PENÉLOPE Y LA FORMACIÓN PERMANENTE
DE PROFESORES EN ANDALUCÍA
Carlos Marcelo García (*)
La aparición del decreto que regula
el Sistema andaluz de Formación supone, para el autor, el auge de una nueva
forma de entender la formación permanente fundamentada sobre modelos
eficientistas, centralizados, orientados exclusivamente a la implantación, que no consideran las necesidades de aprendizaje de los alumnos ni las
condiciones en que los profesores construyen y cambian su práctica. En
definitiva, un deshacer de nuevo, sin datos que avalen la decisión, el tejido
de la formación permanente y los conocimientos relativos a ella, construidos
con tanto esfuerzo.
Uno
a veces tiene la impresión de que, en educación, lo que con mucho trabajo se
construye, con poco esfuerzo se volatiliza. Tardamos mucho tiempo en convencer
a las personas, en poner en marcha estructuras, en hacer compartir ideas y
metas, pero, por las circunstancias de los tiempos -políticos, económicos,
ideológicos, o personales-,todo ese esfuerzo se esfuma y nos queda la sensación
del eterno volver a empezar.
Algo de ello ha ocurrido
en el horizonte reciente de la formación del profesorado en Andalucía. Vientos
de cambio surgieron hace dos años. Cambios que venían a cuestionar la eficacia
y eficiencia de la organización y funcionamiento de la formación permanente del
profesorado en Andalucía. Cambios que surgían ante la insuficiente visibilidad de las acciones formativas
llevadas a cabo. Cambios que venían a cuestionar la calidad -Y a veces la
cantidad- de la formación que desde las instituciones correspondientes Centros
de Profesores se venía llevando a cabo.
Estos
cambios se han justificado por la necesidad de dar un nuevo impulso a la
formación del profesorado, de lanzarla de nuevo después de diez años de
actividad. Pero, conforme los profetas del cambio van aterrizando en sus
concreciones nos damos cuenta que el cambio no ha resultado hasta ahora-
sino en una clara pérdida de horizonte y finalidad, en un lamentable
despilfarro de experiencias y de conocimiento adquirido; en definitiva, en un
destejer lo tejido.
La formación permanente
del profesorado en España tiene una historia breve y reciente. Muchos están de
acuerdo en afirmar que la creación de los Centros de Profesores en 1984 supuso
el primer intento serio de democratizar la formación del profesorado, tomando
como referentes de este proceso la descentralización de la formación (cercanía
a los centros educativos); la participación del profesorado en su propia
formación (tanto en la planificación como en su desarrollo); la horizontalidad
en la gestión (gestionados por los propios profesores), así como el protagonismo de modelos de formación activa e
innovadora. Los Centros de Profesores fueron creados por Real Decreto 2112/84
de 14 de noviembre (B.O.E. 24 XI 84), planteados como "instrumentos preferentes para el
perfeccionamiento del profesorado y el fomento de su profesionalidad, así como
para el desarrollo de actividades de renovación pedagógica y difusión de
experiencias educativas, todo ello orientado a la mejora de la calidad de la
enseñanza" (Artículo 1). El modelo de Centro de Profesores que se
adopta se inspira en los existentes principalmente en Inglaterra y Noruega. La
creación de los Centros de Profesores, que se inicia en 1984, se extiende a las
demás comunidades autónomas de forma progresiva, aunque con diferencias en el
ritmo y competencias. Por otra parte, el hecho diferencial español referido a
la existencia de comunidades autónomas con y sin competencias de legislación y
ejecución de políticas educativas específicas contribuyó a la creación de
centros de formación con diferente nomenclatura pero con similares funciones.
En Andalucía, los Centros de Profesores se empiezan
a crear en torno a 1986, intentando responder a los principios orientadores
anteriormente enunciados, aunque haciendo coincidir su ubicación física con la
de grupos de profesores innovadores, o determinándola según motivaciones de
política de índole local. Sea como fuere, los CEP fueron creciendo poco a poco
con una elevada autonomía de funcionamiento, lo que les permitía establecer de
forma independiente la política de formación que habrían de desempeñar en su
zona de influencia. Bien es verdad que, es sus comienzos, los CEP disponían de
escasos recursos personales posteriormente se les dotaría de asesores ,
aunque la motivación y el entusiasmo inicial de sus promotores pretendía suplir
esta deficitaria situación.
Los Centros de Profesores han tenido una historia
caracterizada por una pérdida progresiva de su capacidad de desarrollar su
propia política de formación. Así, si al principio los CEP tuvieron una
actividad poco regulada por la administración, poco a poco se va produciendo un
proceso de progresiva burocratización de
su funcionamiento. Este hecho va unido a la implantación de la LOGSE y a la necesidad de la administración
educativa de desarrollar su política reformadora a través de la institución que
en años anteriores había creado. De esta forma, si en sus comienzos el
funcionamiento de los Centros de Profesores puede caracterizarse de espontáneo,
libre, desregulado y, a veces, algo caótico, poco a poco fueron apareciendo
normativas que van concretando las posibilidades de acción autónoma de los
mismos.
Una regulación importante, en este sentido, fue la
creación de las Comisiones Técnicas
Provinciales. Junto a la progresiva intensificación,
en los últimos años han aparecido algunos decretos que se dirigían hacia
una mayor coordinación entre las actividades y programas desarrollados, tanto
a nivel regional como comarcal. En Andalucía, estas Comisiones supusieron un
paso importante respecto a la necesaria coordinación de la política de formación
entre los diferentes
Centros de Profesores.
Para ello
resultó de suma importancia la publicación del Plan Andaluz de Formación Permanente del Profesorado, que el
extinto Instituto Andaluz de Formación y Perfeccionamiento del Profesorado
publicó en 1992.
Me gustaría detenerme un poco en este Plan, porque ha sido el que ha regido la
política de formación del profesorado hasta la publicación del decreto de 29 de
julio que regulaba el "nuevo"
Sistema Andaluz de Formación del Profesorado. Y quiero detenerme en este
documento porque viene a significar, en parte, la preocupación de la Consejería
de Educación y Ciencia de la Junta de Andalucía por concretar en un documento
escrito la ideología que sobre la formación se asume. Esta ideología ya
sé que puede resultar pretencioso utilizar este término se concreta en
unas finalidades, unas ideas sobre la formación y el papel del profesor, así
como en unos modelos de formación. Dicho Plan
incluía la suficiente información como para saber cuáles eran las líneas de
actuación que desde la política educativa se tenían acerca de la formación. Es
decir, aunque todos sepamos que los ideales están para indicar el camino y son
necesariamente utópicos, resultaba de mucha utilidad y claridad saber que, como
se decía en aquel documento, los programas de formación del profesorado debían
caracterizarse por "estar centrados
en la actividad cotidiana del aula; ir nucleados en torno al trabajo de equipos
docentes; ser participativos; flexibles en las ofertas; favorecer la
investigación..."
Junto a estas declaraciones generales, el Plan establecía unos procedimientos o
modalidades de formación que, acorde con los modelos teóricos más actualizados
(Marcelo, 1995, Sparks y Loucks, 1990) venían a establecer una especie de
ordenación creciente en cuanto al ritmo y complejidad de las acciones de
formación. Así, se establecían diferentes modalidades de formación que se
correspondían con los cursos presenciales, los Seminarios Permanentes, los
Proyectos de Innovación Educativa, y
los Proyectos de
Formación Centrada en
la Escuela.
Esta
variedad de modalidades de formación tenía una lógica innegable. Tal como
posteriormente se reguló mediante decreto, las modalidades enunciadas permitían
la creación de itinerarios de formación, es
decir, sendas, caminos, trayectorias, que los profesores, individualmente
primero y en equipo después, hacían para profundizar en algún tema de su
especialidad o ámbito de trabajo. La idea de trayectoria de formación viene
siendo avalada por todo tipo de autores (Ferry,1991; Huberman, 1995). Tiene que
ver con la idea del profesor como profesional que aprende de forma continuada,
que Delors ha destacado recientemente en su informe (Delors, 1996). También se
justifica por la necesidad de ser coherentes con la idea de que el profesor es
un adulto que aprende de otros, pero también con otros (Marcelo, 1995).
Las actividades denominadas de autoformación se han caracterizado, generalmente, por un
insuficiente seguimiento y evaluación del resultado de los trabajos realizados
por los profesores. En el caso especial de los Seminarios Permanentes, su
elevado número -más de 2.000 en el curso 1994-95- ha producido que no pueda
realizarse un seguimiento mínimo de las actividades realizadas por sus
miembros. Los Centros de Profesores, además de estas modalidades ofíciales, habían venido manteniendo un
hasta ahora desconocido número de Grupos
de Trabajo específicos para cada CEP.
Visto en la distancia, la situación podía
caracterizarse de caótica desde el punto de vista de una administración educativa que necesita conocer cuáles son
los beneficios de los recursos económicos invertidos en unas modalidades de
formación que tienen una dificultad de presentación de resultados visibles y a
corto plazo. Las modalidades de autoformación denominadas Proyectos de Innovación han sido objeto de estudio en una
investigación que realizamos en 1995 (Marcelo, 1996). En ese trabajo estudiamos
en extensión la mitad de los Proyectos de Innovación Educativa en Andalucía,
así como analizamos con más detalle
siete casos de
otros tantos proyectos
de innovación.
Los resultados nos dieron algunas pistas para
comprender la formación mediante la innovación, cómo surge, qué dinámicas se
producen, cómo actúan y qué aprenden los profesores y los alumnos, así como el
impacto que el proyecto tenía en los centros educativos.
Pocas iniciativas se han tomado para rentabilizar las inversiones personales
y económicas realizadas por la administración educativa es decir por
todos los contribuyentes en estas modalidades de autoformación. Algunos
CEP han realizado jornadas comarcales de intercambio de experiencias. Por
nuestra parte, y en colaboración con el CEP de Alcalá de Guadaira organizamos
en septiembre de 1995 unas Jornadas
sobre Proyectos de Innovación Educativa en Andalucía (Machío y otros,
1996). Estas jornadas permitieron a los profesores exponer sus propios
trabajos, así como aprender de las innovaciones realizadas por otros.
Pero, aunque esfuerzos de este tipo se han llevado
a cabo en muchas comarcas y provincias andaluzas, cabría esperar una mayor
sistematización, organización y explotación de los trabajos realizados por los
profesores. Y aquí, posiblemente, haya que anotar un exceso de activismo en muchos Centros de
Profesores, de asumir actividades de autoformación que no podían materialmente
atender. Ha habido una preocupación mayor por la cantidad de actividades que
por rentabilizar y cribar la calidad de las mismas. Y ello, a la larga, ha dado
los argumentos suficientes a los que han optado por la decisión de suprimir la
variedad de modalidades antes enunciada.
En efecto, fruto de una decisión política poco
explicada ni explicable, la orden de convocatoria de actividades de
autoformación de 1996 agrupa todas las actividades en los denominados Grupos de Formación. ¿En qué datos se basa esta decisión? ¿Se ha realizado
alguna evaluación interna o externa que determine esta necesidad? ¿A quién
beneficia esta especie de tótum revolútum
de actividades de autoformación?
A mi entender ésta fue una de las primeras
decisiones que empezaron a poner de manifiesto una nueva forma de entender la formación
del profesorado en Andalucía. Una forma que me atrevería a llamarla más eficientista, basada en criterios de
rentabilidad, claridad en la gestión y ofrecimiento de resultados computables y
observables. Una forma de entender la formación que, lejos de la ideología y la
utopía, está más cerca de las cuentas de resultados y de criterios contables.
Una manera de entender la formación como si de una cadena de montaje se
tratara, en donde las inversiones se miden por los resultados a corto plazo y
donde la planificación está centralizada y controlada. Una formación que estima
más el cuánto (número de cursos, número de horas) que el cómo (cómo se lleva a
cabo la formación, qué tal de buena es). Una visión de la formación que
desprecia la excelencia y prima la uniformidad. Una formación que se da, más
que se hace. Una formación, en definitiva, entendida más como un problema que
como una solución.
Los pasos que van conduciendo hacia esta idea de la
formación se han ido jalonando de decisiones que han estado basadas y
justificadas en un total cuestionamiento de la calidad y eficacia de la
estructura y funcionamiento de la formación del profesorado en Andalucía.
Parecía constatarse un desencanto, una valoración negativa de la situación de
la formación permanente del profesorado, concentrándose esta crítica en la
institución encargada de dar viabilidad a esta formación: los Centros de
Profesores. Esta percepción negativa flotaba
en el ambiente. Sin embargo faltan, a la fecha de hoy, datos que corroboren
el buen o mal funcionamiento de los Centros de Profesores y de las demás instancias
de coordinación de la formación. Pero ello no evita que se tomen decisiones y
que, de nuevo, se desteja con premura los que con esfuerzo prolongado e intenso
se construyó.
Uno de los avances más significativos en el ámbito
de la formación permanente del profesorado lo constituyó la creación de la
figura del Asesor de Formación. Auspiciado
por una política del MEC, se entendió la necesidad de dotar a los Centros de
Profesores de profesionales de la formación, buenos docentes, pero también
buenos formadores. Y para asegurar que su formación era adecuada, no sólo en el
ámbito docente, sino también en el de la planificación, desarrollo y evaluación
de la formación, la Consejería de Educación y Ciencia desarrolló en torno a
1989 90 cursos de formación para asesores de Educación Infantil, Primaria
y las diferentes áreas de la Educación Secundaria. Participé en algunos de
estos cursos y pude comprobar el entusiasmo del profesorado participante, así
como la inquietud e inseguridad ante el desempeño de un rol tan poco definido
como el de asesor. Pasado el tiempo hemos aprendido muchas cosas sobre los
procesos de cambio y sobre la necesidad de profesionalizar el trabajo del
asesor. En una investigación, intentamos detectar el perfil del asesor de
formación y las necesidades formativas detectadas por los asesores andaluces
(Marcelo, 1997). Este trabajo nos puso de manifiesto que antes que contenidos
curriculares o didácticos, los asesores reclamaban formación sobre resolución
de conflictos, relaciones personales, motivación de grupos, etc.
La figura del asesor ha atraído a algunos
investigadores españoles, y no digamos de otros países desarrollados. En
concreto, el número 2 de esta revista, Conceptos,
se dedicó monográficamente a revisar aspectos teóricos y experiencias
relacionadas con la función de asesoramiento. También nosotros le hemos
dedicado una atención especial en la publicación que titulamos Asesoramiento Curricular y Organizativo en Educación
(Marcelo y López, 1997).
Pues bien, todo lo dicho me sirve para volver a
analizar la reciente política que sobre el asesoramiento se ha venido llevando
en nuestra comunidad autónoma. La experiencia nos ha mostrado que el trabajo de
asesor y la concepción del asesoramiento no tiene un único enfoque. Biott
(1992) planteaba que existen al menos dos modalidades de asesoramiento a los
profesores, en función de que esté orientado al desarrollo de la propia
escuela, o a la aplicación de innovaciones diseñadas externamente. El asesoramiento orientado al desarrollo es
un proceso de naturaleza voluntaria, informal, evolutivo, y poco predecible,
mientras que el asesoramiento orientado a
la implantación se concibe como impuesto, formal, sobre temas concretos, y
con un resultado previsible. Cabe aquí, pensando en nuestro contexto actual,
que el asesoramiento que los centros educativos reciben para la elaboración del
Proyecto Educativo y Curricular de Centro, puede entenderse como un
asesoramiento claramente orientado a la implantación, y con las características
que anteriormente hemos comentado. Ello repercute en que los asesores no sean
percibidos por los profesores como profesionales que pueden prestarle ayuda,
sino como cómplices de la política de
la administración, como sujetos no neutrales que no responden a las necesidades
de las escuelas, sino a la implantación de las normas y regulaciones
administrativas.
Pero la tarea de los asesores presenta otras
dificultades, y ello influye en que las recompensas intrínsecas sean escasas.
Bollen (1993) ponía de manifiesto cómo gran parte del trabajo del asesor
permanece oculto y su influencia real queda diluida y compartida con otras
personas o agencias que participan en el proceso de cambio. Además, la
principal preocupación del asesor debe consistir en llegar a no ser necesario
para la escuela. Y, en coherencia con la propia figura del asesor, la
evaluación de su trabajo en modo alguno puede hacerse a corto plazo, sino que
va a tener que estudiarse conjuntamente con otros factores internos y externos
a la escuela que facilitan o dificultan los cambios.
La figura del asesor en nuestra Comunidad Autónoma
se había definido por extensión. Valga como ejemplo la Orden de 20 de mayo de 1992 por la que se regula el funcionamiento de
los Centros de Profesores de la Comunidad Autónoma de Andalucía, que
establecía las siguientes funciones:
Detectar y analizar necesidades y demandas de
formación permanente del profesorado en los centros escolares.
Participar en la organización y realización
de los planes de actividades que se establezcan en el CEP o en el ámbito
regional o provincial.
Impartir actividades de formación en la
materia, área o nivel correspondiente.
Prestar apoyo y realizar el seguimiento de
los Proyectos de Innovación Educativa, Grupos de Trabajo y Seminarios
Permanentes.
Coordinar y/o impartir las actividades de
formación y seguimiento de los profesores de los centros en los que se imparte
progresivamente el nuevo sistema educativo.
Dinamizar y promocionar la creación de Grupos
de Trabajo, Seminarios Permanentes y equipos de profesores que desarrollen
Proyectos de Innovación.
Elaborar materiales didácticos y de apoyo
para el trabajo en el aula. Asesorar al profesorado en la utilización y
adaptación a la práctica docente de los materiales didácticos.
Coordinar, en su caso, la aplicación de
aquellos programas experimentales y de evaluación interna de la formación.
Colaborar en la organización del fondo de
recursos didácticos y bibliográficos.
Colaborar en la organización y funcionamiento
del Centro de Profesores.
Mantener
coordinación con el resto de asesores de su área.
Como se podrá comprobar, la cantidad y variedad de
funciones asignadas a los asesores era tal que difícilmente podrían darse
respuesta a todas en el tiempo de trabajo asignado. Pero lo que quizás ha
producido mayores contradicciones ha sido la necesidad de combinar la
realización de un número cada vez más creciente de actividades regladas de
formación (cursos, para entendernos), a la vez que se esperaba el asesoramiento
a los procesos de autoformación, del tipo Seminarios Permanentes o Formación en
Centros. Ambas modalidades de formación requieren capacidades personales y
competencias profesionales, no digamos que radicalmente diferentes, pero sí
algo distintas.
Como hemos planteado antes, el asesoramiento para
el desarrollo, para la mejora, requiere del asesor una mayor presencia en los
centros educativos. Los procesos de cambio son lentos y costosos y la tarea del
asesor es fundamental en los primeros momentos (Fullan, 1993). En este proceso
se ha ido acumulando una gran experiencia en diferentes Centros de Profesores
de Andalucía, empeñados en llevar ala realidad, no sólo a través de enunciados
teóricos, la formación centrada en la escuela. En diferentes encuentros se han
venido intercambiando experiencias al respecto como, por ejemplo, los
organizados por el CEP de Jerez de la Frontera . Hemos podido ir
aprendiendo las dificultades que este modelo tiene; el desgaste personal que
supone para el propio asesor, ya que su propia competencia está permanentemente
en cuestión. Hemos aprendido que es una ilusión pretender que la totalidad del
claustro de los centros se implique activamente en los proyectos, así como la
importancia de contar con líderes, con gente que desde dentro tire del carro. También hemos aprendido
que los cambios requieren tiempo, constancia, estabilidad y apoyo.
El trabajo de los asesores se ha visto como de gran
importancia para la consolidación de los modelos de formación llevados a cabo
por los Centros de Profesores. Pero, al igual que ha ocurrido con muchas otras
innovaciones implantadas en esta década, no se ha llevado a cabo,
paralelamente, un proceso de evaluación que permitiera conocer sobre el terreno
la eficacia y adecuación del trabajo de los asesores, así como de la formación
recibida. Salvo el número de actividades, tanto regladas como de autoformación,
llevadas a cabo por los CEP, poco se conoce acerca del trabajo desempeñado y de
la calidad del mismo.
Y de nuevo se han tomado decisiones sobre la base
de percepciones generales, o bien del conocimiento del mal funcionamiento de
casos concretos e identificables. Las decisiones a las que me refiero tienen
que ver con la publicación el 9 de agosto de 1997, del Decreto 194/1997 de 29 de julio por el que se regula el Sistema Andaluz
de Formación del Profesorado. Entre otros aspectos se argumenta en el
decreto que "el modelo de formación
en centro parece el más adecuado para afrontar el reto que supone la
generalización del nuevo sistema educativo, más plural y adaptado a las
necesidades de formación en la sociedad actual". Pero, para poner en
marcha dicho ¿nuevo? sistema se
requiere "una definición más precisa
del perfil de los recursos humanos". Y para contribuir con claridad a
la definición de ese nuevo perfil, se establece que "podrá ser asesor o asesora de formación cualquier funcionario o
funcionaria de carrera en servicio activo que tenga, al menos, cinco años de
antigüedad en alguno de los Cuerpos de la función pública docente".
¿Qué hemos aprendido en estos diez años para
despreciar la necesidad de formación específica que los asesores deben poseer?
¿Qué experiencias de formación en centros han funcionado bien y nos han
enseñado vías de iniciación de los cambios que todo asesor debe conocer? ¿Tan
poco valoramos el papel de la experiencia, del aprendizaje mediante la
reflexión sobre la práctica, que desechamos el esfuerzo invertido por tantos y
tantos profesores y asesores? O ¿es que la novedad que se propone el propio Sistema
es un partir de cero, un volver a destejer lo tejido?
Llama la atención además, la aparente contradicción
entre proclamar la bondad suprema de un modelo de formación, la formación en el
centro, con la tendencia a la reducción tanto del número de Centros de
Profesorado nueva denominación políticamente más correcta como de
asesores asignados a ellos. Cualquiera que se haya acercado a experiencias de
formación en centro sabrá de la necesidad de contar con asesores internos y
externos motivados y preparados para coordinar e impulsar los planes de
formación de cada escuela. La formación en el centro requiere de condiciones
concretas para su inicio y desarrollo: colaboración, implicación, liderazgo,
indagación, que no surgen de la noche a la mañana (Ainscow y otros, 1994). ¿Qué
ocurrirá en las escuelas en las que esas condiciones no se den? ¿Quedarán fuera
de las ofertas oficiales de formación?
El discurso sobre la formación del profesorado
corre el riesgo de diluirse si no lo revitalizamos planteando de nuevo los
grandes temas que deben servir de guía y orientación a las acciones concretas.
Corremos el riesgo de cosificar la formación quitándole todo el valor que tiene
como promotora de valores y de formas de ver el mundo y la profesión. Y es que
no creo que tenga mucho sentido replantearse la formación del profesorado sin
pararse a pensar sobre el profesor y la profesora que nuestros hijos necesitan,
que la sociedad demanda. No se habla para nada de la profesión docente y de los
nuevos desafíos que le deparan. Y cambiar la formación requiere,
necesariamente, volver a pensar cómo debe ser el profesional que formamos.
Por todas las vías nos llega la idea de un
profesional que aprende a lo largo de toda la vida. Delors, en su informe sobre
la educación afirma que "nos parece
que debe imponerse el concepto de educación durante toda la vida, con sus
ventajas de flexibilidad, diversidad y accesibilidad en el tiempo y el espacio.
Es la idea de educación permanente lo que ha de ser al mismo tiempo
reconsiderado y ampliado, porque, además de las necesarias adaptaciones
relacionadas con las mutaciones de la vida profesional, debe ser una
estructuración continua de la persona humana, de su conocimiento y sus
aptitudes, pero también de su
facultad de juicio
y acción" (1996:20).
Esta
forma de entender la profesión introduce una necesidad de rendimiento de
cuentas y evaluación del docente, pero también de ofertas variadas y flexibles
de formación que faciliten su adquisición en tiempos y espacios acomodados a
las propias necesidades. Y, necesariamente, ello nos conduce a reconsiderar la
carrera docente, así como los incentivos individuales que actualmente existen.
Ya resulta un tópico hablar del escenario que las
nuevas tecnologías están promoviendo. Un escenario de abundancia y hasta
saturación de información, que debe ser procesada para que pueda transformarse
en conocimiento. Esto tiene unas repercusiones importantísimas, no sólo para
los profesores y su formación, sino también para los alumnos y su educación. Y
a ello se refería Sparks cuando hablaba de que se está produciendo un cambio en
la forma de entender la formación. Puede que hayamos pensado mucho en el
profesor individual y en sus necesidades concretas. Este autor plantea que, en
lugar de centrar la formación del profesorado solamente en las percepciones de
los profesores en relación a lo que ellos necesitan, la planificación de la
formación de profesores está comenzando por determinar las cosas que los
estudiantes necesitan conocer y ser capaces de hacer, y plantearse qué
conocimientos, destrezas y actitudes se requieren en los profesores para que
esas metas se consigan. Y, seguramente, lo que nuestros alumnos necesiten tenga
mucho que ver con la capacidad de aprender individualmente y en grupo, de
planificar, de indagar, de construir, de ser responsable y comprometido. Por
ello, "el éxito del desarrollo
profesional no se juzgará principalmente por cuántos profesores y directores
participan en los programas, o por cómo los perciben y valoran, sino por si
alteran su conducta docente de forma que beneficie a los alumnos. La meta del
desarrollo profesional y otros esfuerzos de mejora es mejorar la actuación de
los estudiantes, los profesores y la organización (Sparks, 1994:26).
La formación del profesorado en la actualidad se
debe entender más como un sistema integrado, estructurado y sistémico que como
un conjunto de acciones dispersas, valoradas principalmente por la cantidad que
por la calidad de su desarrollo. Y es esto algo en lo que el actual Sistema
Andaluz de Formación del Profesorado ha ofrecido poco avance. Ha quedado
suficientemente claro, y en esto las investigaciones vienen a avalar las
supuestas creencias, que el modelo de formación basado en cursos, un modelo
técnico, no tiene capacidad como para afrontar los enormes y a veces poco
conocidos retos que las reformas actuales están planteando. Little lo planteaba
con claridad cuando manifestaba, en un interesante artículo sobre la formación
del profesorado y las reformas educativas, que "el paradigma de formación a través de cursos, no importa cuanto
de bien se lleven éstos a cabo, no es capaz de dar respuesta a la agenda de
reformas" (1993:133). La reforma requiere pensar modelos alternativos
de formación, flexibles, orientados a metas, con una visión constructiva del
conocomiento profesional de los profesores. Modelos que nos ayuden a dar
respuesta a una de las preguntas claves de todo programa o actividad de
formación: ¿bajo qué condiciones los profesores aceptan y utilizan la nueva
información que se les presenta en las actividades de formación?, ¿cuándo y
cómo cambian y reestructuran los profesores sus conocimientos y prácticas?
(Tillema e Imants, 1995).
La formación del profesorado debe ir construyéndose
desde la práctica pero también desde la investigación (Rhine, 1998). Y ni una ni otra parecen tener
actualmente eco en las decisiones adoptadas. Muchas instituciones y personas
tienen tenemos la responsabilidad de poner al día el debate acerca
de qué formación necesitan las escuelas, profesores y los alumnos que queremos.
Y en tanto que la educación es un asunto público, también lo debe ser el
discurso y la reflexión. Las escuelas de la tercera ola (Toffler, 1980) están requiriendo de nosotros
imaginación para plantear formas de aprendizaje que pueden llegar a poner en
cuestión incluso la forma como entendemos actualmente la propia institución
escolar. Y así, debemos pensar que en un mundo más abierto como el que se nos
presenta, las distinciones espaciales entre "dentro" y
"fuera" de las escuelas no se mantienen (Hargreaves, 1996). Por ello, el discurso de la
formación del profesorado debe analizar las repercusiones de la diversidad y
variedad de fuentes y recursos para el acceso a la información, debe
profundizar en la capacidad que proporciona a los profesores y las escuelas la
constitución de redes intra o internacionales de profesores aprendiendo en
común. Debe cuestionar el viejo paradigma de una formación jerárquica y
centralizada, celosa de las decisiones locales y atenta más a los resultados
que a las necesidades de los individuos. Debe cuestionar el erróneo dilema de
control o caos.
En formación del profesorado podemos tener la
tentación de pensar que avanzamos cuando lo que hacemos realmente es dar
vueltas. Podemos pensar que cambiamos la realidad cambiando las palabras. Pero
ya sabemos que eso no es así. Los avances se producen analizando seriamente los
errores cometidos y las ganancias obtenidas; los aprendizajes realizados y los
problemas encontrados. Así haremos que nuestro tejido esté lo suficientemente
bien tramado como para evitar destejerlo con facilidad.
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(*)
Carlos Marcelo García pertenece al Departamento de Didáctica y Organización
Escolar de la Universidad de Sevilla. Dirección: Facultad de Ciencias de la
Educación. Avda. San Francisco Javier, s/n. 41.005 Sevilla. Tfno.: 95 455 77
33. E mail: marcelo@cica.es