Evaluación de la tecnología en países con un nivel medio de industrialización

 

Adolfo Castilla

 

Las diversas concepciones sobre las relaciones tecnología‑sociedad clarifican las distintas acti­tudes ante el control de las tecnologías. La situación de los países con un nivel medio de indus­trialización exige soluciones especificas en la evaluación de la tecnología.

 

Desde su introducción en los Estados Unidos, hace unos ca­torce años, dentro de una se­rie de actividades destinadas a evaluar sistemáticamente la naturaleza, el sentido y el im­pacto del cambio tecnológico en la sociedad, la Evaluación de la Tecnología (ET) ha servido como terreno abonado para la realización de ejercicios meramente normati­vos. Gran parte de los trabajos en este campo se han consagrado al desarrollo de metodolo­gías y a explicar, con una lógica siempre difícil de refutar, la importancia que tiene para cual­quier sociedad el control de la utilización de la tecnología.

Cuando consultamos algún texto sobre este tema vemos que el asunto central es lo que de­bería ser, en general, y lo que debería hacer­se, en el caso de la tecnología y de su uso. Las declaraciones de principios, incluyendo temas ecológicos, dominan sobre cualquier otra consi­deración, haciéndose evidente la falta total de sentido crítico ante el significado real de la tec­nología y su origen. En muchos estudios de Evaluación de la Tecnología (ET) hay una cierta ingenuidad, posiblemente como resultado de la actitud de los Estados Unidos y Japón ‑princi­pales consumidores de ET‑ frente a la cien­cia y la tecnología. Muchos de los estudios realizados hasta ahora interpretan la tecnología como algo neutro, siendo su uso lo que determi­na la bondad o maldad de los resultados. Otro factor común es la creencia de que la sociedad está en condiciones de canalizar el cambio tec­nológico en la dirección deseada.

La Oficina de Evaluación de la Tecnología de los Estados Unidos (OTA), el más importante or­ganismo mundial en el campo de la ET, ha lle­vado a cabo un amplio y variado número de es­tudios, que abarcan desde el impacto costero de las perforaciones petrolíferas marinas, los superpuertos, o las centrales nucleares, hasta la migración de la pesca y la minería oceánica, o más recientemente, la I+D en tecnología de la información (1). Muchos de estos estudios han servido de base para la redacción y aplicación de medidas legislativas en el país. Sin embargo, la decisión de dejar de lado una determinada tecnología depende normalmente de otros con­dicionantes, y no de los informes negativos de la OTA. Tenemos, por ejemplo, el caso del avión supersónico, rechazado en 1975 por el Congreso norteamericano en virtud de motivos económicos y aun estratégicos más que por su impacto en el hombre y en su entorno.

No debemos olvidar que la OTA está al servi­cio del Congreso norteamericano, y que éste no se ocupa ni de lejos de todos los problemas re­lacionados con la tecnología. El Congreso interviene en temas importantes, tales como los pre­supuestos del Gobierno, la legislación, etc., pero la mayoría de las veces la introducción de las tecnologías en la sociedad es autónoma y generalizada, y en esos casos el Congreso nada hace para detenerla. Y así la mayoría de las tecnologías se crean y entran en la sociedad norteamericana con total libertad, sin que nadie se preocupe de antemano por sus potenciales efectos negativos. Sólo a posteriori, cuando ya es demasiado tarde para hacer algo, empieza la sociedad a preocuparse de las consecuencias peligrosas de una determinada tecnología. Cuando una nueva tecnología surge por prime­ra vez nadie la presta mucha atención, ya que al principio su uso es muy limitado y resulta muy difícil predecir sus futuros resultados. En palabras de Langdon Winner, en los países in­dustrializados aceptamos el hecho de que for­mamos parte de un proceso de cambio experi­mental e incontrolado (2).

Quiere esto decir, en suma, que en las socie­dades avanzadas el cambio tecnológico está so­metido a una total ausencia de control. En reali­dad no debería sorprendernos. Si he traído este tema a colación es sólo para subrayar un punto que deseo dejar muy claro: hoy por hoy, y en vista de lo que está ocurriendo en los países más avanzados, la ET no es más que una ilusión, sobre todo si la interpretamos en el sentido es­tricto del término. Como es bastante conocido, Emilio Daddario, el primer director de la OTA, se apoyó en las ideas de un grupo de expertos (Harvey Brooks, Melvin Kranzberg, Herbert Si­mon, Gerard Piel y Louis H. Mayo, por citar sólo algunos), los cuales redactaron un informe en el que recomendaban al Gobierno que tratara de estimular un amplio conocimiento de la tecnolo­gía junto con la preocupación por sus conse­cuencias, facilitando la participación del mayor número posible de agentes sociales en la eva­luación tecnológica (3).

Sin embargo, este ideal, quizás demasiado utópico pero tremendamente atractivo para la sociedad, de prever el resultado de determina­das tecnologías y controlar el proceso tecnoló­gico, no se ha alcanzado en lo más mínimo. Y así vemos cómo la ET se ha ido convirtiendo en una simple herramienta para la realización de estu­dios de impacto, lo que en sí no tiene nada de ma­lo, pero presenta un interés mucho menor. Prác­ticamente ningún país utiliza la ET en su sentido originario, extendiéndose en cambio su uso como evaluación de impacto, uso que encaja perfec­tamente con el proceso de industrialización (4).

 

LA DEPENDENCIA TECNOLÓGICA

 

Hay algunos países que, al no estar plena­mente industrializados y no crear mucha tecno­logía, dependen en gran medida de otros, y por tanto carecen del grado de libertad que en ma­teria de tecnología conocen la mayoría de los países altamente industrializados. En los prime­ros, la ET se utiliza, en su sentido originario, aún menos que en los segundos. Otro factor condi­cionante es la presencia de gran número de empresas transnacionales establecidas en esos países, que introducen sus tecnologías con total libertad. La ausencia de barreras y limitaciones es uno de los aspectos que dichas empresas valoran más a la hora de decidir olvidar que la tecnología siempre resultará más productiva si se prescinde de su origen y destino.

En estos países la tecnología surge más o me­nos como llovida del cielo, sin más opción que su aceptación o su rechazo. El ansia por alcan­zar el nivel de los países más desarrollados, junto con la necesidad de crecimiento económi­co y de empleo, hacen que estos países ni si­quiera se planteen la posibilidad de controlar el cambio tecnológico. Por otra parte, este proce­so es tan rápido que resulta prácticamente im­posible de controlar. La dificultad de prever las ventajas o inconvenientes de una tecnología, por último, es otro factor que lastra la práctica de la ET en estos países. Sucede muchas veces que una tecnología es altamente beneficiosa para su país de origen, pero perjudicial para el país que la importa.

Por todas estas razones, la ET que sólo anali­za los impactos tecnológicos sirve de muy poco. Para estos países sería mucho mejor analizar las relaciones de causa‑efecto provocadas por un proceso específico de cambio tecnológico. Una vez conocidas esas relaciones, es mucho más fácil entender por qué los hechos se producen de una determinada manera.

 

TECNOLOGIA Y CAUSALIDAD

 

Hoy por hoy, la concepción que la sociedad tiene de la realidad sigue basada en el reduccionismo , en el método analítico y en las rela­ciones directas causa‑efecto. Sin necesidad de remontarnos hasta los griegos, autores de la mayoría de las ideas de la civilización occiden­tal, podemos observar esta forma rígida y me­cánica de interpretación en la famosa obra de Descartes, el Discurso del Método, cuya primera edición data de 1637 (5). Para Descartes, la mejor manera de aprender es dividir la materia de estudio en partes suficientemente pequeñas como para poder entenderlas, y luego examinar las conexiones entre dichas partes en términos matemáticos y de simples relaciones lineales. Esta forma racional de aprendizaje y explica­ción dio lugar a la creencia de que causa y efecto son hechos separados, unidos de forma que una determinada causa debe ser seguida necesariamente por un efecto específico. Esta interpretación simplista, aunque superada por otras concepciones más elaboradas, sigue te­niendo muchos adeptos.

Aplicada a la tecnología y a sus cambios so­ciales, esta interpretación sugiere que la llega­da de una determinada tecnología a la sociedad es un proceso autónomo, seguido siempre por un cambio social predeterminado. En la tecno­logía hay cosas buenas y cosas malas, y la única manera de evitar sus efectos negativos consiste en rechazarla y destruirla.

El concepto sintomático de causalidad es algo más complejo, pues, aunque sigue conci­biendo las tecnologías como fenómenos separa­dos e independientes, causantes de cambios sociales, permite que las instituciones sociales intervengan, aumentando o reduciendo las po­tencialidades de la tecnología en cuestión. En este caso la tecnología pasa a ser un objeto neutral que produce efectos buenos o malos dependiendo de la forma en que se utilice. Es responsabilidad de las instituciones sociales ca­nalizar las tecnologías en la dirección apropia­da, y por tanto nunca debemos rechazarlas.

Lewis Mumford, famoso sociólogo norteame­ricano y autor de uno de los libros sobre tecno­logía y cambio social más importantes de los úl­timos treinta años, Technique and Civilization, apoya en alguna medida esta interpretación cuando dice que es el espíritu humano, y no la máquina, el que alberga expectativas y hace promesas (6). Según Jennifer Daryl Slack, Mum­ford cree en la independencia inicial de la tec­nología, la cual aparece en la sociedad en un momento concreto para ser apropiada por dis­tintas fuerzas sociales que la utilizan para pro­ducir determinados efectos (7). Como veremos más adelante, los estudios de Mumford en este campo han sido extensos y profundos, por lo que sería injusto que lo identificáramos exclusi­vamente con una interpretación sintomática de la causalidad. Sin embargo, en sus primeros es­tudios trata las tecnologías como fenómenos im­posibles de evitar, que el hombre utiliza a veces con buenas intenciones y con resultados beneficiosos para todos, y otras con intenciones egoístas y que sólo benefician a una pequeña minoría.

Este tipo de concepción de la causalidad es probablemente el más difundido actualmente en la sociedad, pues el sentido de la inevitabili­dad de la tecnología se encuentra muy arraiga­do en personas y grupos, estrechamente rela­cionado con una forma de organización social que, como el capitalismo, persigue el lucro por encima de cualquier otra consideración. La inercia y estabilidad de las sociedades avanza­das es tan grande, y los procesos tecnológicos tan complejos, que caeríamos en la trampa de ser excesivamente teóricos si sólo nos preocu­páramos de la forma de manejar esas tecnolo­gías. Con todo, muchos autores insisten en que las tecnologías sólo aparecen cuando se las busca, y que sólo se buscan en función de me­tas y propósitos muy concretos.

La tercera interpretación de la causalidad, que J. Daryl Slack denomina causalidad expre­siva, se refiere a los objetivos y metas, y consi­dera que tanto las causas como los efectos son expresión y producto de la propia sociedad, la cual funciona como un todo en cuyo seno emer­ge la tecnología. En este sentido, los fenómenos nunca pueden ser hechos independientes: son mera expresión de la totalidad. Esta totalidad, a su vez, se caracteriza por un principio básico, que no es el mismo en todas las escuelas de pensamiento. Mientras Lewis Mumford, a quien podemos considerar como representante de la causalidad expresiva en lo que se refiere al ori­gen de la tecnología, cree en la esencia mecá­nica, y Jacques Ellul, autor de dos libros muy conocidos, The Technological Society (8) y Propaganda: The Formation of Mens Attitudes (9), apoya una esencia cultural basada en el marketing y en la propaganda, otras escuelas de pensamiento se aferran a ideas más ideoló­gicas y conceptuales.

El filósofo Georg Lukacs y otros seguidores de Marx consideran que la esencia del mundo y de la sociedad se encuentra en una interpre­tación dialéctica de la historia, que se deriva del concepto hegeliano de totalidad (10). La esencia interna del mundo es una contradicción o un conjunto de contradicciones. Piensan estos autores que la organización de las fuerzas pro­ductivas de la sociedad crea la tecnología, la cual bajo ninguna circunstancia puede conside­rarse independiente o autónoma de la organi­zación social existente. Una vez creada e introducida la tecnología, puede influir en la socie­dad e incidir en el proceso productivo, pero siempre sujeta a las fuerzas económicas. Cuan­do contemplamos las sociedades occidentales industrializadas vemos que el mundo tecnológi­co en que vivimos es producto del sistema de producción capitalista, y que la propia tecnolo­gía es un instrumento de control y dominación, en palabras de Herbert Marcuse (14).

La interpretación marxista de la historia, aun­que sigue siendo una de las más serias, ha ido perdiendo valor a medida que el mundo se ha ido haciendo más complejo y el capitalismo se ha ido democratizando, siendo aceptado por amplios porcentajes de la población. A lo largo de los ciento cincuenta años transcurridos des­de las poderosas interpretaciones de Marx han aparecido otras, más complicadas y refinadas.

En los 20 o 30 últimos años ha ido surgiendo una cuarta concepción de la causalidad. Se tra­ta de la causalidad estructuralista, desarrolla­da a partir de los estudios sociales de la escue­la francesa del mismo nombre, encabezada por Louis Althusser y sus discípulos Etienne Balibar y Nicos Poulantzas (12, 13, 14). Estos científicos sociales no se consideran estructuralistas en el sentido de Levi Strauss, Roland Barthes y otros, que hicieron del estructuralismo una metodolo­gía.

Consideran la realidad como la existencia de estructuras de dominación en las que tanto las causas como los efectos, elementos que nunca se dan por separado, se integran. Dichos ele­mentos no son rígidos ni predeterminados por una esencia básica presente en la sociedad. Es cierto que existen estructuras dominantes, pero son complejas y variables. La sociedad no po­see una ley mecanicista o una contradicción bá­sica que explique de forma lineal el adveni­miento de una tecnología y los consiguientes cambios sociales. No hay un dominio absoluto sobre la economía y las formas de producción. La sociedad en su conjunto se construye con las relaciones entre tres niveles distintos y en cons­tante evolución: económico, político e ideológi­co. Cada nivel es independiente, y debido a la flexibilidad existente, surgen frecuentes contra­dicciones entre los distintos niveles de una so­ciedad.

La tecnología es un componente semiinde­pendiente de la estructura social dominante, que a su vez forma parte de dicha estructura. Es al mismo tiempo un producto y un compo­nente. Sus relaciones con el todo están regidas por leyes que sólo son válidas por un tiempo, y que cambian a medida que evolucionan las es­tructuras dominantes y sus circunstancias. Por tanto, la tecnología no es la expresión de una esencia, ni un elemento sintomático que apare­ce en la sociedad así como así, según quisieron hacernos creer las anteriores interpretaciones de la causalidad. Es más bien un producto de la mente humana y de la estructura social domi­nante, cuyas relaciones con dicha estructura va­rían significativamente en el tiempo.

No debemos olvidar que el estructuralismo forma parte de una visión no mecanicista del mundo, surgida con Darwin, y que en el centro de esta visión hallamos el evolucionismo y la vi­sión sistemática y funcionalista de la sociedad. Esta línea de pensamiento se basa en el expre­sionismo, por oposición al reduccionismo, en el método sistemático o estructuralista por oposi­ción al analítico, y en la relación probabilística producción‑producto, por oposición a la rela­ción determinista de causa‑efecto (15).

Esta nueva línea de pensamiento racional aún no está muy extendida. Aún dependemos en gran medida de la antigua teoría mecanicis­ta y de la visión newtoniana del mundo. No sa­bemos hasta dónde se podrá llegar en términos de interpretación de la sociedad, y lo más pro­bable es que surjan nuevas interpretaciones de la causalidad.

J. Daryl Slack, en quien nos hemos apoyado para este análisis de las distintas nociones de causalidad, nos habla de otra, la que pudiéramos llamar causalidad sintética, que se desprende de los estudios de la Escuela de Frankfurt enca­bezada por Max Horkheimer, y especialmente de los trabajos de Jurgen Habermas. La investi­gación de científicos como Fritjof Capra y Pri­gonine (16, 17) parece conducir también a esta forma de interpretación de la causalidad, que permite al hombre afrontar mejor sus propias creaciones, la tecnología entre ellas. Cuando una sociedad es madura puede, con razón y con decisión, alcanzar una síntesis en la que la ciencia sea admitida como fuerza de produc­ción y de emancipación. La tecnología, realidad irreversible para el hombre, es aceptada como algo que hay que usar, pero a condición de que su evolución quede sujeta a un consenso (18).

 

LA INTERVENCIÓN EN RELACIÓN CON LA TECNOLOGÍA

 

La forma en que, consciente o inconsciente­mente, interpretamos la causalidad, influye en el comportamiento de la sociedad, y especial­mente en el caso de quienes detentan el poder. Las distintas reacciones ante la tecnología que podemos observar a lo largo de la historia se relacionan con alguna de las interpretaciones de la causalidad que acabamos de citar. Tene­mos, en primer lugar, el caso del movimiento ludita, que alcanzó su apogeo en Inglaterra en­tre 1811 y 1813. Este movimiento adoptaba una visión simplista, consideración que las máqui­nas eran malas y debían ser destruidas.

En época más reciente, a finales de los 60, y como resultado en parte del consumismo y del desarrollismo de las dos décadas anteriores, se extendió por Occidente la idea de un desarro­llo basado en tecnologías blandas y de bajo coste. Aparte del significado que esta concep­ción de la tecnología pueda tener para el desa­rrollo de los países del Tercer Mundo, a los que les resulta impensable adquirir las tecnologías avanzadas de los países industrializados, hay ahí, en el fondo, una concepción sintomática de la tecnología.

La práctica de la Evaluación de la Tecnolo­gía, que empieza a extenderse de manera con­siderable a principios de los 70, puede señalar­se como forma de acción adaptada a los países desarrollados, y relacionada con las interpreta­ciones expresivas de la causalidad. Se parte de la idea de que la tecnología puede ser orientada y dirigida, y de que es posible eva­luar de antemano el impacto social que produ­cirá determinado avance tecnológico. De esta forma es posible, al menos en teoría, adoptar tecnologías que produzcan efectos benéficos, rechazando las de impacto negativo.

En el momento en que se desarrolló este mé­todo de intervención pública y social, existía la creencia generalizada de que la sociedad po­día y debía controlar la tecnología. Eran años en los que las sociedades avanzadas disfruta­ban de gran bienestar económico, y al mismo tiempo tomaban conciencia de los daños que la contaminación atmosférica estaba causando al medio ambiente, al hombre y a la sociedad en suma. Era además una época en la que distintos estudios advertían a los países industrializados de que los recursos naturales se estaban ago­tando, sobre todo los recursos energéticos. Era, por último, un tiempo en el que la energía nu­clear, con sus evidentes riesgos, empezaba a extenderse con gran rapidez por todo el mun­do.

Se pensaba entonces que la tecnología podía ponerse al servicio de unos pocos, en detrimento de la sociedad en su conjunto. A principios de los 70 eran muchos los que creían en la rela­ción directa entre la tecnología destructiva y el capitalismo, las grandes empresas; y durante esa década las empresas y fábricas que conta­minaban el ambiente eran atacadas por la opi­nión pública. En países como los Estados Uni­dos, la población adquirió una aguda concien­cia de estos problemas, y surgieron grupos que urgían de las autoridades medidas inmediatas. Se redactaron leyes y normas, se aplicaron im­puestos especiales a los contaminadores, y a no tardar el mundo empresarial empezó a quejar­se. El resultado fue una caída de la producción y un retroceso general de la economía.

El fenómeno alcanzó su apogeo a finales de los 70, durante la presidencia de Jimmy Carter. Es posible que el presidente Carter prestara demasiada atención a la evaluación de las tec­nologías y a los problemas que ocasionaban en el medio ambiente. Pero a esas alturas el mun­do occidental estaba ya en plena crisis econó­mica, una crisis que barrió con el optimismo de los 60, y tenía que hacer frente a los peligros de la inflación, la pobreza y el desempleo, de los que se creía definitivamente exento.

La Evaluación de la Tecnología, en el sentido estricto de la expresión, tuvo una vida muy cor­ta, entre otras razones porque podía llevar a si­tuaciones absurdas. Por ejemplo, cuando la so­ciedad norteamericana tenía que decidir la aceptación de una tecnología que iba a ocasio­nar elevados costes sociales, 50.000 víctimas mortales por año, 2.000.000 de discapacitados por año (100.000 de ellos de por vida), 20.000 millones de dólares anuales en daños a la pro­piedad, el estallido de las ciudades, la degrada­ción de los núcleos urbanos, el deterioro del transporte público, una contaminación causante de un número indeterminado de muertes por cáncer de pulmón, enfisema, enfermedades co­ronarias y otras dolencias, una dependencia de los Estados Unidos respecto de los países del Oriente Medio, la conversión de miles de hectáreas de ricas tierras de labor y de bellos paisajes rurales en asfalto, y un enorme endeu­damiento de la ciudadanía (19), la respuesta unánime era no. Imposible aceptar semejante tecnología. El único problema es que se trata de una tecnología arraigada y aceptada por todo el mundo. Estoy hablando del automóvil.

Hoy hablamos de Evaluación de la Tecnolo­gía Constructiva. Con esta nueva etiqueta, la so­ciedad intenta dar una segunda oportunidad a la evaluación tecnológica. Esta vez el enfoque no es tan estricto como antes, y probablemente implique algún grado de interpretación estruc­turalista: es decir, la tecnología se considera como parte del problema, pero al mismo tiem­po como parte de la solución. La sociedad ac­tual está dispuesta a aceptar la ciencia y la tec­nología, y no hace falta ir muy lejos para buscar ejemplos que demuestren que todos depende­mos del consenso científico‑tecnológico. En nuestras sociedades empieza a ser difícil en­contrar ejemplos de resistencia a la tecnología. El hombre ha aprendido a vivir con sus creacio­nes, y la tecnología, como parte solidificada de la racionalidad humana, no puede conside­rarse como algo separado de la sociedad, o en constante oposición.

Junto con este intento de canalizar la tecnolo­gía en la buena dirección, vemos que las socie­dades occidentales tienden a creer que la res­puesta a este problema está en la total libertad. Las dificultades económicas de los últimos años, sumadas a la ideología dominante en algunos países industrializados, están teniendo el sor­prendente efecto de hacer que no tengamos miedo absolutamente de nada. Creemos que el capitalismo es siempre benéfico, asociamos mo­dernización y progreso con nuevas tecnologías y pensamos que la solución ideal es la total fle­xibilidad y libertad de mercado. Hoy en día nos atrevemos incluso a proclamar las excelencias sociales del desorden. No hace falta decir que esta cuarta forma de controlar el uso de la tec­nología resulta sencillamente exagerada (20).

 

LA ET EN PAÍSES NO PLENAMENTE INDUSTRIALIZADOS

 

En vista de todo lo que hasta aquí he expues­to, podemos hacer varias consideraciones so­bre el tipo de ET más adaptado a nuestro tiem­po y a las circunstancias de los países con un nivel medio de industrialización. En primer lu­gar, dichos países deberían recuperar el senti­do originario de la ET y hacer un esfuerzo por controlar la tecnología, pero cuidando, al mismo tiempo, de no coartar ni reducir el progreso tecnológico. En segundo lugar, deberían darse cuenta de que en una situación de cambio rápi­do y dinámico es mejor, por extraño que parez­ca, mirar hacia atrás (relaciones causa‑efecto) que hacia adelante (análisis de impacto). Esto nos permitirá determinar qué fuerzas dominan una evolución tecnológica concreta. De este modo la ET se convierte en herramienta que permite obtener información objetiva sobre las verdaderas causas del progreso tecnológico y crear una conciencia social de los auténticos problemas creados por la introducción de una determinada tecnología.

Hay que comprender que la interpretación estructuralista de la realidad y de las causas­/efectos que dominan el progreso tecnológico es la mejor. Por otro lado, estas estructuras y rela­ciones están en constante cambio, por lo que debemos estudiar las circunstancias en cada caso. No debemos caer en la tentación de utili­zar interpretaciones o relaciones causa‑efecto que pueden ser válidas en otros países.

Finalmente, debemos recordar que la tecno­logía tiene un importante papel en el desarrollo de la humanidad. Es muy probable que el hom­bre y su entorno estén sujetos a un big bang, en el que la tecnología encuentra un cometido muy concreto.

En suma, diría que, en lo que se refiere a la tecnología, un país desarrollado debe hallar un feliz término medio entre el pesimismo inte­lectual europeo y el enfoque americano‑japo­nés, que considera la tecnología como receta de éxito y progreso. El camino que deben se­guir estos países está en buscar una posición correcta entre ambos extremos, reconociendo que la tecnología conlleva opciones éticas, ade­más de económicas y técnicas.

 

REFERENCIAS

 

(1) Information technology and R&D, Critica] trends and issues, Washington, D.C.: U.S. Congress, Office of Technology Assessment, OTA‑CIT‑268, February, 1985.

(2) Langdon Winner, Autonomous technology, The Massachusetts Institute of Technology, Cambridge, Massachusetts, US, 1977.

(3) Ernst Braun, Tecnología rebelde, FUNDESCO, Madrid, Spam, 1986.

(4) Philip D Wilmot, Aart Slmgerland (editors), Technology as­sessment and the oceans, IPC Science and Technology Press Ltd, Surrey, UK, 1977.

(5) René Descartes, Discourse on method and the meditations, Penguin Books, Mtddlesex, UK, 1968

(6) Lewis Mumford, Técnica y Civilización, Alianza Universidad, Madrid, Spam, 1971.

(7) Jennifer Daryl Slack, Communication technologies and society. Conceptions of causality and the politics of technical intervention, Ablex Publishing Corporation, Norwood, New jersey, US, 1984.

(8) Jacques Ellul, The technological society, Vintage Books, New York, US, 1964.

(9) Jacques Ellul, Propaganda The formation of men’s attitudes, Vintage Books, New York, US, 1973.

(10) Georg Lukas, History and class consciousness; studies in Mar­xist dialechcs, MIT Press, Cambridge, US, 1972.

(11) Herbert Marcuse, Razón y revolución, Alanza Editorial, Ma­drid, Spam, 1972.

(12) Louis Althusser, For Marx, Vintage Books, New York, US, 1970.

(13) Louis Althusser y Etienne Balibar, Reading capital, New Left Books, London, UK, 1977.

(14) Nicos Poulantzas, Clases in contemporary captalism, New Left Books, London, UK, 1978

(15) Russel L. Ackoff, Redesigning the future, John Wiley & Sons, New York, US, 1974.

(16) Fritjof Capra, The turning pomt, Bantam Books, New York, US, 1983.

(17) Ilya Prigogine, ¿Tan solo una ilusión?, Tusquets Editores, Bar­celona, Spam, 1983.

(18) Adolfo Castilla, María C. Alonso, Receptividad de la socie­dad española ante la sociedad de la información, TELOS n, 2 April­ June 1985, FUNDESCO, Madrid, Spam.

(19) Edward Cormsh, The study of the future, World Future Socie­ty, Washington D C , US, 1977.

(20) Alam Mmc, El desafío del futuro, Ediciones Grijalbo, S.A., Barcelona, Spam, 1986,