USOS ORALES Y ESCUELA
Signos . Teoría y práctica
de la educación , 12 Página 14/17 Abril - Junio de 1994 ISSN 1131-8600
Carlos Lomas
Quienes enseñamos lengua
en las aulas de la escolaridad obligatoria estamos casi siempre de acuerdo
cuando hablamos o escribimos sobre los fines comunicativos de la educación
lingüística. En efecto, si conversamos con enseñantes, con lingüistas de las
más diversas escuelas o con especialistas en asuntos pedagógicos acerca de la
finalidad del aprendizaje escolar de las lenguas, es probable que unos y otros
coincidamos en que el objetivo esencial de la enseñanza de la lengua en la
educación primaria y secundaria es la mejora del uso de esa herramienta de
comunicación y de representación que es el lenguaje. E insistimos en la
conveniencia de que la educación lingüística se oriente al dominio expresivo y
comprensivo de los mecanismos verbales y no verbales de la comunicación humana
y por tanto a favorecer desde el aula el aprendizaje de las destrezas
necesarias para hablar, escuchar, leer y escribir cuando se habla, se
escucha, se lee o se escribe. Porque, en última instancia, ¿cuáles son las
habilidades comprensivas y expresivas que hemos de aprender en nuestras
sociedades si deseamos participar de una manera eficaz en los intercambios
verbales que caracterizan la comunicación entre las personas? Conversar de
manera apropiada, intervenir en un debate, entender lo que se escucha o lo que
se lee, expresar de forma adecuada las ideas, los sentimientos o las fantasías,
saber cómo se construye una noticia o un anuncio, persuadir y convencer,
escribir un informe o resumir un texto: he aquí algunas (le las cosas que las
personas, en las diversas situaciones de comunicación y con distintas
finalidades, hacemos habitualmente con las palabras.
Concebir la educación
lingüística corno un aprendizaje de la comunicación exige entender el aula de
lengua corno un escenario comunicativo (como una comunidad de habla) donde
alumnos y alumnas cooperan en la construcción del sentido y donde se crean y
recrean textos de la más diversa índole e intención. Concebir la educación
lingüística como un aprendizaje de la comunicación supone contribuir desde el
aula de lengua al dominio de las destrezas comunicativas más habituales (hablar
y escuchar, leer y escribir) en la vida de las personas y favorecer, en fin, la
adquisición y el desarrollo de las habilidades discursivas que hacen posible la
competencia comunicativa de los hablantes. Esta competencia es
entendida, desde la antigua retórica hasta los enfoques sociolingüísticos y
pragmáticos más recientes, como la capacidad cultural (adquirida en la escuela
y en otros ámbitos públicos de uso) de los hablantes y oyentes para producir y
comprender enunciados adecuados a intenciones diversas de comunicación en comunidades
de habla concretas.
Pero no basta con
proclamar los fines comunicativos de la enseñanza de la lengua. Es necesario
adecuar los contenidos escolares, las formas de la interacción en el aula, los
métodos de enseñanza y las tareas de aprendizaje de forma que hagan posible que
los alumnos y las alumnas puedan poner en juego los procedimientos expresivos y
comprensivos que caracterizan los intercambios comunicativos entre las
personas. Y en esa búsqueda de la coherencia conviene reconocer que, casi siempre,
entre el deseo y la realidad, entre los fines que se dicen y las
cosas que se hacen en las aulas, se abre un abismo.
Porque, si en las
intenciones unos y otros estamos de acuerdo, basta con asomarse a los manuales escolares
más habituales en la enseñanza primaria o a los libros de texto más usados en
la educación secundaria para comprobar cómo con frecuencia en las clases (le
lengua se dedica un tiempo casi absoluto al conocimiento del sistema fonológico
de la lengua. al estudio (le la morfología de las palabras, al análisis
sintáctico de las oraciones, a la corrección ortográfica o al comentario de los
rasgos formales de los diversos textos literarios en detrimento de las
actividades de uso expresivo y comprensivo. Estos contenidos pertenecen, claro
está, al conocimiento lingüístico y literario pero por si solos en escasa
medida contribuyen al logro de unas intenciones educativas orientadas al
desarrollo de las capacidades comunicativas de las personas. Y la lengua en la
escuela se convierte entonces en una retahíla de contenidos formales que casi
nada tiene que ver con el uso que de esa herramienta de comunicación que es el
lenguaje hacen fuera de los muros escolares quienes habitan de lunes a viernes
en las aulas. En consecuencia, el aprendizaje de los alumnos y de las alumnas
se orienta cada vez más al conocimiento, con frecuencia efímero, de un conjunto
de nociones gramaticales o literarias cuyo sentido a sus ojos comienza y acaba
en su utilidad para superar con fortuna los diversos obstáculos académicos. Y
las clases de lengua se convierten así en una tupida hojarasca de destrezas de
disección gramatical o sintáctica vestidas con el ropaje de la penúltima
modernidad lingüística mientras en las aulas casi nunca se habla, mientras en
las aulas casi nunca se enseña que los textos tienen una textura y una contextura
y que es en el uso donde es posible atribuir sentido a lo que decimos
cuando al decir hacemos cosas con las palabras.
Quizá el síntoma más
claro de estas formas (le hacer en las aulas de lengua lo constituya la
ausencia en los programas de enseñanza, y casi siempre en las prácticas
pedagógicas, de contenidos referidos al discurso oral y de tareas de
aprendizaje orientadas al fomento de la competencia oral del alumnado, El
conocimiento formal del sistema de la lengua y la corrección normativa de los
usos ilegítimos de los alumnos y (le las alumnas ocupan un tiempo casi
absoluto en nuestras aulas en detrimento de una enseñanza orientada a la
adquisición de las estrategias discursivas que nos permiten saber qué decir
a quien y qué callar, cuando y cómo decirlo, cómo otorgar
coherencia o textura a los textos que construimos y cómo adecuarlos contextura
a las diversas situaciones comunicativas en las que intervenimos en nuestra
vida cotidiana. Y clic) pese a que el habla, tan cotidiana, tan diversa, tan
espontánea o tan regulada, está como el oxígeno y el nitrógeno en el aire que
respiramos y en casi todos nuestros juegos de lenguaje.
No conviene olvidar algo
tan evidente como que los actos de habla (los usos orales de la lengua)
forman parte de la conducta comunicativa más habitual entre las personas: al
hablar intentamos hacer algo, el destinatario interpreta (o no) esa intención y
sobre ella elabora una respuesta, ya sea lingüística o no lingüística.
Lo dijo Cicerón hace
demasiados siglos, cuando vinculaba la retórica a la dialéctica, que trata de
la acción humana, lo recordó Humnboldt hace poco más de cien años al insistir
en que el lenguaje era esencialmente energía (actividad), lo reiteró
hace dos décadas Jakobson al recordar que ``el discurso no se da sin
intercambio" e irónicamente lo certifica en nuestros días Halliday:
“después de un intenso periodo de estudio del lenguaje corno construcción
filosófica idealizada, los lingüistas han convenido en tomar en cuenta el hecho
de que las personas se hablan entre sí". Pese a ello, algo tan obvio se ha
olvidado con demasiada frecuencia en la investigación lingüística y en nuestras
escuelas e institutos.
En efecto, en nuestras
aulas, quizá como herencia del olvido intencional por parte de los
estructuralismos del habla y de la actuación lingüística, los asuntos relativos
a las modalidades orales del uso, a los aspectos no verbales de la
comunicación, a las determinaciones culturales que regulan los intercambios
comunicativos o a los procesos cognitivos implicados en la emisión y en la
recepción de los mensajes orales han permanecido ajenos a un trabajo escolar
centrado por el contrario en las categorías gramaticales, en los usos escritos
y en sus normas gráficas, en el análisis sintáctico y en los modelos canónicos
de la historia literaria. Tal tradición didáctica, sin embargo, no es fruto del
azar ni (le una especie de ``perversión pedagógica' que afecte especialmente a quienes
enseñamos lengua. Hay razones más profundas que tienen que ver con la visión
que de los fenómenos lingüísticos se mantiene aún en las instituciones que
tienen a su cargo la formación inicial de los enseñantes de lengua y con el
pensamiento pedagógico del profesorado sobre el aprendizaje natural de
los usos orales.
Por una parte, la
formación lingüística y literaria del profesorado de lengua es deudora de la
hegemonía académica de la teoría gramatical, de los estructuralismos
lingüísticos y del formalismo literario y por tanto adolece de carencias
teóricas y metodológicas bastante evidentes en el ámbito del análisis, la
observación y la evaluación del habla de las personas. Por otra, durante
demasiado tiempo. ha arraigado entre el profesorado la idea de que los USOS
orales se adquieren de forma natural a tempranas edades por lo que, si los
niños y las niñas ya saben hablar cuando acuden a la escuela, si en
circunstancias normales son capaces por sí mismos de ir adquiriendo y
desarrollando las estrategias necesarias para comprender y expresar cualquier
tipo de mensaje oral, entonces no tiene ningún sentido que el aprendizaje
idiomático se oriente hacia tales menesteres.
Hay indicios, sin
embargo, de que las cosas están cambiando, En primer lugar como señala Helena
Calsamiglia en este mismo número de SIGNOS, en las últimas décadas la evolución
de las ciencias del lenguaje pone de relieve el auge de disciplinas corno la
pragmática, la sociolingüística, la etnografía de la comunicación, el análisis
del discurso y la psicología del lenguaje de orientación cognitiva. Tales
teorías sobre el uso lingüístico han comenzado a interesarse por el modo en que
ocurren en la vida real los intercambios comunicativos, por la forma en que se
producen los fenómenos de la expresión y de la comprensión entre las personas,
por cómo se adquiere y desarrolla el lenguaje y por el papel que juega en todos
esos procesos la interacción social. En segundo lugar, en el campo pedagógico
las actitudes respecto a los usos de la lengua comienzan a cambiar a partir de
la década de los setenta. La publicación del Informe Bullock (1974 ) y
de los Informes Munn and Dunning (1977) abre el camino (le la revisión
crítica de las prácticas pedagógicas (le la enseñanza de las lenguas, tan
atentas hasta entonces al conocimiento de los aspectos formales del sistema
lingüístico pero tan indiferentes con respecto a los usos comunicativos de las
personas. Tales documentos insisten una y otra vez en la conveniencia de una
mayor atención pedagógica al desarrollo de la lengua oral en la escuela ya que,
si bien es cierto que los niños y las niñas" ya saben hablar" al
comenzar su vida escolar, no lo es menos que tal competencia oral les vale tan
sólo para las situaciones comunicativas más habituales en la infancia pero se
revela como insuficiente o inadecuada en contextos más complejos de
comunicación donde se requiere un uso más formal y elaborado de los recursos de
la lengua.
Cuando un niño adquiere
una lengua inicia la lenta y difícil andadura del aprendizaje escolar y
cultural de las estrategias de cooperación y persuasión que caracterizan la
comunicación entre las personas. Y al aprender una lengua en el seno de
situaciones concretas de comunicación no sólo inicia la adquisición de las
reglas gramaticales que hacen posible la formación (le las palabras y de las
oraciones: aprende sobre todo, en sus intercambios comunicativos, el modo en
que esas personas entienden e interpretan la realidad y, por tanto, el
significado cultural asociado a esos USOS comunicativos. Aprende a orientar el
pensamiento y las acciones, a regular la conducta personal y la ajena, a
ir construyendo en fin en ese proceso un conocimiento del mundo compartido y
comunicable. De ahí que el cambio en la educación lingüística de la infancia,
la adolescencia y la juventud deba comenzar por ponernos de acuerdo en algo tan
evidente como que nada es más ajeno a la clase de lengua que el silencio: el
habla de las personas (Jebe entrar en las aulas (le forma que sea posible, como
sugiere Luci Nussbaum en estas mismas páginas, recuperar la palabra en la clase
de lengua. Porque si bien es cierto que todos somos iguales en lo que se
refiere a nuestra capacidad innata para adquirir y aprender las reglas del
lenguaje, no es menos cierto que, como subraya Amparo Tusón más adelante,
también somos desiguales en el uso y especialmente esos teleniños y
depredadores audiovisuales que anidan en las aulas de la escolaridad
obligatoria. Por todo ello, la educación lingüística debe contribuir al
desarrollo de las capacidades comunicativas de los aprendices de forma que les
sea posible avanzar, con el apoyo pedagógico del profesorado, hacia una desalienación
expresiva que les permita comprender y expresar de forma adecuada los
diversos mensajes orales que tienen lugar en ese complejo mercado de
intercambios que es la comunicación humana y adoptar actitudes críticas
ante los usos y formas que denoten discriminación o manipulación entre las
personas. Hablar en clase: por paradójico que parezca. he ahí el
reto innovador que nos aguarda.
* Este texto recoge algunas de las ideas expresadas con mayor detalle en LOMAS, C (1994): ``La educación lingüistica y literaria" , en TEXTOS de Didáctica de la Lengua y la Literatura , numero 1.
Carlos Lomas es asesor de Lengua del CEP de
Gijón y Director de clomas@almez.pntic.mec.es