CENTROS DE DESARROLLO PROFESIONAL VERSUS

CENTROS DE PROFESORES:

DE LA INSTRUMENTACION ADMINISTRATIVA

A LA REPROFESIONALIZACION

 

Rafael Yus Ramos (*)

 

En el presente artículo se analiza la evolución de los CEP andaluces desde su nacimiento como institución hasta la última reconversión sufrida, que sitúa a estas instituciones al borde de su desaparición, a partir de lo cual su papel podría ser sustituido directamente por los centros educativos a través de un fragmentado abanico de ofertas de formación de diverso tipo. Para realizar este análisis, se parte de varias claves interpretativas que normalmente no se han tenido en cuenta en este tipo de reflexiones: el tipo de institución, las claves culturales, las claves políticas, los modelos de perfeccionamiento, el valor profesional y la cultura profesional del profesorado. Desde este análisis se pretende mostrar que la situación actual, lejos de ser un evento traumático, tan sólo representa la etapa final de un proceso de desmantelamiento de los CEP ante el empuje del pensamiento neoliberal, al que parecen adscribirse los últimos enfoques políticos por parte de todas las administraciones, incluida la socialista, creadora de los CEP, unido a una forma de entender la democracia, la educación y el estatus profesional del docente. La tesis con que se concluye es que el modelo de CEP tenía importantes deficiencias en sus últimas etapas, por lo que, para salvar el cometido primigenio de fomentar el desarrollo profesional, se impone una reconsideración drástica de sus postulados. En este sentido, se concluye con una propuesta de Centros de Desarrollo Profesional (CDP) para cubrir estas exigencias en contextos postmodemos o ultramodernos.

 

 

 

Introducción

 

Recientemente se ha producido en nuestro país, y en Andalucía en particular, un importante proceso de reconversión de los Centros de Profesores o del Profesorado (CEP) hasta situarlos al borde mismo de su extinción como institución paradigmática impulsada por los socialistas en los años '80. Una situación que ha recibido las más enérgicas repulsas por parte de todos los sectores implicados directa o indirectamente en este romántico pero esencial proceso de institucionalización de una faceta tan esencial para la profesionalización de los docentes como es el perfeccionamiento.

Una parte importante de las repulsas a este nuevo escenario han puesto énfasis en una razonable y sensata posición de "mejorar pero no desmantelar" (Escudero, 1998), haciendo ver cuáles son las deficiencias o errores que hay que corregir y cuáles los logros que de deben mantener o mejorar. Se trata, sencillamente, de tratar éste y otros asuntos relacionados con el mundo de la educación de forma evolutiva, no a saltos traumáticos, al son de los vaivenes socio-políticos que en cada momento imperen. Una posición que, obviamente, es compartida por todos los que pensamos que nuestro sistema educativo tiene una deuda histórica con el perfeccionamiento del profesorado en ejercicio.

Sin embargo, la mayor parte de los análisis aparecidos respecto a este problema de los CEP, se han centrado en aspectos relacionados con su papel como centros de recursos materiales y humanos (Escudero, 1997), o como instituciones mediadoras entre el conocimiento y la escuela (Bolívar, 1998). También han sido frecuentes los análisis "desde dentro", en los que se ha mostrado importantes experiencias y un quehacer y creatividad nada despreciables, que han redundado en la conveniencia de mantener los CEP como estructuras destinadas al perfeccionamiento del profesorado.

Sin despreciar la significatividad de estos aspectos, echamos en falta una reflexión sobre el papel de la cultura y estructura de los centros implicados, y las concepciones políticas (acerca de lo que es la democracia, la educación, el papel del docente, etc.) implícitas de aquellas instancias con poder de decisión en esta materia. Si tenemos en cuenta estos aspectos, se puede concluir que el modelo de CEP recién creado en Andalucía es una etapa más, ciertamente final, de un proceso involutivo generado desde sus mismos comienzos y que, de manera circular, pretende acercarse al punto de partida, pasando esta "amarga" página de la historia de la educación, protagonizada por los CEP. Como trataremos de demostrar, este "desmantelamiento" obedece a una determinada concepción política de lo que es o debe representar la Educación en la sociedad y cuál debe ser el papel del profesorado en toda esta trama.

Este análisis, finalmente, nos llevará a concebir un modelo superador de institución, que preferimos llamar Centros de Desarrollo Profesional (CDP) para poner énfasis en su principal objetivo, que podría superar parte de los problemas detectados en la corta historia de los CEP, sin que ello suponga la ingenuidad de pretender que éste, como cualquier otro modelo, deje de estar sujeto a los procesos adaptativos y evolutivos que demanden los tiempos y las exigencias de superar sus, siempre posibles, deficiencias.


Metodología: claves para el análisis

 

Para realizar el análisis de las diferentes políticas de perfeccionamiento del profesorado en nuestro país, hemos partido de varias claves interpretativas obtenidas de las investigaciones en torno a los aspectos sociales, políticos y profesionales que inciden en la Escuela (Cuadro 1), desarrolladas en otro lugar (Yus Ramos, 1997a):

 

a.- Tipo de institución: hace mención al tipo de estructura que administra el perfeccionamiento del profesorado, el tipo de docente que imparte o se responsabiliza de esta formación (universitario, no universitario, asesor o formador de formadores, etc.), su grado de estabilidad en dicho puesto (eventual o de plantilla) y en torno a qué proceso institucional (formación permanente, renovación pedagógica, reforma educativa, etc.) se justifica.

 

b.- Claves culturales: recogidas fundamentalmente del análisis realizado por Hargreaves (1996), hace referencia a los grandes paradigmas culturales y sociales que dominan en la concepción del mundo, del hecho educativo, de la Escuela como institución y del papel del profesorado. En este trabajo se abordarán los paradigmas de la modernidad (como fenómeno que nace con la Ilustración hasta la mitad del presente siglo) y la postmodernidad (como fenómeno que nace como reacción ante los mitos de la modernidad y como fenómeno social que enmarca los cambios acelerados que suceden en el mundo contemporáneo).

 

c.- Claves políticas: tomadas del importante trabajo de Angulo (1992) en torno a la descentralización educativa en nuestro país, estas claves comprenden los siguientes elementos:

 

1.- Formas de poder: hace referencia al poder social de una institución. Sólo el que tiene poder social es capaz de distribuir conocimiento, ya que posee "discrecionalidad" para su uso. El que tiene poder lo puede delegar de dos modos: dando cierto "poder" (en cuyo caso pierde algo de poder) o dando "autoridad" (en cuyo caso el que lo recibe detenta pasivamente ese poder, pudiendo tan sólo reclamar el cumplimiento de la orientación decidida por el auténtico poder).

 

2.- Formas de acción legislativa: hace referencia al poder de creación o de ejecución. Sólo el que detenta el poder puede crear política (poder de creación), y es capaz de diseñar y exigir cumplimiento de propuestas políticas en su ámbito competencial. En cambio, las instituciones con simple autoridad, sólo tienen poder de ejecución: ejecutar o hacer ejecutar las propuestas políticas emanadas de las instituciones con poder de creación.

 

3.- Formas de acción democrática: son opciones de gobierno democrático, en las que se distinguen dos posiciones extremas: la democracia como mecanismo (basada en la representatividad, sufragio y demás aspectos formales, en los que hay que resaltar el poder de las instituciones centrales) y la democracia como autonomía (basada en el reconocimiento de la capacidad de autogobierno, la importancia de las instituciones locales y la minimización del poder de los individuos).

 

4.- Formas de sensibilidad en relación con las necesidades y demandas de la sociedad. Destaca dos tipos de instituciones: centrales (alejadas de los contextos sociales, insensibles a las necesidades sociales) y locales (próximas a los contextos sociales y sensibles a los problemas y demandas sociales).

 

5.- Formas de discurso utilizado para apoyar una determinada política. Se destacan dos discursos opuestos: el técnico-administrativo (experto, formalista, eficientista, pretendidamente neutral, objetivo y apolítico) y el deliberativo (heterogéneo, menos cientifista, más intuitivo y menos burocrático, con apreciación holista y cualitativa).

 

6.- Formas de definición legislativa: se refiere a las directrices curriculares por parte del poder central. En ellas hay que distinguir entre directrices convergentes (que restringen, a través de normativas, la capacidad de decisión y creación curricular periférica) y directrices divergentes (que admiten diversidad curricular, la proliferación de alternativas a veces conflictivas, aún no negando la necesidad de un currículum común para todo el Estado).

 

d.- Modelos de perfeccionamiento: partiendo de la sistematización realizada en otros trabajos anteriores (ej.: Yus Ramos, 1991, 1992 y 1993) a partir de las diferentes tipologías de actividades de perfeccionamiento que se han venido practicando en nuestro país en los últimos años en torno a los CEP, considerando el tipo de énfasis (calidad/cantidad), tipo de motivación (intrínseca/extrínseca), relación teoría/práctica, enfoque de desarrollo y fomento de la individualidad/colegialidad.


e.- Valor profesional: utilizando el discurso de Sánchez Martín (1992) y Morgenstern (1992) en sus análisis evolutivos de los CEP, en claves de "valor" en términos de mercado: valor de uso (por la utilidad que tiene para el trabajo del profesor) y valor de cambio (por lo que la institución le da a cambio de su esfuerzo personal, en términos económicos o de promoción).

 

f.- Cultura profesional: tomando como referencia el debate de la profesionalidad en la profesión docente (ej.: Martínez Bonafé, 1991), el tipo de cultura profesional (ej.: Rivas, 1991), su condición de semiprofesional o profesional proletarizado, o con ficción de profesional, sobre la base de ciertos rasgos distintivos y a veces enmascaradores, como la autonomía, competencia y neutralidad, responsables del individualismo o la falta de colegialidad.

 

Considerando el periodo histórico de la última década, para su análisis hemos creído pertinente tomar en cuenta, además, el periodo precedente y considerar un periodo deseable para un futuro inmediato. Desde este punto de vista, el análisis podría considerar tres modelos (A, B, C) de sistemas en los que se enmarca la actividad de perfeccionamiento (Fig.1) en sus dos periodos históricos: el de tipo ICE (A) y el de tipo CEP (B), y una alternativa de futuro (C) que llamamos Centros de Desarrollo Profesional. El análisis que desarrollamos a continuación, realizado en extensión en otro lugar (Yus Ramos, 1997a), se centrará fundamentalmente en los CEP como instituciones más recientes y que en estos momentos parecen estar en tela de juicio. No es preciso aclarar que, tratándose de modelos, no estamos haciendo referencia a centros e instituciones concretas, de cuya diversidad hemos tratado de obtener tipologías puras que sirvan de referencia para el análisis evolutivo de instituciones que, por efecto de la descentralización, son per se heterogéneas.

 

 

El vaivén evolutivo de los CEP

 

Con el inicio de una política educativa centrada en la Reforma del Sistema Educativo, a partir del Real Decreto 2112/84 (BOE de 24-XI-84) se crean, por vez primera en nuestro país, los Centros de Profesores (CEP) en el territorio MEC, que poco a poco fueron generalizándose por todo el país, conforme acuciaba la implantación del nuevo sistema educativo (LOGSE). La función básica de los CEP, distribuidos prácticamente por todas las comarcas españolas, es conseguir una "red de formación" suficientemente amplia y cercana al profesorado, como para permitir su formación permanente y su renovación de cara al nuevo sistema educativo. De este modo, se pasa del modelo clásico de ICE a un nuevo modelo sin precedentes en nuestro país, que marcaría nuevas vías y nuevas concepciones de la formación permanente. Sin embargo, este periodo, aún inconcluso, no ha sido uniforme en cuanto a la política desplegada, hasta el punto de que resulta difícil imaginar que haya existido una institución sometida a tantos cambios en tan corto periodo de vida. Resumiéndolos, podemos destacar dos periodos, que conforman dos submodelos:

 

Submodelo B1: CEP para la renovación

 

Dentro de la dinámica de apropiación política de los movimientos sociales, el gobierno socialista supo atraer la atención de figuras y colectivos claves de la renovación pedagógica, en un contexto de descentralización, alternativo a la etapa anterior, dominada por los ICE. Por entonces, estos colectivos desarrollaban una actividad de formación paralela a los ICE, con un planteamiento alternativo de Escuela Pública y un fuerte contenido ideológico, en torno a las Escuelas de Verano. El atractivo de crear instituciones, llamadas genéricamente Centros de Profesores (CEP), apoyadas por la Administración, con una orientación prácticamente abierta a las concepciones largamente defendidas por los MRP y otros grupos renovadores, consiguió estimular a amplios sectores de estos colectivos, que rápidamente se involucraron, tanto en el tejido organizativo como en su gestión, hasta el punto de llegar a colocar a dichos colectivos en situación de crisis por la yuxtaposición de tareas, cuando no por simple pérdida de efectivos personales. Pese a su atractivo, ésta era una de las primeras consecuencias del proceso de apropiación de los espacios horizontales de renovación pedagógica.

En esta primera etapa, el número de CEP era aún escaso, unas veces creados en las capitales de provincia y otras en comarcas con fuerte implantación de colectivos renovadores. Aunque el modelo de formación era, desde sus raíces, diverso, podemos destacar algunos elementos comunes o mayoritarios que caracterizan a este periodo y que tenderán a ir desapareciendo durante el inmediato proceso posterior, hasta configurar un submodelo diferente (B2).

Así pues, las instituciones involucradas eran los CEP, con diferente denominación según las distintas comunidades autónomas, si bien en algunas, como en Cataluña, se mantendría el modelo anterior, en torno a los ICE universitarios, respetando el espacio de los colectivos de renovación pedagógica, en torno a las Escolas d'Estiu. En esta primera etapa, los CEP estuvieron gestionados por profesorado renovador, e involucraron a efectivos de diversos grupos de renovación pedagógica en las actividades de formación permanente, siguiendo en gran parte el esquema de las Escuelas de Verano: dominio de los talleres, énfasis en la educación integral, el cooperativismo, etc. La estructura de estos centros, especialmente los que se crearon a partir de la involucración de colectivos de renovación pedagógica, era una estructura abierta, muy participativa, con Consejos de Dirección asamblearios, baja balcanización, dada la exigua plantilla (formada por personal de recursos, informática y gestores) y la ausencia de asesores.

 

La labor de asesoramiento se articulaba a través del propio profesorado en ejercicio, brindando oportunidades de una comunicación horizontal con marcado carácter práctico y que en algunos CEP constituiría una red vinculada a la institución en calidad de "profesores consultores" (Yus Ramos, 1992). En esta época la Reforma estaba aún en su fase de tanteo y experimentación, existiendo programas específicos, alejados de los CEP, para su seguimiento y desarrollo, dejando el espacio libre para una dinámica abierta de innovación y renovación pedagógicas. En realidad, en esta etapa existía un interés por involucrar al profesorado en el cambio curricular, con estrategias "de abajo a arriba", muy abiertas, que permitían la recolección de propuestas renovadoras por parte del profesorado, parte de las cuales fueron incorporadas a la retórica de la Reforma, si bien, como veremos, esta estrategia pronto fue aparcada en vía muerta ante el ímpetu de la política de implantación de la Reforma, que aparece en el horizonte con estrategias diametralmente opuestas a las que caracterizaron esta etapa.

Desde el punto de vista cultural, esta etapa viene caracterizada por unas pautas propias de una premodernidad, con estructuras muy abiertas y asamblearias en la que subyacía el mito de la comunidad, el consenso y la colaboración, donde, siguiendo a Hargreaves (1996), lo pequeño es hermoso y las amistades y la lealtad vinculaban a los profesores en torno a metas y objetivos comunes. Es un instante en el que parece posible que la diversidad de "voces" profesionales coincidiera con la diversidad de "visiones" de la Escuela, ya que, en principio, no se planteaba aún una "visión común" (ej.: Reforma). La apertura que permitía, en sus primeros momentos, una ausencia de legislación y objetivos políticos por parte de la Administración, permitía la configuración de estructuras muy diversas en los CEP, que en unos lugares cristalizaba en dinámicas extremadamente participativas, con consejos de dirección asamblearios, mientras que en otras, con menor tradición democrática, se favorecía cierto nepotismo y el uso de la institución como plataforma de lanzamiento para otros fines. Precisamente uno de los defectos de este modelo es el no haber sabido solucionar los efectos de la balcanización entre elementos renovadores y conservadores o, incluso, entre niveles básicos y medios, tendiendo a priorizar los grupos renovadores y de niveles elementales frente a los restantes, y contribuyendo a afirmar la fractura existente entre los mismos y a impedir el diálogo fructífero en los centros educativos. No obstante esta balcanización atenuada, en el mejor de los casos, se propusieron estructuras organizativas alternativas, como es la sustitución de la figura del "director" de CEP por la de "coordinador" (ej.: caso de Andalucía, denominación que pese a los cambios de atribuciones hacia una mayor directividad ha permanecido hasta nuestros días), o incluso se propusieron formas de dirección/coordinación colegiada (ej.: caso de la "coordinación compartida EGB/EE.MM." en el CEP de la Axarquía, con todo lo que supone de conflicto en las estructuras piramidales de la Administración), etc.

Sin duda, el peso de los grupos de renovación pedagógica en estas estructuras sesgaba la representatividad hacia un sector minoritario del profesorado que encontraba en estas instituciones una plataforma ideal para la potenciación de determinadas tesis pedagógicas, a menudo con cierto paternalismo, que, en cualquier caso, no era posible generalizar, convirtiéndose en instituciones endogámicas, que se potenciaban a sí mismas. Eran instituciones donde, por vez primera y por gracia de las administraciones de aquel momento, existía una concepción más policrónica del tiempo que en etapas precedentes, resaltándose más las relaciones, la asunción de responsabilidades compartidas, que las acciones en sí, en términos de eficiencia o resultados, lo que conducía a una mayor capacidad para manejar situaciones diversas o cambiantes, sin despegarse de las demandas del contexto. Bajo esta concepción se buscan formas de relación que potencien la cooperación, en la línea del reivindicado "cuerpo único": al carecer de valor de cambio, las actividades de formación no sirven para la promoción y el mantenimiento de jerarquías en el sistema educativo; por otra parte, la búsqueda de organigramas más horizontales (ej.: asambleas) o, incluso, como sucedió en algún caso (ej.: CEP de la Axarquía) buscar el cuerpo único en la misma gestión, al concebir una dirección (coordinación) compartida entre dos cuerpos clásicamente balcanizados y jerarquizados (EGB/EE.MM.).

En cuanto a su dimensión política, es una etapa dominada por la descentralización, con escasas normativas de funcionamiento, en gran parte debido a la ausencia de una política de implantación de la Reforma, cuyo nacimiento marcaría precisamente la siguiente etapa. Existía, pues, un cesión de cierto poder político, lo que suponía una cierta capacidad de creación, y permitía la introducción de innovaciones organizativas, predominio de planteamientos horizontales y, sin duda, esta situación fue responsable de una gran diversificación de instituciones, acorde con la ideología de los grupos que se hicieron con las riendas de las mismas. En el mejor de los casos, se trataba, pues, de una etapa dominada por planteamientos democráticos, que a veces alcanzaban el asamblearismo, en la que se permitía cierta autonomía, aspecto que en algunos casos (ej.: Andalucía) se convirtió en la seña de identidad de estas instituciones, y, por tanto, motivo permanente de conflicto en etapas posteriores (Yus Ramos, 1991 b). El dominio de una política local, emanada desde estas entidades locales, propiciaba una mayor sensibilidad hacia los intereses y necesidades locales, se potenciaban las aportaciones de grupos innovadores y se atendían las necesidades explicitadas por colectivos profesionales muy concretos. El discurso dominante en estas instituciones era más bien deliberativo, si bien el peso de la formación tecnológica hacía que se entremezclara con un barniz cientifista, que recogía acríticamente gran parte de las últimas aportaciones de la academia. Durante esta etapa la Administración educativa se limitaba a dar unas órdenes reguladoras muy generales y directrices curriculares muy flexibles, que permitían amplios márgenes de maniobra por parte de las instituciones locales y la experimentación de muy diversas innovaciones. En este contexto los CEP aparecían como instituciones destinadas a potenciar dicha diversidad y como tales instituciones se vieron también beneficiadas por la laxitud reglamentadora de la autoridad central.

En estas circunstancias, los modelos de perfeccionamiento eran muy diversos, si bien con un claro dominio de las actividades nuclearizadas por los colectivos renovadores, que actuaban unas veces como ponentes (profesores consultores) y otras veces como asistentes, para potenciar y elevar el nivel de su dinámica renovadora. Dada la composición y tradición de autoperfeccionamiento de estos grupos, es natural que dominara en esta etapa el modelo autónomo de perfeccionamiento, esto es, el sistema de autoformación horizontal en el seno de grupos de trabajo (ej.: seminarios permanentes, proyectos de innovación, etc.), que se adscribían a los CEP a través de convocatorias centrales o de los propios CEP. Con todo, los CEP se vieron obligados a recurrir al modelo transmisivo o expositivo tradicional (tipo cursillo) para atender la demanda de otros sectores más familiarizados con los enfoques tecnológicos o de corte universitario, si bien el discurso de las exposiciones, dada la extracción de los ponentes de la propia red de profesorado en ejercicio, solía carecer de fundamentación teórica, para centrarse en los aspectos más prácticos o técnicos, satisfaciendo así la autoimagen tecnológica característica del profesorado. El contenido de las actividades de perfeccionamiento, seleccionado a través de encuestas abiertas a todo el profesorado, era el que se precisaba en aquellos momentos, y se diversificaba según los niveles educativos. El dominio del modelo autónomo o de grupos de trabajo era idóneo para alcanzar procesos de "desintensificación", muy necesarios en una profesión cada vez más sobrecargada de funciones sociales. El ambiente "catártico" de los grupos de trabajo era ideal para alcanzar una conciencia colectiva de los problemas comunes, de dónde empieza y dónde acaba la responsabilidad del docente, y buscar soluciones posibles que se sometían a experimentación, convirtiendo a este modelo de autoformación en el mecanismo básico para retomar el protagonismo y crear una conciencia profesional colectiva.

Desde el punto de vista del valor profesional, las actividades de perfeccionamiento tenían realmente un valor de uso, si bien este valor a menudo tenía un cariz más tecnológico que profesional, ya que se buscaba más el eficientismo técnico, el equipamiento de recursos. No obstante, el dominio de grupos renovadores, con larga tradición en la crítica de la Escuela tradicional, permitía el mantenimiento de un discurso más deliberativo. Es una etapa en la que los CEP eran poco numerosos, poco conocidos y por tanto de clientela restringida. El peso de los colectivos de renovación pedagógica en estas instituciones garantizaba el dominio de lo ético sobre lo estético en los planteamientos institucionales. En este contexto, el perfeccionamiento obedecía más a motivaciones intrínsecas, lo que favorecía el despliegue de una dinámica voluntarista, que permitía superar los obstáculos, la precariedad de medios y el dispendio de tiempo libre para este tipo de actividades. Es una dinámica que no se puede entender en clave sindicalista, y que sólo se sostiene con la sensualidad de lo creativo, la satisfacción espiritual de lo artístico y la satisfacción social, y consiguiente reconocimiento público, de contribuir a una empresa que sólo depende del esfuerzo e imaginación de los profesionales implicados.

En cuanto a la cultura profesional, en esta etapa se inicia un planteamiento de reprofesionalización. La separación de estas instituciones de la universidad permitió la irrupción del pensamiento práctico del profesorado, el dominio de planteamientos inductivos que desoían las metateorías en boga. El dominio de modelos horizontales de formación pondría en primer plano la experiencia práctica del profesorado, que se convertiría en elemento comunicable y potenciado desde los CEP, en calidad de profesores consultores. Una dinámica que potenciaba la colegialidad, si bien restringida a los grupos de concordancia ideológica, es decir, una colegialidad en un contexto balcanizado, que sólo en casos muy raros (ej.: centros que experimentaban la Reforma) se ampliaba a todo un claustro. Con todo, el desarrollo profesional era aún incipiente, de manera que el vocacionalismo estaba aún presente, aunque de manera solapada, en la imagen que tenía de sí mismo el profesorado, incluso el que se involucraba con mayor tesón en la renovación pedagógica.

 

Submodelo B2: CEP para la implantación

 

Tras una efímera primera etapa de tanteo, dominada por la implicación de amplios sectores de la renovación pedagógica, la Administración central inicia un proceso de reglamentación, consolidación y generalización de los CEP en todo el ámbito estatal. La etapa anterior tuvo la virtud de implicar al profesorado más receptivo para los cambios curriculares que preconizaba la Reforma, situación que sería aprovechada para expropiar discursos que finalmente darían un barniz progresista al cambio educativo. Pero, desde el punto de vista político, esta etapa también originó políticas locales y, por tanto, una mayor implantación de sectores críticos del profesorado, a menudo con un contenido político y sindical, que originaba una conflictividad no deseable para el impulso de una política educativa concebida centralizadamente. En este debate político, en el que no escasearon las propuestas políticas de supresión de los CEP y retorno a los ICE, parece que gana la tesis del mantenimiento de tales estructuras, pero dándoles una identidad muy diferente a la etapa anterior, como veremos.

Así pues, la institución básica sigue siendo el Centro de Profesores (CEP), si bien con una orientación distinta, consistente en asegurar la debida inserción de tales estructuras en el conjunto de la Administración educativa, y, por tanto, sujetos a la misma reglamentación que define el procedimiento administrativo de las burocracias altamente jerarquizadas. En este aparato burocrático, los CEP dejaban de ser instituciones semiautónomas, para convertirse en instituciones destinadas a desarrollar planes diseñados por órganos centrales de la Administración, vinculados lógicamente a una determinada política educativa a poner en marcha en los próximos años. Para asegurar esta reorientación, en algunas comunidades se destacan organismos administrativos centrales semiautónomos (ej.: Instituto Andaluz de Formación y Perfeccionamiento del Profesorado), que recogen, por vez primera y en un mismo organigrama, renovación pedagógica y reforma educativa, administrativamente separadas en el periodo anterior. Ello representa una fusión interesada, con la que se pretendía apropiar los esfuerzos de la renovación pedagógica para el cambio curricular de la Reforma. Se destacan equipos centrales de expertos, con el asesoramiento de la Universidad, que facilitan una dinámica insólita de legislación, regulando, hasta los más mínimos detalles, la actividad que se supone tendrían que desarrollar los CEP, en una clara desconfianza sobre la capacidad de implementación de estas instituciones (Yus Ramos, 1991 b).

Para asegurar el prescriptivo cumplimiento de estas órdenes se crearon las Comisiones Técnicas Provinciales, a donde se traslada ahora la autoridad de aprobar los planes comarcales de los CEP, en función del cumplimiento de las órdenes reguladoras, siempre presentes en la mesa. Para evitar posibles conflictos, se articulan determinados procedimientos, como el de reservar las partidas económicas más sustanciosas y los mejores incentivos para las actividades regladas central izadamente y destinar las partidas mas exiguas para opcionales actividades demandadas por el profesorado de la demarcación de cada CEP. Por otra parte, se regula la composición de los Consejos de Dirección de los CEP, asegurando una composición uniforme en todos los centros, con un porcentaje elevado de miembros natos y procedentes de la Administración, dejando un espacio simbólico para el profesorado en ejercicio. Al frente de estas instituciones se sustituye la figura del director, elegido por sufragio, por un director elegido por concurso, insinuando una vía de autoperpetuación merced al valor de la antigüedad en el puesto en la misma baremación, lo que en definitiva redunda en una mayor estabilidad y fidelidad del director hacia la institución y hacia los fines que para ella se reserva la Administración central. Finalmente, se asegura una plantilla más o menos estable, en la que se destaca un personal supuestamente experto (asesores de formación, formador de formadores, etc.), frecuentemente desligado de los movimientos de renovación pedagógica (véase Morgenstern, 1993), pero conocedor de la ortodoxia curricular y llamado a facilitar (a veces en situaciones conflictivas) los procesos de actualización que, necesariamente (por la LOGSE), lleva aparejada la implantación curricular de la Reforma. En este contexto, el papel de los asesores, cuando va más allá de la mera función de controladores de la asistencia del profesorado (ya que, como veremos, ahora tiene un valor de cambio) y de la gestión y atención de los ponentes invitados, es difícil que no sea el de reproductor de la cultura profesional tradicional, potenciando la división entre el técnico/práctico y el experto/ teórico, propiciando la asimilación acrítica de los paradigmas contemporáneos, frecuentemente desde modelos de formación marcadamente expositivos, muy rentables en lo cuantitativo, pero totalmente ineficaces en lo cualitativo (desarrollo de la autonomía profesional) e incomprensiblemente inconsecuentes con los modelos educativos (ej.: constructivismo) que se requieren para el aula.

En definitiva, y siguiendo a Hargreaves (1996), se pretende disminuir la diversidad inicial de "visiones" por una "visión común", donde la "voz" (necesariamente diversa), se enfrenta en condiciones desventajosas a los procesos de construcción de una visión única o común, de manera que la gestión se convierte en manipulación y la colaboración en cooptación. Es en este momento cuando los CEP adoptan el estatus de "instituciones bisagras", al situarse en el punto de cruce de las exigencias de los cambios curriculares, impulsados bajo la estrategia "de arriba a abajo" y las resistencias al cambio por parte del profesorado, cumpliendo su papel de amortiguación de conflictos, empezando a ser concebidos, tanto por unos como por otros, como meras extensiones del poder administrativo central. En resumen: en las puertas de la implantación del nuevo sistema educativo, la Administración se asegura de disponer de unas estructuras administrativas y un personal cualificado para atender las necesidades de, al menos, información preliminar mínima para una vasta plantilla de profesionales.

Desde el punto de vista cultural, asistimos a un proceso de reinstalación de una cultura de modernidad, más acorde con la estructura general del aparato burocrático de la Administración educativa, que tiende a la reproducción de un patrón estructural estandarizado, en el afán (un tanto ingenuo) de conseguir la homogeneización del sistema educativo, donde no sólo entran los centros educativos, sino los CEP, como estructuras destinadas a asegurar una traslación fiel del discurso técnico-administrativo al personal de la plantilla funcionarial. Sin embargo, para evitar un contraste y consiguiente conflicto derivado de la ruptura respecto del sistema anterior, esta estructura se encubre con una apariencia descentralizadora y un discurso pretendidamente profesionalizador. Es, no obstante, una modernidad encubierta gracias a una colegialidad artificial que se inspira en la misma LODE, en la que, bajo una aureola de participación y descentralización, los CEP acaban siendo homogeneizados, favoreciendo con ello los planes de uniformación, siguiendo un esquema reglamentario propio de las burocracias. En concordancia con ello, se acentúan los procesos de balcanización en función de la situación de los grupos en la jerarquía administrativa (ej.: directores-asesores), la diferente manera de entrar en la institución (ej.: por elección por concurso), tipo de especialidad (recursos didácticos, informática, áreas curriculares, etc.), filiación político-sindical, posición frente a la renovación pedagógica, posición frente a la implantación curricular, etc. A pesar de que se aseguran espacios y tiempos para la participación (ej.: Consejos de Dirección) y el trabajo cooperativo (ej.: Equipos Pedagógicos), la extrema reglamentación (empieza a exigirse por vez primera un "horario" y un control de asistencia a la plantilla) y la situación de balcanización comentadas, hacen que se viva una colegialidad artificial, burocrática, destinada a asegurar que se cumpla certeramente lo regulado legislativamente, encubriendo con el barniz formalista un autoritarismo legislativo de hecho.

Como consecuencia de esta reestructuración, frente a una concepción policrónica o flexible característica de la etapa anterior, reaparece una concepción monocrónica o inflexible del tiempo, tendente a asegurar una sucesión lineal entre la planificación (en contextos centrales) y la acción (en contextos periféricos) y, por tanto, más sensible a los deseos del legislador que de las necesidades, naturalmente diversas, del trabajador, reinstalando la razón instrumental como mecanismo que asegura el eficientismo que demanda una concepción tecnológica o productiva del sistema educativo. Precisamente, una de las causas de la crisis de los CEP actuales radica en ese desafase entre las exigencias del contexto (que demanda un tiempo policrónico) y las exigencias administrativas (que persisten en una concepción más lineal o monocrónica). Esta disyuntiva, que se resuelve a favor de las segundas, es una de las causas del progresivo distanciamiento entre la institución CEP y el usuario, reforzando el carácter institucional-burocrático y perdiendo su dinámica humana de relaciones sociales y adhesión a la institución. El resultado de esta institucionalización es que ésta tiende a reproducirse y mantenerse en el tiempo, con independencia de las personas que la usan, perdiendo así su sentido primigenio y, en cambio, reforzando su vinculación con el aparato burocrático de la Administración educativa. En este contexto balcanizado, no sólo se acepta la jerarquización y la promoción, contrarias a la reivindicación del "cuerpo único", sino que son medios imprescindibles para asegurar el mantenimiento de la estructura y la función administrativa que se espera de ella.

Este cambio en lo cultural es consecuencia de una serie de cambios políticos. Así, de una etapa de cierta cesión del poder político, se pasa a una etapa de rescate de la mayor parte de ese poder (nunca cedido totalmente), introduciendo, en cambio, la autoridad política en los aspectos que interesa al poder central. Es un proceso de centralización encubierta bajo un barniz de democracia formal pretendidamente descentralizadora (Angulo, 1992). En efecto, este poder pasa ahora a los organismos centrales (ej.: Institutos de Formación) y la máxima autoridad se traslada ahora a la Comisión Técnica Provincial, dejando a los CEP con un papel meramente ejecutivo. En este esquema subyace una concepción de la democracia como mecanismo, asegurando una representatividad formal que, en última instancia, sólo sirve para dar un refrendo y un barniz democrático a una decisión ya tomada en otros niveles de la estructura administrativa. En esta situación se da la paradoja de que, pese a disponer de la proximidad del poder central a la periferia conocida en la historia, dada la proliferación de CEP, esta estructura no va a servir para aumentar la sensibilidad hacia los problemas y necesidades locales de la Escuela, sino, al contrario, para asegurar que, en un contexto de mayor estética democrática, las decisiones centrales lleguen a las instituciones locales lo más fielmente posible. Para asegurar esta convergencia curricular, el dominio de la razón instrumental, se articula una planificación lineal y rígida, en la que no sólo proliferan las directrices curriculares centrales, con un discurso cientifista y técnico-administrativo supuestamente neutral e incuestionable, propio de las burocracias administrativas, sino todo un aparato burocrático y jerarquizado que, empezando por el órgano central, se conecta con las Comisiones Técnicas Provinciales y éstas con los CEP comarcales, a los que se otorga autoridad, esto es, poder de ejecución, y se les desprovee de poder de creación.

Respecto a los modelos de perfeccionamiento, en esta etapa se produce una enorme diversificación de tipologías, no tanto en función de las exigencias propias de cada temática o las culturas profesionales, sino en función de una política de extensión, en la que primaba lo cuantitativo sobre lo cualitativo, creando una dinámica de perfeccionamiento "a la carta". La implantación de la Reforma exige (a veces de acuerdo con los sindicatos) el cumplimiento de la LOGSE de llevar el perfeccionamiento a todo

el profesorado. Esto llevaría a la Administración a promocionar e incentivar las actividades de formación, consiguiendo incrementar la asistencia a dichas actividades a un nivel por encima de las posibilidades reales de atención de los CEP, tanto por su plantilla como por su dotación presupuestaria, lo que haría inclinar el fiel de la balanza hacia planteamientos cuantitativos, donde se reproducían modelos expositivos, totalmente inconsecuentes con los modelos educativos preconizados en las mismas actividades. En este contexto de "euforia formativa", algunos CEP tratan de cualificar la dinámica de masificación de los cursos, introduciendo modelos de formación de carácter más implicativo, que aseguraran un implicación efectiva del profesorado asistente en las innovaciones presentadas. Por otra parte, proliferan los grupos de trabajo (seminarios, proyectos, etc.) hasta el punto de poner en crisis los sistemas de apoyo y seguimiento de los CEP, no pudiendo evitarse, en determinados casos, la perversión del modelo autónomo como vía fácil de lograr los incentivos prometidos.

Finalmente, en esta etapa la Administración decide impulsar el modelo de equipo docente (conocido también como formación en centros), si bien, y al igual que las restantes actividades de formación, condicionadas a que su contenido versara sobre aspectos de la Reforma en marcha. De este modo, el modelo de equipo docente, que en muchos centros aparece como un simple cambio de ubicación de la actividad y una teórica asistencia de equipos docentes, sin más implicaciones en la práctica en el aula, se convierte en un sistema para asegurar que el discurso de la ortodoxia curricular llegue a claustros completos, una perversión del modelo que va de la mano con la colegialidad artificial o democracia formal que crea el artificio de los niveles de concreción curricular (DCB, PEC, PCC, etc.). A menudo, en este planteamiento de la formación en centros se ha tendido a sacrificar la individualidad del profesor, a veces bajo el afán de combatir la cultura del individualismo, anulando su criterio, y haciéndole asumir acríticamente, bajo la incuestionabilidad del lego, del lenguaje técnico-administrativo, y desde una colegialidad artificial, modelos educativos y técnicas de trabajo en el aula. Por otra parte, este modelo también consigue apropiarse de las "áreas cerradas" (en términos de Hargreaves, 1996) del tiempo discrecional de que dispone el profesorado en los centros, para implicarle en una política concebida en otros contextos administrativos, produciendo, no sólo una "intensificación" de su trabajo, sino una usurpación de la discrecionalidad de su tiempo de trabajo. Por otra parte, el dominio de actividades del tipo "curso-ponencias", de tipo transmisivo, en el que se sucede una serie muy diversa de ponentes, con tiempos muy apretados para la exposición, aumenta la sensación de sobrecarga y hace perder los espacios de relajación e intercambio (propio del modelo autónomo o de grupos de trabajo), incrementándose así los efectos de la comentada intensificación, y, por consiguiente, la alienación y proletarización.

En este contexto, el contenido de las actividades de formación versa fundamentalmente sobre aspectos relacionados con la Reforma, lo cual se aseguraba con un programa de actividades priorizado por las instituciones centrales, asignando partidas económicas sustanciosas que se administraban condícionadamente desde las Comisiones Técnicas Provinciales. Las encuestas dejaron de ser abiertas para dar paso a encuestas semicerradas, dejando un pequeño espacio para "otras opciones", sin duda menos dotadas. En cualquier caso, el profesorado también se adscribía a estas temáticas porque realmente éstas eran fuente de preocupación y ansiedad en los momentos en que empezaba a involucrarse en el cambio curricular, y también porque estas actividades estaban mejor dotadas e incentivadas. En definitiva, desde el dominio de la razón instrumental, se impulsan planificaciones lineales, rígidas, sin apenas tener en cuenta las sensibilidades locales, asegurándose así la traslación fiel de la ortodoxia curricular a un profesorado que ve en las actividades de formación un bien de consumo y con valor credencial.

Desde el punto de vista del valor profesional, esta etapa está dominada por la sustitución del valor de uso por un valor de cambio en las actividades de formación permanente. En efecto, dado que las exigencias de la LOGSE de asegurar la formación del profesorado previa o paralelamente a la implantación de la Reforma, no se podría llevar a cabo sin grandes dosis de voluntarismo por parte del profesorado, sacrificando tiempo libre para una labor que en otras profesiones se realiza en tiempo laboral, la Administración educativa se ve obligada a incentivar la asistencia a las actividades de los CEP, dando por vez primera un valor a dichas actividades, como es la consideración de las mismas en los baremos de concursos de méritos para promoción.

Si esto fuera poco, las exigencias sindicales de equiparación salarial con el resto de los funcionarios proporcionaría una salida a la problemática de la extensión de la formación durante la implantación de la LOGSE: se trataba de condicionar dicha equiparación salarial a la demostración de un número determinado de horas dedicadas a actividades de formación en tiempo libre (sexenios). De todas las medidas adoptadas, tal vez sea ésta de los sexenios la que mayores efectos negativos ha producido en la cultura profesional del profesorado, tímidamente iniciada en la primera etapa. La sustitución de la motivación intrínseca o profesional (en principio minoritaria) por la motivación extrínseca (más aceptable para amplios sectores del profesorado), facilita un planteamiento extensivo o de incidencia mayoritaria. Siendo una dinámica que es consciente de la escasa implantación en el aula, preocupa menos la configuración de una ética de valor profesional que una estética de lo cuantitativo, de las masas; en definitiva, más de la "apariencia de eficiencia" que de la eficiencia en sí. De este modo, al introducirse el cambio curricular de arriba a abajo, y cercenarse con ello la creatividad y sensualidad de la innovación protagonizada, más propia del artista, se introduce una visión más ejecutiva y funcionaria¡, más propia del técnico, que se pretende mantener con incentivos más materiales que espirituales.

En estas coordenadas, la cultura profesional que se incentiva es la cultura del "profesionalismo", en el que, bajo un barniz de competencia y neutralidad, lo que finalmente se consigue es una especie de ficción de profesionalidad que en la práctica sigue fomentando el individualismo característico de la tradición profesional del docente, y, por tanto, el retorno a su estatus de proletarización, ya que a lo anterior se une el hecho de que se le expropia de su saber práctico, sus posibilidades de creación, para dirigir su trabajo desde instancias centrales y apoyadas desde instancias periféricas (CEP) supuestamente destinadas a asegurar la traslación fiel de las mismas. Bajo el discurso del profesionalismo, en realidad se halla la imagen del "técnico" que, como el término sugiere, supone un modelo profesional basado en la ejecución de programas de actuación generados en instancias externas. De acuerdo con Rivas (1991), esta cultura se mantendrá mientras no cambie el conjunto de condiciones profesionales, que dan un margen escaso a la autodeterminación profesional. Son unas condiciones que propician el carácter individualista de la profesión, con una actividad escolar centrada básicamente en la actuación docente y con una temporalización altamente estructurada, donde se desarrollan modelos profesionales basados en la mera ejecución de paquetes curriculares elaborados o de conjuntos desordenados, y difícilmente vinculables, de actividades escolares. En suma, la cultura profesional se mantendrá siempre que no se cuestionen estas condiciones profesionales, que se corresponden con el modo de pensar de la sociedad acerca de lo que debe hacer y conseguir la Escuela, y que, a su vez, forman parte del mismo pensamiento del profesorado. Un círculo vicioso que se perpetúa con modelos de formación permanente y cambio curricular del tipo que se está viviendo en los momentos actuales de nuestro país.

 

 

 

 

Fase final: un modelo para la liquidación

 

En el momento de redactar estas líneas se acababa de producir una importante regresión respecto a este submodelo B2 anteriormente analizado, y que afecta a cuestiones tan importantes como la participación del profesorado. Pero, al contrario de lo que ha podido significar para propios y extraños a estas instituciones, esta nueva situación no representa realmente un salto brusco en la evolución del modelo de CEP, sino que constituye, si cabe, tan sólo su etapa final, previa a su total desmantelamiento, que conecta sin solución de continuidad con el modelo precedente, en el que la participación era ya meramente simbólica. De hecho, su análisis nos lleva a conclusiones similares que para el modelo B2, si bien con una clarificación, a la baja, del apartado de "formas de acción democrática", suprimiendo las ambigüedades (del todo inoperantes) con las que el modelo anterior conservaba sus primigénicas señas de identidad.

Como hemos visto anteriormente, lejos de culminarse el proyecto socialista de los CEP, desde prácticamente sus comienzos se emprendieron diversas operaciones políticas para controlar lo que es incontrolable desde el punto de vista burocrático: la educación como proceso interactivo y singular en cada rincón de nuestra geografía, que demanda autonomía y genera conflictos. Estas operaciones, que se fueron dando progresivamente, tal vez con cierto sonrojo por lo inmoral de su planteamiento, ve su último y definitivo paso con el brutal Proyecto de Decreto de reconversión de los CEP andaluces, actualmente a un paso de su publicación en el Boletín Oficial de la Junta de Andalucía (BOJA). Un decreto que, como hemos resaltado en otro lugar (Yus Ramos, 1997b), nace de la prepotencia (de quienes ostentan el poder político e ilusoriamente pretenden controlar la educación como fenómeno social periférico) y de la desconfianza (hacia el docente como funcionario, pese a su singularidad). En efecto, una valoración crítica de la situación actual, desarrollada en otro lugar (Yus Ramos, 1997b) nos llevaría a destacar los siguientes puntos:

 

1.- El intento de remodelar el sistema andaluz de formación no es un hecho que acontece por vez primera en nuestro contexto. Al contrario, si examinamos la evolución de la política de la Consejería de Educación desde la creación de los CEP, podemos advertir que todos (absolutamente todos) los equipos de gobierno, han intentado alguna modificación más o menos significativa que marcara una "nueva etapa" en este campo. Ello explica que desde un modelo de formación descentralizada y autogestionaria que marcara la primera y efímera etapa de los CEP, se haya atravesado por otras en las que no faltaron serios intentos de eliminar de un plumazo los CEP y devolver la tarea de formación a la Universidad, depositaria de una supuesta "calidad" (suponemos que académica). Gran parte de estas tensiones se producen siempre por discrepancias en la forma de entender la profesión docente y el desarrollo de la política en general. En efecto, siempre ha habido una tensión en la conceptualización del docente como funcionario y profesional: si es un funcionario, está para aplicar mecánicamente una orden elaborada por el poder político desde el centro administrativo; pero como profesional, es importante su punto de vista y su capacidad de adecuación alas realidades socioculturales de la perifieria, lo que, en definitiva, reclama autonomía (que no autarquía) y confianza o reconocimiento de su profesionalidad.

Entre estos dos polos opuestos se origina una tensión que no tiene en cuenta las características singulares del hecho educativo como fenómeno que ha de ser regulado administrativamente. Se puede y se debe regular la educación como un derecho fundamental para un país, pero no se puede ignorar que la educación, per se, exige contextualización, constante ajuste entre exigencias curriculares y contexto educativo, pues la educación es una interacción que no se entiende sin su adaptación a las características de un contexto, y, por tanto, exige autonomía y una política descentralizada, controlada desde la misma periferia, que en este caso es la comunidad escolar. Por otra parte, esta noción viene a converger con el modo de entender el desarrollo de la política. Nuestro sistema político, pese a sus principios democráticos, gravita únicamente en los representantes políticos, a los que el hecho de ser elegidos les supone la concesión de una "carta blanca" y la creación de una "casta política" que tiene sentido por sí sola. Esta democracia representativa despolitiza a la ciudadanía y la aleja de las grandes decisiones, cuando un planteamiento alternativo, la democracia participativa, requeriría un mayor contacto entre representantes y representados, y una mayor vinculación de la población en los asuntos que les afecta. Pero es que en el mundo de la educación, esta cuestión es doblemente exigible, pues al derecho a la participación política hay que unir la necesidad de participar en el proyecto educativo de las nuevas generaciones: la educación es un hecho que compete a una comunidad educativa y no sólo a los profesionales de la educación que, como funcionarios, deben aplicar decisiones sobre educación que toma la citada casta política.

 

2.- En el caso específico de la Formación del Profesorado, esta tensión se ha puesto de manifiesto en la Consejería de Educación a la hora de regular los CEP y explica que tras la etapa autogestionaria del equipo de gobierno que creó la primera red de CEP andaluces (submodelo B1), sobreviniera una larga etapa (submodelo B2) caracterizada por un intento desmedido de "control de la situación", creando estructuras de control a nivel provincial (Comisiones Técnicas Provinciales) y remodelando los Consejos de Dirección asamblearios para ajustarlos a los sistemas de control burocrático normales de la Administración: fuerte poder y responsabilidad del coordinador-director, composición sesgada hacia elementos vinculados a la administración, recorte de competencias, etc.). Pero, preocupados por dar una imagen clara de centralización, se decide crear unas estructuras de participación que "son oídas" por el poder central, se les da cierto margen de creación en sus programas de formación, pero, en cualquier caso, se asegura que si hay algo que no se puede cambiar y que hay que aplicar obligadamente, son las prescripciones que desde el BOJA y las Delegaciones Provinciales se exigen a los CEP. Es por ello por lo que algunos observadores han advertido agudamente que aquí, como en otros asuntos, "nos han dado gato por liebre" (Angulo, 1992).

Fue una etapa en la que se pretendía rescatar el exiguo poder político (o de creación) cedido en la primera etapa, dejándolo en un mero poder ejecutivo, vinculado a los intereses de una determinada política. Favoreció el desarrollo de esta etapa un visión ingenua de lo que debe ser la implantación de un nuevo sistema educativo, vinculando a los CEP (cuya función originaria era la renovación pedagógica, algo que se produce en los tiempos y espacios que cada profesor necesita) en una dinámica de catequización sobre los aspectos supuestamente novedosos de la Reforma, contrarias a cualquier planteamiento de auténtica "formación" y que sólo se entiende desde la lógica instrumental de la administración, que identifica "formación" con "información". Una dinámica, de la que son corresponsables ciertas centrales sindicales (al fomentar el "pago por aguante en la silla" de los sexenios) y que finalmente vendría a exculpar a la Administración de los problemas de la implantación, desviándola hacia esos profesionales que, pese haber sido debidamente formados, no están desarrollando adecuadamente la Reforma.

 

3.- En este contexto se sitúa la nueva etapa del submodelo B2 de CEP, dentro del Plan Andaluz de Formación, que analizamos ahora, en el que a la dinámica administrativista, basada en criterios de centralización política, y control administrativo como los usuales en cualquier estructura burocrática, si bien manteniendo esa fachada de "apertura", se unen ahora nuevas exigencias que marcan nuevas políticas. Entre estas exigencias se encuentra una restricción económica que, como es histórico, afecta antes a la Educación que a cualquier otro sector social, y en el de los CEP gravita el peso de la crítica general realizada por el partido del gobierno de la nación, detrás del cual se encuentran ciertos sectores beligerantes del profesorado, tradicionalmente despegados de los movimientos de renovación pedagógica y reacios al cambio curricular, o que por su formación se sienten más vinculados a la Universidad; todo esto unido a una insatisfacción general por la experiencia reciente de cursillismo acelerado vinculado a la implantación de la Reforma y la desazón de la obligatoriedad de la formación vinculada a los sexenios, incluso de los sectores más críticos y progresistas, que se sienten defraudados respecto al primitivo proyecto socialista, forma un totum revolutum que favorece una visión crítica acerca del sentido o utilidad de los CEP.

Pero a la tentación inicial, aireada por el actual partido del gobierno de la nación, de eliminarlos de un plumazo, ha sobrevenido una reconsideración ante el innegable papel que desempeñan actualmente los CEP en el difícil tránsito hacia el nuevo sistema educativo, contribuyendo a desviar la atención de los problemas políticos que lleva consigo hacia cuestiones puramente técnicas (y, a menudo, éstas enmascaradas por un farragoso y desconcertante vocabulario nuevo) y acolchando el impacto del clamor de protesta del profesorado ante cambios que no acaba de digerir. Por todo ello, se decide mantener la estructura de CEP en todo el Estado, con independencia del partido gobernante, sólo que, desde la premisa de la racionalidad económica, concentrando los recursos y restringiendo las plantillas, eliminando los "lujos" de las políticas cuantitativas y compensatorias de años precedentes, como la existencia de Aulas de Extensión o CEP en comarcas rurales despobladas o cercanas a otras más grandes, que son eliminados desde un no justificado apremio por "atender a una mejor ubicación de las estructuras de formación".

 

 

Y como no hay ética, por implícita que sea, sin estética que le dé sello, el proyecto se rodea de una nueva apariencia: el cambio de la denominación de "Centros de Profesores" por "Centros del Profesorado" (una imagen de progresismo, a fin de cuentas exigida desde las filas del PSOE) y, como entramos en una etapa declaradamente administrativista, la sustitución del nombre de "coordinador" por el más real de "director", que es el que se aceptó en el territorio MEC y que, además, elimina un eufemismo del todo insostenible en la jerarquía administrativa.

 

4.- Contrasta este importante, aunque implícito, contenido político, con la total despolitización con que se presenta el nuevo proyecto de reordenación del Sistema Andaluz de Formación, en cuyo preámbulo se habla de una supuesta "amplia experiencia en el campo de la formación del profesorado" (sin indicar para nada qué ha enseñado esa amplia experiencia) y se concluye sobre una "necesidad de reordenar el sistema de formación", sin mediar ningún tipo de planteamiento que lo justifique, más allá de la reiterada y lacónica frase de: "para dar una respuesta más adecuada a las necesidades formativas que demanda la actual situación del sistema educativo". Y es que no se puede justificar, pues esta reordenación se hace sin ningún estudio de campo serio y riguroso que revele las carencias o suficiencias en el sistema que se pretende reordenar. Salvo evaluaciones puntuales en algún CEP (por lo demás no publicadas), y pese al despliegue de programas de evaluación interna, no se ha hecho público ningún resultado que, a modo de indicador, podría justificar el cambio. Esta total despolitización puede comprenderse, sin embargo, si entendemos que la justificación real, es decir, la desconfianza del político-central respecto a la descentralización-controlada que suponen los CEP, le lleva a justificar cambios en la línea de lograr parte de los ajustes económicos que demanda la nueva situación, un eje fundamental en la actuación, que viene arropada por ese ruido de fondo que determinados sectores del profesorado han creado en torno a los CEP.


Por supuesto que estas premisas no son "presentables" por ser políticamente incorrectas, por lo que se opta por realizar un cambio sin indicar las razones de ello. Nos situamos, pues, ante un intento más, de los muchos acaecidos a lo largo de la corta historia de los CEP andaluces, de adoptar cambios de legislatura, pues cambian los responsables políticos, que intentan "marcar" un hito histórico en su trayectoria política, con cambios formales avalados por una información difusa (ruido de fondo) y no contrastada, una presión de determinados estamentos (ej.: ICE), sin mirar la experiencia acumulada en legislaturas anteriores, sin realizar ningún estudio evaluativo y, a fin de cuentas, consiguiendo con ello apuntarse un "tanto" por austeridad. Por lo tanto, el proyecto carece de justificación política (explícita), limitándose a un lacónico objetivo de "adecuar a las nuevas necesidades del sistema educativo", es decir, sin explicitar cuáles son esas necesidades y si realmente son nuevas.

 

5.- El proyecto se articula en torno a tres ejes: la Universidad (como consejera y depositaria del toque de "calidad" a la formación), el Director del CEP (que asegura un funcionamiento administrativo adecuado a las necesidades de desarrollo de la política educativa) y el Centro educativo (que emerge como paradigma y unidad de formación del profesorado). Si comparamos estos ejes con la legislación que regulaba la creación de los CEP, advertimos que se ha producido un cambio fundamental de perspectiva: el profesorado-destinatario de la formación (niveles no universitarios) pasa de ser "actor" a ser "receptor" de su formación. En efecto: la calidad ya no está en la contextualización de la formación del profesorado, sino en la Universidad (que nunca dejó de beligerar por recuperar su protagonismo desde los ICE). Por otra parte, el papel del CEP ya no es coordinar una dinámica autónoma y profesional, sino una entidad destinada a velar por un ajuste íntimo entre desarrollo curricular y formación del profesorado. Finalmente, la unidad de formación es, pese a los fracasos vividos en las últimas legislaturas, el centro educativo; ya no lo es el profesor como persona, como profesional que tiene sus propias deficiencias o desfases, ni tampoco lo es el grupo de trabajo que investiga y elabora materiales, sino que lo es el "centro", una estructura en torno a la cual se ha hecho gravitar el pensamiento neoliberal de la autogestión, la competitividad (en esta línea van los decretos sobre reglamento de funcionamiento de los centros, el aumento de competencias del director-empresario, etc.), desviando la atención de las deficiencias del sistema hacia los hombros del profesorado, y sin renunciar, en esta ficticia autonomía, a su papel en la reglamentación de los más mínimos detalles del currículum de un centro ("bojatismo") y dejando para el centro los aspectos más tibios y formales (ej.: secuenciación de contenidos), dentro de unas coordenadas legislativas que son obligatorias por defecto. Este cambio de perspectiva, que lleva consigo ese cambio de ejes hacia los aspectos más burocráticos y tecnocráticos del sistema educativo, beneficia las políticas económicas de austeridad y garantiza un "orden administrativo" en el desarrollo de una política educativa diseñada central izadamente.

 

Como conclusión de este análisis del modelo CEP, en sus tres fases más características, señalaremos que, tras una primera etapa asamblearia en la corta historia de los CEP andaluces, caracterizada por su autonomía y participación ilusionada del profesorado, se inició una etapa, aún inconclusa, de recuperación de estas estructuras para el fiel desarrollo de un política educativa gestada de forma centralizada. El paso más decisivo en este proceso consistiría en articular los CEP a las estructuras de la Administración central, sometiéndolos a la racionalidad instrumental de toda burocracia (que asegura el ejercicio del poder situado en el vértice de la pirámide) y, en definitiva creando en los CEP los elementos propios de las estructuras burocráticas: la división de funciones, la jerarquización, la regulación del trabajo según horarios, etc.; en definitiva, "institucionalizando" los CEP como estructuras despolitizadas, llamadas a desarrollar una determinada política y a velar por su fiel cumplimiento. Como tales instituciones, han tendido a autoperpetuarse mediante diversos mecanismos, como lo es un sistema de evaluación dirigido hacia aspectos meramente formales y de gestión, y nunca sobre el alcance real de los programas de formación en el aula y las actitudes del profesorado frente a la innovación. Una autoperpetuación que sólo se explicaría por el inusitado interés de la Administración por mantener estas estructuras para la implantación del Nuevo Sistema Educativo (en la que los asesores estarían llamados a asegurar esa farsa de formación que son los cursillos catequizantes previos a la implantación) y por la connivencia de determinadas centrales sindicales que, dominadas por un clientelismo y una falta de tesón en la política de equiparación salarial con el resto de los funcionarios, mercantilizaron (a través de los sexenios) algo tan delicado como es la formación del profesorado, con consecuencias, pensamos, irreversibles para esta generación de profesionales de la enseñanza.

El citado decreto de reordenación del Sistema Andaluz de Formación se inscribe en esta última etapa de institucionalización administrativa de la que hablamos. A diferencia de las legislaturas anteriores, ésta se caracteriza por la circunstancia de una necesidad de ajuste presupuestario (que afecta a la política territorial compensatoria como parte más débil desde el punto de vista cuantitativo) y la eliminación de las ambigüedades del sistema anterior, caracterizado por un ir y venir en torno a la autonomía de los CEP, que mantenía la simpatía por etapas anteriores de descentralización con una retórica formalista (como es el mantenimiento de la denominación eufemística de "coordinador" o de un número simbólico de representantes de centros y grupos de trabajo en los Consejos de Dirección). Lo destacable de este proyecto es que, por fin, decide dar el paso que otros legisladores tuvieron miedo o pudor de dar, pues desde siempre hubo una desconfianza hacia la autonomía del profesorado, y, por tanto, hacia la autonomía de los CEP, pues no se confía en la capacidad del profesorado y menos aún se vislumbra el más mínimo indicio de comprensión de lo que es y debe ser la profesión docente, el funcionario docente frente a otros tipos de funciones públicas.

A nuestro juicio, la salida alternativa a este proyecto no debe consistir en exigir el mantenimiento de las estructuras anteriores, como si dichas instituciones no fueran mejorables y como si la situación en que estaban fuera abismalmente mejor que en la que ahora se pretenden colocar. Creemos que, aunque comprensible, dicho planteamiento tiene todos los síntomas de una simple reacción de defensa ante los ajustes que se anuncian, de pérdida del terreno conquistado y parcialmente arrebatado, que mantiene una visión acrítica y despolitizada del carácter institucional de los CEP, que no tiene presente el trasfondo político que ha existido en su devenir, así como, el daño (tal vez irreparable) que han producido determinadas decisiones, avaladas por sectores sindicales, como el mercantilismo de la "cultura del sexenio", en los procesos de profesionalización iniciados en estos años. De hecho, una pregunta básica que tenemos que hacernos es: ¿por qué el profesorado en ejercicio, que se supone que es el directamente afectado por la política de formación, no se ha hecho eco de este problema? Es cierto que el profesorado no muestra interés por enfrentarse a nada, pero en este caso, la indiferencia tiene mucho que ver con la comentada institucionalización de los CEP y la creación, a lo largo de estos años, de una cultura de consumidor de actividades de formación, en la que se ha subvertido el "valor de uso" de la formación (para atender a las necesidades profesionales) por el "valor de cambio" (méritos y sueldo). Mientras el consumidor tenga suficientes ofertas de consumo y esas ofertas tengan además sus "compensaciones", no habrá problemas en tal o cual remodelación del "mercado" del perfeccionamiento. El que cambie de fachada es un asunto secundario. Caso diferente sería, por seguir con el símil, que este consumidor fuera miembro de una cooperativa que para consumir tuviera que elaborar el producto que más necesitase en ese momento. No nos engañemos: algo similar pasa en nuestro sistema de formación.

De este modo, nos situamos en la actualidad ante un momento histórico en que, de la mano del poderoso influjo neoliberal que está acaparando todas las esferas socio-políticas, la institución CEP, y cualquier otro tipo de alternativa que parta de los supuestos que alimentaron a los CEP en su creación, está al borde de su extinción. De hecho, si no han sido desmantelados por las diferentes administraciones ha sido únicamente por considerar el papel que pueden seguir jugando en el proceso de implantación de la Reforma Educativa, porque, simplemente, es más económico mantener la infraestructura existente. Se cuenta con unos recursos, unos espacios y unos materiales, y se trata de aprovecharlos para liquidar esta última fase del conflictivo proceso de implantación.

Una vez terminada la implantación de la Reforma, ya no habría razón alguna para mantener estas conflictivas instituciones que tanto gasto ocasiona a las arcas del Estado. En un momento en que confluyen criterios economicistas (restricción del gasto público) y criterios gerencialistas de corte neoliberal, extrapolados a los centros educativos, podrían ser éstos con sus equipos directivos a la cabeza, los nuevos gestores del perfeccionamiento. Este nuevo escenario, que representaría un nuevo modelo de institución para el perfeccionamiento, merecería un análisis a través de las claves utilizadas anteriormente, pero la falta de concreción y la nula experiencia sobre el tema, aconsejan aplazarlo para cuando ello sea una realidad asentada.

Lo curioso es que esta modalidad podría presentarse, incluso, como progresista, pues vendría arropada de consignas largamente reivindicadas como es la descentralización administrativa, la autonomía de gestión y el modelo de formación centrado en la Escuela; consignas que ocultan las poderosas influencias neoliberales que se vienen observando en todo el entramado político de la actualidad. Pues esta descentralización no pretende una mayor participación de la periferia, sino una inhibición de las responsabilidades del Estado en materia de Educación: son ahora los centros educativos (sus equipos directivos) los responsables de la gestión (¿cabe imaginar mayor descentralización) sobre la base de sus propias necesidades, y acudiendo a un abanico de ofertas de formación necesariamente fragmentado por su diversidad de orígenes. Todo ello desde un espíritu competitivo de los centros, que han de velar por una idea simplificada de rendimiento y calidad (Santos Guerra, 1998) para asegurar la matrícula. De consolidarse esta idea, se reforzaría la autoridad de los equipos directivos, que tendrían un papel clave en la selección de los agentes y temáticas de formación, asegurando una más eficaz regulación burocrático-administrativa (al representar estructuras piramidales que sintonizan con los mecanismos de control administrativo), con la ventaja para la administración central de poder atribuir siempre las deficiencias del sistema de formación a la falta de responsabilidad de los centros educativos.

 

Los Centros de Desarrollo Profesional como alternativa

 

Una vez analizado el modelo CEP, con todas sus variantes o submodelos que marcan los vaivenes políticos de quienes lo promovieron, y estando situados en la etapa final o de liquidación de estas estructuras, cabría plantear una alternativa que contemple los aciertos y supere los errores del modelo CEP, siempre en la línea de "mejorar" y no "desmantelar" (Escudero, 1998) lo hasta ahora conseguido, en aras de un muy discutible concepto de calidad y descentralización por centros, tal como parecen apuntar los vientos neoliberales. Este tercer modelo de formación permanente (modelo C) que proponemos llamar, para diferenciarlo, Centros de Desarrollo Profesional (CDP), es un modelo que, en contraposición, sería acorde con la situación socio-cultural actual e inmediatamente futura, así como con las exigencias de reprofesionalización del docente para una Escuela renovada, cara al próximo milenio, sin pretender con ello agotar todas las posibilidades de creación que exigen los nuevos tiempos y sin que ello signifique obviar la exigencia de cambiar las condiciones profesionales del profesorado. Como indicara Hargreaves (1996), la enseñanza y el trabajo del profesorado se verá afectado en la medida en que se modifiquen las condiciones y valores sociales.

Nos guste o no, la Escuela actual se encuentra inmersa en un mundo postindustrial y postmoderno (para algunos, ya ultramoderno), caracterizado por la flexibilidad, la adaptabilidad, la creatividad, el aprovechamiento de las oportunidades, la colaboración, el perfeccionamiento continuo, una orientación positiva hacia la resolución de problemas y el compromiso para maximizar su capacidad de aprender sobre su ambiente y sobre ellas mismas. El carácter innovador y la imprevisibilidad rutinaria constituyen notas contradictorias propias de estos tiempos. Los actuales sistemas educativos son enormes baluartes de modernidad donde entran y salen espíritus postmodernos que provienen de un contexto postmoderno que reclama nuevas relaciones sociales y nuevos valores políticos y morales. Es momento de revisar la Escuela decimonónica vigente, repensar y, si es válido para nuestros propósitos, rescatar, el pensamiento de grandes pedagogos cuyos ideales no tuvieron oportunidad de entrar en las rígidas estructuras académicas dominadas por la balcanización del conocimiento. Pero adecuar la Escuela a los nuevos tiempos no significa aceptar éstos como incuestionables, sino, al contrario, impedir que la Escuela siga cumpliendo la función social de reproducción de lo establecido, y equipar ala ciudadanía de claves suficientes para entender el mundo en el que vive y la construcción de un mundo más justo y solidario.

Así pues, si de lo que se trata es de ir pensando en una Escuela Nueva, es preciso replantearse los modelos de formación permanente del profesorado en el nuevo contexto. Así, desde el punto de vista institucional, consideramos que la estructura tipo CEP sigue siendo la más idónea para asegurar una efectiva cercanía del profesorado y el desarrollo de su profesionalidad a través de la formación continua. Sin embargo, esta estructura actual (B2) no es satisfactoria, ya que, como hemos indicado anteriormente, está diseñada para asegurar los procesos informativos/formativos que exige la implantación curricular, y que para nada satisface las necesidades de reprofesionalización, sino al contrario, la perpetuación de la imagen del técnico. Y a pesar de su atractivo, tampoco nos parece adecuado retornar ala etapa primigenia de los CEP (B1), ya que en estos momentos habría que evitar la balcanización producida entre elementos renovadores y conservadores de la Escuela, entre otras deficiencias. Por lo tanto, somos partidarios de una estructura nueva, los Centros de Desarrollo Profesional, que podría nacer a partir de los mismos cimientos que los actuales CEP, pero que en lugar de ser instituciones instrumentalizadas externamente para el desarrollo curricular de una determinada política educativa concebida central izadamente, pongan énfasis en el desarrollo profesional, la reprofesionalización de un docente tradicionalmente proletarizado. Estos centros han de ser autónomos, con una descentralización real, una mínima regulación central, gestionados por el profesorado usuario, lo que no obsta para que establezcan los necesarios y fructíferos nexos con las instituciones universitarias y con otros CDP, evitando en todo momento la tentación de un localismo empobrecedor. La sociedad debe invertir en la creación y mantenimiento de las comunidades críticas que pueden ir desarrollándose en torno a estas estructuras, pues son estas comunidades críticas unas de las pocas que podrían contribuir a frenar el frío mandato del Mercado.

Estas instituciones deberían dejar de regularse por los mecanismos controladores que existen actualmente (ej.: Institutos de Formación, Comisiones Técnicas Provinciales, etc.), para pasar a ser entidades locales autónomas, regidas por sus propios usuarios (funcionarios docentes), con unas mínimas directrices que aseguren un reparto equitativo de los recursos de la Administración, tal como se procede actualmente con los centros educativos. En estos centros, el énfasis no se centraría ni en la Reforma ni en la renovación pedagógica como tales iniciativas políticas, sino en el desarrollo profesional, sobre la base de la formación permanente o continua, pudiendo llevar, o no, aparejada una línea de renovación pedagógica, que, en cualquier caso, debe tener su lugar en estos centros. No es que estas instituciones deban ser ajenas a los cambios curriculares, sino que estos cambios se han de realizar con la participación profesional del profesorado. Como indicara Hargreaves (1996), la participación del profesorado en el cambio educativo es vital para que éste tenga éxito, sobre todo si el cambio es complejo, de manera que no basta con que e! profesorado adquiera nuevos conocimientos sobre los contenidos curriculares, pues no son simples aprendices técnicos, sino que también son aprendices sociales.

En este contexto, los cambios curriculares, que siempre son necesarios para adaptar la Escuela a la evolución de las sociedades, habrán de entenderse más como un "proceso" que como un "hecho", ya que la práctica cambia antes que las creencias y, si bien hay que pensar en grande, hay que empezar a actuar en pequeño, de manera que, en lugar de planificarse cambios educativos "de arriba a abajo", como se viene realizando o incluso "de abajo a arriba", como se defiende desde cierto radicalismo, lo ideal es que se integren ambas estrategias, dejando amplios márgenes de innovación y actuación por parte del colectivo de profesionales. Más que una institución estructurada con su propia plantilla, sería preferible destacar en ella a un personal mínimo (un animador, un administrador y un organizador de recursos) que asegurara la distribución democrática de los recursos materiales y económicos, a través de Consejos ampliamente representados, exclusivamente por el profesorado de su demarcación. Desde esta concepción, más que una plantilla de asesores o expertos, sería deseable que esta institución se articulara en los diferentes centros, a través de personal experto en ejercicio, que podría desempeñar, eventualmente y a requerimiento de la institución, el papel de profesorado consultor, cuya composición sería flexible, ampliable y cambiante en todo momento, en función de las demandas de los usuarios. Como indicara Hargreaves (1996), una organización postmoderna se caracteriza por redes, alianzas, tareas y proyectos, más que por papeles y responsabilidades relativamente estables que sean asignados de acuerdo con funciones y departamentos y sean reguladas a través de la supervisión jerárquica.

En relación a las claves culturales, estas instituciones se enmarcarían en los actuales momentos de la postmodernidad (o incluso de la ultramodernidad), surgida a partir de la crisis de la modernidad, dando paso a una mayor aceptación de la diversidad, de la flexibilidad de las instituciones y a la movilidad de las funciones y papeles sociales, que crean incertidumbres, inseguridades y una necesidad de tomar decisiones y responsabilidades tras una deliberación colectiva. Desde este punto de vista, los CDP tendrían que ser estructuras muy abiertas y flexibles, capaces de cambiar con rapidez sus funciones y mecanismos de funcionamiento, a tenor de las necesidades de sus usuarios. No es que no sea precisa una mínima reglamentación, pues su ausencia podría dar pie al nepotismo y la arbitrariedad, sino que estas estructuras han de ser suficientemente flexibles. Esta flexibilidad, favorecida por la falta de reglamentaciones burocráticas encorsetadoras, iría acompañada de una mayor confianza en la institución por su previsibilidad y capacidad de respuesta a las circunstancias locales y a las necesidades cambiantes. No cabe aquí considerar, pues, una estructura balcanizada al estilo moderno, con división de funciones o especialización, poder o estatus de renovador, sino una estructura maleable, ágil que pudiera cambiar su composición y cometidos en función de las necesidades del colectivo al que teóricamente debe servir.


Deben ser estructuras democráticas reales, donde la confianza personal (en los gestores) debería ser sustituida por la confianza en los procesos, manejando la información, participando en las decisiones, aprendiendo colegiadamente, diversificando responsabilidades de manera continua, en función de la demanda, etc., sin olvidar que los acuerdos han de tomarse tras procesos deliberativos con fuerte implicación de todos sus usuarios, donde la colegialidad sea natural y no artificial, basada más en la corresponsabilización que en el acatamiento de órdenes y distribución de responsabilidades según especialidades. Frente a la colegialidad artificial, reglada e impuesta legislativamente en el modelo anterior, es más interesante y realista fomentar una colegialidad no reglada, con tiempos, espacios y personas suficientemente flexibles para adaptarse a cada realidad y en todo momento. Sin negar necesariamente la especialización, habría que intentar partir siempre de ese conocimiento holístico o global del contexto, para entender mejor sistemas complejos sujetos a cambios muy rápidos. Dentro de esta estética postmoderna de primar la "voz" (diversificada) sobre la "visión" (común), es muy importante conseguir el compromiso de todas las voces en torno a una visión común; eso sí, una visión común construida entre todos y no impuesta o decidida en otros contextos. Si esta organización es flexible, inestable tanto en su estructura como en la composición de las personas que en ella trabajan, la metáfora que más se aproxima es la del "mosaico móvil", tal como propone Hargreaves (1996), recogiendo una idea del futurólogo Toffler.

No es que éste sea un modelo incondicionalmente positivo (por ejemplo, depende de si se delega "poder" o mera "responsabilidad" a sus participantes, o si afecta a determinados estamentos o a todos), pero en su forma más favorable puede contribuir al "aprendizaje en la organización", ofreciendo una estructura en la que las personas amplíen continuamente sus capacidades para comprender la complejidad y perfeccionar modelos mentales compartidos, participando en distintas tareas y buscando soluciones compartidas. En este tipo de estructuras sólo es posible una concepción policrónica del tiempo, que admita grandes dosis de flexibilidad, donde las relaciones personales son prioritarias y donde la eficiencia se mide en términos de adaptabilidad a las siempre diversas y cada vez más cambiantes condiciones y necesidades de cada contexto. De este modo, lo importante aquí no es tanto el mantenimiento de la institución como el de las relaciones humanas que se establecen en ella, y son éstas las que finalmente determinan la forma de continuidad en el tiempo. En este contexto, los conceptos de "cuerpo único" que defienden algunos sindicatos son más realizables y más naturales, y entran en conflicto con las metas de promoción (características de la modernidad) que demandan sindicatos más corporativos.

Este cambio cultural exige los correspondientes cambios en lo político. De este modo, estas instituciones deberían concebirse en el contexto de una descentralización real y efectiva, lo cual supone la cesión total del poder político para este tipo de funciones y para cada demarcación local, admitiendo la posibilidad y exigencia de desplegar un poder de creación latente en la periferia, suficiente para generar nuevo conocimiento contextualizado y sensible a las necesidades e intereses locales. La actual demarcación en entidades comarcales podría multiplicarse en sectores más pequeños o subcomarcales (sin que ello signifique, necesariamente, un encarecimiento del sostenimiento de tales estructuras), para hacer posible esa cercanía deseable entre las instituciones y los usuarios. Estas medidas, junto con el ejercicio de la democracia como autonomía total, aseguraría una mayor sensibilidad hacia lo local. En dichas instituciones el discurso cientifista o técnico-administrativo, debería ceder paso a un discurso más deliberativo, heterogéneo, más sujeto a juicios y apreciaciones holistas y cualitativas, abiertamente valorativo y político, si bien no necesariamente ajeno a las necesidades e intenciones de !os legos. En este contexto, las directrices curriculares han de ser las mínimas que aseguren la equidad social y la distribución equitativa de los recursos, admitiendo o exigiendo la divergencia, como un mecanismo óptimo para asegurar la implicación del colectivo docente en la configuración de su propio quehacer, en función de las necesidades e intereses locales, a menudo cambiantes y singulares a nivel !ocal.

Respecto a los modelos de perfeccionamiento, de acuerdo con la justificación del hecho de la diversidad, es necesario mantener una dinámica muy diversificada, sensible a las necesidades de cada profesional o mejor, de cada colectivo. Pero, en lugar de primar los enfoques tecnológicos, que reproduce el esquema universitario de experto depositario del saber, es muy importante introducir, con independencia del modelo por el que se opte, enfoques deliberativos, que estimulen la reflexión sobre la práctica docente, el análisis crítico de las situaciones sociales y políticas en que se enmarca el trabajo docente y la cultura de la experimentación y resolución de problemas en el seno de equipos docentes. En este contexto, la "red de formación" ha de ser amplia y diversa, regida por un poder político local efectivo que posibilite la creación y desarrollo de modelos de perfeccionamiento que se ajusten a la realidad de cada lugar. Esto no quiere decir que no deba existir una mínima reglamentación que impida la desigualdad y la arbitrariedad. Como diría Hargreaves (1996), la cuestión aquí está en conseguir un equilibrio entre unos principios básicos comunes que garanticen una ética mínima común (regida por principios como el de equidad, excelencia, justicia, asociación, atención a otros y conciencia global) y unos procesos descentralizados y diversificados que respeten los valores de autonomía, responsabilidad y compromiso.

Desde este punto de vista, se debe estimular, sin ninguna directriz curricular como contrapartida, el trabajo colegiado (ej.: modelo de equipo docente o centrado en la Escuela, o bien el modelo autónomo o de grupos de trabajo, procurando que sean flexibles, no balcanizados, más interdisciplinares e internivelares), en un contexto laboral que asegure los tiempos y los espacios apropiados. La importancia del modelo de equipo docente o centrado en la Escuela no sería equiparable a la situación anterior, más preocupada por conseguir el compromiso colectivo de implementación de unas directrices curriculares decididas fuera de dichos colectivos, lo que, en definitiva, supone una farsa de la colegialidad. A pesar de la importancia de este modelo, es muy importante aclarar que, junto a la exigencia de espacios colegiados de formación, es importante respetar los espacios cerrados de individualidad, que, a veces, necesitan otros marcos físicos diferentes, pues es sabido que el contexto mediatiza y que el profesorado necesita frecuentemente distanciarse de la institución para pensar críticamente sobre su trabajo. En esta línea, habría que estimular la autoformación personal, para la que habría que articular programas de formación personales específicos (ej.: asistencia a congresos, becas de estudio, años sabáticos, etc.).

Por otra parte, es importante que se tenga en cuenta que, en el contexto cada vez más complejo de las sociedades postindustriales, es necesario equipar al profesorado de recursos para el trabajo en un sistema educativo diverso y variable en su oferta educativa, por lo que sería conveniente impulsar actividades de carácter interdisciplinar o globalizado como contenido prioriatario en la formación en el seno de equipos interprofesionales. No queremos indicar que en este modelo no sea posible una política de cambio curricular, sino que dicha política no debería pretender realizar los cambios desde fuera (con el auxilio de los CEP), sino desde dentro (de las escuelas), es decir, partiendo de lo que ya se hace. Es decir, en vez de limitarse a hacer cambios estructurales como si las estructuras cambiaran las culturas profesionales, habría que impulsar un más lento cambio cultural en el profesorado, que finalmente se traduzca en la exigencia de nuevas estructuras acordes con los nuevos planteamientos o, como máximo, algunos cambios estructurales mínimos que respeten y estimulen tal reculturación, lo cual sí debería ser la función de los CDP.

En este contexto, el valor profesional cambiaría drásticamente, de manera que la situación anterior de valor de cambio cedería el paso a una situación de valor de uso, pero no un uso tecnológico y acrítico, sino un uso más profesionalizado, con un mayor sentido social y político de las innovaciones que se incorporan al repertorio profesional. Para ello es fundamental no ligar las actividades de formación permanente a incentivos económicos (ej.: sexenios) o incentivos de promoción (ej.: concursos de méritos), ya que estas situaciones propician el valor de cambio y la perversión del modelo. La motivación extrínseca de los incentivos debería ceder su lugar a una motivación más intrínseca, basada en los intereses y necesidades profesionales, sin mayor estímulo que el afán de realizar el mejor servicio posible en todo momento. Pero esta tesis de la no incentivación no es contraria a la exigencia de otro tipo de estímulos, como el de publicidad (de las innovaciones) y la de facilitar unas condiciones apropiadas para el desarrollo de las actividades de perfeccionamiento (en tiempo y espacio) y el desarrollo de las innovaciones que de ellas se deriven. Es pues, un planteamiento que tiende a ser igualmente mayoritario, alcanzando a todo el profesorado que lo desee, pero en una dinámica voluntaria, donde lo más importante no es tanto la estética de la cantidad (de participantes), como la ética de la calidad (de lo que se hace), pero una ética construida desde la diversidad y no desde la unidad de otros contextos lejanos a los centros educativos.

Finalmente, en cuanto a la cultura profesional, es evidente que frente a esa ficción de profesionalidad que se impulsa con los modelos tecnológicos centrados en la competencia del individuo, el impulso de la colegialidad en estos modelos propiciaría un perfil más cooperativo, sin por ello significar el eclipsamiento de la individualidad (que no individualismo) de cada profesional, imprescindible para garantizar el perfeccionamiento continuo del sistema. Desde este punto de vista, aquí hablaríamos más de una "profesionalidad compartida", que propicia la corresponsabilización en las tareas y la consolidación de los equipos docentes en torno a comunidades críticas, autoconscientes de su situación, su actividad social, etc., y suficientemente autónomas en relación a su trabajo específico. En este sentido, el trabajo de los CDP en la formación permanente supondría, en términos de Hargreaves (1996), un desplazamiento de la "ética de la atención" (a los alumnos) a una "ética de la responsabilidad" (perfeccionarse), lo que supondría también una atención a ellos mismos (además de prestar atención a sus alumnos, la reciben también como profesionales). Esto puede contribuir a eliminar los hábitos y los efectos perversos del individualismo y redundaría en la creación de una nueva conciencia, una mayor autoestima y una dignificación de los procesos laborales y personales implicados, con una mayor capacidad para intervenir educativamente y no meramente para ejecutar programas elaborados en instancias ajenas.

Como indicaba Imbernón (1994), en este contexto la cultura profesional no resultaría tanto de la competencia académica como de la implicación profesional en la problemática del entorno escolar y la comunidad en la que se inscribe, integrando en su proyecto educativo los valores, la cultura, la lengua y las tradiciones de dicho contexto. Se asumiría, de acuerdo con Rivas (1991), que la actividad docente va más allá del mero ejercicio de la enseñanza y que el tipo de tareas implicadas en su definición profesional es mucho más complejo y a menudo escurridizo que las meramente pedagógicas. El círculo vicioso que generan las expectativas de la sociedad sobre la función de la Escuela, que crea unas determinantes condiciones profesionales que generan y perpetúan una determinada cultura profesional apropiada para la reproducción, podría romperse a través de instituciones periféricas de este tipo, con un planteamiento de la formación permanente menos ligado a la introducción de cambios curriculares planificados centralizadamente, y más al desarrollo de esa profesionalidad compartida que necesita una Escuela que fomente una ciudadanía más autónoma, crítica y solidaria. Obviamente, una medida de este tipo tendría que ir aparejada de nuevas concepciones de lo que debe ser y hacer la Escuela, de cuál debe ser la función de la Administración educativa en la regulación de la Escuela Pública y qué tipo de sociedad es la que desea la ciudadanía, pero podríamos comenzar por cambiar la cultura profesional del docente.

 

Conclusiones

 

Se ha intentado realizar un balance analítico de la evolución de la formación permanente del profesorado en ejercicio durante los últimos años, centrándonos de manera especial en la última década, en que por vez primera se puso en marcha una política en esta materia, cuya manifestación más evidente fue la creación de los Centros de Profesores o CEP. Del análisis de la situación previa a la puesta en marcha de esta política y la actual, centrada en los CEP, se desprende que, junto a los evidentes avances políticos conseguidos, el afán de asegurar el desarrollo de una política educativa caracterizada por el cambio curricular (Reforma), se ha hecho un uso imprudente de los CEP, sustituyendo su función dinamizadora y reprofesionalizadora del profesorado por una función administrativa, meramente ejecutiva, desoyendo las advertencias sobre sus potenciales efectos contrarios a los fines perseguidos, desde las investigaciones realizadas sobre el pensamiento del profesorado, su cultura profesional y la influencia de las condiciones de trabajo. De este modo, se ha perdido una formidable ocasión, insinuada en los primeros momentos del nacimiento de los CEP, de crear un sustrato favorable para el nacimiento de una cultura profesional nueva, más autónoma, cooperativa y crítica, que se involucrara participativamente en los procesos de cambio curricular que necesita la Escuela, que, por lo demás, ya estaban introduciéndose, aunque limitadamente, desde los MRP. En su lugar, los CEP se han convertido en subdelegaciones comarcales que, para cumplir con el cometido de informar sobre prescripciones administrativas, quedan relegadas a meras entidades acreditadoras de asistencias a cursos de muy diversa índole y calado en el aula, creando una cultura mercantilista que sustituye el valor de uso de la formación por el valor de cambio de la acreditación. Los últimos pasos dados en esta dirección muestran una decidida apuesta por su supresión, todavía no decretada aunque sí apuntada, para dejar que el "mercado" de ofertas, necesariamente fragmentado, se encargue de esta misión, haciendo gravitar en los centros docentes las decisiones sobre la formación de su profesorado.

Con todo, estamos convencidos de que, sobre los cimientos de estas estructuras, y tomando como referencia los aspectos más positivos de los CEP, especialmente en su primera etapa, sería posible configurar un tipo de centro reprofesionalizador que proponemos llamar Centros de Desarrollo Profesional, más preocupados del desarrollo profesional y la creación de comunidades críticas, que de asegurar ingenuamente el éxito de determinadas políticas de cambio curricular concebidas centralizadamente. Este tipo de instituciones podría ser uno de los puntos de ruptura de ese círculo vicioso generado en torno a la cultura profesional del docente, a partir de estereotipos sociales dominantes que generan una determinada visión de la Escuela y su función social, que acaban por mediatizar la cultura profesional del docente. Claro que esto supone una fuerte apuesta política que actualmente estamos lejos de contemplar en éste y otros países de nuestro entorno. Por ello, tal vez la única vía pueda consistir en que el profesorado forme parte de comunidades críticas a nivel local y demandar de estas instituciones cambios importantes en su estructura y función.


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(*)  Rafael Yus Ramos, profesor del IES "Reyes Católicos" de Vélez Málaga, pertenece al Colectivo Pedagógico de la Axarquía. De 1986 a 1993 fue coordinador del CEP de la Axarquía.