La batalla contra el tiempo se dio por
perdida con la muerte del primer ser humano, comenzándose en aquel mismo instante
una dura y tenaz lucha contra el espacio, o, para ser más precisos, frente a
la distancia. Mucho antes de que el hombre tratara de hacer oír su voz por
encima de lo que le permitían sus cuerdas vocales, fue capaz de superar la
distancia que le separaba de sus presas con el invento del arma arrojadiza; el
instinto de conservación se convirtió así en el primer motor virtual del cuerpo
humano, pues no era éste el que se movía sino el proyectil que se lanzaba.
A lo largo de la historia, se han ido consiguiendo
sucesivas victorias sobre las limitaciones impuestas por la naturaleza a
nuestro cuerpo, y en lo que a la distancia se refiere, siempre nos queda la
duda de si los logros` han sido para acercarnos a
algo, a alguien, o, muy al contrario, para mantenerlo alejado. Esta dualidad de
la distancia tiene una innegable influencia sobre las tecnologías que tratan de
superarla, pues si bien es cierto que permiten acercar lo lejano, también nos
dan la oportunidad de mantenernos alejados de ello.
Poner tierra de por medio no es exclusivo
del que huye de sus enemigos, también lo practica el cazador para separarse
el mínimo indispensable de su presa y asegurar así la diana. La lejanía entre
Este y Oeste no es sólo ideológica, sino que encierra el deseo de poner espacio
entre medias y evitar así el riesgo de contaminación en caso de conflagración
nuclear. Por lo que se refiere a la distancia que separa el Norte del Sur,
parece que sea la adecuada con el fin de que el hedor de los valles del hambre
no suba hasta las cimas de los montes de la opulencia. Equilibrio en suma de
lejanias, para colocar al prójimo a tiro de opresión pero guardando las
distancias.
Si en la antigüedad las guerras no tenían
retaguardias, a medida que las técnicas militares han ido progresando los
frentes de batalla se fueron alejando de los núcleos de población. A partir de
la Segunda Guerra Mundial se ha llegado a hablar incluso de conflagraciones
periféricas, en las que las grandes potencias dirimen sus diferencias y ponen
a punto sus armamentos, sin causar por ello daño alguno a los habitantes de
cada bloque. Quién sabe si en un futuro no lejano la inmensidad de la galaxia
podrá saciar el ansia guerrera de los guerreros sin poner con ello en peligro
la existencia pacífica de los terrícolas.
La sociedad implica vida en común; ésta no
es posible sin un cierto grado de cooperación y ello a su vez trae consigo la
centralización del mando y control. El poder tiende a concentrarse, y sólo se
contrarresta con el ansia de libertad del ser humano. Cabría afirmar también
que el máximo exponente del egoísmo consistiría en alejar todo lo que nos rodea.
En su etapa de nómada, el cazador parecía
recorrer grandes distancias cuando en realidad se encontraba siempre en el
mismo sitio. Con la agricultura, y la subsiguiente división del trabajo, nacen
los primeros asentamientos y a partir de ellos se van fraguando las distancias
entre los distintos lugares por los que transcurría la vida de nuestros
antepasados.
Las condiciones climáticas también han
puesto tierra de por medio entre riqueza y pobreza; los pueblos
subdesarrollados no lo están por lo que son, sino por donde viven. Pero existe
otra distancia, esta vez de tipo vertical, dentro de las sociedades; el poder
hace que el pueblo compruebe mirando hacia arriba cuán alejado se encuentra del amo de turno.
La técnica ha hecho posible el desarrollo
de utensilios cada vez más elaborados, con los que el hombre ha podido establecer
un nuevo tipo de relaciones con su entorno, a la vez que lo ha ido modificando.
Pero estos artefactos también han creado una nueva distancia entre el ser
humano y su hábitat natural. La primera revolución industrial alejó el campo de
la ciudad, y la segunda va a separar al ciudadano de los centros fabriles.
Nuestro entorno es cada vez más artificial por mucho tiesto que pongamos en la
oficina.
Los medios de comunicación han colocado el
mundo entero al alcance instantáneo de nuestros sentidos, pero esta pérdida
de lejanía puede que esté siendo acompañada de un progresivo distanciamiento
de la realidad. Prensa, radio y televisión llevan hasta nuestros sentidos
fragmentos del mundo que nos rodea, pero no sabemos si la concepción del mundo
que logramos con ellos es la adecuada, o si el fulgor de tanta instantaneidad
impide ver lo que hay alrededor.
La telecomunicación nos comunica con las
antípodas pero también permite hablar con el vecino privándole a éste de
nuestra presencia. Comunicarse en la lejanía encierra el riesgo de crear el
hábito de poner una distancia artificial entre los interlocutores; sería mucho
más lógico decir que la telecomunicación nos permite la conversación a pesar
de la distancia, para evitar que el teléfono de la esperanza se transforme en
el aparato del egoísmo.
Las redes digitales integradas que ya se
están instalando permitirán todo tipo de intercomunicación, pero nunca serán
capaces de suplir el contacto directo con nuestros semejantes. La comunicación
no es sólo cuestión de palabras, sino toda una enorme panoplia de sensaciones,
vibraciones si se quiere, que la tecnología más avanzada no es capaz de
encapsular ni en vidrio ni en silicio.
Desde que venimos a este mundo tenemos una
tendencia innata a ir hacia las cosas. La vida es un constante avanzar, y de
este impulso natural parten la mayoría de nuestros logros. Con la telemática parece
como si quisiéramos invertir los términos de esta dinámica, haciendo que todo
venga hacia nosotros; la pantalla de los cacharros inteligentes impide que nos
acerquemos a la realidad, a cambio de que una muestra iconográfica de ella llegue
hasta nuestros ojos.
Si el sillón del tirano marca las distancias
con sus súbditos, no es menos cierto que le condena a una constante inactividad,
pues todo tiene la obligación de acercársele. En la sociedad posindustrial, la
telemática sin medida puede poner el mundo en nuestras manos pero a cambio de
ello quizá nos veamos privados de la libertad de movimientos.
La telecomunicación permite al hombre
comunicarse con sus semejantes salvando las barreras que el espacio y el tiempo
ponen a sus limitaciones antropológicas. Esconderse detrás de un teléfono es
algo que sólo se le ocurre al que hace de este aparato un uso distinto de aquel
para el que fue concebido. A lo largo de la historia, la curiosidad ha
impulsado al ser humano a traspasar las fronteras de su entorno, llevándole
más allá de sus cavernas, cotos de caza, granjas, feudos, castillos, casas y
ciudades. La civilización moderna nos ha proporcionado tantas posibilidades,
que la tecnología está a punto de anular a los auténticos protagonistas de la
comunicación: emisor y receptor. Cuando el prefijo "tele" se coloca
delante de cualquier cosa, el resultado no es otro que esa zarabanda de
términos que para algunos es ya motivo de preocupación: telégrafo, teléfono,
televisión, teleenseñanza, telemedicina, telecontrol, telealarma, y finalmente
¿televida? Con los avances de las telecomunicaciones el tipo de sociedad que
estamos forjando dependerá, entre otras cosas, del uso que hagamos del
teleprefijo. Si lo empleamos en su acepción original ‑comunicación a
pesar de la distancia‑, la solidaridad internacional será un hecho, pero
si nos empeñamos en servirnos de él para poner una telebarrera ante nuestros
semejantes, el hombre acabará por perder su atributo más humano: la capacidad
de relacionarse con sus semejantes por medio del contacto directo.