Variaciones
sobre un vínculo inquebrantable: el papel de las nuevas tecnologías en el
desarrollo profesional del docente
Pedro S. de Vicente Rodríguez
Universidad de Granada
"Pero en el rostro de Kino había un resplandor
profético.
– Mi hijo leerá y abrirá los libros, y escribirá y
escribirá bien. Y mi hijo hará números, y eso nos hará libres porque él
sabrá... él sabrá y por él sabremos nosotros"
(John Steinbeck, ‘La
perla’)
1.
Caracterizando personajes, materiales y contextos
El
ser humano
Hete
aquí la gran maquinaria; maravillosa combinación de elementos perfectamente
ordenados y ensamblados entre sí; armonioso, equilibrado y dinámico conjunto de
piezas funcionales perfectamente engarzadas. Hete aquí el poderío, la
imaginación, la curiosidad constante, la creatividad, lo singular junto a lo
exotérico, la voluntad, el sentimiento, la emoción, la ternura... El único ser
en el universo conocido capaz de la realización de las más diversas y complejas
funciones, de llevar a cabo lo inaudito, raro y/o peligroso, capaz de las más
excelsas hazañas –aunque también de los más bajos instintos–, de lo más
encomiable –si bien además de lo más abyecto–, de amar profundamente –y odiar
con idéntica fuerza–, de competir consigo mismo y con otros, de extasiarse ante
cualquier forma de belleza y de producir él mismo espléndidas obras en las
diferentes artes, de avanzar en el saber hasta límites insospechados... Hete
aquí el ser poseedor de una masa cerebral habilitada para el diseño y la
invención y para ordenar a todas y cada una de las demás partes del cuerpo la
realización de las más diversas y complejas funciones...
Es
el ser humano el único capaz de poner en marcha las más diversas formas de
pensamiento y de reflexionar sobre ellas, de enfrentarse a cuestiones
dilemáticas y resolverlas haciendo uso de sus propios recursos mentales,
mediante los que diseña caminos y estrategias, desarrolla acciones y evalúa
resultados y procesos. Él está capacitado para aprender modos específicos y
otros novedosos de resolución de problemas, para aprender a plantearlos y a
darles solución, a utilizar el pensamiento para engendrar más pensamiento –en
una cadena infinita de progreso desde las formas más simples a las más
complicadas–, a utilizar estrategias que le permitan la comunicación con otros,
la discusión y el debate, a través de los que pueda hacer explícitos los
pensamientos de los que tácitamente disponía.
Para
él se hace posible la reunión y tratamiento de ingentes cantidades de
información, su ordenación y la extracción de inferencias aplicables. Y, desde
ella, el ser humano posee la capacidad de realizar abstracciones que le
permiten, no solo soportar su entorno, sino también dominarlo; no únicamente
sobrevivir en un mundo adverso, sino además conformarlo para su beneficio. Y,
como esa ya enorme cantidad de información crece a un ritmo cada vez más
rápido, el ser humano se las ha ingeniado para poder almacenar cada vez más
información fuera de su propia memoria; así, dejó primero información en las
paredes de las cuevas que habitó, más tarde aprendió a escribir, después
inventó la imprenta y, actualmente, dispone de cada vez más poderosos medios de
almacenaje, ordenación y tratamiento de la información que necesita
(bibliotecas, hemerotecas, archivadores, grabaciones en audio y vídeo,
microfichas, museos, ordenadores, disquetes, CDs).
Nos
encontramos ante un ser curioso por naturaleza, de forma que la búsqueda
constante de nuevos problemas a los que dar soluciones igualmente novedosas se
convierte en la quintaesencia de su naturaleza; un ser insatisfecho ante el
mundo que le entorna y ante las situaciones en las que vive; una instáisfacción
que le inclina a luchar contra la certidumbre y lo establecido, ideando formas
nuevas de experimentar, de explorar, de probar y evaluar alternativas. Ello le
lleva a un continuo y eterno proceso de aprendizaje que, por otra parte, no es
solo un proceso individual e independiente, sino que –tratándose de un ser
eminentemente social– es aprendizaje en grupo. La persona aprende mejor con
otros y desarrolla su inteligencia mediante las interacciones con los demás y
con el mundo que le rodea; al vivir con otros, al convivir, el ser humano se
apoya en ellos para justificar acciones y actitudes, colabora en la resolución
de problemáticas complejas y resuelve diferencias mediante el debate y la
discusión, en la búsqueda de consensos basados en la diversidad de puntos de
vista.
Estamos
ante un ser dotado del poder para analizar y sintetizar, para percibir las
partes en relación al todo, pero no como algo estático, sino funcionando como
un complejo sistema, en el que los elementos que lo conforman se encuentran
íntimamente relacionados, interconectados de forma sinérgica, de tal modo que
cualquier cambio en uno de los elementos componentes afecta a los demás y al
sistema como totalidad; y para que una parte opere eficientemente es necesario
que las demás funcionen en armonía. Y es capaz, además, de generar nuevo
conocimiento de su propia experiencia, un nuevo conocimiento que pone en movimiento
todo el que ya posee y lo transforma y lo adapta y lo reconstruye, de manera
que la resultante no es exactamente la suma de las ‘fuerzas primigenias’, sino
un todo nuevo y diferente. Porque el ser humano es capaz de moldear las
impresiones que recibe de los acontecimientos en los que participa, es capaz de
buscar causas, analizar acontecimientos, fijar metas y comparar lo previsto con
lo resultante; es un ser, en fin, que experimenta.
Es
así que el ser humano aprende continuamente, actualizándose y modificándose,
eligiendo entre alternativas, modificando hábitos de conducta, eligiendo tras
someter el entorno a deliberación, modificando en una palabra las respuestas a
las diferentes situaciones a las que se enfrenta. Y llega a encontrar
soluciones no comunes, originales...; a usar de su intuición, de su
singularidad, de su creatividad, para dar respuesta a necesidades sentidas, de
forma que es capaz de desafiar el mundo en el que desenvuelve su existencia,
ideando instrumentos que le faciliten sus tareas diarias, creando formas nuevas
de comunicarse con otros, inventando nuevas formas estéticas y nuevas
elaboraciones y formas más simples y perfectas y armónicas y equilibradas.
En
la cúspide de la inventiva, el ser humano descubre la tecnología y se sirve
cada vez con más profusión y fineza de ella, a la vez que la desarrolla y
mejora. Desde la invención de la punta de sílex y del mango del hacha, pasando
por la revolucionaria intuición que diera lugar a la rueda, al uso cada vez más
sofisticado, rápido, completo y extendido del ordenador, la tecnología ha
llegado a significar para el hombre el ‘instrumento’ por antonomasia. Los niños
y jóvenes de hoy se han convertido en expertos usuarios de los más variados
medios de información y comunicación: televisión (abusada más que usada por una
gran parte de los niños y jóvenes desde edades tempranas), electrodomésticos,
vídeo–juegos, grabadoras de audio, cámaras de vídeo, reproductoras de audio y
vídeo, sistemas multimedia computerizados, programas diversos de ordenador,
reproductoras de ‘compact discs’, impresoras, telefonía fija y móvil,
fax...Nacen con ellos, viven con ellos y de ellos se valen, a veces
inconscientemente, en las más variadas y cotidianas tareas. Es algo que está
ahí desde que nacen y con lo que conviven; como las casas, los muebles, los
juguetes, los animales, la familia...
Todo
un mundo nuevo se ha metamorfoseado en habitual en la nueva sociedad de la
información y la comunicación, una sociedad en la que la tecnología se ha
transfigurado en una fuente de información, una herramienta de aprendizaje y un
dispositivo para almacenar información (Perkins, 1992). Por un lado, medios
tales como "los CD–ROMs informales, los discos de láser, las bases de
datos, las referencias ‘on–line’ y los lugares en Internet proporcionan a los
estudiantes recursos diversos y dinámicos" (Nicaise y Barnes, 1996, 207);
los nuevos medios permiten también el establecimiento de interacciones con
múltiples personas que aportan puntos de vista diferentes y variados, distintas
opiniones que dan lugar a reacciones ante otros sistemas de creencias y
desafíos a actitudes opuestas, además de permitir e incluso incitar a la
reflexión sobre las propias ideas al ser comparadas con las ajenas; todas estas
interacciones facilitan el aprendizaje, pero, además, el uso de la tecnología
puede ayudar a los estudiantes a almacenar información que quedará disponible
para cuantas ocasiones se precise y que permite también reorganizarla,
consolidarla y compartirla; además de permitir el acceso a los datos y la
comprensión de problemas complejos, proporciona oportunidades de establecer
diálogos y discusiones; pero, sobre todo, les permite robar tiempo a la
búsqueda de información y emplearlo en actividades de análisis, reflexión y
desarrollo de la comprensión.
Es
la tecnología una extraordinaria industria para la promoción del pensamiento y
la reflexión y para facilitar la ideación de los recursos mentales que permiten
hallar nuevos caminos para la solución de problemas y la remoción de
obstáculos, para resolver la multitud de dilemas que se nos presentan en
nuestra actividad diaria. Es la tecnología un arma de primera magnitud para la
búsqueda de modelos de organización de la abrumadora cantidad de información
que el ser humano ha de manejar y para realizar abstracciones que le permitan
hacer inferencias a partir de las informaciones disponibles, lo que le
permitirá a su vez el desarrollo y el crecimiento constante del conocimiento.
Este aumento del conocimiento es el que hace cada vez más difícil al ser humano
la recogida, almacenamiento, catalogación, recuperación, interpretación y
diseminación de la información, lo que convierte la tecnología en un medio
imprescindible para el tratamiento de la información por la propia persona y
por otros, mediante la utilización de medios externos como suplementos de la
memoria y la inteligencia propias.
Para
dar satisfacción a la natural tendencia del ser humano a poner en duda y a
problematizar lo establecido, para apoyarle en su afán de indagación, de
búsqueda y de experimentación, la tecnología pone en sus manos una ayuda
inestimable para la representación de procesos, la agrupación de lo disperso,
la búsqueda de relaciones, la determinación de causas, la representación de
secuencias, la búsqueda de alternativas, la realización de elecciones..., todo
ello básico para la indagación sistemática y la investigación científica. La
tecnología puede también ayudar a la persona a interaccionar con otros,
ayudando a analizar las situaciones desde diferentes perspectivas, aceptando
las ideas de otros y cambiando las propias desde la retroacción que recibe de
sus contrapartes, conectando, compartiendo, intentando vínculos hacia metas
comunes y valores compartidos. La tecnología ayuda, en una palabra, a la
cooperación, a la interdependencia, a la consideración del conflicto como algo
valioso que, bien dirigido, puede conseguir formas más completas y efectivas de
funcionamiento intelectual.
Pero,
además, la tecnología nos facilita la percepción de las partes y su relación
con el todo en un sistema complejo; nos permite el análisis de los elementos
componentes sin perder de vista la totalidad; nos deja ver con claridad el
complejo mundo de interrelaciones que se dan en el interior de todo sistema,
sobre todo de los complejos; nos otorga la clarividencia de los cambios y las
consecuencias que se siguen de la alteración de alguna de las partes a la vez
que la perspicacia del funcionamiento de la totalidad como consecuencia de los
cambios establecidos en uno o más de sus elementos componentes; nos faculta el
examen de los muchos procesos que tienen lugar, qué elementos funcionan juntos,
qué decisiones se toman, qué prioridades se establecen. Diversos instrumentos
tecnológicos nos permiten realizar representaciones gráficas que nos allanan la
reflexión sobre los diferentes procedimientos empleados en una vivencia
concreta, sobre los diversos caminos que se siguen, sobre las estrategias que
se emplean, sobre las decisiones que se toman; todo lo cual supone disponer de
información organizada de forma sistemática para no tener que recordarla
constantemente; los individuos, así, pueden fijar sus metas personales, dirigir
su propio aprendizaje, realizar evaluaciones y seguimientos de los procesos
seguidos en la generación de conocimiento desde su experiencia personal. La
tecnología, finalmente, puede ser un auxilio inestimable en la formalización de
intuiciones que son la puerta de entrada a las ideaciones y a todo tipo de
creación, desde la artística a la industrial y aplicativa; puede coadyuvar a
generar nuevos productos, a buscar soluciones originales y a emplear técnicas
ingeniosas; puede asistir en la concepción de soluciones diferentes a las
cuestiones planteadas, examinando alternativas y analizando las situaciones y
hechos desde diferentes ángulos y puede facilitar el arriesgarse –por ejemplo,
a través de simulaciones–.
Parafraseando
a Hancock (1997) nosotros proponemos la creación de la escuela de la edad de
la tecnología, una escuela transformada que capacite a los estudiantes para
el uso y disfrute de los impresionantes y cada vez más sofisticados medios que
los futuros ciudadanos del mundo se están viendo obligados a conocer y manejar.
Una escuela que disponga de los medios precisos y del personal apropiado para
multiplicar los canales de comunicación, de forma que los estudiantes puedan
intercambiar información de manera habitual y fluida con otros estudiantes y
con profesores y administradores de sus centros de enseñanza, con los miembros
–estudiantes y profesores esencialmente– de otras instituciones y comunidades y
con personas de la sociedad en la que viven, gentes de las más diversas
profesiones y ocupaciones. Una escuela concebida para apoyar a los profesores
en su empeño de dirigir su propio aprendizaje, estimulándoles a la colaboración
con una amplia variedad de gente y en la que "los participantes
tienen oportunidades para crecer en una comunidad profesional que se centra en
su desarrollo, proporcionando formas de aprendizaje que están más en
conformidad con sus vidas profesionales" (Lieberman y Grolnick, 1997,
193). Una escuela que capacite a sus estudiantes para la recogida, análisis,
tratamiento, interpretación, evaluación, seguimiento y diseminación de la
ingente cantidad de información que su cada vez más compleja forma de vida les
va a exigir dominar. Una escuela que habilite para el autoaprendizaje ayudado
de los medios tecnológicos precisos y necesarios.
Pero,
sobre todo, queremos hacer hincapié aquí en dos aspectos. En primer lugar, nos
referimos a una escuela en la que los especialistas en medios y tecnología
deben participar muy especialmente en la construcción y desarrollo de todo
proyecto de mejora. Hancock (1997) afirma que la función de los especialistas
es doble: por un lado, poner a disposición de los estudiantes los deseables
recursos de la información para que se transformen en indagadores y ayudarles a
utilizar los más variados medios de que en cada caso se disponga, no de una
manera aislada en programas independientes desarrollados en laboratorios, sino
incorporando todo a los currículos; por otro, son colaboradores de los
profesores en el diseño de la instrucción, apoyándoles en la exploración de
tópicos y asistiéndoles en la localización de los materiales que necesiten.
Desde nuestro punto de vista, el propio profesor debería adquirir los
conocimientos y habilidades en medios y tecnología, evitando solapamientos que
podrían originar en no pocos casos roces y duplicaciones (sin menospreciar
desde luego el apoyo que pudiera necesitar en casos concretos, y sobre todo en
su formación, de los verdaderos especialistas).
En
segundo lugar, ponemos nuestra especial atención en el papel que deberían
desempeñar los profesores en esta nueva escuela. Es necesario sin duda que los
profesores sustituyan definitivamente su papel de informadores y transmisores
de conocimientos por el de guías, consejeros, asesores y/o entrenadores de sus
estudiantes. "En este papel continuamente cambiante, los profesores dejan
el descubrimiento de los hechos al ordenador, empleando su tiempo, como
expertos en contenido, en hacer que sean significativos: despertando la
curiosidad, proponiendo las cuestiones correctas en el tiempo correcto y
estimulando el debate y la discusión seria alrededor de tópicos
atractivos" (Hancock, 1997, 61). Han de cambiar su forma de trabajo desde
la individualidad y el anonimato al trabajo en común y a la colaboración con
otros colegas, compartiendo éxitos y fracasos, desde la rutina a la acción
reflexionada, desde la aplicación de recetas en situaciones estándar a la resolución
compartida de problemas y al enfrentamiento a los más duros desafíos,
"...hay que crear en los profesores una cultura educativa que inspire un
nuevo profesionalismo docente, que sea capaz de examinarse a sí mismo, de
criticarse, de establecer metas en común, que promueva nuevos esfuerzos y que
se afane por consolidar a los miembros del claustro" (Villar, 1994, 376).
2.
Sumando esfuerzos
Es
ya tópico afirmar que nos encontramos en un tiempo en el que los avances
tecnológicos se producen a un ritmo cada vez más acelerado, ofreciendo además
unas posibilidades insospechadas en todos los campos, pero, desde luego, en el
marco de la enseñanza–aprendizaje. Y lo que se nos aparece como incuestionable
es que esta situación está reclamando un incremento en las responsabilidades
tanto personales como institucionales de todas aquellas personas que
intervienen directa o indirectamente en la educación. Junto a este incremento
en el nivel de exigencia, la ciencia vuelve a poner a disposición de los
interesados un cúmulo cada vez mayor y más sofisticado de instrumentos y
técnicas que pueden ayudarle en la difícil tarea que enfrentan. Los modernos
medios nos permiten una comunicación mucho más eficiente y rápida y ello permite
que, en ese clima de responsabilidad personal e institucional, los interesados
muestren un especial interés en la utilización efectiva de los recursos
disponibles. Es indudable que la preocupación constante por la falta de tiempo
y el impacto que ese déficit tiene en el desarrollo personal y profesional de
los docentes puede paliarse en gran medida con el uso correcto y eficaz de los
medios que las nuevas tecnologías –y también las menos nuevas– ponen a nuestra
disposición actualmente (González Soto, 1994).
Aunque
nuestra primera preocupación está en la preparación de las personas que han de
utilizarlos, tampoco debemos olvidar a todas las que tienen a su cargo la
preparación de las primeras. Porque al profesor universitario se le supone un
experto en el conocimiento que es su especialidad, pero el problema está en que
no se atiende igualmente a cómo se desenvuelve en el paso de la pericia en el
conocimiento a la competencia en la enseñanza de ese conocimiento. La verdad es
que, tradicionalmente, se ha hecho mucho hincapié en que el profesor
universitario alcance el dominio suficiente en el conocimiento pero se ha
olvidado, al menos hasta muy recientemente, el conocimiento profesional
(Sosniak, 1999) que le es igualmente imprescindible.
El
sometimiento de los profesores a evaluación, tanto externa como interna, está
llevándonos a cuestionarnos la calidad de nuestra enseñanza, nos está
conduciendo al descubrimiento de que no somos tan buenos como pensábamos. No se
trata tanto de responder a las presiones externas, sea de forma desafiante o
sumisa, sino más bien de plantearnos una reacción profesional desde la
comunidad de educadores de profesores, desde la consideración de una comunidad
universitaria, sin que perdamos en todo momento de vista tanto las necesidades
internas cuanto las metas que a largo plazo nos hayamos marcado para el
desarrollo de nuestras enseñanzas. Porque la calidad de la enseñanza y el
aprendizaje es una tarea colectiva más que individual, una tarea colegiada que
nutre un ambiente de innovación y de continuidad en la mejora del proceso que
va siempre más allá del ejercicio de una ocasional evaluación.
El
profesor universitario no debe en forma alguna separar docencia e
investigación, pues ha de ser aprendiz constante a través precisamente de la
investigación y considerar las formas de reflejar ese aprendizaje en sus
enseñanzas, sin perder de vista que hay que hacer agradable la enseñanza, para
que el aprendizaje que provoque forme parte de la vida misma. La enseñanza ha
de ser contemplada no únicamente como la ejecución de determinadas actividades
en clase, sino muy particularmente como la facilitación de aprendizajes
efectivos a través de la organización de los diferentes recursos, no únicamente
los materiales sino además los recursos técnicos que nos facilitan nuestra
cotidiana labor. Y todo ello sin olvidar que, tanto para el docente como para
sus formadores, son esenciales las relaciones colegiales a que antes aludíamos;
es de vital importancia la construcción de comunidades de aprendizaje,
comunidades de prácticos reflexivos capaces de crear las situaciones idóneas
para la innovación y las actividades creativas.
El
reciclaje de los profesores en los nuevos avances tecnológicos –y muy
especialmente la informática (Gallego, 1994a y b)–, se convierte en cuestión
primordial para el docente, porque ello le conducirá a una clarificación de su
papel, su nuevo papel, en la enseñanza; un nuevo papel que se encuentra
naturalmente relacionado con el de los estudiantes y el aprendizaje que estos puedan
alcanzar de forma independiente, pero también relacionado con su trabajo
colegial con sus colegas, con los que se ha de empeñar en tareas y actividades
altamente significativas. Nos planteamos, por lo tanto, el papel que cumple o
puede cumplir la tecnología en la formación de los profesores. Y, a este
respecto, es indudable que el diseño y desarrollo de los cursos y programas
formativos pueden mejorar con el uso de la tecnología, dando opción a la
utilización de estrategias y técnicas impensables de otra manera (simulaciones,
análisis de situaciones, etc.); desde la simple ayuda para la presentación de
conceptos hasta la mostración de ejemplos reales o simulados a través de
sistemas inteligentes (enseñanza asistida por ordenador) (González Soto, 1994) o
la utilización del hipertexto que permita a los participantes aprender "a
su propio ritmo, en su propio orden y en su propio estilo" (Wellington,
1995). De esta manera, también la calidad de los trabajos de los participantes
podría mejorar sensiblemente cuando dispusieran de los medios técnicos precisos
y necesarios para cada situación; pensemos, por ejemplo, lo que significa para
un profesor en formación disponer de programas de ordenador que le permitan la
realización de tareas complejas (un simple procesador de textos puede servir de
ejemplo).
La
tecnología permite sin duda el mejoramiento de la calidad del material que los
participantes han de construir y manejar en la enseñanza de sus estudiantes,
facilitando por tanto los procesos instructivos y, como no, su aprendizaje. La
capacidad de almacenaje de un ordenador permite a un profesor en formación
disponer de una cantidad inmensa de elementos que, debidamente combinados,
resultarían en productos variados utilizables en situaciones diversas de enseñanza.
Facilita igualmente la adquisición y creación de nuevos modelos de enseñanza;
las nuevas tecnologías pueden facilitar la creación de nuevos tipos de
programas formativos que permitan cambiar la formación basada en cursos de
reciclaje a otra más centrada en la resolución de problemas. La tecnología
puede apoyar la creación de actitudes positivas en los profesores y
estimularles a que reflexionen críticamente sobre su propio aprendizaje.
Permite a los profesores el aprendizaje de nuevas tecnologías y el manejo de
instrumentos tecnológicos y programas de ‘software’ que luego han de manejar en
sus propios centros de enseñanza. A través de la tecnología se facilita
indudablemente a los profesores el paso desde un sistema de entrenamiento
basado en el curso a otros más centrados en el lugar de trabajo.
Permite
la tecnología, también, la difusión de programas de entrenamiento y de modelos
de desarrollo profesional, además de potenciar la reestructuración de los
actuales, facultando el entendimiento y realización de la formación continua de
manera diferente. Finalmente, puede ser un factor primordial en el ahorro de
tiempo. Hemos señalado en otro lugar (De Vicente, 1998a) que es el tiempo un
factor considerado esencial por el profesorado; la falta de tiempo es una constante
preocupación de los profesores y la tecnología puede convertirse en una
herramienta de primer orden para su economía, pues permitiría al profesor
atender tareas especializadas con alumnos concretos aprovechando la tecnología
para reducir la duración de los contactos con el grupo. Crear en los profesores
hábitos de ahorro de tiempo se convierte así en objetivo importante en el
desarrollo profesional de los docentes.
Será,
desde luego, posible la utilización de la tecnología para enseñar tecnología a
los profesores. Nos referimos aquí al aprendizaje por los docentes en ejercicio
del manejo de aparatos y al uso de ordenadores para sus funciones de diseño,
desarrollo, evaluación e innovación de su enseñanza y de su propia formación
que, en gran medida, se transformaría –a través de la tecnología– en
autoformación y formación colegiada; a través de los modernos medios de
comunicación e información, bien a través de redes locales o de las más
internacionales como Internet, se facilita el empleo de técnicas formativas
como diálogos cooperativos o sesiones de ‘coaching’. Es indudable que los
profesores deben de aprender el manejo de aquella tecnología que después hayan
de utilizar en sus salas de clase con los estudiantes que se encuentren bajo su
responsabilidad y de la que hayan de enseñar a sus alumnos. El conocimiento de
los medios tecnológicos y de su manejo se convierte así en un esencial dentro
de los programas de desarrollo profesional de docentes. En palabras de González
Soto (1994: 251), "la T.B.T. (Technology Based Training) ofrece: grandes
posibilidades de estandarización y de adecuación a las necesidades individuales
y de los centros; una clara alternativa a la descentralización de la formación;
reducir el tiempo y el coste de la formación; atender un mayor número de
necesidades de formación".
Y
si importante es que los profesores conozcan los medios tecnológicos y su
manejo, mucho más importante es que conozcan sus posibilidades de empleo. A
este respecto, cabría citar los nueve acontecimientos de la instrucción
recogidos por Gagné, Briggs y Wager (1992) –ganar la atención, informar al
aprendiz del objetivo, estimular el recuerdo del aprendizaje previo, presentar
estímulos, proporcionar guía al aprendiz, provocar la actuación del aprendiz,
proporcionar retroacción informativa, valorar la ejecución e incrementar la
retención y la transferencia–, que "tienen el potencial de promover
intercambios de conocimiento desde perspectivas culturales" (Branch, 1997:
40). En cada uno de esos acontecimientos cabe introducir la tecnología como
elemento facilitador, potenciador y promotor de mejores logros. O, como enumera
Darling–Hammond (1999), que los profesores dominen la materia de enseñanza, el
conocimiento didáctico del contenido, el conocimiento del desarrollo humano
–esencialmente del niño y del joven–, que comprendan el mundo de las
diferencias, el conocimiento didáctico del aprendiz –Grimmett y MacKinnon,
1992–, que sepan sobre motivación, aprendizaje, evaluación, estrategias de
enseñanza, recursos del currículo y tecnologías, sobre colaboración y sobre
análisis y reflexión de la práctica. Para la autora, en el contexto de esta
base de conocimiento sobre el aprendizaje, el desarrollo y la enseñanza, el
acoplamiento de la teoría con la práctica constituye "la característica
clave de la formación del profesor para el siglo veintiuno" (pág. 227).
En
terrenos mucho más específicos, no debemos dejar de mencionar el avance que
significa el uso de la tecnología en programas formativos de profesores que han
de desarrollar su tarea en ambientes en los que prive la diversidad, que tengan
que trabajar con alumnos de integración y atender a estudiantes discapacitados.
El entrenamiento concreto para este tipo de actuaciones permite capacitar a los
profesores en el apoyo a los alumnos con alguna incapacidad o minusvalía,
tratándose entonces de una tecnología de asistencia que, aplicada a la
educación, abarca "un artículo, pieza de equipo o sistema de producción,
sea adquirido comercialmente, modificado o fabricado ex profeso, que es
utilizado para incrementar, mantener o mejorar las capacidades funcionales de
los individuos con discapacidades" (Berhmann, 1998: 75).
3.
Nuevas exigencias
El
proceso enseñanza–aprendizaje es un monstruo con múltiples cabezas, cada una de
las cuales utiliza su materia gris en la consideración de un aspecto, de un
único aspecto de las igualmente múltiples áreas de intervención que el proceso
requiere. Hablar de tecnología y formación continua es referirse a una
bicefalia de una importancia clave en la consideración global del proceso; dos
cabezas del monstruo que requieren por sí solas una atención esmerada y
permanente; dos ámbitos que necesitan la atención de especialistas (teóricos y
prácticos) para su comprensión y progreso, estudiosos que indaguen en sus
respectivos campos para hacerlos progresar, sin olvidar en ningún momento las
restantes esferas, porque un retraso en una de ellas puede significar el
desequilibrio en el avance progresivo en las otras regiones de la enseñanza.
Del
estudio conjunto de ambas especialidades, a nosotros nos interesa destacar aquí
un aspecto que entendemos de especial relevancia. Nos referimos a los
requerimientos que se nos plantean ante la consideración del papel de la
tecnología en el desarrollo profesional del docente. ¿Qué exigencias se
presentan al docente a la hora de considerar el uso de la tecnología en su
labor con los estudiantes? ¿Cuál es el papel que los saberes tecnológicos
juegan en la formación de los nuevos profesores y, muy especialmente, en el desarrollo
profesional de los docentes en ejercicio?
Previo
a cualquier otra consideración está, si embargo, el problema del lenguaje.
Tradicionalmente se consideraba analfabeta a la persona que no sabía leer,
escribir ni contar. Más recientemente, se habló de analfabetismo funcional para
significar el que caracteriza a las personas que, si bien leen, escriben y
cuentan, lo hacen de una forma mecánica, siendo mínimo su nivel de comprensión
y, por tanto, escasas sus posibilidades de utilización. Recientemente, Pepi y
Scheurman (1996: 230) citaban un memorándum de un administrador de una
universidad solicitando dinero para la adquisición de material informático en
el que se afirmaba que "En el ambiente tecnológicamente sofisticado de
hoy, necesitamos extender nuestra noción de letrado (‘literacy’), para incluir
la fluencia en el uso de técnicas visuales de comunicación y análisis. Nosotros
necesitamos producir ciudadanos que sean electrónica y visualmente letrados,
así como verbal y matemáticamente letrados". Es indudable que el nivel de
exigencia se incrementa con el tiempo y los avances de la sociedad, si bien no
creemos que se trate realmente de una nueva exigencia, sino más bien de una
nueva aplicación de las tres primitivas mencionadas –leer, escribir y contar–.
Porque,
en esta nueva ampliación del término ‘analfabeto’, la funcionalidad requiere
los conocimientos y habilidades necesarios para el uso de la tecnología tanto
en los rutinarios quehaceres como en el trabajo que la mayor parte de las
profesiones e incluso ocupaciones reclaman habitualmente. "Decir que los
estudiantes (y también los profesores, añadimos nosotros) lleguen a ser
tecnológicamente letrados significa mucho más que ser capaces de teclear o usar
procesadores de textos, bases de datos y hojas de cálculo. Cuando entramos en
el siglo veintiuno, hay muchas clases nuevas y diferentes de alfabetización que
serán requeridas de nuestros ciudadanos. La alfabetización en vídeo y audio
abarca el conocimiento de cómo ver u oír y de cómo crear, editar y presentar
conceptos visuales y en audio. La alfabetización de la información abarca el
conocimiento de cómo encontrar lo que necesitamos, cómo presentarlo en formas
diferentes y cómo compartirlo con otros" (Goldberg y Richards, 1995: 10).
Para
nosotros, no se trata tan solo de adquirir determinado lenguaje –hablar de
sistemas multimedia, hipertexto, tecnología digital, cable óptico, virtualidad,
sistemas inteligentes, alfabetización, soportes, sistemas expertos, sistemas de
diálogo, bases de datos y hojas de cálculo, ‘desk–top publishing’, sistemas
tutoriales, hipermedia, programas instruccionales y enseñanza asistida por
ordenador, vídeo interactivo, vídeodisco, conexión a redes...–, una ‘cháchara’
tan abundante a veces como mal asimilada, que puede impresionar a los neófitos
(y a veces a los no tanto) y de la que se revisten algunos de los que se
intitulan a sí mismos ‘especialistas’ y ‘tecnólogos’, pero no son en forma
alguna capaces de aplicar a la práctica apenas nada de lo que presumen, ni ver
el fondo que subyace a toda la evidente parafernalia. Muy al contrario, se
trata de entender la información que se maneja y, todavía más importante, ser
capaz de someterla a escrutinio para evaluarla e integrar el resultado en los
saberes previos y, todo ello, disponerlo a su vez en formatos apropiados para
que el ordenador pueda comunicarlos. Comprender la información que encontramos
almacenada en CD–ROMs o que nos llega a través de redes (Intranet o Internet)
es esencial para moverse ya en esta ‘aldea global’ tan nuestra. Pero todo ello
no tendrá mucho sentido si no somos capaces de analizar las fuentes de
procedencia y situar cada información en el contexto apropiado.
Es
más, ¿qué significado puede tener que utilicemos la nueva terminología de la
era de la comunicación y de la información, que manejemos –con soltura incluso–
nuevos conceptos, si no somos capaces de sobrepasar la ‘era Skinner’ en el
intento de facilitar los aprendizajes de los estudiantes (y, por extensión, de
los estudiantes para profesor y de los profesores en formación cuando de
formación del profesorado se trata)? ¿Qué beneficio puede seguirse del uso de
esta novedosa terminología, si en nuestros intentos de guiar a los aprendices
–estudiantes o profesores– no hemos sobrepasado la máquina de enseñar? ¿De qué
nos sirven estas nuevas ‘peroratas’ si no sabemos utilizar los conocimientos
que nos proporciona la tecnología en una visión verdaderamente cognitiva del
‘aprender–enseñar’ y del ‘aprender a enseñar’? A nosotros nos interesa muy
particularmente que los ordenadores (y cualquier otro aparato) se transformen
realmente en instrumentos capaces de habilitar a los profesores para que
aprendan cómo hay que estructurar el conocimiento; cómo hay que transformarlo
para hacerlo asequible a los neófitos; cómo debe organizarse la clase y la
escuela para que se transformen en verdaderas comunidades de aprendizaje, como
más tarde diremos; cómo se han de resolver los frecuentes problemas que
diariamente el profesor ha de enfrentar...; nos interesa que los avances
tecnológicos faciliten que los profesores en formación pongan en contacto el
conocimiento previo con las nuevas experiencias, que aprendan a contextualizar
sus saberes sobre la enseñanza. Nos interesa que la máquina sea un instrumento
cuyas aplicaciones corran parejas con los avances en el campo de la formación
continua de los profesores; que, a la par que cambie el mensaje, se produzca
también el cambio en el medio.
Tras
el indudable poder motivador de las nuevas tecnologías, se encierra el evidente
peligro de que lleguemos a creer que nos resolverán todos los problemas y que
serán el ansiado conjuro que haga de la reforma una nueva filosofía del
profesor, pero una reforma que se quede en la superficie, una reforma que
atienda únicamente a los aspectos organizativos y funcionales y se olvide en
cambio de la primera función que todos –también la tecnología– tenemos que
cumplir, es decir, la atención al estudiante, la facilitación de su
aprendizaje. Porque la tecnología no debe de ser entendida sino como un
instrumento al servicio del profesor y de su formación; porque la tecnología ha
de ser entendida como apoyo a la construcción de profesores críticos y
creativos, que sepan utilizar su pensamiento para desentrañar lo que subyace en
cuantas informaciones recibimos; porque la tecnología debe apoyar la
comunicación y el diálogo entre profesores y de estos con los estudiantes, los
administradores y las familias; porque el uso de la tecnología no puede quedar
en un reincidente ‘proporcionar recetas’, sino en un poderoso artefacto que
propicie la aplicación de modelos diferenciados e individualizados por cada
profesor singular. No vaya a ser que, por mor de reestructurar los entramados
de la enseñanza, nos olvidemos de la enseñanza misma, de la mala enseñanza.
De
cualquier forma, el avance tecnológico a que ya hemos hecho referencia ha sido
capaz hasta ahora de incorporar a las redes de diseminación de la información
(correo electrónico, Internet u otras redes) no solo textos escritos, sino
también otros lenguajes (gráficos, figuras, fotografía, vídeo y audio); y ha
posibilitado la transmisión de esa información a cualquier lugar del mundo en
segundos y, a veces en décimas de segundo, a través de la televisión o el
teléfono. Esta nueva tecnología permite además integrar los más diversos campos
y disciplinas, entablar diálogos y recibir información de cualquier tipo desde
cualquier lugar del mundo; y deja, además, salvar esa información imprimiéndola
o almacenándola en discos compactos o en el disco duro de nuestro propio
ordenador, crear con ella nuevos hipertextos y expandirlos a su vez. La
cuestión esencial es que la tecnología nos ofrece una mayor posibilidad de
desarrollarnos profesionalmente de una manera sostenida posibilitando el
crecimiento de nuestra curiosidad y la ejercitación de nuestro intelecto. Pero
no perdamos nunca de vista el hecho de que la tecnología es solo un suplemento
a la acción y el buen hacer del profesor, mas –al menos por ahora– no lo
sustituye.
4.
Transformar la práctica
La
pregunta clave no es tanto cuál será el futuro, sino más bien cuál debe de ser.
Vamos a entrar en un nuevo milenio y necesitamos crear instituciones escolares
caracterizadas por su adaptación al cambio, unas instituciones capaces de
abandonar el modelo de planificación estratégica lineal y adoptar modelos
"que puedan proporcionar la retroacción continua que permita la
transformación progresiva" (King, 1999, 166); unos sistemas escolares
mucho más dinámicos capaces de responder a los contextos inciertos y a los
rápidos cambios que definen nuestros tiempos; unos contextos cuya complejidad
se manifiesta, entre otras muchas cosas, en la proliferación de tecnologías
capaces de dejar atrás nuestra habilidad para integrarla en los currículos y,
una vez más –seguramente como causa de ello–, nuestra escasa potencialidad para
dar adecuada respuesta a una preparación de los profesores tan poderosa que les
permita, por un lado, enseñarla a sus estudiantes y, por otro, usarla en la
facilitación de los aprendizajes de los alumnos y en su propia formación; unos
sistemas escolares que promuevan en los estudiantes el esfuerzo necesario para
su transformación en ciudadanos bien preparados para ejercer sus derechos y
cumplir con las obligaciones que en cada momento la sociedad les asigne.
Y,
si nuestro deber es crear una sociedad con escuelas de alta calidad –aspiración
que, por otra parte, figura en los preámbulos de todas las leyes que regulan la
educación, aunque acabe casi siempre, por motivos diversos, en una vuelta a
posiciones similares en el fondo a las de partida–, debemos comenzar por
entender la relación que existe entre el aprendizaje y la vida, una comprensión
que nos permita llevar a cabo verdaderos cambios sociales y no quedarnos en el
cambio, por lo demás frecuente, de alguna escuela particular. Nuestros
estudiantes necesitan cada vez con más urgencia de habilidades como la
abstracción, el pensamiento crítico y creativo, la experimentación o la
colaboración, así como las que le permitan vivir en un mundo cada vez más
tecnologizado. Y nuestros profesores han de estar preparados para ayudar a los
estudiantes a conseguir estos fines; han de estar motivados para abrir sus
propias mentes a prácticas de clase diferentes, a las innovaciones curriculares
necesarias, a evaluaciones continuas; han de estar dispuestos a aceptar el
impacto que las nuevas tecnologías tienen sobre la reforma de la escuela.
Pero
la escuela –que se mueve casi siempre por impulsos externos más que ser ella
misma promotora y experimentadora– persevera, en cambio, en la cultura
anacrónica de una instrucción basada en valores, formas de organización y
procedimientos poco apropiados a las realidades actuales. Por eso es urgente
enseñar a los estudiantes de profesorado y estimular a los profesores en
ejercicio a que cuestionen sus sistemas de creencias y sus asunciones acerca de
la enseñanza y del aprendizaje, sobre el proceso didáctico y sobre el de un
perenne aprender a enseñar. Ya hemos dicho (De Vicente, 1998b) que, si se
quiere reformar la enseñanza hay que enfrentarse a las creencias previas de los
profesores. El proporcionarles nuevos incentivos, el regular de maneras
diferentes la enseñanza, el cambiar los currículos, no va a alterar las
prácticas de los docentes, si estos no entienden o no están de acuerdo por cualesquiera
razones con las metas y/o las estrategias implícitas en las propuestas de
cambio. Habrán de comprobar que las nuevas propuestas establecen diferencias
positivas en los resultados que obtengan de su trabajo, que los cambios
significan una mejora patente en sus acciones de enseñanza.
Y
para ello deberán experimentar nuevas acciones en situaciones diversas en las
que poder poner a prueba técnicas de instrucción, derivadas unas veces de las
informaciones que le llegan de fuera, obtenidas otras desde la experiencia
propia y la de sus colegas con los que mantengan un contacto permanente. Con
este fin, habrá que crear un ambiente de apoyo que facilite y, aún mejor,
estimule este tipo de acciones, un ambiente en el que los profesores participen
activamente en la toma de decisiones acerca del currículo y su desarrollo y
evaluación, sobre la organización de tiempos y espacios (De Vicente, 1988a) y
sobre las conductas. Es este un ámbito donde la tecnología –las nuevas
tecnologías– pueden aportar una inestimable ayuda a la mejora de las
situaciones, porque puede apoyar un aprendizaje más activo, ofrecer modelos
ejemplares de instrucción, promover la interactividad, facilitar el desarrollo de
la toma de decisiones y la resolución de problemas, proporcionar múltiples
caminos para acceder a la información, proveer de formas de motivación y una
gran variabilidad de estilos de aprendizaje y de enseñanza, facilitar el
desarrollo de habilidades, ofrecer una gestión eficiente del tiempo de
aprendizaje y del tiempo de entrenamiento, permitir diferentes tipos de datos y
ofertar presentaciones multiculturales (Hatfield, 1996).
En
una palabra, la tecnología puede ayudar a los profesores a reunir datos, hacer
planes, ponerlos en marcha y analizar los efectos para introducir
modificaciones; un ciclo de indagación, acción, reflexión, indagación que
proponen, por ejemplo, Costa y Kallick (1995) a través su modelo en espiral, un
modelo capaz de atender facetas diversas de la vida organizativa de la clase,
un modelo que incrementa su poder cuando se fundamenta en ejemplos del propio
trabajo de la clase, en las acciones de estudiantes y profesores, en los logros
de aquellos, en el desarrollo de estándares, en la toma de decisiones
instructivas, en la implicación de todos los interesados –o por estar
implicados o por estar afectados por ella– en la vida de la clase y de la
escuela. He aquí el modelo de crecimiento continuo a través de la espiral de
retroacción (Costa y Kallick, 1995: 27):
Las
nuevas tecnologías están llegando de una forma u otra a las escuelas. Y un
tiempo vendrá en el que serán un elemento típico del complejo mundo de la
escuela (si bien siempre otras novísimas tecnologías aparecerán). Actualmente,
las autoridades están promocionando la utilización del ordenador y de las redes
en la enseñanza y parece que el incremento será exponencial en un futuro no muy
lejano. De esta manera, las instituciones educativas están proveyendo a sus
clases de instrumentos, recursos y acceso a la información (unas veces en forma
de laboratorios de informática y otras con máquinas instaladas en las propias
clases). Parece igualmente inevitable que los editores proporcionen a los
centros, cada vez con más fluidez, abundancia y amplitud, materiales vía CD–rom
y por otros medios. Una multitud de profesores se verán, pues, enfrentados muy
directamente con el dilema de cómo aprender a usar todos estos instrumentos de
información y análisis y de cómo incorporarlos de una manera efectiva a su
práctica de clase y a su quehacer en los centros en los que trabajan. Y también
de cómo integrarlos en su propio entrenamiento y formación. No es otra cosa que
preparar profesores (y, como correlato, estudiantes y ciudadanos) para el trabajo
y para la vida.
El
cambio de mentalidad de los profesores debe ir hacia su comprensión de que el
aprendizaje no se encuentra solo en la eventual actividad individual, en el uso
estocástico de ordenadores situados en cualquier rincón de la clase o en una más
o menos breve estancia en un laboratorio de informática o en actividades de
grupo ocasionalmente emprendidas, si luego han de ser juzgados únicamente por
los resultados que obtengan en pruebas estandarizadas, en exámenes típicos o
incluso a través de estrategias con menos pretensiones de objetividad pero que
conducen irremisiblemente a la consideración de los aprendices como miembros
del grupo al que pertenecen y dentro del cual aprenden unos determinados
estándares ordenados desde las distintas administraciones educativas, como
aprendices de hechos específicos y de principios generalizados normalmente
descontextualizados del mundo real y de los valores, intereses y necesidades
por ellos sentidas; si no se atiende a lo que los aprendices son capaces de realizar
sin la ayuda de otros (otros estudiantes, otros profesores, otros medios en
forma de libros, calculadoras, casetes, ordenadores o cualquier otra forma
material de ayuda).
Habrá
que pensar más en los aprendices como seres capaces de identificar y resolver
problemas, como individuos capaces de utilizar una amplia variedad de recursos
e instrumentos para analizar palabras y textos, números e imágenes, para
generarlos, para interpretarlos, para transferirlos y transformarlos en algo
nuevo y original. En pocas palabras, reemplazar la visión de la enseñanza como
una forma de transmisión de conocimiento personal por otra que la entienda
empeñada en dotar a los aprendices de poderosas comprensiones que tienen que
ser negociadas y aplicadas a distintas realidades sociales y a contextos
culturales diversos (Howey y Zimpher, 1999).
En
la construcción de esta nueva escuela y de esta nueva concepción de la
enseñanza, se nos aparece una nueva barrera. La sociedad ha ido progresivamente
confiando en la escuela y en los profesores la tarea de educar, hasta el
extremo de que las familias renuncian en no pocos casos a funciones que les han
sido antaño propias –e incluso en demasiados casos su esencial misión
educadora–; y, como compensación, la escuela ha ido aumentando sus
responsabilidades, de forma que ha pasado de la primitiva obligación de enseñar
a leer, escribir y contar, a otra mucho más compleja que sobrepasa con mucho la
simple transmisión de conocimiento –por otra parte cada vez más voluminoso por
consecuencia no solo de los avances científicos sino por las exigencias
sociales y el mundo del trabajo y del ocio–. En la escuela del próximo siglo,
sin embargo, las responsabilidades propias de la educación de niños y jóvenes
debieran ser compartidas. Y las nuevas tecnologías se transforman en el
instrumento clave para poner en contacto la escuela con las familias y con
otros entornos que pueden coadyuvar a la tarea educadora, tales como museos,
bibliotecas, empresas, servicios sociales... Kozma y Schank (1998) han entendido
el aprendizaje, no solo como una actividad y una actitud continuas que se
extienden a lo lardo de toda la vida, sino como una actividad apoyada por todos
los segmentos de la sociedad y libre, por tanto, de toda encapsulación de
tiempo, espacio o edad.
La
conexión de la escuela con las familias permitiría a los profesores extraer
experiencias de la vida diaria de los estudiantes y a los padres implicarse en
la educación de su prole y encontrar nuevas oportunidades educativas. La
conexión con el mundo del trabajo puede permitir a los estudiantes aprender de
los problemas de la vida real y a los profesores acercarse a los recursos de
otros profesores, de personas capacitadas para proporcionarles desarrollo
profesional y de expertos técnicos de la misma y de otras profesiones. La
conexión entre la escuela, la familia y la comunidad permite a los estudiantes
relacionarse con lo que sucede fuera del entorno del edificio escolar; a los
profesores, algo de suma importancia, cual es la coordinación de la enseñanza
formal y la no formal, un campo este último demasiadas veces olvidado, y a la
comunidad reintegrar la educación en la vida diaria.
Las
nuevas tecnologías de la información y la comunicación –sin dejar de lado los
medios clásicos, como es el caso del vídeo y su aprovechamiento para
proporcionar valiosa retroacción (Mitchell y Weber, 1999)–, constituyen sin
duda el medio idóneo para facilitar y estimular toda esta trabazón de
interrelaciones. Todo ello constituirá un contexto en el que los profesores puedan
proporcionar una estructura apropiada, valorar el trabajo de los estudiantes y
crear formas pertinentes de autoevaluación. Todo ello formará un entramado en
el que los mentores y asesores externos puedan proporcionar guía y asistir a
los profesores principiantes y a los experimentados que lo reclamen,
ayudándoles a modelar las prácticas de los expertos, las formas en que los
prácticos especializados resuelven problemas. Parece que todo esto no será
posible si no es en un entorno en el que los profesores estén dispuestos a un
aprendizaje continuo y a crear comunidades más amplias de práctica profesional
(Little, 1993), a constituir y vivir en verdaderas comunidades de aprendizaje.
Por
otra parte, la literatura actual contiene frecuentes referencias al fracaso de
las reformas emprendidas en los diferentes países. Las causas que se han
señalado han sido muy diversas: la propia complejidad de la enseñanza, el hecho
de que las reformas no hayan tenido en cuenta las estrategias que la
investigación ha proporcionado para la mejora de la escuela, el que no se han
fijado criterios claros para la valoración de esa mejora, etc. Pero algunas son
para nosotros de singular importancia: en primer lugar, la mayor parte de los
profesores no han sido suficientemente entrenados para iniciar, poner en marcha
y mantener después vigentes los cambios introducidos; segundo, ellos no han
sabido o no han podido incorporar las innovaciones a la cultura de la escuela,
de forma que el cambio ha sido entendido como una tarea más a realizar en un
momento determinado y no como una verdadera "forma de ser"; no han
aprendido tampoco, en tercer lugar, que los cambios que se introducen requieren
una profunda transformación de las organizaciones, y, finalmente, a los
educadores les ha faltado la tenacidad necesaria para continuar los esfuerzos
propios de la euforia inicial que acompaña a la reforma, si es que despertó
realmente algún entusiasmo.
Las
tres últimas están íntimamente relacionadas, de forma que cabría hablar de una
nueva forma de organización que asuma la innovación y el cambio como esencia de
su propia cultura hasta el punto de perseguirlo con tenacidad y constancia. De
todas formas, parece claro que la organización de las escuelas debe formularse
desde modelos novedosos que sustituyan al todavía vigente modelo de factoría.
Una propuesta en la que actualmente se viene insistiendo con fuerza es la de
transformar las instituciones educativas en comunidades de aprendizaje, unas
comunidades que se olviden de la centralización, la jerarquización de la
gestión, la distribución rígida de tiempos y espacios, la evaluación basada en
resultados y la exigencia de adherencia al sistema. "El nuevo problema del
cambio... es el que requeriría transformar el sistema educativo en una
comunidad de aprendizaje –el experto que trata con el cambio como una parte
normal de su trabajo, no solo en relación con la última política, sino como una
forma de vida–" (Fullan, 1993, 4).
DuFour
y Eaker (1999) han reseñado las características que deben adornar estas comunidades:
un compromiso compartido con una determinada misión, unos valores y una visión
de la enseñanza; un espíritu de indagación colectiva que promueva el
crecimiento y la mejora fundamentada en la reflexión pública, el compartir
significados, la planificación conjunta y la acción coordinada; una estructura
basada en el equipo colaborativo con un propósito común; sus miembros se
orientan a la acción y la experimentación; hay disconformidad con el status quo
y una tendencia a la mejora continua, y, finalmente, existe un convencimiento
de que la mejora continua debe ser valorada sobre la base de resultados más que
de intenciones. Y, si asumimos la utilidad de este modelo, habremos de atender
inmediatamente a un replanteamiento de la preparación de los profesores, tanto
inicial como continua (imposibles, por otra parte, de separar), pues se hace
insostenible la permanencia en programas formativos centrados en el curso y el
taller, al menos de una manera exclusiva; en programas formativos que solo
exigen de los participantes la atención pasiva a conferencias y presentaciones
de nuevas ideas y prácticas por parte de especialistas.
Porque
la creación de una verdadera comunidad de aprendizaje ha de basarse en la
consideración del profesor como profesional; en la existencia de profesores
competentes verdaderamente comprometidos con la escuela y con los estudiantes y
su aprendizaje; unos profesores conocedores de la materia que enseñan y de la
manera de hacerla más fácil a sus estudiantes; unos profesores capaces de crear
ricas situaciones para la instrucción, captando y sosteniendo la atención de
sus alumnos sobre la materia de estudio, manejando la clase con diligencia y
pericia y siguiendo de cerca el aprendizaje de cada estudiante; profesores
habilitados para reflexionar en, sobre y para la práctica (De Vicente, 1996);
profesores que sean verdaderos aprendices de su propia experiencia; profesores
que sean capaces de colaborar con sus colegas, de forma que intervengan de
manera colegiada en la política de la escuela, en el desarrollo del currículo y
en su propio desarrollo y el de sus compañeros, transformándose en verdaderos
aprendices, en verdaderos estudiantes de enseñanza; profesores, en fin, que
sean verdaderos líderes en sus clases y escuelas: entusiastas, con una clara
visión de su misión, excelentes comunicadores capaces de conectar con los demás
y establecer relaciones personales, difusores de confianza, tenaces,
apasionados, excelentes motivadores...
Todo
ello requiere una preparación exquisita, a lo que coadyuvarían esencialmente
unas actitudes de colaboración, de reflexión y de diálogo, que podrían
fomentarse mediante el empleo de apropiadas técnicas que hemos descrito en
otros lugares (De Vicente, 1990, 1995), esencialmente diálogos cooperativos y
preparación (‘coaching’), estrategia propuesta como cumbre del ciclo
"presentación o explicación de la teoría tras la práctica, demostración,
oportunidades de práctica inicial guiada, retroacción inmediata y coaching
sostenido", propuesto por Showers, Joyce y Bennett (1987), y programas
diseñados para la preparación de profesionales reflexivos, capaces de someter
sus propias acciones a revisión constante con la pretensión de un continuo
perfeccionamiento. Pero, además, han de ser programas que lleven en sí mismos previsiones
de evaluación con el fin de someterlos igualmente a mejora.
Y
la creación del contexto apropiado que no es otro que el propio lugar de
trabajo, un contexto que empeñe a todo el personal de la escuela en un esfuerzo
para mejorar todo lo relacionado con los objetivos colegiadamente previstos
(Sparks y Hirsh, 1997). El centro se traslada ahora a la institución educativa
individualmente considerada, que parece ser el mejor contexto para un
desarrollo profesional efectivo (si bien con un fuerte apoyo de las distintas
administraciones educativas); apoyos que promuevan la creación y sostenimiento
de visiones y actitudes compartidas, que ayuden a fomentar la investigación
colaborativa, estimulando la experimentación y la colaboración; en una palabra,
ayudas en forma de recursos y de los apoyos necesarios para que el personal de
la institución se empeñe con ahínco en la mejora. Porque "los profesores
se empeñan en una forma poderosa de desarrollo profesional cada vez que
trabajan juntos para desarrollar el currículo y las estrategias de evaluación;
cada vez que se empeñan en el ciclo progresivo de indagación, reflexión,
diálogo, acción, análisis y adaptaciones para mejorar los resultados; cada vez
que proporcionan retroacción a otros cuando practican nuevas habilidades"
(DuFour y Eaker, 1999, 273).
La
razón última que señalábamos del fracaso de las reformas educativas, la falta
de insistencia en los esfuerzos de implantación del cambio, destella en cuanto
nos acercamos a un centro que experimenta una reforma, sea de buen grado u
obligado por la ley. Cuando una innovación –de implantación en un centro
particular o aplicable de forma colectiva por el legislador– comienza, si
"el producto se vende bien", si se insta debidamente a los implicados
–esencialmente los profesores que habrán de aplicarla– a tomar parte activa en
ella, si se entusiasma al personal implicado, este responde, si no en su
totalidad, sí en una mayoría significativa. Nosotros –en una investigación que
aparece relatada en Bolívar (1999)– entrevistábamos a un profesor de
bachillerato que confesaba haber renunciado a la experimentación de la reforma
a causa de las barreras encontradas en la propia administración y, sobre todo,
en el trabajo colaborativo con los colegas del centro en el que entonces
ejercía su docencia. Los que vivimos la implantación de la Ley General de
Educación podemos dar fe de las preocupaciones que inmediatamente asaltaron a
los profesores y directores de los centros, cómo intentaron –muchas veces a
costa de sus propios medios, de su tiempo privado y de su esfuerzo– reciclarse,
cómo aprendieron matemática de conjuntos o nuevas formas de análisis
morfosintáctico... Igual pude afirmarse de muchos docentes en la puesta en
marcha de la última reforma, si bien otros comenzaron su implantación ya
desencantados.
Pero,
si bien es difícil embeber a los profesores y directores en una innovación,
cambio o reforma, mucho más lo es que persistan en el esfuerzo y que lleven
hasta el final su desarrollo. Se comete frecuentemente el error de poner mucho
énfasis al comienzo, en la implantación del cambio (no hay sino que ver el
número de cursos formativos programados por los CEPs en Andalucía referidos a
los diseños curriculares), pero no se prosigue con el esfuerzo a lo largo de
todo el proyecto hasta su conclusión. Las distintas administraciones educativas
promueven llenas de orgullo programas dirigidos a poner en marcha una reforma;
la experimentan, proporcionan medios, programan cursos formativos para el
profesorado..., pero pronto se apaga el fragor inicial y se abandona a su
suerte al personal encargado de llevar a buen puerto la reforma; y se comienza
a restringir medios, se abandonan unas veces y se reducen la mayoría los
programas de formación... y se deja a las instituciones y a su profesorado caer
de nuevo en la rutina, en la monotonía; se termina desembocando en posturas muy
parecidas a las de partida. Y el profesorado se olvida de sus intenciones de
cambiar la vida de la escuela y sus formas de hacer y de estar en la
profesión... Y, si aprendió algo nuevo, lo rutiniza y lo transforma en quehacer
otra vez ‘inamovible’. Y los padres se olvidan de sus promesas de colaboración
y de su implicación en aquella brillante nueva manera de educar a sus hijos. Y
la sociedad entera se acostumbra a lo nuevo, de forma que, apenas sin
darse cuenta, lo hace viejo y, mucho más importante, lo acepta también como la
única forma correcta de acción.
Cualquier
innovación que se pretenda duradera ha de hacerse con el esfuerzo y el interés
de todos aquellos que deban de alguna manera implicarse en ella. En primer
lugar, deben ser las diferentes administraciones educativas las primeras
interesadas en procesos innovadores, en su promoción unas veces, en su apoyo
otras, pero ayudando siempre. De esta manera, los diferentes estamentos de la
administración promoverían visiones de la enseñanza y ayudarían a las escuelas
a trasladar esas visiones a los contextos locales para que las adopten,
formulen metas acordes con aquellas visiones y planifiquen sus particulares planes
de desarrollo profesional acordes con ellas. Igualmente desde fuera, es posible
proponer cuestiones incitantes que atraigan la atención de las escuelas hacia
problemas propios de una verdadera comunidad de aprendizaje, proporcionando
información acerca de la investigación y las buenas prácticas, premiando las
innovaciones y a sus actores y proporcionando incentivos, de forma que se
provoque el afán indagador. Podría también desde el exterior proporcionarse
tiempo, organizar estructuras, proporcionar entrenamiento para acciones
colaborativas. Podría apoyarse procesos de mejora continua, tanto de los
propios profesores cuanto de sus acciones de enseñanza, ayudando a los
profesores a identificar el conocimiento y habilidades de sus estudiantes, a
mejorar sus procesos de intervención en la práctica y a desarrollar
procedimientos de evaluación basados en buenos procedimientos de retroacción
para la toma de decisiones.
Desde
dentro, desde los propios centros, cabe igualmente fomentar el desarrollo
individual y el de la organización; en realidad, parece que es este tipo de
innovación la que tiene más posibilidades de cuajar en algo duradero y de
calidad, pues es así que los docentes se comprometen a las acciones requeridas,
puesto que sienten el cambio como algo propio y del que ellos mismos y sus
estudiantes se beneficiarán. Es indudable que el desarrollo profesional tiene
mucha más fuerza cuando los propios participantes tienen un sentido claro de su
propia eficacia y de sus posibilidades de mejora; si esa autoeficacia les llega
a faltar, su esfuerzo para el dominio de nuevas habilidades, la adquisición de
nuevos conocimientos o su contribución a la mejora de la institución serán
menores o incluso nulos. De igual manera, parece indiscutible que un desarrollo
profesional efectivo incitará a los centros a crear sus propias iniciativas de
mejora y planificar su propio funcionamiento como comunidad de aprendizaje, una
comunidad capaz de reclamar las opiniones de todos los implicados, padres,
estudiantes y demás personal implicado. Un desarrollo profesional que acoja el
trabajo en equipo y la colaboración como parte esencial de sus prácticas. Un
desarrollo estimulador de un constante crecimiento, reforzando los valores y la
visión de la institución. Un desarrollo profesional promocionado por verdaderos
líderes transformadores y capaces de motivar las acciones propias de una
comunidad de este tipo. Un desarrollo, en fin, que exponga con claridad a los
componentes de la comunidad la relación estrecha existente entre los compromisos
del programa de mejora y las prácticas que en el centro se lleven a cabo.
De
cualquier manera, se viene denunciando a menudo la desconexión entre lo que los
profesores aprenden en los cursos de entrenamiento y lo que realmente ponen en
práctica en las aulas. Referido a los estudiantes de profesorado, se ha puesto
de manifiesto (Schlagal, Trathen y Blanton, 1996), por un lado, la no
aplicación de lo aprendido en los programas formativos, sustituyéndolo por la
replicación de prácticas modeladas de los profesores cooperantes,
sometiéndoseles así a un aislamiento que les deja poca oportunidad de
desarrollar el llamado conocimiento condicional, o sea, ese saber experto que
permite al profesor aplicar las técnicas y estrategias adecuadas en el momento
oportuno y conocer cuándo es apropiado presentar una información particular, un
tipo de conocimiento necesario para llevar a cabo la enseñanza en situaciones
complejas y dinámicas como son las de las clases; por otra parte, la debilidad
de los contactos que los alumnos mantienen con los supervisores de la
universidad, con otros profesores diferentes del cooperante y con sus propios
compañeros, que les lleva a aprender por ensayo y error, con pocas
oportunidades de reflexionar sobre sus prácticas. Y esto que se dice de los
futuros profesores es sin duda asimilable a los profesores en ejercicio,
esencialmente a los profesores principiantes que cargan sobre sus espaldas
todos los inconvenientes que presenta la etapa de inducción.
Para
ayudar a resolver los problemas de desconexión y aislamiento referidos, los
autores mencionados proponen el uso de la tecnología de las telecomunicaciones,
esencialmente el correo electrónico (aunque no soslayan algunos inconvenientes
que señalan los profesores, como la falta de tiempo y el volumen de los
intercambios, o un mayor uso para intercambios de apoyo social y emocional que
para el de ideas), creando una comunidad de discurso que aproveche la llamada
conversación instruccional, capaz de proporcionar "un modelo apto para ayudar
a los profesores principiantes a que apliquen, critiquen y piensen
flexiblemente sobre el conocimiento que traen con ellos a la enseñanza"
(Schlagal, Trathen y Blanton, 1996, 182). Y Thomas, Clift y Sugimoto (1996)
hablan de teleaprendizaje de la enseñanza, que permite a profesores y
estudiantes aprender juntos no solo sobre los medios electrónicos sino también
sobre cuestiones de la enseñanza; por ejemplo, "un profesor experimentado
puede ayudar a un estudiante de profesorado a aprender como enseñar usando
grupos cooperativos. Al mismo tiempo, el estudiante para profesor puede ayudar
a un profesor experimentado a desarrollar planes de lecciones en los que los
estudiantes de la escuela elemental usen software de navegación para recoger
electrónicamente información de bibliotecas y otros medios" (pág. 165).
En
realidad, se trata de la creación de redes (De Vicente, 1998a) que permitan
unir las facultades de educación con las instituciones educativas y reducir el
aislamiento físico que la distancia produce, apoyando las acciones supervisoras
para los estudiantes de profesorado y los profesores principiantes; se trata de
la creación de redes a través de las telecomunicaciones antes mencionadas, pero
también a través de redes poderosas (Internet) y de redes locales (Galbreath,
1995). Son redes que permitirían una doble aplicación: almacenamiento de
programas que se diseminarían más tarde o sintonización de un usuario con otro
de la red en tiempo real. En cualquier caso, las redes apoyarían el intercambio
de información y experiencias entre profesores y la colaboración en programas
comunes para el crecimiento profesional; habilitarían la creación de verdaderas
comunidades de aprendizaje, contextos favorecedores de la reflexión, el
pensamiento crítico y la innovación, contextos capaces de transformar las
prácticas y el papel tradicional de los profesores en las comunidades
profesionales. Estimularían sin duda las relaciones entre los profesores
principiantes y los experimentados y la de aquellos con los estudiantes de profesorado,
mediante el empleo de estrategias como los casos de enseñanza a través de
medios tecnológicos (tecnología de las telecomunicaciones), y cambiarían el
papel de los supervisores de la universidad con relación a los cooperantes y
mentores (Bliss y Mazur, 1996).
El
acceso a redes intranet e Internet ofrece oportunidades de descubrir formas
diferentes de trabajar, de arriesgarse, de utilizar dinámicas instructivas que
diverjan de las tradicionales, a gentes de localidades dispersas (diferentes
lugares de trabajo, diversos campus de enseñanza, distintos países, el mundo
entero) o no dispersas (una clase singular), mediante paquetes como el Groupware,
una nueva categoría de software que posibilitan el uso efectivo de redes de
ordenadores para la instrucción, la colaboración y el entrenamiento. Son
paquetes utilizados por los más diversos usuarios, gentes que tienen que tomar
decisiones importantes en el mundo de los negocios, jefes de departamento de
alguna organización, grupos de estudiantes que desean acceder colegiadamente a
bases de datos, equipos de investigadores que quieran colaborar en la redacción
de un artículo o en situaciones de entrenamiento en las fuerzas armadas (Schrum
y Lamb, 1997, 26). O, como apuntamos anteriormente, potenciar colaboraciones
entre expertos y novicios o entre aquellos y estudiantes de profesorado, de
manera que aprendan unos de otros, aportando cada uno aquellos conocimientos de
los que son propietarios. Los profesores de la Universidad de Amsterdam
Veugelers y Zijlstra (1998) han señalado a las redes las siguientes funciones:
interpretar las políticas del gobierno, influenciar las políticas del gobierno,
aprender de las experiencias de otros, aprovechar la ‘expertise’ de otras
escuelas y expertos de fuera de la red, desarrollar nuevos modelos educativos y
materiales y crear nuevas iniciativas.
El
uso de redes en el desarrollo profesional de los docentes, y también en su
formación inicial, va a requerir indudablemente la asunción de nuevos roles.
Por parte de los supervisores de la universidad, de los mentores y cooperantes,
nuevas formas de supervisión clínica y de facilitación del ‘aprender a
enseñar’, en la discusión de los programas de preparación y en las tareas de
seguimiento (McDevitt, 1996). Los profesores han de transformarse en asesores
de información, ayudando a los participantes a buscar recursos y materiales y
acceder a ellos; colaboradores en equipos formados por individuos que trabajan
aislados unos de otros; facilitadores y guías que promueven el pensamiento crítico
y creativo y ayudan a alcanzar las metas pretendidas; desarrolladores de los
currículos de entrenamiento, ayudando a decidir el contenido de los programas
formativos y su desarrollo, y, finalmente, deberán asumir el papel de asesores
académicos, ayudando a diagnosticar necesidades, revisando el progreso de los
participantes, proporcionando la adecuada retroacción, etc. (Kook, 1997).
Además de otros como desarrolladores del personal (staff), planificadores y
gestores financieros y agentes de cambio, que el autor toma prestados.
Las
novedades que se presentan en el campo de la tecnología –tanto en el hardware
como en el software– cambian a un ritmo difícil de soportar y esa velocidad de
innovación hace todavía más difícil y compleja su utilización por los
profesores en la instrucción de clase y en su propio desarrollo profesional,
porque nadie puede comenzar sabiendo todo lo que tiene que saber, lo que
desemboca en que el ‘aprender a enseñar’ ha de completarse con un ‘aprender a
aprender continuamente’. Es por ello que se debe caminar –como hemos dicho–
hacia la construcción de comunidades de aprendizaje en las que todos sean
profesores y todos sean aprendices, hay que cambiar los papeles de los
profesores y también de los estudiantes y hay que cambiar las formas en que
aquellos organizan el currículo, las clases, las instituciones a las que
pertenecen y los estudiantes que tienen a su cargo. Hay que abandonar la idea
de que la fuente del conocimiento está en el profesor, su casi exclusivo
dispensador, y estructurar las clases en función del estudiante; cambiar la
clase tradicionalmente centrada en el profesor a otra forma de organización
mucho más complicada, en la que se reduzca el aislamiento y se incremente en
cambio la comunicación entre compañeros y la interdependencia, a lo que parece
tender la complejidad de la tecnología y su aplicación a la enseñanza.
5.
¿Y el futuro? Posibles vías de investigación
No
podemos terminar esta pequeña aportación sin poner de manifiesto la necesidad
de incrementar los estudios sobre temas que, en la relación íntima que guardan
la tecnología y el desarrollo profesional de los docentes, constituyen todo un
campo de investigación. Parece cierto que la introducción de las nuevas
tecnologías en las aulas y la pretensión al menos de su utilización como
instrumento de primer orden en el campo de la enseñanza proporciona un nuevo
ámbito para la reflexión y, como consecuencia, para la innovación, el
pensamiento crítico y creativo y para la mejora de la enseñanza y de la formación
de los profesores. Pero este nuevo ámbito debe de ser entendido de forma muy
diferente al concepto tradicional, fundamentado en una forma de
intercomunicación más lenta y menos poderosa. Ello conduce, si se desea
estimular la intercomunicación y el aprendizaje colaborativo, a nuevas
necesidades de indagación sobre cómo los profesores filtran los mensajes de sus
colegas o de sus mentores, cómo los atienden o cómo los ignoran; sobre si las
informaciones son atendidas en función de su procedencia (prestigio o estatus
del emisor); sobre el uso de la tecnología en los intercambios de información y
de ideas profesionales entre profesores y de estos con asesores, inspectores,
orientadores y administradores; sobre qué implicaciones pueden tener las
diferencias que existen entre la comunicación cara a cara o a través de medios
como el teléfono y aquellos otros que, como el fax, el correo electrónico o
Internet, no requieren una respuesta inmediata, permitiendo una reflexión más
concienzuda en las respuestas...
Nosotros
hemos creado un modelo de evaluación de programas de desarrollo profesional de
profesores (De Vicente, 1998c) y lo hemos aplicado (De Vicente, 1998d) a un
grupo de profesoras de Educación Infantil del Colegio "Dulce Nombre de
María. Escolapios" de Granada, que desarrollaron un programa formativo
titulado "Visita a un Museo", que tenía una doble finalidad: por un
lado, crear en los niños una actitud temprana positiva hacia los museos y, por
otro, que las profesoras aprendieran de la experiencia. Esta investigación,
desarrollada a lo largo de dos años, nos ha proporcionado nuevos conocimientos
que, desde la perspectiva que aquí nos interesa, puede aportar un interesante
campo a la investigación de las relaciones entre la tecnología –las nuevas
tecnologías– y el desarrollo profesional de los docentes.
El
modelo consta de seis fases: entrada en el campo, diagnóstica, de diseño, de
proceso, de integración y de seguimiento. Cada una de ellas puede ser un área
de aplicación de las nuevas tecnologías susceptible de ser investigada. Y para
todas ellas, la idea de portfolio o carpeta se convertiría, pensamos, en
un instrumento vital para proporcionar a los participantes en programas
formativos la retroacción necesaria y adecuada que permita emitir juicios
conducentes a la mejora de su propia enseñanza y de su propia formación. De
cualquier manera, la combinación de medios tecnológicos puede facilitar el
desarrollo de las diferentes etapas del modelo, además de que el ordenador
permite en muchos casos y facilita en todos el análisis de los datos recogidos
en cada una de las fases.
Un
portfolio o carpeta ha sido definido de maneras diferentes, pero parece
que en su conceptualización deben ser consideradas al menos tres
características (Danielson y Abrutyn, 1997). Es, en primer lugar, una colección
de trabajos de los evaluados, un número no determinado de piezas extraídas de
la práctica de los participantes individual y/o colectivamente considerados;
esta colección puede en sí misma ser utilizada para mostrar la situación del
aprendizaje de los participantes en un momento determinado; una colección de
trabajos que les pueda hacer sentir orgullosos y también mostrar las
debilidades que deban mejorarse, lo que les incitará a comprometerse mucho más
con el proceso. En segundo lugar, la recogida de muestras de los trabajos de
los participantes se haría con un propósito claramente definido; como afirma
Arte (citado por los autores), un portfolio es algo más que una carpeta que
contiene muestras del trabajo del estudiante (de los participantes en un
programa de formación, extrapolamos nosotros); es una muestra "reunida
para un propósito particular", una colección de trabajos reunidos con una
intencionalidad guiada por los objetivos de aprendizaje. Y, finalmente, la
carpeta ha de significar una oportunidad para que los evaluados reflexionen y
comenten sobre sus trabajos, en nuestro caso, sobre su propia formación, las
debilidades de su enseñanza y la calidad del propio programa formativo; una
oportunidad de conocer su dominio de los objetivos pretendidos con el programa
y demostrar –a ellos mismos y a otros– su dominio en un área, habilidad o tarea
particular. Estas características se encuentran presentes en la definición de
Lee Shulman (citada por Lyons, 1999): "Un portfolio de enseñanza es la
historia documental, estructurada, de una serie de actos de enseñanza
entrenados y asesorados (mentored), justificados por muestras del trabajo del
estudiante y realizados en su totalidad solamente a través de escritos
reflexivos, deliberación y conversación seria".
De
cualquier manera, la carpeta puede convertirse en un instrumento que refleje
las prácticas diarias de los profesores en sus aulas de clase, pero también fuera
de ellas (durante las actividades de diseño y evaluación, en reuniones con
colegas –formales o informales, regladas o no–, con administradores, con
familias o miembros de la comunidad); prácticas que reflejen no solo su
enseñanza sino también su propio aprendizaje sobre la enseñanza; prácticas que
permitan a los profesores comprender lo que los estudiantes aprenden y refinar
su currículo. La carpeta potencia, como hemos indicado antes, la reflexión
sobre la práctica, pero conviene añadir que es un medio para que esta reflexión
pueda ser colectiva, potenciando conexiones y haciendo consciente al interesado
de cuestiones y temas que estaban en él de forma tácita y que solo a través de
apuntes de compañeros llegan a ser explícitos. La carpeta, en fin, puede ayudar
a convertir en hábito todos aquellos procesos mentales que se ponen en marcha
cuando se analizan los contenidos de un portfolio, de forma que lleguen
a formar parte de su práctica.
Pero
la carpeta presenta serios inconvenientes a la hora de almacenar las
informaciones contenidas en materiales de la más diversa procedencia (escritos,
películas, vídeos, dibujos, archivadores, carteles, cintas de casete, etc.,
etc.). Frente a esta avalancha de materiales, surge la posibilidad de almacenar
en CD–rom enorme cantidad de materiales que la tecnología actual ha ampliado al
permitir captar, no solo la información escrita, sino también los lenguajes
oral e icónico, pues puede codificar, almacenar y reproducir tanto el audio
como la imagen. La tecnología se pone así al servicio no solo del entrenamiento
de profesores sino de la evaluación de estos y la de su desarrollo profesional,
permitiendo la unión de la tecnología con un ámbito esencial de la formación:
la evaluación de los propios programas formativos. Estamos hablando de algo
semejante al software experimentado por Niguidula (1997), el llamado por él portfolio
digital.
Veamos
cómo esta carpeta digital –y las nuevas tecnologías en general– podría ayudar
en la aplicación del modelo de evaluación que hemos propuesto. Comenzando por
la presentación y explicación del modelo a los participantes en el programa
formativo, el uso de tecnologías puede facilitar la entrada en el campo. Puede
pensarse incluso en la realización de una presentación contenida en un disquete
o disco compacto que permitiría a los participantes un estudio pormenorizado y
un análisis más profundo del contenido del modelo, pudiendo reflexionar sobre
él y anotar todas aquellas cuestiones que su estudio les sugiera y que serían
sometidas a aclaraciones por los asesores externos. Sería muy atractiva la
combinación de medios; por ejemplo, la combinación de proyector y ordenador
permite la explicación del modelo a un número elevado de personas. De cualquier
forma, la importancia que tiene la creación de un clima positivo al comienzo de
la aplicación del modelo se puede ver reforzada con la utilización de las
nuevas tecnologías; en el modelo que proponemos son los propios profesores los
verdaderos artífices, no solo de la realización del programa formativo, sino
también de su evaluación.
La
fase diagnóstica se fundamenta esencialmente en el análisis de la enseñanza –de
algún o algunos aspectos de la enseñanza– de los profesores participantes en el
programa, los problemas necesitados de solución, los propósitos que se deban
servir, los constreñimientos que se prevean y su posible impacto. Brevemente,
la identificación y valoración de sus necesidades, que conlleva el análisis de
sus sistemas de creencias, el propósito de los profesores como grupo y el institucional,
es decir, su visión compartida de los propósitos de la institución, y la
formulación de objetivos claros y precisos para su desarrollo profesional, una
cuestión que entraña serias dificultades, como ha puesto de manifiesto nuestra
investigación (las profesoras piensan más en sus alumnos que en sí mismas).
Todo ello se facilitaría mediante el uso de una carpeta de diagnosis que
recogería los materiales que proporcionaran los más variados instrumentos
–entrevistas, observaciones, listas de control, etc.– o los que puede
proporcionar la dimensión ‘Niveles de Uso’ del programa CBAM (Hall y Hord,
1987) y que ahora serían sometidos a un exhaustivo análisis.
En
la fase de diseño, la tecnología –por sí misma o a través de carpetas
digitales– permite acumular información que sirva de base a los profesores para
poder dar respuestas informadas a las preguntas clave que, en nuestra opinión,
han de formularse al diseñar una evaluación, en torno al examen de las metas
instructivas y las de desarrollo profesional a nivel institucional, que
conducirán a la determinación de las metas del programa; en torno a la
determinación de los evaluadores y el tipo de evaluación; al foco, o sea, si se
evaluará cada profesor individualmente o el equipo en su conjunto, a la vez que
el programa mismo; a las audiencias, a saber, a quién importa realmente la
evaluación; el calendario provisional de aplicación del modelo; a las
actividades de evaluación y al lugar o lugares en que se llevarán a cabo; se
decidirá quién dirigirá las tareas de evaluación; cuáles métodos, estrategias e
instrumentos se emplearán, cuáles serán las fuentes de información, y,
finalmente, se fijarán los procedimientos de autoevaluación y evaluación por
colegas y los de análisis de datos para la emisión posterior de juicios
evaluativos.
La
carpeta de aplicación sería el instrumento idóneo para la fase de
proceso. En ella se acumularía toda la información recogida por los más
variados medios (observaciones, notas de campo, viñetas narrativas, grabaciones
en audio y vídeo...), información que se sistematizaría, se ordenaría, se
analizaría, proporcionando datos que los profesores someterían a procesos de
reflexión individual y a diálogos colaborativos en los que discutirían las
conclusiones individuales e inferirían otras nuevas. Del análisis de todas las
evidencias se obtendrían los datos para la emisión por los participantes de
juicios referidos al desarrollo del programa. De igual manera, la tecnología
facilitaría la redacción del informe de evaluación y la diseminación de los
resultados.
Por
su parte, la fase de integración constituye una valoración sincrónica o del
producto y la consideramos complementaria de la diacrónica llevada a cabo a lo
largo de la fase de proceso. Los datos recogidos en esta fase se unirían, por
lo tanto, a los reunidos en las fases anteriores, completándolos. Estará
fundamentada, igualmente, esta fase en el análisis de documentos, de
observaciones de las acciones de los profesores y, si es posible, del análisis
del rendimiento de los estudiantes (las carpetas de los alumnos pueden jugar
aquí un papel importante). "Lo verdaderamente característico de esta etapa
es el pronunciamiento que los participantes hagan de su intervención en el
programa, de lo que han aprendido en cada una de las fases del proyecto y de
cómo todo ello ha posibilitado cambios ya efectivos, y aún más en potencia, en
sus prácticas de clase. Es ahora cuando los participantes deberán pronunciarse
acerca del significado del programa en relación con su hacer diario en las salas
de clase y sobre lo que el propio programa formativo y su aplicación ha
significado para ellos. Es más, es ahora cuando los profesores podrán referir
puntos de mejora, no solo en el programa formativo sino también en el propio
proceso evaluador" (De Vicente, 1998d: 195–196).
La
carpeta de impacto completa el proceso evaluador, pues estamos en la
fase de seguimiento en la que se ha de considerar el efecto real que el
programa formativo ha tenido en la práctica docente de los participantes. Su
finalidad no es otra que la valoración periódica de la mejora de la actuación
de los docentes y del programa de desarrollo profesional que se ha evaluado. En
esta carpeta se irían acumulando a los datos obtenidos en las fases anteriores
los recogidos en diferentes periodos inmediatamente posteriores a las acciones
formativas, datos que se someterían a discusiones de seguimiento con los
participantes, para determinar el progreso de los aprendizajes derivados de la
aplicación del programa formativo.
Así,
las nuevas tecnologías –y también las tradicionales– se transforman aquí en el
brazo poderoso capaz de potenciar los esfuerzos humanos, un portentoso
artefacto que surge en apoyo de los esfuerzos del hombre en pro de la mejora de
la calidad de su propia vida y –más importante aún– de la de sus congéneres, un
soberbio instrumento que transmuta a la persona casi en un superman (o una
superwoman), un pequeño ‘david’ habilitado para vencer los colosales ‘goliats’
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camino cotidiano del docente, una extraordinaria palanca movida por la
inteligencia del ser humano.
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