El desafío sociocultural de la información
Los avances tecnológicos plantean
numerosas transformaciones sociales y políticas. Pero, especialmente, conducen
a un reinado en ascenso del poder de la imagen sobre la cultura, la política,
el consumo.
Después de
la Segunda Guerra Mundial, la economía norteamericana fue la primera del mundo
en la que la parte de la fuerza de trabajo empleada en los servicios superó a
la empleada en la producción. En 1958 la producción de conocimiento constituyó
en aquel país ya casi el 29 por ciento del PNB, con una tasa de crecimiento
mayor que la de los otros bienes y servicios. En 1971, más de la mitad de la
fuerza de trabajo norteamericana estaba vinculada a las industrias del conocimiento,
sector puntero que en 1984 contabilizaba ya un total de 213 millones de
trabajadores. En tres décadas la economía norteamericana se había
reestructurado drásticamente, en torno a lo que el general y presidente Eisenhower denominó en su discurso de despedida a la
nación en 1961, el complejo industrial‑militar,
cuya columna vertebral estaría formada por las industrias electrónica e
informática.
Durante
estas tres últimas décadas, los sociólogos han intentado al mismo tiempo
aprehender las novedades más significativas aparecidas en el modelo social de
las democracias industrializadas, resumiéndolas en una fórmula, sintética
expresiva. De manera que este modelo social tecnificado ha sido definido
consecutivamente como sociedad opulenta (Galbraith, 1958), civilización
del ocio (Dumazedier, 1962), sociedad de consumo (Dones, 1963; Baudrillard,
1970), sociedad del espectáculo (Deborde, 1967), nuevo
Estado industrial (Galbraith, 1967), sociedad postindustrial (Touraine, 1969; Bell, 1973), sociedad informatizada (Nona‑Minc,
1978) y sociedad digital (Mercier‑Plassard‑Scardigli, 1984). Pero la
conversión del televisor doméstico en un terminal audiovisual polifuncional, interconectado por cable a la red nerviosa
que constituye la nación cableada (Smith, 1972) y que hace posibles las videoconferencias y
las comunicaciones interactivas multilaterales, nos está conduciendo hacia un
nuevo modelo sociopolítico, hacia el modelo novísimo del Estado telemático (Gubern, 1983),
estructurado en la invisible burocracia de los flujos informativos que
recorren su estructura hecha de circuitos electrónicos y en el que el papel
como soporte de información aparece cada vez más como vestigio arcaico de una
era cultural pasada.
La noción de
Estado telemático admite muchas
lecturas, desde la catastrofista de Orwell, a los
panegíricos celebrativos de un Christopher Evans
(1979), de un Alvin Toffler
(1980), o de un Servan‑Schreiber
(1980), fascinados por la llamada revolución
informática. No veo claro si un tecnólogo tan aplicado como Frederick Williams, con su libro The Communications Revolution (1982), pertenece a la familia de los apocalípticos o a la de los integrados, pero dejo constancia de que
uno de los últimos capítulos de su libro se titula elocuentemente ¿Ha quedado obsoleta la democracia? Partiendo
de la profecía de la nación cableada, Williams sugiere que el voto telemático desde el hogar,
oprimiendo un botón, podría sustituir con ventajas al actual parlamento
decimonónico mediante el referéndum electrónico instantáneo ante cada opción
legislativa o decisión política. De este modo, la utopía de la democracia
directa y pluriparticipativa se habría realizado a
través de la democracia electrónica.
Uno de los
centros cruciales del antagonismo contemporáneo entre los partidos conservadores
y los partidos socialistas occidentales radica en el reproche que hacen los
primeros a los segundos de haber creado un Estado burocratizado, hipertrófico
e intervencionista, en lugar de permitir que la sociedad civil se autorregule mediante las leyes del mercado. Esta es la
tesis sostenida, como es notorio, por políticos como Ronald
Reagan y Manuel Fraga, a cuya teoría del Estado ligero (Estado mínimo, le llama Lyotard) frente al Estado
pesado de los socialistas cabría oponer, no obstante, el peso desmesurado
que los conservadores otorgan al poder ejecutivo, traducido, entre otras
cosas, en un desarrollo del aparato policial, en todas sus formas, y del
militar, que son los gendarmes de su orden doméstico y de su orden
internacional, del que no escapa ni siquiera una isla tan diminuta como
Granada. Aparentemente, la revolución tecnocientífica
basada en la electrónica y en la informática favorece, con la eliminación de burocracia
humana y la simplificación de muchos procesos, la tesis del Estado ligero. Pero tanto el Estado pesado de los socialistas como
el Estado ligero que prometen los
conservadores se verá superado por un invisible e impalpable Estado telemático, hecho de bancos de
memoria y de flujos electrónicos, cuya transparencia puede conducir, o bien a
nuevas y más eficaces formas de participación de los ciudadanos en el poder y
en la toma de decisiones, o bien convertirse en un instrumento totalitario en
el que el poder parlamentario casi habrá desaparecido para robustecer, de un
modo incontrolado, al poder ejecutivo, amparado por su cuasi‑invisibilidad.
FUNCION
CENTRAL DEL OCIO
Aparcando
las tentaciones futurologistas, constatemos que el
nuevo modelo de Estado telemático se
asienta en la revolución de la informática y del automatismo, algunos de cuyos
efectos socioculturales son ya claramente visibles. La primera verificación
empírica afecta al aumento ininterrumpido del tiempo
del ocio social, que en Europa Occidental se está planteando con la batalla
sindical, iniciada en Alemania, por la semana laboral de 35 horas. En este
proceso irreversible, la reducción progresiva de la jornada laboral, el
anticipo de la edad de jubilación y el crecimiento del desempleo tecnológico
potenciarán grandemente y otorgarán un lugar central en la vida económica a las
industrias culturales y a las empresas del sector del ocio.
En la
concepción hegeliano‑marxista, el trabajo desempeñaba una función central
en la explicación de la aparición del hombre como sea social, así como en la
génesis de su conciencia su ideología y su lenguaje. A finales de nuestro
siglo, en la sociedad postindustrial habría que invertir el esquema para situar
al ocio como marco central en la génesis de la conciencia humana. De tal modo
que para la vida económica y para la dinámica política de la sociedad informatizada
está siendo más relevante el tiempo de ocio que el de ocupación laboral,
fenómeno que jamás había ocurrido antes. Como contra partida perversa, las
industrias culturales serán el instrumento privilegiado de la ingeniería social, lo que obligará a
los poderes públicos a replicar con adecuadas políticas de ocio, estrategias orientadas a proporcionar el máximo
bienestar, a estimular y facilitar la creatividad, y a suministrar una amplia
oferta cultural a los ciudadanos en este importante segmento de la vida
cotidiana, a la vez que les protegen tanto de una manipulación unilateral como
de una concepción puramente mercantilizada de la cultura. Pues la cultura no
puede ser una mercancía gobernada únicamente por las leyes económicas del
mercado, ni tampoco una emanación burocrática de los poderes del Estado.
El ocio no
puede contemplarse como un concepto abstracto y ajeno a la
socio dinámica de los Estados industrializados. El tiempo de ocio puede
concebirse, en efecto, como un espacio creativo, de expansión de la
personalidad, de contenido lúdico, formativo o auto expresivo, de signo
liberador, tal como fue concebido en las luchas sindicales del siglo XIX. Pero
el ocio puede constituir también un espacio consumista y de alienación social,
de sometimiento acrílico a los mensajes ideológicos de las industrias culturales
colonizadoras de las conciencias, o de actividades embrutecedoras. La extensión
del alcoholismo crónico y de la drogadicción juvenil en Europa permite medir,
por desgracia, la magnitud de este ocio que hemos calificado de embrutecedor. El ocio no sólo ha de
medirse, por lo tanto, en términos de cantidad
de tiempo libre disponible, sino sobre todo por la calidad de su fruición.
Si Marx, en el Libro primero de El Capital, señaló las malformaciones físicas producidas por el
duro y prolongado trabajo en la fábrica, podemos hoy referirnos, en cambio, a
las malformaciones psíquicas generadas por las disfunciones de la sociedad
contemporánea, que incapacitan a muchos ciudadanos para gozar creativamente de
su tiempo de ocio. Es por ello necesario que, desde la escuela, la educación
integral del niño tenga en cuenta las nuevas exigencias de la sociedad
postindustrial y le prepare para enfrentarse creativamente con las nuevas
formas de la tecnocultura contemporánea, enseñando en las aulas las técnicas
audiovisuales y sus nuevos lenguajes, y capacitando a los alumnos para la
lectura crítica de las imágenes, hoy omnipresentes en el entorno urbano. Pero
esta pedagogía no debe contemplar al niño como mero receptor de mensajes, sino
también como activo emisor de información, condición necesaria (aunque no
suficiente) para una verdadera democracia comunicativa.
LAS NUEVAS
ELITES
Ante el reto
de las nuevas tecnologías de comunicación es fácil caer en la tentación de la tecnolatría tanto como en la de la tecnofobia. Los entusiastas de las
nuevas tecnologías (televisión por cable, satélite, autoprogramación
del usuario, ordenador, etc.) ven en la nueva sociedad telemática un paraíso
de opulencia informativa, caracterizado sobre todo por la descentralización
de los espacios de decisión cultural y de emisión, por la diversificación de
los mensajes y por la interacción entre el usuario y el emisor del proceso
comunicativo. Los apocalípticos ponen, en cambio, el acento en el enclaustramiento
doméstico y aislamiento interpersonal de los usuarios de la comunicación por
pantalla, en el desigual reparto social de los equipamientos y servicios de la
nueva tecnocultura, en el reforzamiento de la estratificación cultural
producida por la autoprogramación, en la destrucción
de la cohesión social del imaginario colectivo compartido por efecto de la
fragmentación debida a la autoprogramación muy selectiva
y en la dependencia económica e ideológica de los grandes imperios
tecnológicos de Japón (para el hardware)
y Estados Unidos (para el hardware y el software).
Ante este
reto, la futurología se ha dedicado a establecer pronósticos acerca de las
nuevas pautas de conducta y de los cambios socioculturales inducidos por la
nueva revolución tecnocientífica. En la sociedad de
mañana, en la que ya hemos penetrado en los países del eje USAEuropa‑Japón,
y en la que los procesos de producción estén
íntegramente confiados a los robots, el consumo
(o la explotación económica e ideológica del tiempo libre) seguirá estando,
como hoy, a cargo de los hombres. Los ideólogos del pesimismo, como Jean Baudrillard, han puesto el acento en que el desarrollo y la
expansión de la civilización del ocio están
realizando una paradoja imprevista, a saber: que en vez de disponer los
ciudadanos de mayor tiempo verdaderamente libre, se encuentran sometidos cada
vez más a imperiosas obligaciones consumistas, sociales o culturales, que
aniquilan la disponibilidad personal del mal llamado tiempo libre, colonizado por las estrategias de las industrias
culturales y de los comerciantes del ocio social. Desde esta perspectiva, el
concepto de servicio ‑pilar
central de la sociedad postindustrial‑, cuya etimología procede de siervo, enmascara hasta qué punto el
consumidor se convierte en el verdadero siervo
de las empresas que lo suministran y de sus prestaciones, que debe pagar.
La nueva
civilización tecnológica de acuñación yanqui‑nipona está imponiendo la
reconversión del homo faber en homo informaticus,
so pena de degradar a quien no efectúe tal salto a la categoría de
arcaico, obsoleto o inútil socialmente. Pero las nuevas escuelas con aulas
computerizadas están creando también lo que el profesor Joseph Weizenbaum, del Instituto Tecnológico de Massachusetts, ha llamado analfabetismo informático, que es una nueva forma de barbarie tecnologizada. Los planificadores de la sociedad hipertecnificada exigen del nuevo homo informaticus no sólo unas nuevas habilidades
(el know‑how), sino además una
nueva conciencia. Esta presión puede aumentar la fosa o desnivel de
información, y con ello de poder, entre los ciudadanos ricos ‑capaces de
telematizar sus hogares y sus empresas‑ y los ciudadanos pobres preinformáticos, culminando este desequilibrio social en la
aparición de una nueva élite de poder tecnocrático.
Esta
hipótesis introduce algunos retoques significativos al modelo social propuesto
por Galbraith hace años para explicar la pirámide de
poder en la sociedad opulenta. Según
tal hipótesis, puesto que el automatismo y la informatización liberarán al
hombre de las tareas más rutinarias o físicamente más duras,
los puestos de trabajo remanentes serán sobre todo aquellos relacionados con
la creatividad (de todo orden) y con la toma de decisiones. Estas tareas
encajan con aquellos trabajos que Marshall caracterizó
como gratificadores en sí mismos (y no tanto por su retribución económica) y
que Galbraith consideró específicos de la llamada por
él nueva clase en la sociedad
opulenta, en la que se consumó el divorcio histórico entre propiedad y dirección de las empresas, confiada esta última a
personal altamente profesionalizado.
Esta nueva clase se concentra, por otra
parte, en el sector de servicios, y no en el de producción, dibujando el
perfil de la élite científico‑intelectual que constituirá la columna
vertebral de la sociedad postindustrial. Sus miembros dispondrán de más poder
de decisión que el resto de los ciudadanos (salvo la élite política y financiera),
gozarán de prestigio social y tendrán el privilegio de un puesto de trabajo en
vez de padecer un ocio forzoso sufragado socialmente, como les ocurrirá a
muchos de sus conciudadanos peor cualificados.
UNA
ICONOCRACIA EN CRECIMIENTO
Por lo que
atañe al hardware, el desarrollo de
las tecnologías audiovisuales, implantadas a través del terminal televisivo en
los hogares y en los lugares de trabajo, está realizando en la práctica el mito
ancestral del ojo ubicuo y omnipresente (los cien ojos de Argos, el ojo de
Jehová). Por otra parte, el terminal televisivo en el
hogar y en el lugar de trabajo ha hecho de la categoría del audiovisual no una forma de comunicación
más, sino el espacio central y hegemónico de la cultura actual. Pero esta
opulencia de imágenes y de sonidos no debe inducir a la confusión, ya
denunciada por Schiller, entre abundancia de medios y
diversidad de contenidos. Incluso la libertad individual de la autoprogramación electrónica está limitada en gran parte
por las decisiones empresariales sobre suministro social de programas. Resulta
imposible, en efecto, que un ciudadano programe en su televisor un vídeo que
no ha podido encontrar en el mercado porque alguien ha decidido no
comercializarlo, o un mensaje que no está contenido en la memoria del ordenador
al que su televisor está conectado.
Esta
dependencia plantea el problema crucial del control social del acervo de los mensajes disponibles, problema
que sigue en vigor en el nuevo modelo comunicacional
descentralizado e interactivo.
En la nueva
sociedad telemática, tal como profetizaron René Berger
y Baudrillard, los signos tienden a suplantar a las
cosas y la realidad física se transmuta en su simulacro, en imagen
manufacturada por procesos industriales. Por eso es legítimo afirmar que la iconosfera constituye hoy una de
las capas, probablemente la principal y la más densa, de la mediasfera que nos envuelve en la sociedad urbana, cual una segunda
naturaleza artificial. Piénsese que un norteamericano medio recibe unos 1.600
impactos publicitarios al día, lo que supone (restando ocho horas de sueño) un
impacto cada segundo y medio. La investigación empírica ha demostrado a los
publicitarios que una pared con algunos carteles atrae la mirada del peatón,
pero un exceso de ellos (saturación) la desvía. Pues bien, la densidad de
nuestra iconosfera es tan grande en las culturas
urbanas, que ya no vemos las imágenes, porque su hiperabundancia
las ha trivializado y despojado en gran medida de su
capacidad de atracción de la mirada. Paradójicamente, su exceso las ha
convertido en invisibles o poco visibles, lo que no significa que no nos
influencien subliminalmente. Como ha escrito Pignotti:
"El sistema de las comunicaciones de masa está amenazado por la masa de
las comunicaciones que él mismo produce".
En esta
nueva situación comunicacional resulta legítimo
hablar de iconocracia en un doble sentido. En primer
lugar, vivimos en una sociedad iconócrata porque en ella impera el triunfo de
las apariencias, la primacía del look, el poder
de los líderes seductores, de los jóvenes ejecutivos, de las mujeres
atractivas. La iconocracia ha sido inducida por los
mensajes de los media
visuales y por la publicidad, de modo que hoy estamos gobernados por
imágenes, sobre todo por las imágenes omnipresentes en el teatro público del
televisor doméstico, tribuna de gobernantes, de líderes políticos, de orientadores
de modas y de directrices consumistas. Lo que no aparece en la pantalla del
televisor no existe para la vida pública ni para la historia, de modo que un
atentado o una huelga que no devenga información televisiva son socialmente
inexistentes. Esto lo han comprendido muy pronto los terroristas, cuyas
agresiones tienen como finalidad primordial su espectacularización
social, más que su efecto sobre lo agredido, que es un mero pretexto y un acto
puramente simbólico. El tiempo de presencia en pantalla se ha convertido así
en un "bien escaso" que se disputan las personas públicas: políticos,
profesionales del espectáculo, intelectuales, etc. El síndrome de Eróstrato ha pasado a ser,
tanto para las personas públicas como para las que aspiran a serlo (es decir,
la mayoría), una seña de identidad de nuestra cultura exhibicionista.
El imperio
de la llamada cultura de la imagen en
la sociedad postindustrial está destinado a consolidarse y a expandirse, según
todas las previsiones. Un informe presentado por una comisión de la Comunidad
Económica Europea al Parlamento Europeo, en 1983, indicaba:
"Los
expertos han estimado que a finales de los años ochenta cada país europeo
dispondrá como promedio de treinta canales de televisión por cable, de tres
canales de televisión directa por satélite y de tres canales de televisión tradicionales.
Sobre la base de diez horas diarias de transmisión, esto significaría para los
países de Europa Occidental de un millón a un millón y medio de horas de
transmisión anuales. Si se estima de un tercio a la mitad el total del tiempo
reservado a las producciones de tipo cinematográfico,‑
se alcanzan unas quinientas mil horas anuales. Considerando que la producción
cinematográfica de los cuatro principales países (República Federal Alemana,
Francia, Italia y Reino Unido) es actualmente del orden de mil horas anuales,
es fácil darse cuenta de la enorme expansión productiva requerida.
En este
párrafo está dramáticamente implícito el problema de la autonomía y de la
identidad cultural europea en la era de la imagen, pues si los países europeos
no son capaces de producir el volumen de programación requerido, serán otros
países extraeuropeos, con Estados Unidos a la
cabeza, los que llenarán este vacío.
LAS
POLITICAS CULTURALES NACIONALES
De todo lo
antedicho se deriva sin esfuerzo la urgente necesidad actual de articular políticas
culturales nacionales, a cargo de los poderes públicos, para hacer frente
al reto planteado por la expansión de las nuevas tecnologías de comunicación y
de información, corrigiendo sus posibles disfunciones sociales. Estimamos que
una política cultural nacional democrática y avanzada, en la era electrónica e
informática, debería tener en cuenta en nuestro país, por lo menos, los
siguientes aspectos:
1) La noción
de ocio creativo y desalienador, como opuesto al ocio
consumista, pasivizado o embrutecedor.
2) El
continuado incremento ‑ del tiempo libre producido por la progresiva
reducción de la jornada laboral, por la jubilación anticipada y por el paro
forzoso.
3) La
distribución equitativa de los bienes y servicios culturales.
4) La
producción cultural no gobernada únicamente por las leyes económicas del
mercado, ni tampoco como emanación burocrática de los poderes del Estado.
5) El
estímulo de la producción cultural en las clases populares.
6) La
garantía de acceso a los medios públicos de las minorías organizadas.
7) El
creciente protagonismo económico de las industrias culturales debido a la
expansión del tiempo de ocio.
8) Los
peligros derivados de las concentraciones monopolísticas u oligopolísticas
en los medios de comunicación, tanto las de carácter nacional como
transnacional y transmediático.
9) La
defensa de la identidad cultural nacional frente al neoimperialismo
en el ecosistema comunicativo mundial, tanto en el campo del hardware como del
software.
10) La
defensa de las industrias culturales autóctonas, sin perder de vista nuestra
integración en la cultura universal.
11) La
necesidad de coordinación de las políticas de los responsables de las
telecomunicaciones y de la cultura.
12) La
necesidad de fomento o desarrollo por parte del Estado de canales de
comunicación de uso social y con tarifas módicas.
13) El
creciente protagonismo de los medios audiovisuales y electrónicos, en
detrimento de formas culturales tradicionales que deben ser protegidas.
14) Los
eventuales inconvenientes derivados del privilegio que las nuevas tecnologías
de comunicación otorgan a la fruición cultural privada y domiciliaria, en
detrimento de la efectuada en espacios comunitarios.
15) La
protección jurídica eficaz a los derechos a la intimidad, al honor y a la
propia imagen en los nuevos medios informáticos y comunicativos, así como a
los derechos de autor.
16) Los
desequilibrios culturales territoriales: regiones ricas‑regiones pobres;
ciudad‑campo; centro‑periferia urbana.
17) La
especificidad del mercado cultural infantil, del adolescente y del de la
tercera edad. 18) La necesidad de enseñanza escolar y universitaria de las
nuevas técnicas y lenguajes de la comunicación social contemporánea.
19) La
pluralidad cultural del Estado de las autonomías.
20) Las
relaciones culturales privilegiadas con América Latina.
21) La
integración de España a los circuitos y estructuras comunicativas
supranacionales de Europa Occidental.