumentos que emplean para escribir suele ser fetichista.
No tienen con ellos una actitud razonable y por lo tanto se dejan llevar por
la fantasía y el temor. Amor apasionado por un objeto mágico, miedo atávico
por las innovaciones técnicas, aún estamos en la
etapa precientífica de la relación escritor‑ordenador.
(1)
La alta Edad Media. Historia Universal Siglo XXI, Jan Dhont; Siglo XXI,
Madrid, 1981.
(2)
H. Galbraith, The literary of the medieval English Kings. Studies in History, seleccionados por L. S. Sutherland, pp, 78‑111,
p. 88; en ob. cit,
(3)
Introducción a la literatura medieval española, Francisco López Estrada;
Editorial Gredos, Madrid, 1979.
(4)
Citado en Los fundamentos del mundo moderno, Edad Media tardía, Reforma,
Renacimiento, Historia Universal Siglo XXI, Ruggiero Romano, Alberto Tenenti;
Siglo XXI, Madrid, 1981.
(5)
Los fundamentos...; ob. cit.