ROMAN GUBERN
Los
progresos de las tecnologías de comunicación están produciendo en los últimos
años un doble estirón antagonista, en dos direcciones opuestas, cuya dialéctica
modela muy peculiarmente el mapa cultural y comunicacional de este final de
siglo. Estas dos tendencias contradictorias están plasmadas en el desarrollo
intenso y simétrico de los sistemas de megacomunicación y de mesocomunicación,
que suponen dos ideologías y dos estrategias culturales opuestas: a la
megacomunicación se asocian los conceptos de decisión centralizada, de poder
multinacional, de estandarización homogeneizadora y de comercialismo; mientras
que a la mesocomunicación se vinculan la descentralización, los servicios
comunitarios desinteresados y la diversificación cultural y pluralista. En el
campo de la comunicación televisiva, esta dicotomía tecnocultural está
perfectamente ejemplificada por la alternativa planteada entre el satélite y
el cable.
El satélite
de telecomunicaciones, y concretamente su función de transmisión directa al
usuario de programas televisivos, se ha convertido en uno de los fetiches que
permiten hacer realidad la comunicación audiovisual planetaria e instantánea.
Pero este hermoso universalismo comunicacional revela zonas de sombra, que
fueron ya señaladas en la reunión de ministros de Cultura del Consejo de
Europa, celebrada en Berlín en mayo de 1984. En efecto, el ensanchamiento
desmesurado de las audiencias gracias al satélite, cubriendo públicos muy
heterogéneos de diferentes países o culturas, presiona enérgicamente en
dirección hacia una programación estandarizada, impersonal, conformista,
estereotipada, acrítica y aconflictiva. El paradigma de este esperanto
televisivo se halla en los famosos concursos de canciones que transmite la
Eurovisión, asépticos y premasticados, intentando, si no complacer a todos los
gustos, por lo menos no disgustar excesivamente a ningún gran segmento de la
audiencia. El elevado precio intelectual pagado por este compromiso multicolor
es evidente.
En el polo
opuesto, la cablevisión se presenta como una promesa de diversificación y de
servicio cultural, destinado a audiencias especializadas o selectivas,
instrumento perfecto par las necesidades de la mesocomunicación y preservador
de las identidades culturales locales y/o regionales. La bipolaridad señalada
podría expresarse con los atributos siguientes:
MEGACOMUNICACION
costes elevados
multinacional
centralizada
monolítica
programación
estandarizada
efectos homogeneizadores
comercialismo
MESOCOMUNICACION
bajos costes
local
descentralizada
pluralista
programación
diversificada
efectos diferenciadores
servicio cultural o
social
En 1981
efectué un estudio, que se publicó con el título poder económico y poder comunicacional, en
el que demostraba que no sólo los megamedios cubrían audiencias muy superiores
a los mesomedios, sino que, en aquellas fechas, el coste promediado de la
tecnología de los mesomedios ascendía a 1.583 pesetas por destinatario
alcanzado, mientras que en los megamedios costaba tan sólo 50 pesetas por cada
destinatario. Es decir, en términos relativos a su audiencia, los
mesomedios resultaban
más de 30 veces más caros que los megamedios. Las consecuencias político‑financieras
de estos datos no pueden escapar a nadie, pues revelan la ventaja comunicativa
del gran capital sobre el pequeño capital, tanto en términos absolutos como
relativos, haciendo que sea más rentable socialmente un dólar o una peseta
invertidos en un megamedio que en un mesomedio.
Las
funciones de ambas familias de medios son, en realidad, adaptativas y complementarias
en el actual diseño de políticas comunicacionales en las sociedades
capitalistas. Los mensajes de la megacomunicación proporcionan el cemento de
cohesión ideológica e interclasista de los pueblos y consolidan un imaginario
colectivo de valores y de mitos compartidos/ Su función es esencialmente
legitimadora del status quo y
socialmente integradora. La mesocumunicación aporta el contrapunto de la
diversificación y del mosaico cultural para audiencias especializadas y
selectivas. Su función es diferenciadora o disgregadora, según los casos, y
tiende a preservar las identidades culturales específicas frente a la
estandarización homogeneizadora de los gigantes de la comunicación.
Es
conveniente no reducir esta dicotomía al dipolo simplificador comunicación
democrática‑comunicación elitista, cual eco de la vieja distinción entre
cultura de masas y alta cultura. Tampoco es correcto generalizar esta dicotomía
con la bipolaridad imperialista‑resistente, aunque en algún caso
concreto pueda ser real. Ni ver esta distinción bajo
los prismas de aforismos norteamericanos tan célebres como small is beautiful o bigness is badnees.
Pero es en
cambio necesario ponderar en qué medida los mesomedios, con audiencias e
ingresos inferiores a los megamedios, pueden sentirse presionados
económicamente y tentados a imitar la programación cultural más estandarizada y
comercialista de la megacomunicación, anulando con
este mimetismo basado en la ley del mínimo esfuerzo las virtualidades de su
diversificación y especialización. La más antigua industria cultural, que es
la industria editorial gutenbergiana, ha dado desde hace años ejemplos de esta
reconversión en detrimento del libro minoritario y a favor del best‑sellen.
Las industrias audiovisuales de la era electrónica,
que padecen costes de producción mucho más gravosos, no escaparán ‑no
han escapado: véase el destiño de muchas "radios
libres"‑ a esta fuerte presión conservadora de las cifras.
Tal como
está evolucionando la cultura massmediática, es razonable afirmar que nuestras
sociedades tienden a consolidar, junto a gigantescas áreas de consejo
ideológico conformista y de uniformización cultural,
reducidas bolsas o ghettos culturalmente
muy diferenciados e ideológicamente muy críticos hacia el status quo. Si siempre existieron abismos sociales entre minorías
críticas y mayoría: acríticas (la famosa mayoría
silenciosa, de Richard Nixon), entre grupos culturalmente exigentes y
masas de gusto poco cultivado, es evidente que la dicotomía de los nuevos
medios no hace más que consolidar y perpetuar esta estratificación cultural,
agravada por el cada vez mayor margen concedido a la autoprogramación de los
usuarios de los medios.
Las
reflexiones precedentes no tienen un interés meramente académico, sino que
cobran especial vigencia en el momento en que se están diseñando las políticas
culturales y comunicativas de nuestro Estado de las autonomías. El Estado de
las autonomías ofrece la particularidad de un capital semiótico e ideológico
compartido por todas las comunidades autónomas, que coexiste con ofertas
culturales muy diferenciadas e incluso ideológicamente centrífugas, en
ocasiones con tintes de crispada conflictividad. Esta es una realidad social y
política que no puede ignorarse y que ahora abre un terreno de juego a la
dialéctica de los medios estatales y de los regionales, de los grandes medios
cohesivos y de los mesomedios diferenciadores, enfrentados a veces en
dialécticas complejas que libran su batalla en el imaginario colectivo, pero
que tienen su base fuera del campo de la comunicología. Pero será en gran
medida la política de los medios de comunicación la que hará socialmente viable
o inviable el difícil tejido del modelo de nuestro Estado de las autonomías.