Silvia L. Conde*
1.
Introducción
Uno de los
objetivos de la educación básica es proporcionar a los niños herramientas,
conocimientos, actitudes, valoraciones y disposiciones éticas que les ayuden a
participar de manera democrática y civilizada en su sociedad. Como decía hace
años Jaime Torres Bodet, la escuela mexicana aspira a formar mexicanos
preparados para la prueba moral de la
democracia.
La exigencia
de que las escuelas formen sujetos democráticos, conocedores de sus derechos y
respetuosos de los derechos de los demás, se ha renovado en los últimos años.
Hemos transitado hacia formas más plurales de participación y recientemente
hemos celebrado comicios electorales concurridos que configuran un equilibrio
democrático en nuestra sociedad, pero sabemos que la democracia no se sostiene
solamente con el voto o con una mayor representatividad en los órganos de
gobierno, sino que los procedimientos e instituciones democráticas adquieren
fuerza cuando los sustenta una base social que actúa, piensa y se relaciona de
manera democrática tanto en lo privado como en lo público, y observa un
conjunto de disposiciones éticas que la conmina a defender la democracia como
el sistema en el cual quiere vivir.
Si bien no le
podemos pedir a la escuela que asuma completamente la tarea de formar esta base
ciudadana, sí podemos decir que su responsabilidad es ir, por lo menos, a la
par de los progresos sociales, políticos y culturales. En este trabajo analizo
algunos elementos del proceso de formación de sujetos con una moral
democrática. Organizo esta presentación en tres partes: los componentes de una
moral democrática, las condiciones escolares que la favorecen y algunas tareas
docentes que contribuyen a la formación de estas disposiciones morales. Estas
reflexiones son resultado de una investigación cualitativa realizada en
escuelas primarias de la Ciudad de México.
2. Qué es la moral democrática
La democracia supone la participación activa de
los ciudadanos en las decisiones que afectan su destino. Formar ciudadanos
significa formar sujetos que nieguen cualquier condición de súbdito y rechacen
relaciones sociales enajenantes. "La vida democrática comporta unos valores
morales sin los cuales pierde su sentido y hasta bloquea su dinámica"
(Pérez Tapias, 1996: 26) ; sin embargo, ¿cuál es la moral que debemos tener los
ciudadanos para que funcione una sociedad democrática? Aunque no hay consenso
universal que sustente lo que debería
ser esta moral democrática o cívica (Cortina, 1995) podríamos decir que
se caracteriza por un conjunto de nociones y representaciones sociales (Delval,
1989), habilidades como el diálogo, la capacidad empática, la autorregulación o
la autonomía (Kohlberg, 1992; Piaget, 1973; Puig y Martínez, 1995)' y
principios definidos a lo largo de la historia como la búsqueda de igualdad,
justicia, fraternidad, paz, legalidad, verdad y libertad para todos, así como
disposiciones éticas para la tolerancia, la pluralidad, la autolimitación, la
cooperación, el respeto, el diálogo y la responsabilidad (Camps, 1993: 27;
Salazar y Woldenberg, 1995: 48).
Las personas
se forman como sujetos democráticos al vivir en un contexto sociocultural pleno
de experiencias cotidianas e interacciones congruentes con los principios de la
democracia (Magendzo, 1996: 79). En las escuelas, el aprendizaje de la
democracia incluye la comprensión de ciertos contenidos relacionados con la
ley, el gobierno, los derechos y la procuración de justicia, pero es
especialmente importante considerar que la formación de sujetos democráticos
tiene un fuerte vínculo con el desarrollo de la moralidad, ya que "la
educación moral debe tener lugar en un contexto social y político llamado democracia"
(Hersh y otros, 1979:19). Por ello, en el desarrollo de la moral democrática en
la escuela intervienen por lo menos los siguientes procesos de aprendizaje:
• El
fortalecimiento de hábitos democráticos como el voto;
• la capacidad
de manejar y resolver conflictos de manera no violenta y a través de los
canales legales y legítimos;
• el
aprendizaje del servicio, la toma de conciencia de la sociedad civil, el
compromiso comunitario y la responsabilidad cívica;
•
disposiciones subjetivas y éticas como la autoestima, la autorregulación, la
responsabilidad, la honestidad, la franqueza, el respeto, la confianza en los
compañeros, la solidaridad, la primacía del bien común sobre el bien
individual;
• habilidades
para analizar la realidad, reflexionar sobre sí mismos, precisar lo que se
quiere conseguir y resolver problemas complejos;
• saber
participar a través de los canales y las formas legalmente establecidas;
• capacidades
de argumentación, diálogo, escucha activa, construcción de consensos y toma de
decisiones; y,
• desarrollo
de la perspectiva del otro,, la capacidad empática y el sentido de justicia
como condiciones de la autonomía.
3. Condiciones escolares que favorecen el desarrollo de una moral
democrática
Las escuelas
son un espacio privilegiado para formar en los niños y jóvenes disposiciones
morales para participar en la vida democrática de su país. Sin pretender
prescribir lo que la escuela debe hacer,
expongo algunas prácticas escolares que he encontrado en algunas escuelas y que
parecen favorecer este desarrollo moral al crear un contexto educativo que
propicie la participación, en la toma de decisiones, el autogobierno y la
co-gestión, la resolución no violenta de conflictos, la construcción de
consensos y la formación de sujetos de derecho con una moral democrática
caracterizada por el pluralismo, la tolerancia, la justicia, la
responsabilidad, el respeto y la libertad.
• Organizar la
escuela como República a través de un Gobierno Escolar (Torres, 1994), de tal
manera que los alumnos cuenten con órganos de representación a nivel escolar,
voten por sus representantes, realicen campañas, informen sobre su gestión,
etcétera.
• Propiciar
una "práctica pedagógica democrática" (Salazar y otros, 1995: iv) y
el autogobierno al interior de las aulas a partir de la participación de los
alumnos en la toma de decisiones, en la conducción de su aprendizaje así como
en el establecimiento de la autodisciplina, autogestión y la co-gestión
(Lapassade, 1986; Ludojoski, 1986: Neill, 1973).
• Definir de
manera colectiva un Proyecto Educativo que dé orientación democrática a la
tarea de la escuela y exprese de manera explícita el ideario y los valores de
la educación que se quiere impartir, así como los principios que orientan la
formación de los alumnos.
• Además del curriculum oficial, abordar como
contenidos de aprendizaje eventos de la vida cotidiana, tradiciones,
costumbres, formas de vida y concepciones construidas en el entorno
extraescolar, análisis de contingencias políticas y acontecimientos históricos
que regularmente no son objeto de aprendizaje escolar pero que pueden
fortalecer una visión crítica de la sociedad.
• Considerar
que la organización escolar, las prácticas de interacción, las actividades
culturales y en general lo que ocurre en el entorno, pueden ser experiencias de
aprendizaje.
a) La organización escolar
Orientada por
la visión de futuro, la escuela puede organizarse como anticipación de una
mejor sociedad e impactar en las identidades de los sujetos, en sus prácticas y
en las representaciones que éstos elaboren del mundo social.
La importancia
de configurar en la escuela un ambiente propicio al desarrollo de esta moral
democrática estriba en que las escuelas son espacios políticos en los cuales
alumnos y maestros aprenden a relacionarse con otros iguales, con otros
diferentes, con la autoridad, con el conocimiento, con sus problemas; aprenden
que es posible --o no-, participar, opinar, disentir, transformar; aprenden a
vivir con -o en contra de- la autoridad; a compartir el poder o a sufrirlo;
aprenden fórmulas de mandato u obediencia, de resistencia o de sobrevivencia
ante los abusos.
Intencionar lo
formativo de la vida cotidiana de la escuela coloca lo implícito en la frontera
de lo explícito: se planea, se diseña y se estructura conscientemente como espacio
de forrnación democrática, pero siempre existirá un cuadrante oculto, un ámbito
que difícilmente se puede prever; quedará lo incontrolable, lo contingente, lo
subjetivo, lo humano que escapa de cualquier anhelo planificador. Es imposible
que todos los elementos del curriculum
oculto se conviertan en prácticas y estructuras absolutamente
explícitas. Además de que la configuración de un contexto democrático se genera
en un tenso movimiento caracterizado por los disensos y la construcción de
consensos, la lucha entre mayorías y minorías, la búsqueda de legitimidad moral
de la autoridad democrática.
b) La organización democrática del aula
En el aula,
algunas prácticas que parecen favorecer el desarrollo de una moral democrática
son las asambleas por grupo, la participación de los alumnos en la elaboración
del reglamento que regirá al grupo, la organización del trabajo en comisiones
de alumnos y el trabajo académico por equipos. En las asambleas, alumnos y
maestros organizan el trabajo, toman decisiones, determinan las reglas '
proponen sanciones, evalúan algunos procesos comunes y resuelven los problemas
en el marco del poder de la colectividad. La elaboración del reglamento de
grupo es una estrategia que favorece en los alumnos la comprensión de la importancia
de las normas y los acuerdos como reguladores de la convivencia social, y les
permite apreciar las ventajas y responsabilidades de participar en su
definición.
En conjunto,
estas estrategias favorecen el aprendizaje vivencial de la democracia: aprender
a participar, a relacionarse de manera más o menos horizontal con la autoridad,
a ejercer poder, a tomar decisiones, a asumir responsabilidades en el trabajo
cotidiano y a responder a la lógica del grupo más que a la perspectiva
individual. Sin embargo, estas estrategias no se traducen mecánicamente en
actitudes y habilidades democráticas ni en espacios reales de toma de
decisiones y resolución de conflictos, sino que es necesaria la acción
intencionada de maestros y alumnos para que contribuyan efectivamente a la
formación de una moral democrática.
El riesgo de
que las estructuras y procedimientos democráticos se debiliten y se recrudezcan
algunas de las fallas de la democracia como la corrupción o la oligarquía,
siempre está presente, y en el caso de procesos educativos que concentran sus
esfuerzos en la formación de disposiciones democráticas en menores de edad,
además existe el riesgo de formar una ciudadanía fatigada, desconfiada y harta
de la farsa que puede significar una mayoría que nunca pierde o de un maestro
que sólo simula que comparte la autoridad.
4. Las tareas docentes en la formación de sujetos con una moral
democrática
La tarea de
los maestros es educar, y el trabajo de enseñanza no es prescindible en
experiencias de educación democrática, menos aún cuando éstas son enmarcadas
por un Proyecto Educativo que define el perfil ideológico, moral y político de
los sujetos en formación. Los maestros son sujetos políticos conscientes y
creativos, capaces de asumir el control sobre su propio trabajo, construir y
consolidar estrategias para que sus alumnos desarrollen habilidades para participar, tomar decisiones, resolver
conflictos y ejercer poder a través de canales y procedimientos democráticos,
así como para fortalecer ciertas actitudes
morales como el respeto mutuo, la veracidad, la solidaridad, la
honestidad, la responsabilidad, el compromiso y la autonomía moral.
Algunas de las
tareas de los maestros para formar estas disposiciones morales son: 1) orientar
el proceso de aprendizaje de la participación, la toma de decisiones y el
ejercicio de responsabilidades colectivas; 2) lograr congruencia en las
experiencias formativas para fortalecer la moral democrática de los alumnos
-responsabilidad, respeto mutuo, espíritu crítico y coraje cívico--,- y 3)
regular el poder que adquieren los alumnos a fin de consolidar ámbitos y formas
de poder democrático.
a) El aprendizaje de la participación
En un contexto
democrático es fundamental participar, pero hay que saber hacerlo. Algunos
procesos involucrados con este aprendizaje son: la participación activa de los
alumnos en la construcción de conceptos y, nociones, el reconocimiento de que
sus opiniones serán escuchadas y tomadas en cuenta, tener una idea clara de lo
que se quiere decir, y considerar que no se puede decir cualquier cosa en
cualquier momento y que existen normas de participación.
Los alumnos
tienen la responsabilidad de participar, y para hacerlo necesitan tener algo
que decir y saber cómo decirlo. Estar informado, asumir una posición, construir
un argumento, defenderlo y contraargumentar cuando sea necesario, así como
tener capacidades de crítica, autocrítica, diálogo y escucha, son elementos que
contribuyen a dar contenido a la participación.
Para
configurar un ambiente de clase que, signifique para los alumnos una auténtica
experiencia comunicativa con la autoridad, es importante el diálogo académico
con sus maestros, el cual, además, permite que los alumnos exploren con sus
profesores formas de comunicación en las que confrontan puntos de vista en el
marco de un diálogo respetuoso. Estas habilidades comunicativas son resultado
de un proceso educativo intencionado, en el que el profesor no sólo pone los medios
para que los alumnos las desarrollen de manera intuitiva, sino que los guía
para facilitar el aprendizaje. El diálogo democrático es necesario para
participar en la toma de decisiones y en la resolución de conflictos, ya que
sería contradictorio para los alumnos exponer sus argumentos en una asamblea
cuando no lo hacen en sus clases.
b) El aprendizaje de la toma de decisiones
Una de las
características definitorias de la democracia es la participación amplia en la
toma de decisiones. En las asambleas los alumnos se familiarizan con los
procesos formales de toma de decisiones y reconocen la relevancia de los
acuerdos como reguladores de las interacciones en el aula, porque son resultado
de la discusión de problemas que les afectan y adquieren el compromiso de
cumplirlos. Participar en una experiencia de esta naturaleza requiere de
ciertos aprendizajes, y la tarea de los maestros es orientar y facilitar su
adquisición. Para que los alumnos valoren la importancia de la participación
organizada y respetuosa -y en este sentido es notable la utilidad de las
asambleas, y claramente diferenciadas de las reuniones espontáneas-, quienes
coordinan la asamblea tienen que aprender a limitar su poder y a ejercerlo con
responsabilidad.
A lo largo de
la asamblea, los alumnos van aprendiendo a seguir el hilo de las
participaciones, a argumentar, a concretar en acuerdos las ideas vertidas en la
discusión -la cual no siempre es congruente-, a anticipar los compromisos que
los acuerdos significan y a inconformarse con una decisión en la que disienten.
También comprenden cómo se expresan los procedi-mientos de toma de decisiones
-consenso, votación, aclamación-: ya no se discute más, quienes más discuten
están de acuerdo, todos los argumentos apoyan una propuesta, algún miembro del
grupo hace una propuesta y los demás la aceptan.
Las decisiones
tomadas en asamblea involucran al grupo y a los maestros, e impactan tanto la
organización escolar como las condiciones de aprendizaje, pero el mismo proceso
de toma de decisiones es estructurado por las condiciones materiales, entre
ellas el tiempo. En las asambleas escolares es necesario tomar decisiones
pertinentes en el tiempo disponible para ello, ya que si transcurre toda la
mañana en discusiones que no resuelvan los conflictos planteados, las asambleas
pueden ser consideradas por los alumnos como una forma de perder el tiempo, lo
cual impacta en su formación cívica, ya que se devalúan los procesos
participativos de toma de decisiones. En general, son los maestros quienes
tienen consciencia del tiempo e invitan a los alumnos a que se ajusten a él. No
esperan que corten discusiones para tomar un acuerdo, sino que se asume la
síntesis de las discusiones y la propuesta de acuerdos como parte del trabajo
docente, además de vigilar que los acuerdos coincidan con lo discutido y vayan
en la línea formativa esperada por la escuela.
c) La resolución de conflictos
Los niños y
niñas de primaria sostienen todos los días discusiones espontáneas en las que
"ajustan cuentas", cuestionan, critican a sus compañeros y toman
decisiones. En estos casos no tienen que observar demasiadas reglas y suele
imperar la ley del más fuerte. Cuando los alumnos advierten la diferencia entre
resolver los conflictos de esta
manera y hacerlo en condiciones de equidad, van apreciando el valor de respetar
los mecanismos de participación formal.
Las asambleas
son un espacio para resolver conflictos de manera democrática y no violenta:
todos deben tener las mismas oportunidades para hablar y defenderse y, para que
conserven este carácter, es necesario cuidar de no focalizar la discusión en
aspectos personales, no monopolizar la palabra, ni quitársela a quien está
hablando, así como no hablar sin tener un planteamiento claro. Frente a una
situación de conflicto, en la toma de decisiones media un proceso de
negociación y en algunos casos hasta de concesión.
Manejar los
conflictos sin dejar que se vuelvan crónicos supone la existencia de: 1)
estructuras que favorezcan su expresión, 2) habilidades y disposiciones para
negociar, mediar, concertar y consensar y 3) una comunidad escolar poseedora de
una moral democrática caracterizada por la pluralidad, la tolerancia, la
fraternidad y las libertades.
Resolver los
conflictos empleando el diálogo, la negociación y la asunción de compromisos
mutuos pone a prueba la solidez de la moral democrática de los sujetos y del
grupo, ya que es preciso cooperar, tener confianza, autorregularse, ser
tolerante y dejar atrás posiciones beligerantes. En un contexto democrático
existe la expectativa de que se manejen los conflictos sin atentar contra la
dignidad de los otros; aceptar la crítica aunque se contraargumente; y aunque
haya antagonismo, no llegar a ser rivales acérrimos (Cfr. Buxarrais, 1990 y
Grasa, 1993).
d) Justicia y legalidad
La elaboración
de reglamentos por grupo es el proceso
legislativo de la escuela, el espacio en el cual se establecen los
derechos, los límites y las responsabilidades de cada cual. A través de los
reglamentos que cada grupo elabora, los alumnos reconocen que tienen libertades
consagradas así como límites claros y se impulsa la comprensión de la doble
dimensión de la legalidad democrática: existen normas generales instituidas que
se deben respetar porque se basan en acuerdos previos, pero también se legitima
la facultad de los sujetos para modificarlas y definir reglamentos específicos
que las pongan en operación.
Dentro de las
diferentes formas de elaborar los reglamentos hay momentos comunes en los que
se considera el paso de la regla escrita a la regla vivida: alumnos y maestros
comentan sobre la importancia de las reglas para la convivencia humana, los
alumnos proponen reglas que se discuten en el grupo y ambos se comprometen a
cumplir el reglamento por todos definido.
Es sustantivo
para la vida democrática comprender la importancia que las reglas tienen en la
configuración de las relaciones sociales y desarrollar un sentido de justicia;
por ello, los maestros suelen iniciar la elaboración de los reglamentos con la
reflexión sobre su utilidad. Esta reflexión es especialmente necesaria en los
primeros grados, en los que circula la concepción del carácter prohibitivo de
las reglas. Considerar a las reglas como restricciones a la conducta impuestas
por otros puede responder a las características generales del desarrollo moral de
estos alumnos.
Según J.
Piaget (197 1) y L. Kohlberg (1992), los niños pasan por dos niveles de
desarrollo moral, uno heterónomo y otro autónomo. En el heterónomo tiene un
respeto unilateral por el adulto y la moralidad está basada en la conformidad;
lo correcto es visto por el niño como adhesión a reglas y consignas
determinadas y fijadas externamente, ya que su comprensión de las reglas es muy
parcial y egocéntrica. En esta concepción influyen las experiencias previas de
los alumnos, sus contextos sociales de referencia, sus nociones de norma,
justicia, bien y mal, así como sus condiciones de desarrollo moral y cognitivo
(Delval, 1989; Kohlberg, 1997; Puig, 1989; Turiel, 1989), y va cambiando a
medida que el niño va adquiriendo experiencia social, y en la perspectiva
autónoma comprende que hay reglas y sabe cómo obedecerlas, porque éstas emergen
como acuerdos tomados para asegurar que todos actúen de forma parecida (Hersh,
Paolitto y Reimer, 1979; Turiel, 1989).
En sí misma,
la noción prohibitiva de las reglas no limita la fuerza democrática de su
enunciación, pero sí parece exigir a los maestros el desarrollo de estrategias
que orienten la concepción de reglas como acuerdos y convenciones sociales, que
rompan con la noción prohibitiva y unidireccional y que favorezcan en los
alumnos su comprensión y el desarrollo de un sentido de justicia, tanto en el
plano individual como en su condición de sujetos sociales.
La regla como
acuerdo de convivencia, frente a la regla como restricción de la conducta,
posibilita la comprensión del bien común y del impacto de nuestras acciones
sobre los demás, ya que no se prohibe por razones abstractas -está mal, se ve feo, es pecado o no es
justo-, sino se regula la acción sobre la base de condiciones mínimas
para convivir en grupo.
Si niñas y
niños consideran las reglas como disposiciones prohibitivas que unos definen
para que otros obedezcan, parece necesario que los maestros destaquen en los
alumnos su facultad para proponer las reglas. Esta suerte de validación va
acompañada de la reflexión en cuanto al poder de las reglas propuestas por los
alumnos. En términos de democracia, lo que aquí está en juego es la comprensión
y vivencia de la soberanía popular a través de la capacidad de hacer leyes para
sí mismos con responsabilidad y conciencia, en un proceso en el que todos
tienen la misma autoridad potencial para regular las acciones e interacciones
sociales.
Los
reglamentos de grupo tienen el estatuto de leyes reglamentarias, y cumplen
además con la función de socializar las pautas de interacción y de acción
constituidas en cada escuela. Esto significa que no se parte de cero y que los
alumnos no pueden proponer cualquier regla ni se puede dejar fuera del
reglamento cuestiones sustantivas para la congruencia entre el aula y la institución.
Quizá por
ello, uno de los rasgos de la función orientadora de los maestros sea precisar
las reglas en el sentido de lo que en la escuela se espera que hagan y que no
hagan los alumnos. Aunque esta práctica se sustenta en el ejercicio de la autoridad
real de los maestros y en la búsqueda de congruencia institucional, los alumnos
que han asumido su facultad legislativa llegan a cuestionar las reglas
propuestas por los profesores considerando sus intereses y necesidades.
Las reglas
tienen sentido cuando se respetan y tienen sentido democrático cuando quienes
habrán de respetarlas se comprometen con ellas y participan en las acciones
para velar por su cumplimiento. Durante la definición de sanciones para quienes
no cumplen el reglamento, los docentes comparten uno de los espacios de poder
más celosamente guardados -la facultad de castigar-, y dejan ver sus
concepciones sobre el proceso formativo de los alumnos. Si bien cada maestro
hace su lectura y adaptación de la forma como elaborará el reglamento, debe
existir congruencia y consenso en el cuerpo docente en tomo a la definición de
lo que no está permitido en la escuela y de las formas de sancionar estas
conductas inaceptables.
La definición
colectiva de sanciones y mecanismos de corrección marca límites necesarios a
las acciones de los alumnos. La legalidad, la honestidad, la responsabilidad,
la igualdad ante la ley y el respeto son condiciones éticas de la democracia,
que pueden ser vigiladas por los alumnos a través de su tarea legislativa y
judicial.
Proponer
sanciones para otros es una forma de ejercer autoridad, y cuando no se
reconocen los límites del poder democrático se puede llegar a extremos de
crueldad que rayan en el autoritarismo entre alumnos, e incluso en la tortura.
Conseguir que los alumnos comprendan que las reglas y las sanciones deben estar
orientadas por un espíritu de justicia y respeto a la dignidad es un proceso
que requiere la orientación del docente, quien además se enfrenta al reto de
regular el ejercicio del poder que en este caso adquieren los alumnos.
El
reconocimiento del otro es una condición importante tanto para el desarrollo
moral de los sujetos (Piaget, 1971 y Kohlberg, 1992) como para la construcción
de una práctica ciudadana (Magendzo, 1995) basada en la igualdad en dignidad y
derechos. La crueldad en la aplicación de sanciones puede encontrar su
explicación en la dificultad de los niños en ciertos momentos de su infancia
para reconocer al otro como un sujeto con intereses y perspectivas distintas a
la propia, lo que además dificulta el desarrollo del sentido de justicia,
caracterizado por la reciprocidad, la igualdad y la cooperación. Reconocer al
otro como sujeto de derecho y, dignidad otorga espacio a lo diferente, rompe
con una cultura de homogeneización y con los cimientos de las prácticas
discriminatorias (Cfr. Magendzo, 1995), y sienta las bases del reconocimiento
del interés y el bien común.
e) La responsabilidad
Otro
componente de la democracia que encuentra expresión en las escuelas es el
aprendizaje de la responsabilidad. A través de las comisiones, por ejemplo, los
alumnos se hacen corresponsables de alguna de las múltiples tareas cotidianas
en el aula y en el salón de clases: ayudan en la formación, registran la
puntualidad y asistencia, reparten materia, cuidan el orden.
Asumir estas
tareas implica comprender los aspectos básicos para su realización: cómo se
lleva una lista o cómo se elabora una boleta de préstamo de libros. Pero quizá
el aprendizaje más relevante sea el relativo a la responsabilidad y la
honestidad, ya que el maestro comparte su autoridad con los miembros de las
comisiones, quienes sancionan, toman decisiones y conducen procesos
participativos. Si los comisionados no tienen autoridad, no pueden cumplir con
sus tareas, pero tampoco pueden hacerlo si son irresponsables o si se dejan
sobornar por sus compañeros.
Los
comisionados han desarrollado estrategias para legitimar su autoridad frente al
grupo, algunas de ellas apoyadas por sus maestros: sustentan sus decisiones en
el reglamento como criterio de objetividad, emplean los célebres puntos para la
calificación e incluso echan mano de prácticas poco honestas o autoritarias.
Para
establecer un equilibro democrático entre los comisionados y los miembros del
grupo, en algunas escuelas se evalúa periódicamente a los comisionados, de tal
manera que el grupo ejerce un control social, limita las funciones de los
comisionados y expresa claramente las exigencias de honestidad. La evaluación
de las comisiones constituye uno de los momentos en los que se expresa la
potencialidad autorreguladora del grupo y se garantiza el derecho a la defensa
de los alumnos cuestionados, quienes argumentan a su favor, aportan pruebas,
apelan al testimonio de algún compañero o contraatacan. Sin embargo, la
denuncia y la defensa pueden convertirse en estrategias para arreglar cuentas
personales, por lo que la evaluación está atravesada por lealtades y alianzas:
si me cuestionas te cuestiono, si me defiendes te defiendo.
La sanción
pública, el descrédito, el señalamiento del error y el rechazo por parte del
grupo no siempre van acompañados del reconocimiento de la culpa y la
solicitud de
perdón; en ocasiones incluso no hay capacidad para comprender que la tarea de
las comisiones es compartida por varios y que, si falla uno, la responsabilidad
es de todos.
La evaluación
de las comisiones es ocasión para fortalecer la dimensión moral de las
prácticas democráticas, en particular en lo que se refiere a la
corresponsabilidad en la legalidad, el delito o la corrupción. Las nociones de
justicia y legalidad que los alumnos van construyendo no son completamente
-consistentes, y aunque saben lo que está bien y lo que está mal y cuestionan
en otros la ilegalidad, ellos mismos la practican, no siempre son capaces de
reconocerlo y las sanciones les parecen injustas. Al evaluar el funcionamiento
de las comisiones, se ponen a prueba las capacidades del grupo en cuanto a la
autogestión y al autogobierno, pero también las herramientas y disposiciones
que los alumnos en lo individual han construido. Desde una perspectiva de la
psicología del desarrollo moral, podría indagarse la forma en que las
experiencias formativas del Proyecto Educativo aportan a la evolución de la
perspectiva social de los alumnos en cuanto al reconocimiento del otro, la
imparcialidad objetiva y el bien común. Desde una perspectiva de la educación
política, la evaluación de las comisiones permitiría explorar los procesos de
construcción de la noción de lo público y del compromiso que una tarea delegada
reporta frente a los pares que delegaron autoridad.
f) Autoridad
Compartir
responsabilidades y autoridad no significa que exista una relación de absoluta
igualdad entre alumnos y maestro. Entre ambos existe una relación asimétrica
que se expresa de diversas maneras: hay la desigualdad numérica, porque son 30
alumnos y un maestro; la de los saberes, porque aunque los alumnos son
portadores de conocimientos previos al proceso educativo, asisten a la escuela
justamente porque tienen algo qué aprender; y la desigualdad en las
responsabilidades y el poder, ya que el maestro tiene responsabilidades que,
aunque quiera, no puede delegar en los alumnos, como calificar, ordenar la
estructura conceptual de una materia o relacionarse con las autoridades
educativas.
Esta asimetría
está mediada por la igualdad democrática, la cual "no supone que se
cancelen todas las diferencias, sino que ninguna de estas diferencias pueda
legitimar el dominio de unos sobre otros" (Salazar, 1995: 30). Desde esta
perspectiva, en una relación de educación democrática no se prescinde de la
autoridad ni se ignora la asimetría, sino que se buscan otras formas de
ejercerla, principalmente a través de mecanismos de orientación, autorregulación
y legitimación de una autoridad moral e intelectual, dispuesta a diluirse e
incluso autodisolverse.
El manejo de
las diferentes manifestaciones de esta asimetría juega un papel importante en
la definición local del trabajo docente porque
da lugar a múltiples formas de ejercer la autoridad en un plano de
igualdad democrática: dirigir sin oprimir, orientar sin manipular, regular sin
reprimir. En el aprendizaje del sentido de la autoridad democrática, es
importante que no se abuse de la asamblea ni se le considere como símbolo por
excelencia de la democracia. El llamado asambleísmo ha debilitado importantes
proyectos educativos democráticos, como es el caso de la comunidad justa desarrollada por L.
Kohlberg en una escuela alternativa de Cambridge, la cual funcionaba como
experiencia de democracia directa y con un gobierno democrático formado por los
diferentes sujetos escolares (Hersh , Paolitto y Reimer, 1979: 174-18l).
Efectivamente,
los alumnos pueden ejercer su autoridad y su poder democrático a través de las
asambleas, ya que ejercen las facultades de cuestionar el trabajo, las
actividades y los errores de sus maestros y de sus compañeros, de sancionar las
conductas reprobables desde la perspectiva del grupo, y además tienen capacidad
de convocatoria.
La asamblea se
erige como tribunal: acusa, aporta pruebas y testimonios y sanciona, pero
también concede la posibilidad de defensa y la presencia del padre o madre del
acusado enfatiza la corresponsabilidad del alumno y del adulto. Compartir la
autoridad es parte de una estrategia de formación democrática, ya que cuando
los alumnos fijan las reglas, emiten una crítica en asamblea o ejercen su
autoridad como comisionados de orden, contribuyen a establecer un equilibrio de
poder en el salón.
Para que el
poder compartido con los alumnos tenga un carácter democrático, necesitan
dominar los aspectos formales de la crítica y la acusación, valorar el
reglamento como criterio de objetividad y legalidad y valorar el peso de la
sanción social. Al igual que en los aprendizajes involucrados con la
participación, en lo relativo al poder el maestro tiene una función orientadora
y, además, reguladora. Por ejemplo, en un ambiente escolar democrático se
espera que los alumnos ejerzan de manera responsable sus libertades de
pensamiento y expresión. Al usar la palabra en un proceso de toma de
decisiones, los alumnos comprenden que ésta tiene poder, un poder que no es
naturalmente democrático ya que se puede utilizar para resolver cuentas
personales, juzgar indebidamente a alguien o entorpecer un proceso justo de
toma de decisiones.
La orientación
docente y la autorregulación del grupo matizan el poder de la palabra, porque
destacan que ésta también entraña un compromiso y una responsabilidad. La
palabra tiene fuerza, pero lo que se dice, compromete.
En un contexto
democrático, los alumnos tienen autoridad frente a sus pares, sus maestros y
los padres de familia, sustentada en leyes por todos definidas y legitimada a
través de diversos procedimientos de control social y representatividad. Esta
autoridad legítima les otorga el poder democrático de exigir acatamiento a sus
decisiones, respeto a las reglas y aceptación de las sanciones. Aunque el poder
asimétrico no desaparece, el poder que se comparte tiende a configurarse como
democrático cuando se prevén mecanismos para regular el poder entre iguales y
evitar el traslado de un eventual autoritarismo docente hacia un autoritarismo
de alumnos.
En algunos
casos, el poder de los alumnos se acota a los límites marcados por las funciones
de una comisión o por el reglamento, pero a veces estos límites se diluyen y no
son suficientes la autorregulación y el autocontrol, sino que se ponen en
marcha mecanismos de regulación y control grupal. Convertir un poder asimétrico
en un poder democrático significa para los maestros compartir el poder, enseñar
a sus alumnos a utilizarlo y a limitar el poder de los otros. Una educación
democrática no puede eludir la educación para el ejercicio del poder, y en este
ámbito se pone en juego el imaginario democrático de los maestros en cuanto a
la autonomía de los alumnos y a la fuerza de las estructuras escolares sobre su
actuación.
La educación
democrática no puede sustentarse en un trabajo docente autoritario, pero
tampoco en una pérdida absoluta de límites. Debatir y disentir sobre el tipo de
intervención que el maestro debería tener en el proceso de formación
democrática supone problematizar los rasgos de esta formación, así como los
procesos individuales y sociales para construir disposiciones para una moral
democrática.
La democracia
se sustenta en el reconocimiento de cada uno como sujeto autónomo, capaz de
proceder, interactuando dialógicamente con otros, como colegislador del
ordenamiento jurídico al que él mismo se somete... Un vida social rica en
democracia demanda y posibilita una cultura política participativa de
compromiso y responsabilidad (Pérez Tapias, 1996: 96).
Desde la
perspectiva de la educación para la democracia, más que de la psicología del
desarrollo moral o del autodidactismo, la autonomía refiere a la capacidad de
los alumnos de tomar decisiones, asumir compromisos, resolver conflictos
construir sus propios argumentos, regular su conducta de acuerdo a leyes por
todos establecidas, autocontrolarse y construir sus nociones y estrategias de
aprendizaje. Cada uno de estos ámbitos de construcción de autonomía reporta
desafíos para el trabajo docente en cuanto a los límites de su intervención.
5. Conclusiones
En las
escuelas se requieren condiciones mínimas para aprender y para aprender a vivir
en democracia. Autonomía no significa ausencia de límites, pero es muy fácil
que los alumnos lo confundan de cara a una actividad poco estructurada. Las
instancias de participación y toma de decisiones favorecen en los alumnos
algunos rasgos de su autonomía moral y como todo proceso de aprendizaje, la
apropiación de las pautas de interacción democrática supone una elaboración
personal que de suyo es un proceso autónomo. Sin embargo, la construcción de la
autonomía moral no es un proceso espontáneo que se detone con la existencia de
estructuras pertinentes. Este proceso de aprendizaje es mediado por la
intencionalidad y los significados que los maestros dan a las experiencias
educativas.
Los maestros
exploran hasta dónde compartir con los alumnos el poder, confiar en su buen
juicio y dejarlos que tomen decisiones sustantivas, o bien hasta dónde conviene
regular su participación e intervenir en el ejercicio de las responsabilidades
y la autoridad de los comisionados o los coordinadores de la asamblea. Para
algunos maestros esta preocupación se justifica porque hay una aparente falta
de autocontrol en los alumnos y una pérdida de la claridad de los límites.
La experiencia
democrática no se reduce a tomar decisiones por la vía del voto, sino que se
involucra una gran cantidad de aprendizajes que son atravesados por el proceso
de construcción de autonomía. La formación de hábitos de participación parece
ser un punto de partida en este proceso, pero no se agota ahí, ya que los niños
producen nuevas prácticas de interacción y ejercicio del poder, que trascienden
lo intencionado por el maestro.
Este proceso
de producción exige al maestro reconocer que los alumnos no incorporan de manera mecánica y homogénea
las prácticas democráticas, sino que pueden superarlas, resistir, bloquear o
gestar estrategias y alianzas inéditas que incluso pudieran parecer
antidemocráticas (Femández, 1992). En este sentido, la construcción de la
autonomía democrática parece implicar procesos de autocontrol y autorregulación
(Cfr. Puig, 1989).
Algunos
maestros, preocupados por la formación de sus alumnos como sujetos con una
moral democrática, han configurado diversas estrategias para fortalecer su
autonomía con ciertos límites y en el marco estructurado de una experiencia de
educación formal, por ejemplo, el establecimiento de compromisos individuales;
la corresponsabilidad del grupo en el desarrollo de actividades cotidianas, en
la toma de decisiones y en la resolución de conflictos; la regulación
"terapéutica" al estilo de sanciones ejemplares; la confianza en la
fuerza reguladora de la ley o en la sanción social o la regulación entre pares.
Estos procesos
de aprendizaje son relevantes porque la democracia no es posible sin la formación
de sujetos con una moral democrática. Si bien la comprensión de ciertas
nociones de la democracia facilita la participación de los sujetos en los
procesos colectivos, se requieren ciertas disposiciones para participar, para
dialogar, para concertar, así como un soporte ético que ponga en cuestión
prácticas corruptas. Podría sintetizar en los siguientes puntos los principales
requerimientos de la formación moral de los alumnos.
Algunos
indicios de este proceso de formación de una moral democrática se ubican en las
asambleas escolares, ya que la justicia articula algunos de sus momentos: desde
la definición de las leyes hasta la evaluación de los pares en espacios
constituidos casi como tribunales en los que se analizan las prácticas
individuales, el uso del poder, el ejercicio de la autoridad.
Los valores
que se vislumbran en estas estrategias apuntan algunas líneas del horizonte
ético de la educación para la democracia. El ejercicio de las libertades (de
expresión, de pensamiento, de asociación y de acción) se vive con una constante
regulación exterior, dada por los profesores, por el contexto institucional y
principalmente por los pares, aunque se asume que ésta gradualmente tendrá que
ir desapareciendo para dar lugar a la construcción de la autonomía.
La libertad es
uno de los valores de la democracia y a ella se apela cuando se busca la
constitución de sujetos autónomos; sin embargo, también se busca el ejercicio
responsable de esta libertad, con lo que entra en juego la tensión entre la
autonomía y la regulación exterior.
El poder que
los alumnos tienen, y las diferentes maneras que han encontrado para manejarlo,
han permitido que desarrollen estrategias de negociación con sus pares para
ganar posiciones y privilegios tanto como mejores condiciones para la
realización de sus actividades cotidianas. El desarrollo de la perspectiva del
otro, contrario piagetano del pensamiento egocéntrico, es una de las
principales tareas de los maestros para formar sujetos democráticos
responsables y autónomos, capaces de limitar su poder y desarrollar el sentido
de justicia, como anticipación del ciudadano solidario capaz de participar en
política, de interesarse por lo público.
Para favorecer
este desarrollo, los maestros asumen una función orientadora que va llevando a
los alumnos de una participación mitigada a una absoluta (Lapassade, 1986) que
va dosificando los niveles de responsabilidad limitada en función del
desarrollo de los sujetos.
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Nota
En torno a la
construcción de la moralidad y en cuanto a los valores de la democracia hay una
vasta producción y una gran cantidad de debates. No lo abordo, aunque en las
referencias a este terna he hecho un recorte, ya que he considerado solamente
las elaboraciones teóricas y metodológicas basadas en la moralidad como
construcción evolutiva de los sujetos. Esta perspectiva tiene su fundamento en
los trabajos de J. Piaget, El juicio y
el razonamiento en el niño, 1924; y
El criterio moral en el niño, 1932, que sentaron las bases
epistemológícas para comprender la construcción del juicio moral. Otros autores
han continuado su trabajo, particularmente L. Kohlberg (1992), quien amplió la
secuencia de las etapas morales, y otros han marcado los límites de esta
perspectiva, por ejemplo en cuanto al reconocimiento de la influencia de los
contextos sociales de referencia en la construcción de la moralidad, crítica
basada en los trabajos de L. S. Vygotsky, El desarrollo de los procesos psicológicos superiores, Grijalbo,
México, 1979, Pensamiento y lenguaje, Quinto
Sol, México, 1990, Wertsh, James, Vygotsky, La formación social de la mente, Paidós, Barcelona, 1988.
* Silvia L.
Conde: Coordinadora del área de investigación de la Red Mexicana de
Investigaciones en Educación en Derechos Humanos.
Artículo
publicado en la revista Educar
Número 4 Educación y valores
http://www.jalisco.gob.mx/srias/educacion/consulta/educar/dirrseed.html