Olvidar la Comunicación

 

ARMAND MATTELART

 

LA aparición de las nuevas tecno­logías de comunicación puede signifi­car perfectamente tanto la ocasión para asumir la historia de nuestras socieda­des como un pretexto para alejarnos de ella inexorablemente.

Una de las características fundamen­tales de esta época de mutación tecno­lógica, en que la comunicación desem­peña un papel tan importante, consiste en su posible interpretación desde perspectivas radicalmente opuestas. Sin embargo, hoy más que nunca, el ma­niqueísmo que reparte las perspectivas que nos ofrece el futuro, según el opti­mismo desbordante o el pesimismo apocalíptico, se muestra inoperante para calificar las transformaciones que afectan en nuestros días a los sistemas de comunicación y de información. Las concepciones que pretenden atribuir un carácter positivo o negativo a la evo­lución de esos sistemas según sea po­sitivo o negativo el signo que se asigne al progreso técnico, son escasamente idóneas para dar cuenta de la amplitud del sentido del proceso al que estamos asistiendo. Pretender que la técnica so­porte sobre sus alas el peso de la his­toria, significaría hacer demasiado ho­nor a la técnica.

Las nuevas tecnologías de comunica­ción sólo pueden ayudarnos a restable­cer los lazos con la historia y reactivar la memoria de nuestras sociedades con una condición. la de aceptar la idea ele­mental según la cual los modelos de im­plantación de las tecnologías de comu­nicación y la creación de sus usos so­ciales se construyen a partir de adapta­ciones, de transiciones, de resistencias y, sobre todo, siguiendo caminos con­tradictorios en los que se enfrentan ideas, intereses y proyectos sociales diferentes. Al mismo tiempo, se trata asi­mismo de aceptar que los instrumentos conceptuales forjados para designar esas realidades presuntamente nuevas son susceptibles de interpretaciones y utilizaciones radicalmente opuestas.

Así, después de todo, ¿qué es un sis­tema de comunicación social sino un modo de articulación entre grupos y ac­tores sociales? ¿Qué es un modo de co­municación sino un conjunto de prácti­cas sociales, cuando hemos superado la idea de confundir a ambos con un bati­burrillo de simples técnicas?

Por otra parte, la historia de los gran­des sistemas de comunicación de ma­sas podría escribirse a partir del exa­men de los esquemas implícitos o ex­plícitos de las alianzas sociales que los sustentan; esquemas que definen clases y grupos beneficiarios y que privan a otros del poder de definir su propia identidad; esquemas que apuntan prio­ridades en la forma en que se utilizan los recursos de creatividad de un gru­po, de un país, de una región; esquemas, finalmente, que fijan las referencias do­minantes, es decir, las que determinan lo que constituye una cultura «legítima».

La consciencia de este hecho permi­te comprender por qué hoy más que nunca en la historia los sistemas de co­municación constituyen una piedra an­gular para la redefinición de la vida democrática.

 

EL DESAFIO DE LA INTERNACIONALIZACION

 

La internacionalización de los siste­mas de comunicación y, para muchos países, el deseo de conquistar los mer­cados exteriores para asentar una industria calificada como nacional de pro­gramas y/o de equipos constituyen dos imperativos que parecen crear una di­námica centrífuga y que conspiran para desgajarnos de la historia particular, de la historia aún reciente de nuestros sis­temas particulares de comunicación.

Es como si, acuciados por esa nece­sidad de integración en un mercado in­ternacional, fuera difícil percibir los ca­minos del futuro desde una perspecti­va diferente de la establecida con ca­rácter unívoco por las exigencias de ese mercado, en el que impera como amo y señor un modelo de producción ya debidamente patentado y cuyos ar­gumentos de autoridad derivan de su larga experiencia de valoración del campo cultural en función del capital. Por eso no es de extrañar que numero­sos industriales de la productividad cul­tural, como es el caso de la televisión, caigan en la tentación de asumir y adaptar los modelos hegemónicos ya «universales» y, por consiguiente, «na­turales».

Esta actitud centrífuga sólo puede conducirnos a reducir la lectura de la historia de los sistemas de comunica­ción caracterizados por el servicio pú­blico a una historia de construcción de obstáculos. Las nuevas exigencias que asocian la viabilidad de una industria nacional con la internacionalización in­ducen, efectivamente, a no percibir en la herencia del servicio público más que un conjunto de obstáculos que nos impiden situarnos o posicionarnos ade­cuadamente en la competencia interna­cional, en contraposición con los siste­mas comerciales, «más aptos para al­canzar productos exportables».

Parece adivinarse que esta forma de ver las cosas puede impedir cualquier interrogante sobre las especificidades nacionales y locales y sobre la posible aportación de éstas a la cultura audio­visual internacional. Las relaciones de fuerza, las mediaciones y las negocia­ciones sociales que han marcado la evolución de los servicios públicos se desvanecen de los horizontes estratégi­cos y, con ellas, la necesidad de tener en cuenta la propia naturaleza de la re­lación que se ha establecido entre el Es­tado y la cultura, entre el Estado, la cul­tura y la industria, entre el Estado, la cul­tura, la industria y el conjunto de la so­ciedad civil. No debemos dejar de pre­guntarnos, por ejemplo, por qué en cier­tos países los creadores se han resisti­do con tanta fuerza a la idea de la es­tandarización industrial en el campo cultural, por qué se ha visto legitimada en ciertos países una noción de cultura profundamente reticente al enfoque co­mercial y mercantil. Al obrar de esa for­ma, nos vemos privados de valiosos elementos para la elaboración de una respuesta a la internacionalización ba­sada en una herencia cultural y social, herencia construida sobre los cimientos de las contradicciones propias de cada sociedad.

Si, por ejemplo, el estatuto de creador individual que defiende tenazmente su independencia puede parecer a algu­nos un obstáculo de consideración para esta nueva fase de la producción cultu­ral de masas, ello no impide que, en un momento u otro, lo que se considera un escollo, un «lastre sociológico», pueda revelarse como un elemento de resis­tencia ante los procesos de normaliza­ción de los modos de vivir, pensar y crear. Además, sería totalmente erróneo pensar que la actitud de la clase de los creadores no corresponde a un factor cultural dominante que se expresa en esas sociedades de muy diversas for­mas. Si existe un momento en que re­sulte especialmente difícil tamizar las incidencias positivas y negativas de la desconfianza visceral de algunos crea­dores hacia cuanto pueda dar origen a una matriz industrialmente reproduci­ble, ese momento es precisamente el actual, en que se trata de aunar todos esos trazos de la historia en un proyec­to que movilice las fuerzas sociales y culturales de creación.

Para comprender realmente el movi­miento de privatización que impregna, con modalidades particulares en cada país, los sistemas de comunicación, es necesario abandonar la idea de que el asentamiento de la norma de la eficacia mercantil en el campo de la producción cultural constituye una regla de oro que puede prescindir de tener en cuenta esa sedimentación que ha construído modelos particulares de expresión y de captación de la creatividad social y cul­tural. La idea según la cual privatización y universalización van de la mano y si­guen un sendero unívoco podría per­fectamente verse defraudada en nume­rosas ocasiones, en que imperativamen­te tendríamos que acordarnos de la his­toria.

La redefinición de lo que se denomi­na «el sector privado de la comunica­ción» en contraposición a lo que se co­noce bajo el nombre de «servicio públi­co de la comunicación» es con toda se­guridad mucho más polimorfa de lo que podrían dejar suponer algunas celebra­ciones de la muerte del Estado‑Provi­dencia. A título de ejemplo, podría ser suficiente recordar ahora que esa rede­finición afecta no sólo a la empresa co­mercial, grande o pequeña, sino también a la persona privada carente de in­tereses comerciales, es decir, a los di­versos componentes de la sociedad ci­vil (asociaciones, organizaciones socia­les, etc.), a lo que algunos han bautiza­do bajo la denominación de «tercer sector».

 

LA COMUNICACION HA DEJADO DE SER LO QUE ERA

 

Un hecho comienza a sernos familiar: la continua superación de los límites del campo de la comunicación. Las nuevas prácticas de comunicación operan en un contexto general de transformación radical de los sistemas de comunica­ción tecnológica locales, nacionales e internacionales y, más aún, en un con­texto general de transformación de los sistemas sociales.

Aunque para muchos sea ya algo evi­dente, nos parece necesario recordarlo para evitar caer en dos defectos opues­tos: sobre‑estimar el papel de las nue­vas prácticas de comunicación en la construcción de un modo de comunica­ción democrático o, por el contrario, su­bestimarlo. Esa sobreestimación carac­teriza principalmente a numerosos dis­cursos espontáneos y práctico‑empíri­cos que celebran el advenimiento de una alternativa basada en la novedad tecnológica sin tener en cuenta la es­tructura general del campo de fuerzas en que opera y que hablan de la demo­cratización cultural gracias a las virtu­des de los nuevos medios y de las «re­des interactivas» sin mencionar las de­sigualdades culturales producidas una y otra vez por el juego, bien experimen­tado ya, de las estructuras y de las je­rarquías sociales.

Es subestimación, por el contrario, la implícita en ciertos discursos de denun­cia de las macroestructuras del poder de la comunicación. Es muy grande la tentación de asimilar la omnipotencia y la fuerza de choque mercantil de las grandes empresas transnacionales de la comunicación y de la información. Su­bestimar las nuevas prácticas sólo pue­de provocar la sensación de que se co­noce ya de antemano el resultado de la contienda, dado que la presencia de las citadas presiones transnacionales ape­nas deja un resquicio a la posibilidad de respuestas procedentes de especifici­dades locales ni siquiera nacionales. ¿Acaso no es eso aceptar como deter­minismo lo que sólo constituye un ele­mento de determinación?

También es necesario olvidar la co­municación para comprender mejor lo que ocurre en la comunicación. Los sis­temas de comunicación tecnológica se encuentran en nuestros días impregna­dos por lógicas sociales, económicas y financieras, por fuertes tendencias que se oponen y enfrentan y que trabajan a nivel local, nacional e internacional.

Una cuestión esclarecedora sería pre­guntarnos por qué desde hace unos años se constata tal agitación en torno a la «comunicación». ¿Por qué se produ­ce tal plétora de discursos y de proyec­tos al respecto? ¿Por qué ha pasado a ser un tema central de preocupación y de tanta actualidad, como se pone de relieve por las deliberaciones en los grandes organismos internacionales so­bre lo que se ha venido a denominar el nuevo orden mundial de la información y de la comunicación, los esfuerzos de los países europeos para escapar del ámbito de las grandes redes de bancos de datos bajo la hegemonía americana y como lo demuestran asimismo las muy diversas iniciativas de prácticas llamadas alternativas de comunicación tales como radios y televisiones comu­nitarias, telemática convivencial, etc.? Respuesta: porque la comunicación se ha convertido en el eje central en torno al cual se redefinen los modos de orga­nización del poder, es decir, las relacio­nes de fuerza entre los individuos, los grupos, los pueblos y los bloques.

Por otra parte, la industria de la co­municación electrónica constituye la punta de lanza de las estrategias de reindustrialización de los grandes paí­ses industriales, que ven en la alta tec­nología una posibilidad de salida de las crisis económica. Además, como ya in­dicaba en Francia el informe Nora‑Minc sobre la «informatización de la socie­dad», las nuevas tecnologías de comu­nicación se contemplan como un medio de salir de la crisis política, es decir, que les corresponde participar en la recons­trucción de un «consenso» nacional e in­ternacional. En otras palabras, los siste­mas de comunicación ocupan un lugar muy destacado en el nuevo despliegue de las modalidades del control social. Como están llamadas a introducirse en todos los intersticios de la vida indivi­dual y colectiva, en el campo de la edu­cación, del trabajo, de la salud, del arte, del ocio, esas nuevas tecnologías dise­ñan un horizonte social.

Interrogarse sobre el futuro de nues­tros sistemas de comunicación es por consiguiente interrogarse sobre las ine­vitables tensiones que sin duda se pro­ducirán entre lógicas industriales y fi­nancieras y lógicas sociales. Sería un grave error pensar que el proyecto de recuperación de la vitalidad económica va a acompañar necesariamente a la profundización de la democracia. Ahí radica precisamente una buena parte del reto. Para pensar que la democracia representa un derecho adquirido irre­versible, basta con quienes trazan un signo de equivalencia mecánica entre descentralización informático‑audiovi­sual y desconcentración de poderes, entre interfase hombre‑máquina y par­ticipación de los ciudadanos y de los consumidores como medio de suprimir desigualdades sociales y culturales, re­volución tecnológica y revolución de las relaciones sociales.

Si nuestras sociedades se ven en nuestros días impregnadas por dos con­cepciones de la descentralización es porque se encuentran igualmente im­pregnadas por dos lógicas contradicto­rias que también apelan a la descen­tralización.

Si no queremos verla reducida a una simple oposición entre flexibilidad y ri­gidez, es urgente reconocer el carácter ambivalente de ese proceso de descen­tralización. También es importante dis­tinguir claramente la lógica de descen­tralización que impregna a nuestras so­ciedades, que viene a relegitimar las formas de un poder central enfermo de legitimización y ese otro proyecto de descentralización para el que las nue­vas redes de comunicación se convier­ten en nuevas redes de solidaridad. Una descentralización que proyecte a nues­tras sociedades hacia modelos cada vez más atomizados en que la competencia mercantil aisle a las personas entre sí, y un proyecto en que la descentralización permita expresarse a la pluralidad de opiniones y de movimientos sociales.

 

LIBERTAD DE EXPRESION ¿PARA QUIEN?

 

Un último elemento de reflexión: la cuestión de los protagonistas de la co­municación. La fascinación por las nue­vas tecnologías que aflora en muchos grupos que hacen gala de «moderni­dad» entraña numerosos inconvenien­tes. El principal de ellos, es, sin duda, dar a entender que la novedad social acompaña inevitablemente a la nove­dad técnica. Una vez más, eso equivale a anquilosar la memoria social de los sistemas de comunicación.

Ya lo indicábamos al comienzo: un modo de comunicación es ante todo un conjunto de prácticas sociales. Pues bien, en los regímenes democrático‑li­berales, las prácticas sociales de la co­municación han tendido a confundirse con las prácticas profesionales. De esta definición profesional de la práctica de comunicación, construída con gran re­fuerzo de leyes, doctrinas filosóficas y argumentos científicos, ha derivado una serie de postulados que han estableci­do la norma por excelencia de lo que constituye la libertad de opinión y de expresión a partir de los medios de co­municación de masas. Estamos muy le­jos de pretender que esa libertad de ex­presión así definida no sea y no haya sido una garantía real de una forma de democracia y una barrera contra la in­tervención intempestiva del poder po­lítico y del poder financiero. Pero, cada vez más, la libertad de expresión defi­nida siguiendo esa norma exclusiva­mente profesional muestra sus límites cuando tratamos de interrogarnos sobre la redefinición de la democracia. Mien­tras que la expansión tecnológica pare­ce abrir un portillo a una creciente par­ticipación de diversos actores sociales del proceso de comunicación, los códi­gos profesionales que rigen las prácti­cas de comunicación ‑y que, insisti­mos, son también el fruto de batallas de­mocráticas, y ahí radica la paradoja, ­las costumbres y los reflejos que este enfoque profesional de la comunicación han creado en el público se interponen y pueden convertirse en un obstáculo para las demás prácticas sociales que desean expresarse en el campo de la comunicación.

Por otra parte, esta cuestión afecta no sólo al campo de la producción de in­formación en sentido estricto y de fic­ción sino también al terreno de todos los saberes y de todas las conductas. Mientras que la explosión de lo que se denomina «industria del conocimiento» nos promete a todos y cada uno de no­sotros la posibilidad de que se tienda un cable entre educador y educando, entre emisor y receptor, la jerarquía es­tablecida de un modo de producción y de transmisión del saber, caracterizado por una relación vertical, se erige como dato natural para contrarrestar toda bús­queda de nuevas formas y de nuevos contenidos vinculados a las aspiracio­nes de una democracia directa reno­vada.

Ahí radica, sin duda, otro desafío de importancia que nos lanza la llegada de nuevas tecnologías. Se nos interroga so­bre el nuevo estatuto de la información (información multidimensional que pasa ahora por vías electrónicas) y so­bre el de las categorías sociales que tra­bajan en ella y la controlan. Esas pre­guntas debieran inducirnos a pensar so­bre la posibilidad efectiva de situar como principal problema de la demo­cracia de nuestros días la participación de los diferentes componentes de la so­ciedad civil no sólo en la producción de su propio discurso en los medios de in­formación sino también en las « opcio­nes tecnológicas» subyacentes a la ex­tensión de las redes de comunicación.

Para construir una estrategia de co­municación que valore y haga saltar a la luz del día el conjunto de las fuentes de creatividad individuales y colecti­vas, parece indispensable no dejar de lado esa vieja cuestión del poder/saber contra cuyos escollos han fracasado las grandes revoluciones sociales del siglo XX.

La redefinición de los actores socia­les es, sin duda, el tema más complejo. Efectivamente, si no queremos limitar­nos a un voto piadoso o a una fórmula hechizante en favor de «nuevos actores sociales de la comunicación», es preci­so aceptar que, en el momento actual, el campo de lo «social» en las socieda­des del capitalismo avanzado se en­cuentra precisamente en plena transfor­mación, tratando de reconstruirse a tien­tas, y que no será necesariamente simi­lar al que hemos conocido en los siete primeros decenios de este siglo.

Pero sería erróneo, en esta era de mundialización de los sistemas de co­municación, que nos limitáramos al es­tado del mundo industrializado cuando el eje norte/sur representa cada vez más uno de los principales escollos para la redefinición del poder interna­cional de la comunicación. La irrupción de los nuevos actores en la producción de comunicación constituye un nuevo dato irreversible. Lejos de limitarse a ese sur que fue el «suplemento de alma de Occidente» durante los decenios aún recientes, se trata de un sur concreto, de un sur repleto de contradicciones, teatro tanto de la contestación del inter­cambio desigual en materia de comuni­cación y de información como del sur­gimiento de competidores industriales que se preparan, con conglomerados multi‑media como en el Brasil y en Mé­jico, para la conquista de los mercados exteriores y ya embarcados en las co­producciones transnacionales.

Todos estos interrogantes permiten tomar la medida de los factores que de­berán tener en cuenta los actores anti­guos y nuevos de los sistemas de co­municación locales, nacionales e inter­nacionales, si desean conquistar en la realidad concreta nuevos espacios de libertad.