Una publicidad que se anuncia a
sí misma
Las relaciones de la publicidad con los sujetos y con los objetos, con
los signos, con los consumidores..., apuntes sugestivos para una sociología de
la publicidad contemporánea.
Se dice que la publicidad
informa al consumidor sobre los productos, y que, gracias a ella, el
consumidor puede elegir los productos y marcas que le proporcionarán más satisfacción
por menos precio, nada más lejos de la verdad. La publicidad no informa sobre los productos: informa al consumidor.
Los productos, en realidad, no existen: han quedado reducidos a meros signos.
La publicidad no habla de los productos: son los productos los que hablan de
la publicidad. La marca de un producto no marca al producto: marca al
consumidor como miembro del grupo de consumidores de la marca. En resumen: no
consumimos, somos consumidos.
Vamos a descifrar este enigma paso a paso.
CAPITALISMO
DE PRODUCCIÓN Y
CAPITALISMO
DE CONSUMO
El capitalismo es el
proceso en el que todo, las personas y las cosas, se transforma en capital.
Sólo puede formar parte del capital lo que ha sido transformado en valor de
cambio: en valor de cambio económico o en valor de cambio semántico. Pero sólo
se puede transformar en valor de cambio un valor de uso. Ser valor de uso es
servir: a alguien para algo. Lo que se ha transformado en valor de uso vale en
función de lo que sirve: del azúcar valen sólo las calorías y el sabor dulce;
de la vaca vale sólo la carne y la leche; de la mecanógrafa valen sólo los
dedos; del parlamentario valen sólo las palabras vacías.
El capitalismo de
producción ha transformado a las personas y a las cosas en valor de uso: a las
personas, en fuerza de trabajo; a las cosas, en materia prima. El capitalismo
de consumo las transforma en valor de cambio: en valor de cambio económico,
mediante el dispositivo numeral de la moneda; en valor de cambio semántico,
mediante el dispositivo nominal de la lengua. El valor de cambio económico se
mide en dinero; el valor de cambio semántico, en palabras (en prestigio). Respectivamente, el din y el
don.
Bajo la forma del valor
de uso, las personas y las cosas conservan un resto de solidez. Un sólido es
finitamente deformable (ofrece resistencia) y por tanto informable
(guarda memoria). Un sólido no puede formar parte del
capital: el capital no resiste la resistencia ni recuerda la memoria. Sólo
puede formar parte del capital lo que se ha transformado en fluido. Los fluidos
son finitamente deformables (no ofrecen resistencia) y por tanto no informables (no guardan memoria).
Hay dos modalidades del estado fluido: el líquido y el gas. El sólido conserva
la masa, el volumen y la forma; el líquido, la masa y el volumen (adopta la
forma de la vasija que lo contiene o del canal que lo transporta); el gas, sólo
la masa. El dispositivo numeral de la moneda, al producir valor de cambio
económico, transforma en líquidos a las personas y a las cosas. Por eso se
dice que un capital es solvente cuando es liquidable
(y se resuelven los problemas,
se disuelven las manifestaciones o se liquidan las
oposiciones; todos, trombos en los caminos del
capital). El dispositivo nominal de la lengua, al producir valor de cambio
semántico, transforma en gases a las personas y a las cosas. El paso de un
sólido a gas se llama sublimación:
por eso se dice que es sublime el
comportamiento del que quema su cuerpo en la lenta combustión del trabajo o en
la rápida explosión de la guerra (sólo queda de él una estela de palabras: todo él se ha transformado en prestigio). Hay una diferencia
entre los dos dispositivos: la moneda tiene un patrón de medida; la lengua, no
(“un valor económico es, por definición, un valor de doble faz: no sólo
desempeña el papel de constante frente a las unidades concretas del dinero,
sino que desempeña también el papel de las variables frente a una cantidad
fija de la mercancía que le sirve de patrón. En la lingüística, por el
contrario, no hay nada que corresponda al patrón” ‑Hjelmslev,
1968, pág. 196‑). Por
eso, la posibilidad de especular es limitada con la moneda, ilimitada con la
lengua. Por eso, cuando todo se ha transformado en valor de cambio económico
(de todo se puede echar cuentas), todo se tiene que transformar en valor de
cambio semántico (de todo se pueden contar cuentos).
El significado y el gas no tienen patrón de medida; no conservan su volumen.
Un producto en el mercado
tiene: valor de uso, valor de cambio económico y valor de cambio semántico.
Cada vez vale menos el valor de uso y cada vez vale más el valor de cambio
semántico. Pongamos, por ejemplo, una casa. Una casa tiene un valor de uso: un
valor técnico (si es cómoda) y un valor erótico (si es placentera). Tiene valor de uso en la medida en que se acopla a los
hábitos de los habitantes (si uno se habitúa a ella: habitar es habituarse). Una casa tiene valor de cambio
económico: vale en la medida en que puede llegar a valer dinero. Aunque esté
situada junto a un centro comercial y bajo una autopista (precisamente, se
revalorizan las zonas en que hay mucho tránsito y mucho tráfico: aunque habitarlas sea un infierno). Una casa tiene valor de
cambio semántico: vale en la medida en que da que decir, en que prestigia al
que la habita. Los especuladores inmobiliarios no suelen cuidar mucho ni el
diseño ni los materiales, pero cuidan el nombre (“Paraíso residencial El Ancla”, donde se baña el sol; “Villa Fontana”, un lujo
redondo). Las personas de la oligarquía habitan casas
con valor de uso: cómodas, placenteras (aunque no tanto como los monasterios de
las oligarquías medievales). Los ejecutivos habitan
casas con valor de cambio económico: la compra es una inversión recuperable con
creces. Los trabajadores de a pie ‑con cuello white‑ habitan casas con valor de cambio sólo semántico (no son más
que un nombre). Los trabajadores de a pie ‑sin
cuello white‑ ni eso.
El valor de cambio
semántico lo produce la publicidad.
La función de la
publicidad se ha invertido del capitalismo de producción el capitalismo de
consumo. El capitalismo de producción tomaba como datos las necesidades:
producía los productos que satisficieran esas necesidades, e informaban a los
consumidores sobre esos productos. Para ello surgió la publicidad (Ewen, 1976).
El capitalismo de consumo
toma como datos los productos: produce la necesidad de consumir esos
productos, y forma a los consumidores para ello.
Veamos un ejemplo: la
comercialización de un aceite comestible.
En el capitalismo de
producción, el fabricante o el comerciante de ese tipo de producto investigaba
las necesidades de los consumidores: a través de la relación personal con ellos
si era pequeño, a través de una investigación del mercado si era grande. Así
llegaba a saber qué aceite necesitaban sus consumidores potenciales. Por
ejemplo: un estudio de mercado descubría que hay consumidores delicados de salud
a los que las grasas que hay en el mercado les van mal (son indigestas,
producen colesterol, etc. ); entonces, trataba de desarrollar un aceite que no
fuera indigesto, que no produjera colesterol, etc.; y cuando lo había
desarrollado informaba a los consumidores de ello.
En el capitalismo de
consumo, el fabricante o el comerciante tratan de producir necesidades más que
de producir productos. Toma como dato los productos, no las necesidades. Quiere
vender, por ejemplo, un aceite de girasol: no investiga las necesidades de los
consumidores, en busca de un segmento de ellos para los que, por su calidad y
por su precio, sea conveniente ese tipo de aceite; fabrica, mediante la publicidad,
consumidores adaptados a este tipo de aceite (no adapta el producto al
consumidor, sino el consumidor al producto). En una
investigación del mercado descubre que hay consumidores delicados de salud a
los que los aceites que hay en el mercado les van mal (son indigestos,
producen colesterol, etc. ). Entonces, en vez de
tratar de desarrollar un aceite que no sea indigesto, que no produzca
colesterol, etc., desarrolla una campaña de publicidad que diga que el aceite
que él produce no es indigesto, no produce colesterol, etc. (en vez de hacer un producto diferente, dice que su producto es diferente). Así, en España, el aceite de girasol está desplazando al
aceite de oliva: no porque sea más sano, sino porque la publicidad dice que es
más sano.
En el capitalismo de
producción, el departamento de producción llevaba el timón en las empresas. En
el capitalismo de consumo lo lleva el departamento de comercialización (y,
dentro de él, el departamento de publicidad). El
anuncio va siendo más importante que el producto. Las empresas se gastan cada
vez más en publicidad, y cada vez menos en producción. Un buen anuncio vale
por un buen producto.
INFORMARSE DE Y DAR FORMA A
Desde Aristóteles sabemos
que la palabra “información” articula dos significados: informarse de un
objeto y dar forma a un objeto. Hoy llamamos
información a “informarse de”, y neguentropía a “dar
forma a”. Extraemos información de los objetos mediante la observación, e
inyectamos en ellos neguentropía mediante la acción.
En el proceso de
comercialización de los productos hay un momento destinado a la información
(la investigación del mercado) y un momento destinado a la acción (el marketing). La publicidad es el instrumento
privilegiado del marketing. El objeto que es observado y sobre el que se actúa
es un sujeto: el consumidor.
El objetivo de la
publicidad no es suministrar información al consumidor (sujeto) sobre los
productos (objeto), sino dar forma al consumidor (transformarle en objeto). Podemos clasificar los entes en proyectos y objetos.
Proyecto viene de “pro+iacio”
(lanzar antes). Objeto viene de “ob+iacio” (lanzar
hacia). Un proyectil
va hacia un objetivo: pero alguien
le ha lanzado hacia (ob)
ese objetivo, y ha seleccionado antes (pro)
ese objetivo como objetivo. El sistema proyectil/objetivo es producido por el
proyecto de un sujeto. La publicidad es el proyectil, y el proyecto es
transformar al consumidor de sujeto en objeto.
Hay dos modos de
socialización de los seres humanos: la domesticación y la doma (Ibáñez, 1985, pág. 290). Domesticación y doma
implican un domus (uno que domina). La doma es adaptación a un espacio isótropo en el que todas las
direcciones y sentidos son practicables. Se doma, por ejemplo, a un caballo de
carreras: un caballo bien domado es irritable a la voz de mando, a la menor
indicación del jinete sigue cualquier dirección y sentido a cualquier velocidad.
La domesticación es adaptación a un espacio anisótropo en el que sólo son
practicables algunas direcciones y sentidos. Se domestica, por ejemplo, a un
rocín que hace girar una noria: un rocín bien domesticado sigue cansinamente
su camino. Se doma a los miembros de las clases dominantes (que deben funcionar
como proyectos o proyectiles), y se domestica a los miembros de las clases
dominadas (que deben funcionar como objetos). Los
domados deben cambiar de camino: adaptarse
al cambio. Los domesticados no. Un colegio privado es una escuela de doma, un
colegio público es una escuela de domesticación (nos transforma en objetos
impotentes para hacer proyectos).
La publicidad es un
dispositivo de domesticación: el más perfecto de que dispone el capitalismo
de consumo. La publicidad traza nuestros caminos: nos encierra, precisamente,
fuera.
Un campo de concentración
es un encierro en un lugar (un sistema = estar parados juntos).
El espacio en el que se mueven los consumidores es un encierro en un trayecto
(un sirrema = correr juntos).
El consumidor nunca saldrá de la red de centros comerciales‑autopistas‑segundas
residencias (en la sierra para el ciclo semanal, en la playa para el ciclo
estacional). Las alambradas de acero han sido
sustituidas por alambradas de palabras.
Dice Luhman
(1969) que en las sociedades postindustriales la
normatividad de las leyes ha sido sustituida por la performatividad
de los procedimientos: la justicia
de una ley es función de su aplicabilidad (de que se ajusten a ella las trayectorias de los ciudadanos).
Cuando circulan tantas informaciones y a tanta velocidad, para que el sistema
funcione son precisos dos requisitos: que la mayoría de los sujetos hayan sido
eliminados de los circuitos de información, y que sus comportamientos sean
orientados hacia una moda. Los pocos transformados en sujetos deben ser
inmunes a la publicidad: son domados, para que sean integrables en los circuitos
de información. Los muchos transformados en objetos deben ser inoculados de
publicidad: son domesticados, para que, como el rocín que tira de la noria,
sigan su camino con el estímulo de una sola información inicial.
La publicidad nos
encierra fuera del mundo: de modo que nuestros caminos eviten los lugares/momentos
en los que se toman las decisiones y se diseñan las acciones.
PUBLICIDAD
REFERENCIAL Y PUBLICIDAD ESTRUCTURAL
Sabemos ya para qué sirve
la publicidad a los sujetos, pero ¿qué hace la publicidad con los objetos?
En el capitalismo de
producción, la publicidad era referencial: se refería a los objetos (los
indicaba: era una indicación notificativa). En el
capitalismo de consumo, la publicidad es estructural: se refiere a sí misma
(significa los productos: es una indicación
significativa).
Ogden y Richards (1964, pág. 56)
construyeron un diagrama para representar la estructura del signo: un triángulo, cuyos vértices eran el símbolo (forma
significante), la referencia (concepto significado) y el referente (cosa
designada). Saussure (1968, págs. 196 sig.) diferencia una dimensión referencial (la relación del
signo ‑S/s‑ con el referente) y una dimensión estructural ‑él
la llama sistemática‑ (la relación, interior al signo, entre significante
y significado). Estas dos dimensiones están tanto en
el dispositivo numeral de la moneda como en el dispositivo nominal de la
lengua. En el dispositivo numeral de la moneda: en la dimensión referencial,
una moneda (de cien pesetas, por ejemplo) vale por la mercancía que compra (una
tortilla de patatas, por ejemplo); en la dimensión
estructural, una moneda vale por otras monedas (cinco francos franceses o dos
tercios de dólar americano ‑o veinte duros‑, por ejemplo). En el
dispositivo nominal de la lengua: en la dimensión referencial, una palabra
(mesa, por ejemplo) vale por la cosa que designa; en la dimensión estructural,
una palabra vale por otras palabras (su definición, por ejemplo: “mueble, por
lo común de madera, que se compone de una tabla lisa
sostenida por unos pies, y que sirve para comer, escribir, jugar u otras
cosas”). Aunque parezca increíble, la publicidad empezó informando a los
consumidores sobre los productos. En el siglo XIX había muchas tiendas de
ultramarinos o coloniales (productos que venían de las colonias del otro lado
del mar). Estos productos venían en barco y eran muy
aleatorios la fecha de llegada del barco, el repertorio de productos que traía
y los precios de esos productos. Por eso, los comerciantes colgaban un cartel
en la puerta del establecimiento para informar a los posibles consumidores de
esos extremos. Así empezó la publicidad, y era una publicidad estrictamente
informativa (referencial).
Luego, las cosas se
fueron complicando. Los anuncios pasaron de describir los productos
(“Doscientas libras de té de Ceylán a cuatro maravedises la onza”) a encomiarlos (“...de
excelente té de Ceylán”):
ocultaban sus defectos y ‑a menudo‑
inventaban sus cualidades. Con el tiempo, los anuncios se fueron pareciendo a
los pregones de los charlatanes de feria.
Pero era siempre una publicidad
referencial: se refería ‑en verdad o en mentira‑ a los productos. Y
si se refería en mentira, era posible una retroacción de los consumidores:
dejaban de comprar los productos cuyos anuncios les habían engañado.
En el capitalismo de
consumo, la publicidad nunca miente: porque no es una publicidad referencial,
no se refiere para nada a los productos... “Pepsi‑Cola
está donde quieres llegar”: ¿podrías verificar esa afirmación? “Coca‑Cola
es así”: ¿Te atreverías a negar eso? (es una pura
tautología). Los anuncios se refieren a sí mismos. Mediante los anuncios se
construye un mundo imaginario: comprar el producto anunciado es un vale que da
derecho a penetrar (imaginariamente) en ese mundo. Ya no es el anuncio el que
indica el producto, es el producto el que indica el anuncio.
COSAS Y
SIGNOS
La relación
producto/anuncio se invierte: el anuncio cobra cada vez más importancia y el
producto cada vez menos importancia; en vez de constituir el anuncio una
indicación del producto es el producto el que constituye una indicación del
anuncio. Ocurren varias cosas: los productos pierden en contenido y ganan en expresión;
los anuncios pasan del plano de la referencia al plano del referente.
Los productos pierden su
materia. Cada vez se consumen más productos sin (“lights”). Por
ejemplo: el valor de un alimento es que no alimente (vale más la leche sin crema, el café sin cafeína, el tabaco sin
nicotina, la cerveza sin alcohol). Analicemos un caso paradigmático: el de los refrescos (soft drinks). Antiguamente se hacía
una bebida deliciosa (tanto dietéticamente como eróticamente) exprimiendo
naranjas ‑que se obtenían de unos árboles llamados naranjos‑. Pero
esta bebida sólo estaba disponible en una estrecha franja del espacio/tiempo:
durante unos meses ‑para más inri los meses de
invierno‑ en un pequeño círculo en torno al punto de producción. A un
valenciano ‑el
doctor Trigo‑ se le
ocurrió la idea de embotellar esa bebida: era un
producto casi idéntico pero no idéntico (pues tenía conservadores y las vitaminas
se alteraban con el tiempo), y tenía la ventaja de estar disponible en
cualquier lugar y en cualquier momento. El doctor Trigo llamó al producto zumo natural de naranja: le llamó natural
pues ya no era del todo natural (siempre el signo suple la ausencia de la cosa). A lo natural‑de‑verdad no hay ninguna necesidad
de llamarlo natural. Luego vinieron “Fanta”, “Mirinda” y “Trinaranjus” (cuando el producto del doctor Trigo cayó en manos de una empresa
transnacional). Sustituían zumo por agua: pasó a ser
“refresco de naranja” (cuando tenía el veinte por ciento de zumo: tenía poca
naranja, pero ‑el signo suple la ausencia de la cosa‑ mucho más
color de naranja y sabor a naranja que la naranja), “refresco con sabor a
naranja” (cuando tenía el ocho por ciento de naranja: habían aumentado el
color de naranja y el sabor de naranja), hasta que fué
“Tang” (que, como un cuchillo sin mango al que le
quitan la hoja, ya no tiene nada de naranja: es una
nada con aspecto marcadísimo de naranja). El “Tang”
es un signo de naranja sin indicios de naranja. El signo ha suplantado a la
cosa. Durante este proceso de degradación, la cosa (naranja) se ha convertido
en signo (de la naranja), y el signo se va a desplazar ‑en un segundo
proceso de la dimensión referencial a la dimensión estructural. El “Trinaranjus” del doctor Trigo, la “Fanta”
y la “Mirinda” e ‑incluso‑ el “Tang” se refieren a la naranja de verdad (naranja‑naranja):
empiezan por una referencia motivada (un símbolo: tienen naranja) y terminan en
una referencia no motivada (un signo: ya no tienen naranja
‑la relación con la naranja es arbitraria‑). De algún modo (imitan
la forma, no la sustancia) imitan a la naranja. A partir de “Tang”, el proceso de degradación gira noventa grados: pasa
de la dimensión referencial a la dimensión estructural, ortogonal a ella; ya no
se trata de producir signos que se refieran a cosas, sino signos que se
combinen con signos. “Tang” es un refresco con sabor
de naranja, “Tónica” es un refresco con sabor a nada (una nada con aspecto de
nada: el sabor a orina no es intencional). “Tónica”
es el grado cero: en torno a este producto surgen círculos cada vez más
amplios. En un grado uno: quedan englobados, primero el círculo de los cítricos
(limón, lima, pomelo...), luego el círculo de las frutas (manzana, uva, melón...),
finalmente el círculo de cosas cualesquiera (cualquier sabor o color vale). En un grado dos: lima‑limón, naranja‑tónica,
etc. (después de combinarse de dos en dos, se combinarán de tres en tres, de
cuatro en cuatro...). Estos procesos de degradación
tienen un eco en todos los campos de producto: lo que el “Tang”
es a la naranja, el “Avecrem” es al pollo, el “Skay” es a la piel, el “Tergal” es al algodón, el “Acrilán” es a la lana, la “Formica” es a la madera, el
cemento es a la piedra... La base es siempre una materia amorfa y proteica
(capaz de seudomorfizarse en cualquier forma: glutamato monosódico, cemento y ‑sobre
todo‑ sustancias plásticas). Empiezan siendo
copias (en la dimensión referencial) y acaban siendo simulacros (en la
dimensión estructural): combinaciones gratuitas de formas (sabores, colores,
sonidos, tactos ...). Valen por lo que no son, no por
lo que son: la palabra clave es variar (consumir
hoy algo distinto de lo que se consumió ayer).
La materia que resta
funciona como signo. De la materia que resta sólo importa la forma perceptiva:
el color (el chocolate blanco de “Nestlé” parece menos
indigesto) (si un dentífrico como “Signal” está
atravesado por una línea roja resulta verosímil que tenga un componente activo:
primero decían que era hexaclorofeno, luego ‑cuando la “Drug and Food Administration”
condenó el hexaclorofeno por tóxico‑ dicen que
es flúor); el
olor (un detergente con olor a limpio limpia mejor la ropa); el
sabor (el sabor suave de un producto alimenticio connota que el producto es
suave ‑fácilmente digerible‑); el tacto
(la textura suave de los chocolatados instantáneos
connota su digestibilidad ‑aunque, por llevar lecitinas, se digieren
peor‑); el sonido (el ruido cregs de las patatas fritas “Cregs” indica que son auténticas cregs).
La forma perceptiva es manipulada: en vez de indicar unas propiedades
técnicas, significa unas cualidades mágicas. La forma de la materia de que
está hecho el producto constituye la capa de signos
más profunda. Sobre ella emergen otras esferas: el envase (el envase es más
importante que lo envasado: en general, hay una correlación inversa entre la
calidad del producto y la calidad del envase ‑por ejemplo, en bombones‑); la publicidad propiamente
dicha (el producto no es lo que hacen los ingenieros, sino lo que dicen los
publicitarios); las conversaciones entre consumidores
(que producen la imagen del producto). Todas estas capas de signos constituyen
el producto propiamente dicho.
La publicidad no habla de
los productos, los productos hablan de la publicidad. La publicidad no habla de los productos. Si ves en televisión, por
ejemplo, un anuncio de pantalón vaquero, no te enterarás de qué está hecho, cuánto cuesta, o que resistencia tiene al choque o a
la tracción; pero te enterarás de cómo son sus
consumidores (el anuncio no describe el producto, describe el modo de vida ‑imaginario‑
de los consumidores). Cuando compras el producto es con la esperanza de llegar
a ser como los modelos que salen en su publicidad. Los anuncios de “Martini” no ofrecen un vermouth, sino un estilo de vida. Los productos hablan de la publicidad. No
compras el producto, compras el derecho a participar en el anuncio. El anuncio
no es una flecha que apunta al producto: el producto es una flecha que apunta
al anuncio. Basta que compres una determinada marca de colonia masculina para
que puedas ligar en el transiberiano o en la casbah.
Basta que compres unos calcetines “Ejecutivo” para que seas un VIP (una very importante persona).
MARCA DE
PRODUCTOS Y MARCA DE CONSUMIDORES
La marca de un producto
es una marca de propiedad: en el capitalismo de producción marcaba al producto
(garantizaba la propiedad del fabricante sobre el producto); en el capitalismo
de consumo marca al consumidor, como miembro del grupo de consumidores de la
marca (marca la propiedad del fabricante sobre el consumidor ‑el
consumidor forma ya parte de su cuadra‑).
Una marca que marca el
producto es, por ejemplo, “Nestlé” (la casa Nestlé surgió en el capitalismo de producción). Nestlé era un molinero suizo
que molía muy bien harina muy buena. Las madres de la vecindad querían esa harina
para sus hijos pequeños. Surgieron imitadores, y el señor Nestlé
empezó a empaquetar su harina y a grabar su nombre en los paquetes. Aun hoy los
productos marcados con la marca “Nestlé” son
considerados por los consumidores de calidad muy buena. La marca es una garantía
de calidad del producto.
Una marca que marca al
consumidor es, por ejemplo, “Lee” (producto, por otra parte, de calidad
notable ‑pero eso no importa‑). Los
anuncios de “Lee” (marca, ciertamente, surgida en el capitalismo de consumo) no
se refieren para nada a la calidad de los pantalones: se
refieren a los consumidores de los pantalones. Cuando uno se pone los
pantalones “Lee” será como ellos. “Lee” tiene un slogan; “desde 1985, “Lee” te
identifica” (= tu identidad social es función de las marcas que compras y
consumes). El consumidor queda literalmente marcado
por la marca. Los publicitarios que hacen la publicidad de “Lee” han ido más
lejos: en anuncios recientes, el slogan se conjuga con la imagen de un hierro,
igualito al que utilizan los ganaderos para marcar sus reses, imprimiendo a
fuego el nombre “Lee” sobre la etiqueta de cuero del pantalón. Es una metáfora:
el hierro apunta a la grupa del consumidor que, al quedar marcado por la marca
“Lee”, pasa a formar parte de la cuadra de “Lee”. El día en que marquen la marca
directamente en la grupa de los consumidores, para nada se necesitarán ya los
pantalones. Los pantalones sólo son el soporte publicitario de la marca:
entonces, el soporte será tu grupa.
En el capitalismo de
producción, lo que distinguía a un ciudadano era su cualidad productora. Uno
valía lo que producía. Los modelos que proponían a los niños para que los
imitaran eran siempre de productores: trabajadores, artistas, sabios, héroes,
santos (se distinguían por lo mucho que hacían o por lo bien que lo hacían). En el capitalismo de consumo, lo que distingue a un
ciudadano es su cualidad consumidora. Uno vale lo que consume. Los modelos que
nos proponen para que los imitemos son de consumidores: especialmente,
parásitos de la jet society
(consumen mucho y bien).
La función de la
publicidad es clasificar a los consumidores: producir clases (grupos) de consumidores
(clases de equivalencia y clases de orden). Los
consumidores de “Coca‑Cola” y “Pepsi‑Cola”
constituyen sendas clases de equivalencia, pero son también clases de orden:
“Coca‑Cola” es un pelín más elitista y “PepsiCola” un pelín más popular.
Cuando emergió el capitalismo de consumo, los consumidores se agrupaban ‑literalmente‑
en clubs: por ejemplo, Club
“600”, Club “Gallina Blanca”, Teleclub... Pero los
consumidores de una marca siguen constituyendo un grupo imaginario. Todas las
chicas “Pineaud” del mundo se parecen como una gota a
otra gota de agua: todas se reconocen en su común
alienación (reserva de carne fresca para ejecutivos salidos). El consumidor de
“Rolls Royce” no se habla,
desde luego, con el consumidor de “Citroen 2 CV”
(como, en el capitalismo de producción, el ingeniero no se hablaba con el peón). “Lee” te identifica como igual a los demás consumidores
de “Lee”: pero también como inferior al consumidor de pantalones de “arruga
bella”.
Lo que pasa es que el
capitalismo de consumo borra las huellas de esas operaciones. Parece que cada
uno puede consumir cualquier cosa. Craso error. Cuando los obreros empiezan a
poder comprarse un “Cadillac”, la burguesía divina
abandona el “Cadillac” (así irrumpió en el mercado
norteamericano el coche compacto, un gran coche que disimula su grandeza ‑el
“haigá” quedó para los indianos porteras‑). Hay un déficit espacial y temporal entre las marcas que
consumen las clases dominantes y las que consumen las clases oprimidas. Un déficit espacial: los productos de serie para las clases oprimidas simulan
los modelos para las clases dominantes, pero su calidad técnica y estética es
muy deficiente. El “Coupé 850” imitaba por su trasera
al coche deportivo, pero ‑a diferencia de él‑ no corría. Los
“modelos” que venden en “ El Corte Inglés” ó “Galerías Preciados” no tienen
mucho que ver con los modelos que diseñaban para las clases dominantes modistos
con esos nombres (Cardín, Courreges,
Dior). Un déficit temporal: las clases dominantes traspasan a las clases
oprimidas los modelos usados (antes el traspaso era de ejemplares ‑roperos
de caridad‑, ahora es de modelos (el modelo que ahora está de moda para
los ciudadanos de a pie estuvo antes de moda para los ciudadanos de a caballo)
‑Baudrillard, 1969, págs. 155 sig.‑.
La función clasificadora
y jerarquizadora la cumplió primero la teología: Dios
había creado un mundo en que cada uno tenía su lugar. Los transgresores iban al
infierno. Luego la cumplió el derecho: leyes y reglamentos, y costumbres no
escritas, ponían a cada uno en su lugar (con razón ,
Platón se escandalizaba porque en democracia uno no puede matar al esclavo que
le tropieza en la calle). Los transgresores iban a la cárcel o al patíbulo (si
eran pobres). Ahora la cumple la publicidad: la
publicidad dice a cada uno lo que puede y debe comprar, qué productos y marcas
corresponden a la condición social de cada uno (y, ay del que se equivoque: del
hortera que se ponga colonia “Loewe” o del exquisito
que se ponga “Varón Dandy”) ‑Ibáñez 1979,
págs. 193 sig.‑.
Una novelista
norteamericana, Kit Reed,
ha escrito un estremecedor relato de ciencia‑ficción: “Cinosura” (1969). Una joven separada acaba de instalarse con su hijita Polly ‑y su gatito “Puff' y su perrito “Ambroise”‑ en un barrio residencial.
Antes de ser admitida en la comunidad ‑poder dar y recibir “panties”‑ es visitada por la presidenta del club
local, para ver si su casa y su persona están en orden. Pero en cada visita
pasa algo: el aspirador no ha sido bastante para arrancar de la alfombra los
pelos de “Puff'
(¿cómo no tiene un “Philips”?),
el brillo natural del parquet está empañado por el
charquito de pis de “Ambroise” (pero, mujer, use “Pronto”), o a Polly la ha abandonado su desodorante (pero, ¿no sabe
usted que “Rexona” no la abandona?). Cuando ya
desespera de poder llegar a ser gente, encuentra el anuncio de un producto, “Cinosurá”, que resolverá todos sus problemas. Es un spray que puede suspender la vida de
cualquier organismo. Polly, “Puff' y “Ambroise”
se transforman en deliciosos bibelots
(impolutos, inmóviles). Ahora todo está en orden y la
joven ama de casa se convertirá en la cinosura del vecindario. Cinosura es el nombre griego de la osa
menor, que contiene la estrella polar. Norte y guía: el punto que todos miran,
admiran y siguen.
La publicidad no habla
del mundo, construye el mundo (lo simula). Dejad toda
esperanza los que no entréis: seréis condenados al ostracismo. Dejad toda
esperanza los que entréis: renunciaréis a la vida y al pensamiento.
REFERENCIAS
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