LA CULTURA COMO OBJETO
Signos. Teoría y práctica
de la educación , 17 Enero Marzo 1996 Páginas 6/12 ISSN: 1131-8600
Angel Díaz Rada -
Honorio Velasco Maíllo
Antropólogos y educadores trabajan el concepto de cultura de diversos
modos. Desde la perspectiva de la Antropología Social y Cultural este texto
ofrece una reflexión crítica sobre el tratamiento de la cultura como objeto y
formula las limitaciones que entraña para una comprensión relevante y
constructiva de la cultura en el contexto escolar. El trabajo examina la
consecuencias que se derivan de la comprensión escolar de la cultura como una
transferencia instrumental de información y hace hincapié en la necesaria
contextualización social de toda forma de conocimiento y comunicación.
Finalmente, se propone la imaginación etnográfica como recurso para tratar la
cultura como realidad situada en el proceso comunicativo de los agentes
sociales concretos.
Uno de los asuntos sobre
el que las Ciencias de la Educación y la Antropología Social convergen es el de
la cultura. Para las Ciencias de la Educación la cultura es ante todo objeto de
acción y transformación; para la Antropología es ante todo objeto de
descripción, análisis e interpretación. A una y a otra estas aproximaciones al
objeto les producen dos tipos inversos de incomodidad: el científico de la
educación (y, en su caso, el educador mismo) puede sentirse incómodo porque la
cultura escapa a sus posibilidades de acción o sea, porque su definición como
objeto puede no estar lo suficientemente clara como para manejarla; el
antropólogo, por su parte, comienza a estar incómodo cuando la cultura se
presenta, por el contrario, como un objeto tan claro que, por transparente, se
difumina ante los intentos de interpretación y análisis. Parece como si a
quienes estamos interesados en las relaciones entre Antropología y Educación
nos hubieran tendido una trampa, la de acotar un objeto que de algún modo se
resiste a ser objeto. Éste es el punto de partida de la reflexión que sigue.
La metáfora del objeto
Nos guste o no nos guste,
la metáfora más generalizada y más básica en nuestras comprensiones
(intelectuales) de la cultura es la del "objeto". Más que un objeto que
por razones expositivas solemos simplificar, sería más preciso decir que la
cultura aparece recurrentemente ante nuestros ojos como una trama, un sistema,
una estructura, una amalgama o, al menos, una colección de objetos. En una
primera versión, esta metáfora cobra forma tangible cuando se nos presenta la
cultura como un patrimonio, un conjunto homogéneo o heterogéneo de objetos
duros: piezas de museo, partituras, trajes regionales, imágenes de culto... y
libros, mapas, dibujos, formas geométricas, etc... A ella va asociada muchas
veces otra figura que insiste en que la cultura es resultado de una
acumulación o de una transformación (como en la expresión "capital
cultura"), donde la cultura, como bien que va de mano en mano y puede ser
acumulado, se puede heredar, invertir, convertir, derrochar... También, aunque
quizás aquí no acabe la potencia generativa de la metáfora, nos la hemos
imaginado como un corpus de conocimientos, de normas, como una tabla
de valores, etc., es decir, como un conjunto ordenado, o al menos enlazado, de
elementos sutiles, blandos (signos, esquemas, pautas, modos de
razonamiento, normas, valores, actitudes...), que va de una a otra mente
y que se puede generar y copiar, imitar, reproducir, derruir y reconstruir,
configurar, clasificar, transmitir y adquirir, enseñar y aprender. Nos
proponemos señalar en este texto en SIGNOS las implicaciones
conceptuales de esta metáfora de la cultura como objeto o como conjunto de
objetos.
Sería injusto hacer una
crítica de esa metáfora sin tener en cuenta la diversidad de posiciones que
pueden mantenerse en torno a ella. Por ejemplo, como ha señalado reiteradamente
Harry Wolcott (1987 y 1991), no es lo mismo poner el énfasis en la transmisión
que en la adquisición de la cultura. La primera privilegia el lado de la
emisión, la elaboración del mensaje por parte del maestro, la segunda el lado
de la recepción, la reconstrucción y la reelaboración por parte del aprendiz.
Tampoco es lo mismo situarnos en la perspectiva de las reificaciones de la cultura,
como las que encontramos tan a diario en las formas del ejercicio escolar, que,
en la perspectiva de la noción de "cultura relevante", nos incita a
contemplar la cultura en su diversidad y nos conduce a prestar atención a un
proceso de comunicación abierto en un espacio público (Pérez Gómez, 1991
y 1992). De hecho, creemos que a lo largo de este siglo se ha producido un
saludable deslizamiento desde el problema de la emisión hacia el problema de la
recepción de la cultura, desde la transmisión a la adquisición y
reconstrucción, desde la imposición a la negociación, y desde el privilegio de
la Cultura (en singular y con mayúscula) a la consideración de las culturas
relevantes (en plural y con minúscula).
No obstante, la metáfora
que nos invita a contemplar la cultura misma como un objeto ha persistido. Y
esta metáfora nos impide explotar adecuadamente el potencial de renovación que
parece acompañar a categorías como recepción, adquisición o relevancia.
Mientras mantengamos la tendencia a imaginar la cultura como un conjunto de
objetos, estaremos poniendo un serio obstáculo al desplazamiento de
perspectiva que se pretende con tales categorías. Lo que vamos a sostener
es que esta metáfora amenaza seriamente a tales categorías al menos en cuatro
frentes: (1) nos impide plantear seriamente la interpretación del agente de la
cultura como agente constructivo; (2) nos paraliza cuando intentamos abordar la
cultura como práctica, mientras refuerza subrepticiamente, en el campo de la
educación escolar, la clásica disociación entre teoría y acción; (3) nos empuja
a disociar agente y cultura (acción y contenido) sin dejarnos ver el carácter
mutuamente constitutivo de ambos campos; y finalmente, (4) nos deja atrapados
en una visión sociocéntrica, la que afirma que nosotros, los instruidos de la
escuela, ponemos en práctica una cosmovisión que es consecuencia de nuestros
aprendizajes intelectualizados, de nuestras relaciones con los depósitos
del saber y, sobre todo, de la identificación que incluso proclamamos académicamente
entre cultura y conocimiento letrado.
La adquisición de la
cultura
En la Antropología de la
Educación hay una tradición en la que cobra especial relieve esta metáfora de
la cultura como ``objeto", que se concreta en lo que se suele llamar
"Transmisión Adquisición de la Cultura". Como ejemplo, véanse estos
dos fragmentos de texto. Con ellos tratamos de ilustrar la metáfora y presentar
un análisis crítico:
"Resulta obvio que
debe haber un aprendiz para que tenga lugar la transmisión de la cultura, y sin
embargo no hemos prestado la suficiente atención al hecho de que el aprendiz
tiene la última palabra ante la cuestión de qué es lo que ha sido
transmitido" (Wolcott, 1987:34. El subrayado es nuestro).
" (...) Decimos transmisión-adquisición
de cultura en vez de transmisión adquisición cultural, como tradicionalmente se
viene empleando, porque creemos conveniente explicitar lo más posible cuál es
el contenido de esas transacciones designadas por el binomio transmisión adquisición.
Dicho contenido es cultura" (García Castaño y Pulido, 1994:8990).
Los textos de los que
hemos extraído estos breves fragmentos plantean muy ricas sugerencias a
propósito del desplazamiento de perspectiva del que antes se hablaba: hacia el
receptor, la adquisición, la relevancia. Simultáneamente, sin embargo, componen
esa visión que identifica a la cultura con un contenido (un que) que
cambia de lugar y va de una mente a otra: un contenido analíticamente separable
de esas mentes. Se ponga el énfasis en la transmisión o en la adquisición, o en
ambas cosas al mismo tiempo bajo las denominaciones de transacción, negociación
u otras categorías por el estilo, esta metáfora tiende a arrastrarnos hacia el
viejo esquema dualista que separa de antemano un sujeto y un objeto. Éstas son las
consecuencias:
1°.
En efecto, al poner el acento en el papel activo de los individuos o de los
grupos que aprenden se están dando pasos hacia la consideración de los
fenómenos socioculturales (pues la cultura siempre implica algún
contexto de relación social) como procesos. Pero ya se trate de acentuar la
adquisición o la transmisión, se asume que las relaciones entre los agentes y
los ambientes socioculturales son interactivas y no constitutivas. Es decir, se
asume que los agentes por una parte y los ambientes por otra se encuentran
conformados de algún modo antes de que tenga lugar una práctica social
contextualizada (acto de constitución tanto que las realidades psicológicas
como de alas realidades socioculturales). Además, la imagen sociocéntrica e institucionalizada
de la escuela como ambiente y como realidad disociada parece impedir que se
entienda de otra manera.
2°.
La metáfora del objeto, cualquiera que sea el acento que le pongamos, nos
empuja a suponer que la cultura es un pool de información: un conjunto
de representaciones y de procesos que son tratados por los agentes como
elementos de un repertorio. Ese pool de información se contempla como
una estructura generalmente ordenada, lista para ser inculcada o descifrada. El
supuesto implícito más entorpecedor de esta perspectiva es aquél por el que
asumimos que la realidad sociocultural posee un orden que precede, en alguna
forma indefinida, a las prácticas de los agentes concretos. Términos como
"gramática" o "competencia", por no hablar de nociones como
"estructura" o "currículum", han reinado en la reflexión
sobre la cultura incluso para referirse al oscuro terreno de los saberes
"ocultos". Sería absurdo negar su valor, pero es posible que tengamos
que acostumbrarnos a compatibilizar (como en una percepción en estéreo)
las gramáticas y las competencias con las actuaciones y las modalidades del
"habla" cultural, las estructuras con los procesos de estructuración,
los curricula con los flujos empíricos, generalmente poco ordenados, de
ordenación del conocimiento.
3°.
Siempre que la cultura es contemplada como un pool de información o,
según la sugerente expresión crítica de Jean Lave, como una "caja de
herramientas" (Lave, 1989:24), nos inclinamos hacia una visión
naturalizada de la vida sociocultural. En primer lugar, naturalizamos los
ambientes al concebirlos regidos por mecanismos autónomos, aislados en algún
sentido de las acciones convencionales cotidianas (otra vez la imagen
institucionalizada de la escuela se nos aparece, ahora como continente del pool
de información). Al hacer hincapié en el almacenamiento, la presencia-ausencia
y la distribución de los elementos de la información que han sido
previamente separados de la acción social, comenzamos a atribuirle a la cultura
la misma clase de dispositivos que hemos imaginado para pensar la regulación de
los ambientes biofísicos. Así, la hipótesis de una realidad sociocultural
ordenada nos despista del problema de la ordenación cotidiana; y, de paso, nos
aparta del problema de las relaciones entre los depósitos aparentemente bien
establecidos de conocimiento (como las instituciones, y entre ellas el
lenguaje) y la construcción de los agentes reales, encarnaciones siempre
parciales de tales de depósitos.
También naturalizamos a
los agentes en la medida en que suponemos que mantienen una relación
instrumental con sus ambientes socioculturales (Díaz de Rada, 1990.
"Transmitir" y "adquirir" (como "enseñar" y
"aprender") son verbos transitivos y, desde el mismo momento en que
los usamos, sugerimos la existencia de una relación sujeto objeto entre
individuos y realidades socioculturales (los papeles que los sujetos han de
desempeñar en la imagen institucionada de la escuela inducen inevitablemente a
ello). La trampa está en que debemos asumir la existencia de algún residuo no
sociocultural en la experiencia humana. Pero la cuestión es: ¿quién puede
"adquirir" cultura cuando la propia identidad "es" cultura?
Por supuesto, al formular
esta pregunta no pretendemos pasar de un esquema sustancialista el que trata a
la cultura como objeto a otro de un nivel diferente el que trata la
"identidad" de las personas o los grupos como una realidad compacta y
estática. Al decir que la identidad de los agentes "es" cultura
simplemente queremos señalar que el proceso de construcción de las
personas (es decir, de los seres socializados) es inseparable del proceso de
construcción de relaciones prácticas y simbólicas entre las personas.
4°.
La perspectiva dualista implícita en la idea de que la cultura es un objeto
conlleva también una visión particular de la naturaleza y del funcionamiento de
la memoria humana. Parece asumirse la existencia de dos almacenes de
información funcionalmente independientes, cualquiera que sea la complejidad de
las relaciones entre ambos. Uno sería el almacén de los aprendices que captan y
elaboran la información procedente de otro almacén, el sociocultural, encarnado
éste en agentes especializados, que ofrece al aprendiz fragmentos de
información ya elaborados.
Esta idea responde a una
visión acumulativa de la biografía humana, que subraya la estabilidad de la
"adquisiciones" del pasado (más internalizado) y atribuye una especie
de superficialidad a la construcción de las prácticas socioculturales en el
presente. Otra vez la imagen sociocéntrica e institucionalizada de la escuela,
ahora como almacén privilegiado de información, acompañada de la vieja imagen
del aprendiz como "tabula rasa", está determinando estas
concepciones.
Deberíamos desconfiar más
de esta perspectiva que parece darse por sentada y que asume que las
experiencias pasadas tienen una relevancia mayor en la constitución de
los agentes que las experiencias presentes o las esperadas. No se trata de
descalificar la idea de que el pasado de los sujetos es fundamental para
comprender lo que son y lo que hacen en el presente (y lo que previsiblemente
serán y harán en el futuro), sino de contemplar la evolución de los
individuos dentro de una cosmovisión que entienda la memoria no sólo como
mecanismo retrospectivo sino también prospectivo. Ya nos hizo ver
Vygotski con su concepto de "Zona de Desarrollo Próximo" (Vygotski,
1973) que el conocimiento generado en las situaciones de interacción práctica
debe mucho al ejercicio de una imaginación compartida sobre el futuro en
contextos de socialización.
5°.
El dualismo al que nos inclina la metáfora del objeto tiende a poner de relieve
los aspectos representacionales de la vida sociocultural, induciéndonos a pasar
por alto los aspectos posicionales. La idea de que la cultura es un
conocimiento transmisible o adquirible parece olvidar que ese
"conocimiento" no puede ser separado de sus condiciones sociales de
producción ni del agente específico que lo produce, salvo, precisamente, en el
caso de los "códigos elaborados" propios de una cultura escolar y
letrada, que nos induce a tomarlos como necesariamente transmisibles. Dicho
brevemente, la información construida convencionalmente mediante acuerdos o
negociaciones intersubjetivas no es nada si la abstraemos de las condiciones
sociales que la dan cuerpo en la práctica. Nadie nos impide que nos empeñemos
en semejante esfuerzo de abstracción (García Castaño y Pulido, 1994), pero
estamos tratando de sugerir que ese esfuerzo irá a contracorriente de las
intenciones de subrayar una visión constructiva y relevante de la cultura.
Siempre hay algo de verdad en la idea de que el medio es el mensaje, y por esa
razón no parece apropiado fraguar categorías que disocien a priori ambas
cosas: por mucho que nos esforcemos en evitarlo, comprenderemos deficientemente
la dimensión posicional de la vida sociocultural mientras sigamos haciendo
hincapié en la metáfora de la cultura como objeto.
Nos basamos en la premisa
de que los agentes sociales no controlan mucho mejor sus mensajes
representacionales que sus posiciones socioculturales. Aunque la imagen
sociocéntrica de la escuela como marco separado y como continente de
conocimientos puede haber sido paradigma de esa posibilidad, los estudios sobre
pragmática (Searle, 1969) no han mostrad tas dos clases de control no se
encuentra mismo nivel de jerarquía. Fuera del teatro campo de práctica
disciplinada, en donde por ejemplo un actor con escasa escolarización puede
interpretar a Einstein o una actriz que está pasando hambre puede hacer de
Reina de Inglaterra (y en la medida en que no hagamos teatro), el control sobre
los mensajes representacionales está subordinado al control sobre los marcos
que convierten esos mensajes en significativos. Puesto que la primera clase de
control es más intencional y voluntaria que la segunda, nuestra participación
en la constitución del orden sociocultural cobra un aire paradójico: nos
hacemos la ilusión de poder controlar (y transformar) con los mensajes
representacionales las acciones en el espacio sociocultural, sin, caer en la
cuenta de que, en contextos comunicativos, nosotros mismos somos en gran medida
los controlados, puesto que los mensajes representacionales que usamos revelan
posiciones socioculturales. La metáfora de la cultura como objeto, con su
énfasis en la existencia de un pool independiente de conocimiento,
alimenta la idea de que en la vida cotidiana la gente interactúa sirviéndose
de un cuerpo manejable de información, cuando parece más adecuado suponer que
la gente actúa encarnando informaciones parciales, a menudo
asistemáticas, que sólo cobran sentido en un campo siempre dinámico de
posiciones socioculturales.
6°.
Al imaginarnos que la gente practica una relación interactiva con un
sistema ordenado de información tendemos a subrayar los aspectos instrumentales
de la conducta humana y la condición individual de los sujetos. Por un lado,
los individuos dotados de poder para "transmitir" el conocimiento son
contemplados como los agentes últimos del ordenamiento sociocultural; por otro,
cuando se destaca la perspectiva de la "adquisición", son los
aprendices quienes tienen "la última palabra". Como trasfondo de
ambas aproximaciones entrevemos la presunción estructural funcionalista de que
la vida sociocultural puede ser descrita como un conjunto de reglas más bien
congruentes que canalizan el comportamiento social y, con él, el comportamiento
individual. La metáfora básica en este punto es que comprender la realidad
sociocultural es como leer un libro. La imagen sociocéntrica de la
escuela hace cristalizar continuamente la metáfora. Este fue el camino que
emprendieron las estrategias estructural funcionalistas siguiendo los pasos que
Galileo iniciara cuatro siglos atrás para el estudio racional de la naturaleza
(RadcliffeBrown, 1957). Cuando se contempla a los agentes sociales ( enseñante
o aprendiz, transmisor o adquiriente) como si fueran jugadores de ajedrez
inclinados sobre el intrincado entramado de relaciones entre las piezas del
tablero, se está ignorando el hecho de que cada paso en el juego está mediado
por los significativos intercambios de miradas entre los jugadores, para
quienes el sistema cerrado de reglas formales carece de sentido extraído de los
efectos a menudo casuales y paradójicos que la interpretación concreta de esas
reglas produce sobre el oponente.
Puesto que descansa en
una visión instrumental de la información, el dualismo implícito en la idea de
que la cultura es un objeto (o un conjunto de objetos) puede conducirnos a
desatender el hecho de que en la vida cotidiana los agentes construyen
expectativas que existen antes (y en otra parte) de cualquier intercambio
informacional concreto entre ellos. Si uno no puede "adquirir"
una posición sociocultural con tanta facilidad como "adquiere" un
mensaje representácional es, esencialmente, porque el "pool" de las
posiciones socioculturales está definido en gran medida en las expectativas de
los otros. Y estas expectativas no son, no pueden nunca ser tan evidentes como
los mensajes abiertos que se supone han de representarlas. Robinson lo ilustró
muy bien en su análisis de la escolarización en un contexto coreano:
"Incluso antes de
que se encuentren, los maestros, los padres y los estudiantes tienen
expectativas mutuas. A partir de las entrevistas y las discusiones con los
maestros, se hizo evidente que éstos creían que los estudiantes procedentes de
las mejores casas rendirían mejor en la escuela" (Robinson, 1987:438).
De acuerdo con el esquema
estructural funcionalista, la metáfora de la cultura como objeto se apoya en la
distinción clásica entre "sociedad" y "cultura", que separa
los órdenes cognitivos y simbólicos de la experiencia de los contextos
relacionales y prácticos en los que tales órdenes cognitivos y simbólicos
cobran forma y sentido. Basándose en la analogía que identifica el conocimiento
sociocultural con un pool informativo, dicha metáfora proyecta sobre las
relaciones entre sociedad y cultura la misma clase de fractura a la que estamos
acostumbrados cuando pensamos en la relación entre cuerpo y mente, o entre
práctica y teoría.
La cultura como
comunicación
Hemos propuesto estas
seis consideraciones para reflexionar con algún detalle sobre las consecuencias
que se encuentran implícitas en la metáfora de la cultura como objeto, y
esperamos haber sabido sugerir hasta qué punto dicha metáfora es una rémora
para el potencial transformador de categorías como "recepción",
"adquisición" o "relevancia". No obstante, la ciencia es
decir, la discusión racional o simplemente razonable exige objetos sobre los
que debatir. Tratar la cultura como un objeto puede llegar a ser, en este
sentido, imprescindible. Así, pues, aun que nos gustaría poder ofrecer una
imagen diferente de la cultura sobre la que construir otros modos de imaginación
teórica, nos conformaremos con señalar brevemente algunas propuestas para
trabajar sobre la cultura como si no fuera un objeto, o al menos como si
se resistiera a serlo.
1.
Creemos que la primera manera de aproximarse a esa situación es prestar
atención a la cultura como práctica, es decir, realizar una
transcripción de la cultura como modos de acción y entre ellos, de acción
"mental" en contextos específicos. La idea de estudiar la negociación
(o transacción) podría ser en este sentido interesante, si no fuera porque
habitualmente se entiende que se trata de negociación de la cultura y no de
estudiar la cultura como negociación, es decir, como acción.
2.
Una segunda manera es revelar la cultura como comunicación, es decir,
como ejercicios continuados de acción significativa en los que los
intervinientes se ven mutuamente imprescindibles. Una vez más es obligado
insistir en que la categoría de "contexto" resulta básica, no sólo
porque impide hacer generalizaciones especulativas, sino también porque
conlleva la necesidad de contemplar todos los elementos que lo integran.
3.
Un requisito importante para percibir esa resistencia de la cultura a ser
objeto consiste en extender al máximo nuestras definiciones previas de
lo que es la cultura. La trampa del concepto de cultura es que surge
históricamente en el campo restringido de la Cultura con mayúscula, es decir,
de la élite que supone ostentar el privilegio de ser modelo de civilización
(Williams, 1976:76 y ss.). Y cuando se comienza a emplear para aplicarla a los
que no están en la élite se hace desde los que están en ella, como concepto
exógeno y siempre comparativo: parece que ha sido la Cultura con
mayúscula la que ha identificado a las culturas, independientemente de que
éstas se identificasen a sí mismas con el hatajo de implicaciones que el
concepto arrastra originalmente entre ellas, la de la objetualización (Velasco,
1994). Quizás la lectura de textos antropológicos sobre la noción de cultura
ayude a propiciar esa extensión (Kahn, 1975; Freilich, 1977; Keesing, 1993).
Para hacer todo esto, es
decir, para propiciar un desplazamiento del objeto a la acción, a la
comunicación y para lograr una adecuada extensión del concepto de cultura, el
mejor procedimiento que conocemos es la etnografía. Transcribir la cultura, o,
como diría Geertz, inscribirla, tras haber ido al lugar en el que se encarna,
supone realizar un desplazamiento más que teórico: puede que lleguemos a
comprender la cultura no sólo como una visión o como una realidad mental, sino
como una forma de vida. La etnografía nos propone un viaje de ida y vuelta:
describir cómo viven otros (o destacar lo que de "otros" tienen aquéllos
que se parecen bastante a nosotros), asistir a sus formas de práctica y de
intersubjetividad, para luego intentar una objetualización comunicable a quien
fuere, a la academia o las instituciones letradas. Desde luego, no es posible
evitar que acabemos en el objeto, pero los etnógrafos consideramos que es
diferente acabar con él que empezar, mantenerse y acabar en él. Después del
viaje etnográfico el objeto se percibe de otro modo (Cf., por ejemplo, Willis,
1990).
Finalmente, puede ser útil
practicar una dislocación de la visión del orden sociocultural como conjunto de
áreas institucionales separables y fundamentalmente autónomas (Trabajo,
Economía, Comercio, Educación, Cultura, ¡Asuntos Sociales!). Esta visión de las
instituciones, propia de la modernidad, implica ya no sólo una restricción,
sino una especialización que parte de la definición de los objetos antes de
preguntarse por su realidad empírica.
Puede que una aprehensión
objetual, restrictiva y especializada de la cultura nos ayude a manejarla en
los términos en que nosotros, los hijos de la academia, la entendemos. Pero
dudamos que nos conduzca si quiera a percibir los modos en que los otros o sea,
la mayoría viven sus culturas. Quizás penetrar en esas vidas sea el mejor
camino para deobjetualizarlas.
Honorio M. Velasco
Maíllo es
catedrático de Antropología Social de la UNED en Madrid. Angel Díaz de Rada es
profesor de Antropología Social en la UNED de Madrid (Teléfono de contacto:
91398 69 36).
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