La
comunicación publicitaria
Georges Peninou
La originalidad de la comunicación publicitaria,
dentro de la tipología de mensajes sociales, radica en que se realiza al margen
de lo verdadero y de lo falso. El publicitario está únicamente comprometido
con la eficacia ‑presionar, influir‑ y no paga otro tributo que el
peso de su talento en palabras e imágenes, cuyo escaso valor informativo,
referencial, respecto al objeto le dispensa de toda prueba de verdad.
I. EL
CONTRATO PUBLICITARIO
La ambigüedad de las relaciones entre publicidad y sociedad no es
sino una muestra de la ambigüedad de las relaciones entre publicidad e información.
¿Técnica informativa?
Conviene evocarla aquí en su esencia profunda: la publicidad es
fundamentalmente un mensaje de alabanza, es decir, de embellecimiento, de
interesada complacencia en aquello que toca; es un mensaje de celebración, por consiguiente, más que
de información; y es también un mensaje de estímulo, energética por evocación,
más que de evaluación; es, en definitiva, un mensaje de euforia.
Cuando se alegan contra ella la alteración de lo real y el rechazo a
creerla como castigo al exceso, a la fábula y a la mentira, es porque se
asimilan información y exaltación y se coloca a la publicidad bajo un
patrocinio (la verdad), una tutela (la lógica), una sanción (la objetividad) de
las que está ampliamente emancipada. Por lo demás, es un mensaje comprometido,
comprometido con la eficacia, y que perdería gran parte de su razón de uso si
sólo pretendiera instruir, lo que también hace, pero en forma subalterna,
pues lo que ante todo se le pide es que influya en sus destinatarios. La
publicidad juega en el ámbito de lo preferible, no de lo verdadero, y por eso
podríamos bautizarla como una elocuencia del favor.
Sin ser universal ni sistemático, el propósito de influir está tan
plenamente ligado al proceso publicitario que se
convierte, por encima de la información, en el resorte esencial del género. En
materia de promoción de ventas (productos o servicios), el objetivo
publicitario raramente se aparta de su misión central: presionar a su
destinatario mediante una retórica semántica, visual y argumental construida al
efecto, y con el fin de llevarlo a suscribir las opiniones que desea hacerle
compartir, a saber: conceder sus favores o preferencias al artículo o marca
objetos de la promoción.
Así pues, no es tan fácil ni tan perentorio como parece atribuirle a
la publicidad la etiqueta de informativa. Si hay algo que vincule los
diferentes sectores de utilización de la técnica publicitaria (promoción de
ventas, promoción institucional, promoción política) es precisamente una
analogía de condición e intervención.
La condición: asegurar a un producto, a una
institución, a un candidato, a un programa, un destino subordinado a su valor
reconocido (más que a su valor intrínseco), es decir, a la confección metódica
de una audiencia. La intervención: una comunicación comprometida en la que el
emisor toma partido (la publicidad es siempre mensaje de complacencia), pesa
sobre la información, convirtiéndola en información subrayada (la publicidad es
siempre información apoyada), y le asigna un “rendimiento”: inclinar las
opiniones, las actitudes o los actos en un sentido acorde con los intereses de
lo promocionado.
Mensaje social, hija del negocio, a la que se le pide la capacidad de
crear o desplazar flujos (creación de clientelas, de electorados, de seguidores,
etc.), el mensaje de influencia se opondrá siempre, de alguna manera, a la
formación de un juicio personal, al mensaje científico, al mensaje
enciclopédico, los cuales postulan una cierta exhaustividad
de saberes acerca del objeto y una neutralidad ante esos saberes.
2. ¿Qué
contrato pacta la publicidad con las cosas? En otras palabras, ¿de qué forma se compromete a representarlas?
Gran parte del ejercicio publicitario se
realiza “más allá de lo verdadero y de lo falso”, al margen de las categorías
de verdad, si por verdad entendemos una cierta dependencia legítima,
motivada, de la información respecto de su objeto. Pues una de las grandes
convenciones del género publicitario, la que en todo caso le confiere su más
notable originalidad en la tipología de los mensajes sociales, se funda en que
mantiene con los objetos de consumo unas relaciones psicológicas o semiológicas
absolutamente peculiares.
En la relación que la publicidad se propone mantener con lo real, lo
verdadero no es sino una modalidad entre otras, que aquí es secundaria de la
misma forma en que puede ser accesoria en otros casos (en la literatura, por
ejemplo), o esencial (por ejemplo en la ciencia). Es
cierto que debe plantearse el problema de su valor referencial, de su forma de
dar cuenta de las cosas: y la verdad es uno de sus caminos, una de sus
opciones. Pero jamás se ata ni se reduce a ella.
De hecho, la publicidad siempre oscilará entre dos polos:
‑ o bien el modelo sugerido se acerca al modelo pedagógico, en el que se intenta
conseguir que la conciencia de las cosas sea una elevación de la conciencia sobre esas cosas: vocación de iluminación
y voluntad de formación del juicio. Pero, entonces, ¿en nombre de qué se
pretende dar curso a la dimensión simbólica de los productos, considerada como
ficción ‑puesto que estamos en el mundo de la fábula‑ y como fingimiento,
habiendo como hay bajo esta máscara engañosa un subterfugio interesado?
‑ o bien el modelo sugerido se acerca al modelo retórico, en el que el efecto que
la información produce en su destinatario es, en
definitiva, más
importante que su esfuerzo de fidelidad al objeto: la
conciencia de las cosas es evasión de
la conciencia sobre esas cosas; y así se preferirá la
evocación, que libera elementos imaginarios, a la evaluación, y el recurso al
exotismo, ese “otro mundo” del objeto que en definitiva es lo que el ingeniero
espera que suscite el publicitario.
3. Pues,
en último término, los caminos de la publicidad pueden resumirse en dos. El
primero, el más escrupuloso, extrae de los recursos propios del producto
estudiado aquellos que parecen delimitar un campo semántico razonablemente
motivado, que la publicidad intentará erigir en punto de diferencia o de
superioridad: la calificación del producto se basa en la objetividad inteligente de sus posibilidades. El segundo camino
intenta superar con un viraje la situación de toda confrontación publicitaria:
una desigualdad de calidades del producto, y por lo tanto una real jerarquía
con la que el publicitario no podrá contentarse si está atado a los intereses
de uno de los competidores, y que, por lo tanto, intentará obviar; o
equivalencia de calidades, por obra de la moderna tecnología, que el
publicitario intentará transformar en jerarquía ficticia. En ambos casos, la
publicidad se esforzará por inventar un objeto
publicitario emancipado, situando en el plano de la diferencia lo que no podría probar en el plano de la superioridad: la
calificación del producto se funda en la inyección
motivante de los significados.
4. Y de
esta forma, en su función genérica, que sigue siendo una función de eficacia,
la publicidad no debe juzgarse tanto por su valor de certificación o de
calificación, es decir, por la exactitud de sus asertos. Moviéndose en el campo
léxico, bastante limitado, del mensaje de alabanza, al que se reduce su
relación con el objeto (alabar, celebrar, exaltar), permanece condicionada por
su doble calidad de mensaje de atracción
y mensaje de efecto: seducir y persuadir.
Tal es esencialmente su contrato con las cosas: sería ingenuo
separarlo de su naturaleza de acto comercial. La publicidad no es un mensaje de
evaluación, sino de persuasión. Es un mensaje de influencia que intenta
propiciar un flujo lucrativo de votos, de asentimientos, de sufragios, hacia
un polo de opinión marcado de antemano.
La singularidad de este contrato estriba en que la publicidad no se
obliga a respetar la función referencial de todo lenguaje. En su relación con
las cosas y con el lenguaje que la asume, no siente escrúpulos ni de su
“distancia” del producto, ni de su inestabilidad, ni de su inconstancia. Y en
esto se distingue fuertemente de otras formas de comunicación, en las que la
relación instituida entre la lengua y sus objetos es a la vez más estable, más
estricta, más seria y más fiable. De suerte que la publicidad apenas actúa por
sedimentación, y que, a pesar de su continuidad, la capitalización del “saber”
de origen publicitario es en definitiva mediocre, y su olvido, indiferente para
la cultura, aunque sea perjudicial para el comercio.
Esta situación, que en otras esferas sería inaceptable (imposible
imaginar una transmisión pedagógica o utilitaria marcada por semejante
precariedad o desenvoltura), no penaliza sin embargo a la publicidad, cuyo fin
último no consiste en establecer un sistema estable de saber, sino en hacer
compartir un sistema transitorio de creencias ligado a las relaciones de
significado con que sabe envolver los objetos: es su especialidad. Esta
búsqueda de significancia aun carente prácticamente
de poderes definitorios con relación al objeto, en cambio posee grandes
capacidades emocionales de cara al destinatario. El mensaje gana en repercusión
lo que no puede aspirar a contener de sinceridad. En esta solicitación
inesperada y caprichosa de lo imaginario, el objeto trata de adquirir el
sello de su personalidad publicitaria: un carácter original, diferente,
singular y fuerte, sobre un fondo general e incondicional de valorización.
II. LA
VALORIZACION DEL OBJETO
La valorización del producto toma tres caminos principales:
semántico, psicológico, semiótico.
1. El
primer camino es el semántico. La publicidad, en efecto, puede apuntarse en
primer lugar a una retórica de la exageración,
es decir, a la hipérbole, cuya fórmula
más ingenua descansó mucho tiempo en el abuso del superlativo: propensión
sistemática a subir de nivel el producto, demagogia del elogio, supresión del
grado positivo del adjetivo calificativo, vocabulario radical del exceso
(extraordinario, super, extra).
Este exceso descalificaba lo que pretendía realzar. Olvidaba hasta qué punto es
indispensable respetar la escala de los juicios. Y a esto corresponde
precisamente el grado positivo del
adjetivo, fuente y fundamento de toda
evaluación en el orden de las calidades. Destruirlo es atentar contra la
credibilidad misma del adjetivo publicitario, y, lo que es aún más grave, contra
la calificación inteligente de los productos y marcas.
2. La
segunda vía es la psicológica, frente al carácter léxico de la primera. Utiliza
los conocimientos motivacionales de la multitud y
explota las relaciones detectadas entre el público consumidor y los productos.
Intenta crear un espacio emotivo más que un espacio informacional.
La expresión publicitaria no apunta tanto a la relación como a la reacción,
busca la connivencia antes que el conocimiento, la coenestesia
de las sensaciones y los sentimientos más que la exhibición de un repertorio de
ventajas: se quiere un mensaje fusional,
participativo, emocional.
Nos hallamos ante un psicologismo que podríamos
denominar también construcción de una
afinidad. Esta se basa en la sobreinversión emocional en el objeto, en la elección del
adjetivo visceral, en la eliminación del adjetivo descriptivo, en la
liberación de la metáfora (figura asociativa por excelencia), en el triunfo de
la asociación consumidor/producto consumible, hecha de evocaciones y símbolos.
Lo esencial es sugerir, más que representar; emocionar,
más que explicar: hacer sentir, más que demostrar.
Esta publicidad descansa en una exigencia de compresión de las relaciones
psicológicas con los productos. Aquí, expresar el objeto es básicamente
recuperar oscuramente una esencia, un origen, una historia, un recuerdo, una
imaginario. La información, que aquí puede resultar sensible, es de una gran felicidad
de expresión, representa el más valioso testimonio de la valorización publicitaria
de los productos cuando une un tono justo y una juiciosa psicología de la
relación.
3. El
tercer camino sitúa la valorización en el universo de la significación: lejos
de contentarse con evocar el objeto puro y simple, funcional, la publicidad
intenta convertirlo en un soporte de
sentido, movimiento característico de una institución jamás carente de significancia, y que tras cada objeto o producto, escruta el sino en que puede convertirse.
Convertirlos en significantes es conferirles a la vez “otro mundo” (el sentido
es su exotismo) y una identidad original: la semiotización
de los productos les forja una personalidad distintiva suscitándoles una diferencia.
Esta capacidad de crear sentido amplía considerablemente las
facultades de expresión del publicitario. La producción de los enunciados
emocionales se realiza, en efecto, sobre un terreno profusamente marcado: en
cuanto a los referentes (productos, bienes, servicios pertenecientes a los
registros del uso); en cuanto a los competidores (un limitado número de marcas
o de firmas se reparten el campo de la comunicación); y en cuanto a los
valores (que de forma prácticamente sistemática apelan a la proclamación de la
ventaja o la excelencia). De ahí el carácter altamente
previsible de la enunciación
publicitaria, pues sólo se puede despertar el interés de dos maneras: o por la
sorpresa en la asignación de sentido (semiotización),
o por la sorpresa en el desarrollo del relato (narratividad).
Hacer de un producto o de un objeto signo de algo, es decir, darle sentido, puede, en la publicidad,
lograrse mediante un simple decreto, artificial incluso: este automóvil puede
significar la felicidad; esta cerveza, la intensidad del vivir; este
dentífrico, el éxito en el amor; este electrodoméstico, la calidad de vida. La
libertad de asignación de sentido es total, por más que a menudo resulte
arbitraria. y sinónimo de artificiosidad.
Pues aquí, en comparación con el segundo camino de valorización, se ha
dejado de lado la profundidad, la inmersión en la intimidad de una materia o el
arraigo de una relación, en favor de la superficie, en beneficio de un juego
de signos más o menos artificial. A la correspondencia estrictamente
psicológica que fundaba la relación de motivación, ha venido a sucederle el
corte del signo, que actúa como un arma de división: frente al símbolo, que
une, el signo separa. No es extraño por otro lado que la publicidad de la significancia sea también la
publicidad de la competencia más dura, y que se haya exacerbado en los momentos
de más intensa competencia comercial, siguiendo las huellas de un marketing
preocupado por las grandes segmentaciones del mercado.
III. LA
RELACION RETORICA
1.
¿Cómo, entonces, apoderarse del objeto? La publicidad
no opera, conviene recordarlo, sino una vez que éste ha sido ceñido por un
marketing del conocimiento metódico y del cálculo fuertemente teñido de
espíritu militar. La acción publicitaria se ve fácilmente como una maniobra, y
los mercados como campos de batalla, con definición de objetivos, conocimiento
del terreno a conquistar, del cual no se ignora ya el estado de espíritu de su
población, ni sus apegos, ni la inclinación de su
votos, ni la consistencia y posición de las fuerzas hostiles de la competencia
que operan sobre ella. Por otra parte, y en cuanto “estratega”, el publicitario
opera con una logística de medios, conjeturando las probabilidades de encuentro
entre el mensaje y su objetivo, poniendo en juego la naturaleza de los medios
de comunicación, la elección del soporte, el escalonamiento o la intensidad de
los estímulos a emitir, la estrategia general de medios, espacios, tiempos.
Pero al arsenal publicitario, con todo el ingenio y sabiduría que ha llegado a adquirir, si bien puede situar en la
trayectoria correcta, en el momento y con la “carga” deseados, el vector más
apropiado, deja, una vez en el punto de encuentro, que sea el arma
transportada la que actúe con sus propios recursos: aquí
se acaba la analogía militar, pues el arma en cuestión escapa a las
convenciones de la guerra, ya que de lo que se trata es de persuadir, de
convencer o de seducir utilizando únicamente el lenguaje, la argumentación y la
imagen.
En efecto, la justificación del recurso a la publicidad reside en los
recursos propios de este lenguaje, más que en la fuerza, de mayor o menor
intensidad, con que se le propulsa hacia el espacio de
la comunicación.
Desde el punto de vista técnico, está forjado como lenguaje de
eficacia: este destino, operativo, militante, le confiere originalidad dentro
del ámbito de los mensajes sociales, en el que encarna por antonomasia la
vocación más pragmática: no está hecho para el
conocimiento, sino más bien para la acción, que es su fin. Palabra
comprometida, mensaje de incitación, pertenece a una lógica performativa: lo que de ella se
espera no es un saber, sino una disposición a hacer.
Por lo tanto, desplegará una retórica de la eficacia en tres ámbitos:
en la forma, en el contenido, en el proceso argumental.
Dispositivo de influencia, la publicidad es, en efecto, uno de los
grandes campos de aplicación de la retórica, “arte del discurso florido y del
discurso eficaz”, manantial probado donde la persuasión llega a agotar las
recetas de las técnicas del “buen decir”. Lo que diferencia notablemente a la
publicidad de la información, en sus principios constitutivos, es al mismo
tiempo la necesaria consideración de su auditorio
(objetivo, mercado, público) desde su misma gestación, la preocupación por
la adhesión a las tesis presentadas
(persuasión), el despliegue de una plataforma justificativa (argumentación), la irrupción, en suma, en la
concepción y construcción de los mensajes, de mecanismos de dominio: el mensaje se funda en la
ciencia de los efectos más que en la obediencia a los hechos, porque su prueba
de éxito está en la opinión (el mercado), no en el producto (la producción).
2. Una
retórica de la forma: la “dispositio”.
En la forma, debemos fijarnos en la economía y en la “plástica”.
Economía: por su planteamiento a la ofensiva, la publicidad se ha dotado de una
lengua “económica”. De la sintaxis habitual, sustrae o sacrifica cuanto
pudiera recargarla inútilmente, o frenar la velocidad de transmisión: sus
libertades sintácticas, que para algunos son otros tantos atentados contra el
uso académico de la lengua, son su contribución original a la construcción de
una lengua operacional, de vocación fuertemente especializada. Desde el punto
de vista gramatical es pues elíptica, en busca de un adelgazamiento formal,
privilegiando las estructuras paratáxicas. Concisión
voluntaria, cuyas ilustraciones más sobresalientes, cada una en su propio
registro, son el slogan, como enunciado típico, y el affiche
o cartel, como medio significativo.
Plástica: antes incluso de que la imagen adquiriera en la construcción de los
mensajes la posición dominante que más tarde la caracterizaría, la publicidad
ya era el único sistema de comunicación que organizaba deliberadamente un espacio informativo, concebía una
geografía y una morfología de los enunciados gráficos, definía una plástica y
una rítmica de los mensajes. La “disposición', que la literatura no había
acometido sino con parsimonia y timidez fuera del ámbito poético, fue
rápidamente impuesta por la publicidad, hasta tal punto que la distribución
espacial de la información funciona por sí misma como código de reconocimiento
del género publicitario.
Esta espacialización de la información introduce
en los mecanismos de recepción de los mensajes comerciales una “óptica”. La
ordenación del mensaje obedece a un propósito: jerarquizar el contenido
informativo (diferencia de niveles), canalizarlo (orientación de la lectura),
seleccionarlo (diferencia de intensidad). Los
significantes tipográficos, gráficos y geográficos de la importancia (dimensión
de los caracteres, localizaciones preferentes) o del matiz (cambios cromáticos
o gráficos) están destinados a subrayar distinciones voluntarias de niveles,
de registros o de intenciones, y a conducir la exploración interesada del
mensaje.
3. Una
retórica del contenido:
la 'ínventio”.
Una técnica persuasiva basada en la seducción descansa esencialmente
en una voluntad de asignación
gratificante: asignación de bienestar, de éxito, de belleza, de calidad de
vida, de poder... Todo objeto amparado por la publicidad, toda marca tocada
por ella, se transforman así en signos de un valor
que a menudo los supera. Esta dilatación de las capacidades objetivas, este
exceso de sentido de los productos, es el rasgo propio de un género que, como
ya hemos dicho, desafía a la realidad y le niega el derecho a erigirse en el
único modo de relacionarse con las cosas: que una cerveza pueda significar la
deportividad, un dentífrico el éxito en el amor, una marca de carburante la
pertenencia a un estilo de vida, un automóvil la voluntad de poder y otro
distinto el anticonformismo, demuestra la facilidad con que la publicidad es
capaz de inventar, suscitar o explotar significados con cualquier pretexto.
La publicidad ha funcionado partiendo de la idea, constantemente
reiterada, de que el “vivir mejor” depende de “tener más”. Pero de un “vivir
mejor” gracias a las cosas, ha
pretendido pasar a un “ser más” a través
de las cosas, echándolo todo a perder. La ingenua aproximación que ciertos
publicitarios efectúan entre ambas nociones, como si bastara con trasvasar una
especie de “contenido de ser” al producto para alterar su destino puramente
instrumental, es poco seria.
Al abrir los productos al sentido, la publicidad los ata a deseos
profundos, a fantasmas liberados, a caprichos pasajeros de la moda o a valores
eternamente disponibles, capaces de injertarse razonable o audazmente en
cualquier soporte‑objeto. Porque, como ya hemos visto, la publicidad no
ha pactado con los objetos contrato alguno, no se somete a obligaciones de
verdad o de verosimilitud, a un discurso confirmatorio. Pero tampoco mantiene
contrato alguno con sus destinatarios, como no sea para sorprenderlos ‑prueba
de interés‑ o para seducirlos ‑prueba de eficacia.
4. Una retórica del proceso argumental: la narratio”.
El
relato evoca la afición de la publicidad por la anécdota, o, si se prefiere,
por la fábula. El relato es, en el sentido etimológico de la palabra, fabulador. Al género publicitario le
ofrece una flexibilidad enorme: aunque el número de significados con que opera
es reducido, puede “colocarlos” en relatos sumamente diversos, todos los
cuales remiten a un mismo valor intencional.
En esta minúscula dramaturgia, donde la publicidad gusta de situar
los productos y las marcas, el interés no está tanto en la naturaleza como en
la estructura del relato. En efecto, el carácter infinito de las situaciones es
ilusorio, y el desenlace carece de sorpresas: los objetos publicitarios
narrados no tienen más destino que ganarse los favores, ni más contrariedades que
algunos obstáculos provisionales y siempre superados. El interés narrativo del
relato publicitario no está jamás en su final (siempre feliz), reside en la
invención de peripecias previas a la conclusión. Pues las situaciones mismas no
tienen más razón de ser, con su elocuencia, que hacer más elocuente aún el
valor comercial del producto.
El interés, así, reside en 1a distinción entre la materia (“ la
historia narrada”) y la manera (“el relato narrante”).
Se trata de un proceso de modificación positiva de estado. Este
proceso de transformación consiste en captar inicialmente a un actor (el
consumidor, o su representante en el relato publicitario) en una situación
problemática para llevarlo seguidamente al estado contrario, eufórico, por obra de un elemento activo que interviene
expresamente, y que pone sus recursos al servicio de la persona afectada. Este
elemento auxiliar sale necesariamente victorioso de las pruebas a que se ve
sometido.
Desde el punto de vista narrativo, este proceso de modificación
avanza según los más diversos guiones, pero con un desarrollo básico que
podemos reflejar como sigue:
a. La secuencia inicial, centrada sobre el actor en dificultades
(marcado de este modo como “víctima'), fija los elementos de la situación
problemática, la inferioridad: puede tratarse
de una imposibilidad, de un obstáculo, de una duda, de una contrariedad..., y
frente a ellos una aspiración, un deseo, una carencia, una necesidad: ante el
sujeto se alza un obstáculo, y aquél no posee los recursos indispensables
para franquearlo. De ahí la necesidad de un intercesor.
b. Viene ahora la secuencia de la anunciación:
la mención del héroe . breve, pero decisiva, su objeto es llevar a la conciencia de
la persona en dificultades la evocación de un aliado capaz de prestarle
ayuda. Narrativamente, esta secuencia está destinada a hacer comparecer a
aquel que va a actuar como agente de salvación, nombrándolo y dejándolo en
situación de intervenir: la marca o el producto,
c. Sigue la secuencia de la prueba:
la intervención del héroe, del agente salvador. Es la
secuencia que debe iluminar el producto, el servicio, la institución (firma,
marca), donde habrán de resplandecer sus capacidades y demostrarse sus virtudes
de eficacia. Tratándose de la publicidad, no cabe sorpresa alguna sobre el
resultado final de la prueba: se acepta el reto, se supera el obstáculo, se reparan los daños iniciales.
d. La última es la secuencia de la
apoteosis: la solución. Es la secuencia de la
modificación del estado del sujeto, cuyo problema ha quedado remediado, cuya
esperanza se ha visto colmada, culminando así la “transformación de estado”. Es
la glorificación del agente sin el cual no hubiera sido posible, y que recoge
los frutos de su éxito: el elogio corona la prueba, y valoriza el objeto
comercial.
e. En las grandes etapas que acabamos de presentar esquemáticamente
caben variantes: se puede jugar con secuencias más ricas, o con la cronología
de cada enunciado. Nada le impide al publicitario empezar su relato por la solución.
En este caso habría un énfasis inaugural en el resultado, y éste, por su
carácter espectacular, exigiría un proceso explicativo, una búsqueda de sus
fuentes: la construcción es retroactiva, procede de la consecuencia a la
fuente, del efecto a la causa. Pero también se puede desplazar el énfasis a
cualquier otra secuencia de la estructura descrita, comprobándose que la
orientación del mensaje se modifica al hacerlo (1).
Algunos esquemas insisten, por ejemplo, en el
“estado inicial”, acumulando o reiterando en cascada los datos o informaciones
sobre la desdicha del actor. Remachan la tragedia de la carencia. La
intervención del agente salvador surge como una liberación, lacónica pero
deslumbrante. Son esquemas que exaltan más bien la función emotiva del esquema
de comunicación de Jakobson. El esquema de la
salvación sería más bien de este primer tipo.
Otros prefieren insistir en el “estado
final”, la mejoría, la transformación de estado. La función exaltada es más
bien la función implicativa, la publicidad crea aquí
la euforia del sujeto. El esquema de la paradoja sería más bien de este
segundo tipo.
Hay mensajes, por último, que insisten más en el “trabajo” del
salvador, justificando la calidad de su acción por las cualidades del instrumento,
explicando las consecuencias por sus causas. Aquí el relato es más bien
documental, y predomina la función referencial: remacha la pedagogía del
objeto: una de las fórmulas más aconsejables sería el esquema de la distinción.
5. Estas
diferentes retóricas, aquí simplificadas, culminan en la retórica del
intercambio que en definitiva constituye la opción que el publicitario puede
hacer entre distintas estrategias de seducción.
Puede servirse del embellecimiento y el adorno (estrategia de la
apariencia), del disfraz (estrategia del enmascaramiento), del simulacro
(estrategia de la simulación), de la connivencia (estrategia de la
aquiescencia); pero, en último extremo, ¿de qué se responsabiliza la publicidad?
¿Qué aporta? ¿Qué pone de su parte? Los grandes seductores, como sabemos,
cambian palabras por cuerpos (Don Juan) o por almas (Valmont),
obteniendo lo tangible de éstos al precio de la ilusión creada mediante
aquéllas. De igual modo, el publicitario no paga otro tributo que su peso en
palabras e imágenes de talento, cuyo escaso valor referencial le dispensa de
toda prueba de su verdad, pero cuyo alto valor fático
(valor de contacto) le asegura un eco indudable.
(1) Por ejemplo, el modelo de la salvación (basado en la competencia);
el modelo de la paradoja (basado en el buen rendimiento); el modelo del enigma
(basado en el desvelamiento); el modelo de la distinción (basado en la
excepción); el modelo de la aptitud (basado en la conformidad con la regla o
la norma), son modelos que no responden a idénticas situaciones, y que
ilustran estrategias más o menos ambiciosas de persuasión.