Sobre la televisión libre

 

Miguel Ángel Toledano (*)

 

Diciembre de 1987 puede ser una fecha histórica para los ciudadanos espa­ñoles. Será significativa si en ella alcanza­mos al fin la plenitud de derechos y liber­tades que la Constitución nos reconoce. En el largo esfuerzo por lograr ser ciuda­danos aún quedan dos rabos por desollar: la libertad de expresión y el derecho de información. Y ni una ni otra resultan ple­nos en una sociedad moderna si el medio de información y de expresión de mayor repercusión y alcance, la Televisión, per­manece en régimen de monopolio y en situación de dependencia. Así que las cá­maras legislativas españolas y más aún el Gobierno del Estado tienen ante sí la oportunidad definitiva de que la larga, tortuosa y equívoca derrota de la Televi­sión Libre rinda al fin en buen puerto.

 

No es probable que ello ocurra, pero sí posible. El Proyecto de Ley de que se parte no facilita el optimismo. Más bien la reticencia y el desánimo. Es tan miope la mirada que sobre el fenómeno de la Te­levisión el Proyecto de Ley apunta, tan in­mediato y corto el punto de vista que adopta y tan limitado el vuelo que pro­yecta, que no sólo la realidad inminente e ineludible de mañana queda sin conside­ración, sino que la perentoria necesidad de hoy no encuentra satisfactoria solu­ción.

La Televisión, para centenares de mi­llones de personas, es hoy el vehículo que les comunica con su entorno local, regional, nacional y mundial. Y para esos millones de personas no constituye un cauce de comunicación exclusivo, prede­terminado por voluntades ajenas a la suya y limitado por criterios unívocos, sino la oferta de interpretaciones múltiples, de opciones plurales sobre las que poder discernir, de posiciones diferentes sobre las que se puede elegir y en definitiva de opciones variadas entre las que cabe en­contrar la coincidencia personal o, con su conjunto, fabricar el mosaico de la disi­dencia personal. Esto es hoy una realidad para cientos de millones de hombres y mujeres, verdaderos ciudadanos del mun­do.

La realidad española es más limitada. Se reduce a un solo garbanzo, aquel náu­frago solitario en desgrasado caldo que el dómine Cabra ofrecía con encomiásticos alardes oratorios como suficiente satisfac­ción al hambre lacerante de su pupilos. Con una televisión, y paternalizada por los poderes políticos, hemos de darnos por satisfechos.

El Proyecto de Ley que próximamente se debatirá en el Congreso de los Diputa­dos y en el Senado no contempla en su texto respuestas suficientes que satisfagan el clamor social por una empresa televisi­va libre, abierta a criterios contrapuestos y sin otras limitaciones, disciplinas y obe­diencias que las que la legislación gene­ral define. Ha sido moneda de uso co­rriente, durante los últimos meses, en la radio y en la prensa, la crítica pormenori­zada al articulado del Proyecto de Ley de Televisión Privada. Se ha puesto repeti­damente de manifiesto su carácter regla­mentista, su administración cicatera de la libertad empresarial, los aspectos discri­minatorios hacia los grupos de comunica­ción que más han colaborado en el pro­ceso democrático de la sociedad españo­la, su artesanal secretismo sobre el desa­rrollo de la infraestructura técnica de la TV, su olvido de las modernas tecnolo­gías, etc.

No es hora ya sino de recordar que to­das esas críticas son certeras y que las defensas que desde la responsabilidad de la redacción se han ejercido no hacen, por su endeblez y convencionalidad, sino robustecer las posiciones contrarias.

Así que la perspectiva con que se con­templa el fenómeno televisivo en España no es la natural, ni siquiera la cónica o la caballera, sino la que peor refleja la reali­dad, la gnomónica (que no en balde sirve para fabricar algo tan moderno como los relojes de sol) con el punto de vista de la Administración.

Hasta hace poco tiempo las repetidas quejas de empresarios y profesionales por una parte y de la insatisfecha audien­cia por otra no parecían merecerle al Go­bierno más consideración que el dulce lamentar de dos pastores...

Pero algo indica que no ha sido del todo inútil el aluvión de opiniones contra­rias al Proyecto de Ley.

Algunas manifestaciones recientes de altos cargos hacen entrever una incipien­te permeabilidad ante las sugerencias de profesionales y de empresarios, así como una mayor receptividad ante la voluntad social reflejada en los datos de encuestas y sondeos de opinión.

Si tal receptividad se demuestra y a la hora de sancionar el texto definitivo no resulta un engañoso espejismo, se dispon­drá de un marco legal donde la actividad de las empresas televisivas pueda desa­rrollarse. Ello exige: libertad de organiza­ción, plazos razonablemente largos en la licencia, capacidad de decidir los sistemas de financiación, garantías de juego limpio en la competencia entre socieda­des públicas y privadas, razonable segu­ridad de arbitrajes justos por parte de los órganos estatales, inexistencia de inje­rencias tutelares en cuanto a producción y emisión de programas, igualdad en las condiciones de acceso al mercado publi­citario, posibilidad de pertenencia a orga­nismos internacionales, prioridad de las capacidades demostradas en el ámbito de la empresa de comunicación... La enu­meración de condiciones exigibles puede hacerse más o menos detallada; pero al final, como en el texto catequético de Ri­palda, todos los preceptos se resumen en dos: posibilidad de que cada empresa de televisión puede libremente interpretar cuáles son los deseos de su audiencia y que esa audiencia sea quien únicamente sancione el acierto o el error de las pro­gramaciones con su voto definitivo e in­discutible, sintonizar o no la emisión.

Si al español no se le va a permitir dis­poner de un amplio menú, déjesele al menos que en la parva colación que se le ofrece sea él quien decida qué legum­bres quiere y no el quevedesco dómine gubernamental quien le imponga alubia o garbanzo.

 

(*) Director de Coordinación Técnica de UNIVISION (Grupo Zeta).