De la distancia

 

LUIS ARROYO

 

La batalla contra el tiempo se dio por perdida con la muerte del primer ser hu­mano, comenzándose en aquel mismo ins­tante una dura y tenaz lucha contra el es­pacio, o, para ser más precisos, frente a la distancia. Mucho antes de que el hom­bre tratara de hacer oír su voz por enci­ma de lo que le permitían sus cuerdas vo­cales, fue capaz de superar la distancia que le separaba de sus presas con el in­vento del arma arrojadiza; el instinto de conservación se convirtió así en el primer motor virtual del cuerpo humano, pues no era éste el que se movía sino el proyectil que se lanzaba.

A lo largo de la historia, se han ido con­siguiendo sucesivas victorias sobre las li­mitaciones impuestas por la naturaleza a nuestro cuerpo, y en lo que a la distancia se refiere, siempre nos queda la duda de si los logros` han sido para acercarnos a algo, a alguien, o, muy al contrario, para mantenerlo alejado. Esta dualidad de la distancia tiene una innegable influencia sobre las tecnologías que tratan de supe­rarla, pues si bien es cierto que permiten acercar lo lejano, también nos dan la oportunidad de mantenernos alejados de ello.

Poner tierra de por medio no es exclu­sivo del que huye de sus enemigos, tam­bién lo practica el cazador para separar­se el mínimo indispensable de su presa y asegurar así la diana. La lejanía entre Este y Oeste no es sólo ideológica, sino que encierra el deseo de poner espacio entre medias y evitar así el riesgo de contaminación en caso de conflagración nuclear. Por lo que se refiere a la distan­cia que separa el Norte del Sur, parece que sea la adecuada con el fin de que el hedor de los valles del hambre no suba hasta las cimas de los montes de la opu­lencia. Equilibrio en suma de lejanias, para colocar al prójimo a tiro de opresión pero guardando las distancias.

Si en la antigüedad las guerras no te­nían retaguardias, a medida que las técni­cas militares han ido progresando los frentes de batalla se fueron alejando de los núcleos de población. A partir de la Segunda Guerra Mundial se ha llegado a hablar incluso de conflagraciones perifé­ricas, en las que las grandes potencias di­rimen sus diferencias y ponen a punto sus armamentos, sin causar por ello daño al­guno a los habitantes de cada bloque. Quién sabe si en un futuro no lejano la in­mensidad de la galaxia podrá saciar el ansia guerrera de los guerreros sin poner con ello en peligro la existencia pacífica de los terrícolas.

La sociedad implica vida en común; ésta no es posible sin un cierto grado de cooperación y ello a su vez trae consigo la centralización del mando y control. El poder tiende a concentrarse, y sólo se contrarresta con el ansia de libertad del ser humano. Cabría afirmar también que el máximo exponente del egoísmo consis­tiría en alejar todo lo que nos rodea.

En su etapa de nómada, el cazador pa­recía recorrer grandes distancias cuando en realidad se encontraba siempre en el mismo sitio. Con la agricultura, y la subsi­guiente división del trabajo, nacen los pri­meros asentamientos y a partir de ellos se van fraguando las distancias entre los dis­tintos lugares por los que transcurría la vida de nuestros antepasados.

Las condiciones climáticas también han puesto tierra de por medio entre riqueza y pobreza; los pueblos subdesarrollados no lo están por lo que son, sino por donde viven. Pero existe otra distancia, esta vez de tipo vertical, dentro de las sociedades; el poder hace que el pueblo compruebe mirando hacia arriba cuán alejado se en­cuentra del amo de turno.

La técnica ha hecho posible el desarro­llo de utensilios cada vez más elaborados, con los que el hombre ha podido estable­cer un nuevo tipo de relaciones con su entorno, a la vez que lo ha ido modifican­do. Pero estos artefactos también han creado una nueva distancia entre el ser humano y su hábitat natural. La primera revolución industrial alejó el campo de la ciudad, y la segunda va a separar al ciu­dadano de los centros fabriles. Nuestro entorno es cada vez más artificial por mu­cho tiesto que pongamos en la oficina.

Los medios de comunicación han colo­cado el mundo entero al alcance instantá­neo de nuestros sentidos, pero esta pérdi­da de lejanía puede que esté siendo acompañada de un progresivo distancia­miento de la realidad. Prensa, radio y te­levisión llevan hasta nuestros sentidos fragmentos del mundo que nos rodea, pero no sabemos si la concepción del mundo que logramos con ellos es la ade­cuada, o si el fulgor de tanta instantanei­dad impide ver lo que hay alrededor.

La telecomunicación nos comunica con las antípodas pero también permite ha­blar con el vecino privándole a éste de nuestra presencia. Comunicarse en la le­janía encierra el riesgo de crear el hábito de poner una distancia artificial entre los interlocutores; sería mucho más lógico decir que la telecomunicación nos permi­te la conversación a pesar de la distancia, para evitar que el teléfono de la esperan­za se transforme en el aparato del egoís­mo.

Las redes digitales integradas que ya se están instalando permitirán todo tipo de intercomunicación, pero nunca serán capaces de suplir el contacto directo con nuestros semejantes. La comunicación no es sólo cuestión de palabras, sino toda una enorme panoplia de sensaciones, vi­braciones si se quiere, que la tecnología más avanzada no es capaz de encapsular ni en vidrio ni en silicio.

Desde que venimos a este mundo tene­mos una tendencia innata a ir hacia las cosas. La vida es un constante avanzar, y de este impulso natural parten la mayoría de nuestros logros. Con la telemática pa­rece como si quisiéramos invertir los tér­minos de esta dinámica, haciendo que todo venga hacia nosotros; la pantalla de los cacharros inteligentes impide que nos acerquemos a la realidad, a cambio de que una muestra iconográfica de ella lle­gue hasta nuestros ojos.

Si el sillón del tirano marca las distan­cias con sus súbditos, no es menos cierto que le condena a una constante inactivi­dad, pues todo tiene la obligación de acercársele. En la sociedad posindustrial, la telemática sin medida puede poner el mundo en nuestras manos pero a cambio de ello quizá nos veamos privados de la libertad de movimientos.

 

La telecomunicación permite al hombre comunicarse con sus semejantes salvando las barreras que el espacio y el tiempo ponen a sus limitaciones antropológicas. Esconderse detrás de un teléfono es algo que sólo se le ocurre al que hace de este aparato un uso distinto de aquel para el que fue concebido. A lo largo de la histo­ria, la curiosidad ha impulsado al ser hu­mano a traspasar las fronteras de su en­torno, llevándole más allá de sus caver­nas, cotos de caza, granjas, feudos, casti­llos, casas y ciudades. La civilización mo­derna nos ha proporcionado tantas posibi­lidades, que la tecnología está a punto de anular a los auténticos protagonistas de la comunicación: emisor y receptor. Cuando el prefijo "tele" se coloca delante de cual­quier cosa, el resultado no es otro que esa zarabanda de términos que para al­gunos es ya motivo de preocupación: te­légrafo, teléfono, televisión, teleenseñan­za, telemedicina, telecontrol, telealarma, y finalmente ¿televida? Con los avances de las telecomunicaciones el tipo de socie­dad que estamos forjando dependerá, en­tre otras cosas, del uso que hagamos del teleprefijo. Si lo empleamos en su acep­ción original ‑comunicación a pesar de la distancia‑, la solidaridad internacional será un hecho, pero si nos empeñamos en servirnos de él para poner una telebarre­ra ante nuestros semejantes, el hombre acabará por perder su atributo más hu­mano: la capacidad de relacionarse con sus semejantes por medio del contacto di­recto.