LA EVALUACIÓN
DE LA FORMACIÓN PERMANENTE DEL PROFESORADO (*)
Francisco
Beltrán Llavador
Ángel San
Martín Alonso (**)
La evaluación, proceso intencional para la producción de conocimiento mediante la experiencia, que permite otorgar significado a las actuaciones, y que se expresa, finalmente, en términos de valor, mantiene relaciones singulares con la formación permanente del profesorado, orientada al desarrollo profesional, hasta el punto de que los autores aluden a un complejo formación-evaluación para referirse a la trama estructural que configuran estos dos elementos.
El anunciado fracaso de la reforma educativa del 70 no fue tal desde el punto de vista de la socialización profesional de los docentes, puesto que para entonces se había implantado con considerable vigor una acepción restringida de la evaluación consistente en la verificación del logro de los objetivos propuestos. No obstante, en los años de la transición política y dadas las convulsiones que el panorama político español venía sufriendo, las disquisiciones en torno a estos asuntos podían verse como veleidades, por lo que no se aireó demasiado el tema. Coincidiendo con el acceso al gobierno del Partido Socialista comienzan a divulgarse otras propuestas pedagógicas que, procedentes fundamentalmente del ámbito angloamericano, nos aproximan a visiones alternativas a la que por entonces ya se había instalado de manera dominante entre nosotros. A partir de ahí pueden leerse ciertas aproximaciones, más que coincidencias, entre el nuevo modo de abordar la formación permanente del profesorado, por la vía de los Centros de Profesores, con el cambio del discurso pedagógico y con los planteamientos reivindicativos de una nueva cultura profesional por parte de los movimientos de renovación. Pero las políticas del cambio educativo en un país no pueden ser enjuiciadas sólo a partir de las decisiones que adoptan formato legal o legislativo. De hecho, como muestran algunos trabajos (Butterfield, 1995), los argumentos sobre la mejora pueden ir acompañados por el incremento de formas del control (técnico), en razón de lo cual resulta peligroso adoptar un punto de vista fragmentado.
Curiosamente, será también a
partir de ese momento cuando se comience a generalizar la demanda de evaluación
por parte de unos y otros. Bien es verdad que en unos casos traducían
exigencias de accountability, en otros pretensiones de
re-profesionalización y en otros de mera recualificación laboral. El largo
proceso de experimentación de la nueva reforma educativa, las retóricas
exigencias de calidad, las tensiones políticas de una democracia joven y los
intentos consiguientes de instrumentalizar el aparato escolar, las políticas
neoconservadoras de los países que se habían adoptado como referencias de los
nuevos modos de entender y atender a la educación pública, etc., fueron todos
ellos factores que difundieron, hasta generalizarlo, un discurso evaluativo
que, sin embargo, nunca llegó a generar una verdadera cultura de la evaluación
entre el profesorado y menos entre la ciudadanía. Más bien cabría decir que la
evaluación ha sufrido, más allá de que esa sea parte de su condición, un
proceso de ritualización que enturbia el panorama al que ahora nos enfrentamos.
La reciente reforma educativa introdujo, sí, otras pautas culturales entre el conjunto del profesorado, entre ellas una cultura del cambio escolar. A su vez, las prácticas relativas a la formación permanente del profesorado, implicadas, en consecuencia, en el desarrollo profesional docente, están siempre orientadas al cambio, puesto que la profesionalidad docente no se asocia a la consolidación de pautas estandarizadas de actuación, sino, por el contrario, a la capacidad y disponibilidad para asumir de manera efectiva un contexto cambiante (dada la naturaleza misma de la educación, etc.). Pero, pese a esta aparente convergencia (o coincidencia), algo ha ocurrido por lo cual no puede afirmarse con plena convicción que los cambios introducidos por la reforma hayan provocado incrementos en la profesionalidad de amplios sectores del profesorado.
Quizá el mayor error
relativo al cambio educativo, implícitamente asumido en los últimos tiempos en
nuestra reforma, ha sido no tener en cuenta que el cambio es un proceso y no
un acontecimiento (Fullan, 1982). Como el mismo autor indica, el factor
crucial para llevar a éxito los cambios consiste en dar oportunidades a los
individuos para que éstos encuentren significativo el cambio. Tan importantes
como los programas o las políticas, resultan los modos en los que las prácticas
a las que éstas inducen son vividas por las personas e incorporadas en sus
historias personales y en sus contextos laborales u organizativos; ignorar este
hecho en los análisis de las prácticas tendría efectos considerables. Las
políticas, en consecuencia, no se traducen de manera mecánica en prácticas
generalizadas. Entre las unas y las otras operan una serie de factores que
determinan que las cosas sean como son y no cambien, o que, por el contrario,
hacen que las cosas cambien; por determinaciones cabrá, pues, entender aquellos
factores que explican la ocurrencia particular de un fenómeno (Beltrán: 1991).
Ésas son algunas de las
razones por las que acuñamos la expresión «el complejo formación-evaluación»
rescatando, a efectos del estudio de la evaluación, la reconstrucción de los
mecanismos institucionales de la formación permanente del profesorado, con
especial énfasis en los contextos políticos de cada uno de los momentos de su
implantación y evolución. No se trata de generar ningún neologismo; el sentido
de la expresión puede resumirse diciendo que no resulta pertinente aproximarse
a la formación permanente del profesorado sin considerar las atribuciones
valorativas que unos y otros agentes proyectan en la misma, a la vez que
tampoco procede realizar ninguna valoración al respecto sin tomar en cuenta las
peculiares circunstancias que acompañan al diseño y desarrollo de los programas
formativos. En otros términos, el complejo formación-evaluación alude sobre todo a la trama estructural que
determina la ocurrencia de ciertas formas del desarrollo profesional docente.
La denominación de «complejo», en consecuencia, no tiene que ver con el uso
vulgarizado de un término procedente de la psicología clínica, sino con su
significado propio, literal, referido a una articulación de elementos cuya
influencia nunca es unilateral, pero que, no obstante, conviene desentrañar.
Elaborar un marco en el que pueda pensarse y analizarse el objeto complejo formación-evaluación exige tener en cuenta que tanto la evaluación como la formación son productos culturales que se corresponden con determinadas condiciones sociales, políticas y económicas. Pero, al mismo tiempo, esa correspondencia está mediada por una realidad institucional que es relativamente autónoma. De manera que no es suficiente con describir las condiciones de emergencia y constitución del objeto, sino que, además, reconocemos al objeto como tal debido a su existencia institucional, de la que resulta indisoluble.
Como puede verse con el ejemplo anterior, no resulta sencillo identificar todas las posibles determinaciones que operan en los cambios, ni menos los efectos de cada una. Los procesos de cambio (que podríamos inscribir en la categoría de las políticas) no son unidireccionales, afectan a las cosas tanto como se ven afectados, en especial por las creencias y asunciones de aquellos que tienen que llevar a cabo ese cambio (lo que, en cierto modo, entra en el plano de las prácticas, porque es lo que las subyace). Por otra parte, todo proceso de cambio supone un cierto sentimiento de inseguridad así como la creencia en la falta de destrezas apropiadas para acometerlo. Esto, que ha justificado buena parte de las actuaciones formativas de los Centros de Profesores, se vuelve contra ellos cuando son los asesores quienes se ven asaltados por los mismos sentimientos, por ejemplo, en relación con la evaluación. El cambio no sólo es un proceso, sino que es un proceso complejo, porque es siempre multidimensional. Las pretensiones de introducir a los docentes en una nueva cultura de la evaluación no pasan sólo por exigirles que la practiquen con frecuencia tomando por objetos a sus actuaciones profesionales, ni siquiera por darles formación referida a esa nueva exigencia, sino por considerar las connotaciones con que el término evaluación ha sido investido por los profesores, quienes han venido utilizándolo de manera regular y persistente, no con el significado que tiene en la literatura científica, sino para referirse tanto a los procedimientos de control a los que ha sometido a sus alumnos como a las calificaciones otorgadas.
La asociación por parte del
profesorado de la evaluación a mecanismos de control y sanción la refuerza la
imagen de que los cambios se introducen a través de leyes y regulaciones, cuyo
cumplimiento está sujeto a dispositivos de coerción, por lo que genera
simultáneamente resistencias y hostilidad. Por otro lado, pensar que el cambio
opera a través de procedimientos racionales que deben satisfacer los intereses
de diversos sectores demanda una cierta complicidad de profesores, alumnos,
padres y madres y otros sectores sociales que, si bien en un primer momento se
puede mantener mediante la provisión de recursos y cualificación en las
destrezas requeridas por la nueva situación, a la larga genera insatisfacción
por parte de los sujetos cuya implicación se ha buscado por estas vías, puesto
que el cambio nunca podrá realmente satisfacer todas las expectativas y
demandas individuales.
Suponer, en último extremo, que el cambio tiene lugar cuando un número significativo de personas (profesores, en este caso) son ayudadas a buscar por sí mismas formas innovadoras, a considerar las consecuencias de su adopción y a cambiar las actitudes pasivas o resistentes de los otros mediante su ejemplo o difusión activa, como si de una masa crítica se tratara, resulta ingenuo al menos por dos razones: por una lado no se puede pretender que un sector, que es siempre minoritario, tenga la capacidad de influir de manera significativa en las normas del grupo mayor; por otra parte, incluso esos pequeños sectores convencidos y fieles requieren algún tipo de respaldo, ayuda externa o algún tipo de recompensas, aun bajo la forma de reconocimiento.
Considérese, a la luz de lo
señalado hasta ahora con relación al cambio, el modo en que la introducción de
la última reforma educativa en nuestro país ha operado en sus distintas fases
y, por contraste, el modo en que se han producido determinados cambios dentro
del cambio, particularmente los referidos a la evaluación. Se ha generado un
mecanismo mediante el cual la reforma se ha intentado canalizar a través de los
recursos provistos para la formación permanente del profesorado, o, viceversa,
se ha querido instrumentalizar la formación permanente del profesorado para
garantizar la adopción de las propuestas reformistas. Un primer núcleo de
profesores que actuaban bajo supuestos estrictamente pedagógicos, se ve, en
cierto momento, asociado a otro, cuya lógica es la de cumplir los preceptos
legislativos. Ambos, a su vez, intentarán difundir las propuestas de cambio
entre el resto de profesores apelando a la racionalidad de la satisfacción de
los intereses particulares. En medio de esto, habría que emplazar ahora el
requisito (¿legal, racional-burocrático, pedagógico?) de proceder a la
evaluación de cada una de las actividades de
difusión-formación-recualificación. Resulta casi inevitable que, por un lado,
la evaluación se aplique en cumplimiento de una norma que apela simultáneamente
a la racionalidad y a la confianza; por otro, que se asocie a una mera prueba o
evidencia de la realización de la acción formativa. La evaluación pasa de ser
una vía para atribuir valor a lo realizado en materia de formación, a ser un
procedimiento de control que no garantiza otra cosa que el estricto acatamiento
de la disposición normativa.
Si los párrafos anteriores podían referirse a las intenciones reformadoras del Estado y/o de la Comunidad Autónoma, hay también que considerar algunos factores referidos a las metas propias de cada centro escolar. Ahora bien, en estos centros, como en cualquier otra institución, existen coaliciones de poder, vínculos generados por alianzas (las más de las veces implícitas) definidas con relación a ese mismo poder y líneas de autoridad formalmente definidas, luego explícitas. Es casi innecesario señalar que las más potentes de entre ellas son, precisamente, las que operan de modo implícito y que tienen que ver con el grado de identificación con las decisiones o metas formales o con los procedimientos con los que éstas se llevan a cabo. Estamos hablando de lo que ha dado en llamarse la dimensión micropolítica de las organizaciones. En cuanto a las prácticas, éstas tienen más que ver con el modo en que los profesores entienden posibilitado, respaldado o limitado su propio trabajo por las condiciones concretas de su desarrollo y por las demandas y responsabilidades que sienten sobre sí. La tendencia es a victimizarse, en el sentido de entender que esas condiciones son algo sobreimpuesto, algo que le ocurre a uno y que, siendo ajeno a su control, le exige reacciones adaptativas. En cierto modo es verdad que algunos de los cambios exigidos quedan fuera del control personal del profesor e incluso de su propio centro. A la vista de las condiciones exigidas para el cumplimiento de la tarea docente puede llegar a parecer que ese factor, al que podemos identificar con el estilo personal del profesor, alude a alguna posibilidad perdida ya para siempre, cuando no a una radical imposibilidad. Y sin embargo, incluso este tipo de reacciones forman, en cierto modo, parte de ese llamado estilo personal. Algo hay, sin embargo de cierto en esa sensación de victimismo docente; tiene que ver, sobre todo, con el modo en que desde hace dos decenios, aproximadamente, se ha hecho del profesorado un colectivo al que de manera creciente se le pide que rinda cuentas por el funcionamiento del conjunto del sistema educativo, como si éste fuera de su única y exclusiva responsabilidad.
Pues bien, si de responsabilidad se trata, cabrá que nos detengamos a explicitar cuáles son las formas de ésta que más cumplen a su profesionalidad, ya que en ámbitos educativos el debate en torno a la evaluación se ha centrado desde hace casi cuatro décadas en si ésta debería ocuparse principalmente de la rendición de cuentas (accountability) o más bien de los propósitos de desarrollo. La rendición de cuentas se centra principalmente en satisfacer las demandas de aquellos que proveen los recursos económicos para el mantenimiento de los programas educativos, y también de si tales recursos se han utilizado de manera efectiva y, en consecuencia, si deberían seguir usándose o no del mismo modo; en este caso las audiencias de la evaluación estarán integradas por aquellos que patrocinan el programa y no tanto por quienes están implicados en su ejecución. Por el contrario, la evaluación que persigue propósitos de desarrollo personal, profesional o social tendrá una orientación más formativa, siendo ella misma parte del proyecto de cambio; en este caso la audiencia será, en primer lugar, la de aquellos implicados en la ejecución del programa y comprometidos con el cambio. El objetivo principal de ésta será mejorar la práctica más que satisfacer demandas externas de información.
Ahora bien, probablemente los tres parámetros principales que nos permiten identificar, antes de realizarla, si la evaluación se orientará al desarrollo o a la accountability están definidos por tres ejes trazados respectivamente entre la definición externa o interna de los objetivos y criterios, la utilización de instrumentos diseñados externa o internamente y la atribución última de la responsabilidad evaluadora a un agente externo o interno. Cuanto más tienda una evaluación educativa a quedar definida, diseñada y llevada a cabo desde posiciones internas al objeto que se trate de enjuiciar, mayor será asimismo su potencialidad formativa; al contrario, cuanto menos implicación por parte de los sujetos, más posibilidades tendrá de servir a propósitos exclusivos de rendición de cuentas.
Señala Hoyle (1995) que, a
pesar de su aparente precisión, accountability es un concepto vago. Es
un término que remite a cuestiones como: ¿quién es responsable?, ¿ante
quién(es)?, ¿respecto a qué? y ¿cómo? Si fuera posible obtener respuestas
coherentes a todas estas cuestiones éstas permitirían construir un modelo que,
a su vez, integrara un conjunto de procedimientos. Pero, por lo que respecta a
la educación, los procedimientos de accountability no se han derivado de
un modelo sistemático, sino que más bien han ido emergiendo de una serie de
iniciativas adoptadas por parte de las autoridades políticas o administrativas.
La tradición de la independencia en el ejercicio profesional había generado más
bien un modelo negativo de control sobre el desempeño profesional del
profesorado que se limitaba a su sanción en el caso de graves incumplimientos
de la legislación ordinaria. Por otra parte, la escasa existencia de
prescripciones y regulaciones de la práctica docente conducía a que las
actividades supervisoras y la valoración consiguiente se guiaran por juicios
estrictamente profesionales. Tampoco existía una mayor implicación de los
padres y madres, quienes, en el mejor de los casos, limitaban sus contactos con
el profesor de sus hijos a las escasas ocasiones en que eran convocados. La
falsa impresión que podía extraerse de todo ello es que la enseñanza era una
profesión abandonada al laissez-faire e incapaz de someterse a otras
formas de responsabilidad que las sujetas a criterios profesionales.
Fue, precisamente, esa
visión deformada la que dio legitimidad a procedimientos de accountability
de progresiva implantación. Ello no quiere decir, sin embargo, que hasta
entonces los profesores fueran irresponsables. No se ha encontrado en las
investigaciones internacionales ninguna evidencia de que la falta de control
sobre la responsabilidad de los profesores conduzca globalmente a disminuir su
dedicación o prestaciones. Pero, como se ha señalado, la accountability
no se introdujo en educación como fruto de una estrategia consistente, sino que
más bien fue consolidándose como resultado de una serie de medidas que no
siempre parecían estrechamente relacionadas, tales como otorgar más poder a las
autoridades descentralizadas, la concesión de autonomía para su gestión a las
escuetas, el reclutamiento masivo de profesores en el seno del sistema, el
desarrollo de currícula nacionales, la configuración de equipos de inspección,
etc. Tampoco puede encontrarse un programa lineal de adopción de todas y cada
una de estas medidas. De hecho, su implantación responde a distintas fechas y
orden según otras circunstancias políticas que rigieran en cada momento en los
diferentes países en los que se han encontrado trazas de la misma.
En castellano no disponemos de términos que nos permitan diferenciar, como en el idioma inglés, entre accountability y responsibility, por lo que utilizamos para ambos el término de responsabilidad. En lo que sigue, para mostrar la diferencia entre ambos, utilizaremos los términos anglófonos. El profesor es susceptible de accountability en tanto que actúa como agente para otros, es decir, es responsable ante otros por las acciones que realiza al servicio de los intereses de los otros o en beneficio de esos otros; la accountability es una garantía para esos otros de que sus intereses están siendo salvaguardados o satisfechos. Pero el profesor es susceptible asimismo de responsibility en la medida en que es el único responsable de salvaguardar la finalidad de sus propias actuaciones, los propósitos de las cuales no son enajenables a otros. Si bien en algunos casos predominará la respuesta accountable del profesor (por ejemplo, que enseñe a sus alumnos, que dé sus clases) en otros, la mayoría, lo que predomina es la responsibility (la convicción íntima del profesor de que está cumpliendo su trabajo del mejor modo posible). En aquellos aspectos en que la práctica es rutinaria o meramente instrumental predominará la accountability; pero cuando se trata de aspectos que requieren la toma de decisiones de carácter profesional (esto es, basadas en el conocimiento y la ética profesional), donde tiene que predominar el juicio profesional, entonces sólo es posible una exigencia de responsibility. Los profesores resultarán, en estos últimos casos, accountables post facto, es decir, su responsabilidad tomará la forma de justificación a posteriori o de rendición de cuentas. La responsibility, en consecuencia, incluye a la accountability, pero no al contrario.
En la actuación docente pueden distinguirse diferentes formas de responsabilidad que se derivan del momento y la intensidad con la que fueron adoptadas las medidas mencionadas y otras. A su vez, a cada forma de responsabilidad corresponde una instancia de control sobre el cumplimiento de esa responsabilidad. La responsabilidad política tiene que ver con las respuestas que les son exigibles a los profesores, pero, sobre todo, a otros responsables del sistema por el talante democrático con el que se deciden los procedimientos que rigen su gobierno y el de los centros escolares (un ejemplo sería la referida a la elegibilidad de los equipos directivos); el control es ejercido por la ciudadanía, bien de modo directo a través de las urnas, bien indirectamente mediante sus representantes en los órganos instituidos al efecto. La responsabilidad legal es asimismo exigible a todo docente, pero no en mayor medida que se le pueda exigir a cualquier otro ciudadano sometido al imperio de la ley general; como ejemplo puede tomarse la que se exige para hacer frente a la posible violación de derechos básicos de los ciudadanos; el control corresponde en este caso, obviamente, a las mismas instancias que velan por el cumplimiento de cualquier otro ámbito de la legalidad. La responsabilidad burocrática exige del profesorado, tanto más cuanto que esté funcionarialmente adscrito a su puesto y tarea, que cumpla con las reglamentaciones dictadas por la administración educativa; generalmente la propia administración se dota de cuerpos específicos para velar por su cumplimiento, particularmente en la enseñanza: se trataría de la Inspección Educativa. La responsabilidad profesional, distinta de la anterior pero complementaria a ella, rige en todos los casos porque es aquella que se debe al conocimiento o a quienes lo representan con la misma legitimidad que un profesor o profesora, que son sus colegas; el órgano de control es, o bien una entidad profesional -caso de que existiera- a través de los mecanismos de que se dote al efecto, o bien el colectivo profesional. Por último, puede hablarse de una nueva forma de responsabilidad que parece imponerse en la misma medida en que se modifican en igual dirección las relaciones sociales; se trata de la mercantil, que potencia y protege la denominada libertad de elección por parte de los consumidores del servicio educativo; el control, en este caso, es estrictamente individual y corresponde a cada uno de los consumidores, quienes optan a la oferta educativa pagando por ella un precio según lo establecido por su valor de cambio en cada momento.
La accountability o
rendición de cuentas, en sentido estricto, por su propia definición, implica
siempre la existencia de una norma externa a la que ajustar el comportamiento
profesional y unos estándares a los que ajustar el producto del trabajo. Se da
el caso, sin embargo, que la enseñanza como desempeño laboral está integrada en
la mayor parte de los casos y de los sistemas educativos por un componente
funcionaria¡ a la vez que profesional. Por lo que respecta al primero, el
profesorado debe someterse a formas de responsabilidad administrativa; para el
segundo, regirá, en cambio, una responsabilidad que orienta sus respuestas al
propio campo de conocimientos, a los colegas o a sí mismo en último extremo.
Ahora bien, mientras que la primera de las formas se funda en la heteronomía,
la segunda sólo está respaldada por la autonomía. Siendo así que el docente
tiene encomendado el desarrollo progresivo de la autonomía en sus propios
alumnos, no es posible pensar que sea capaz de tal cosa desde comportamientos
profesionales que inhiban en él mismo esa capacidad de autonomía. Sin embargo,
en términos generales, el movimiento de accountability ha apostado desde
el principio por la forma burocrática de la responsabilidad, siendo sólo en los
últimos tiempos de expansión del neoliberalismo económico cuando viene haciendo
ciertas concesiones a las formas mercantiles y adoptando, en consecuencia, una
curiosa mezcla.
Lo que a nosotros puede resultarnos de mayor interés es discutir qué ha tenido todo esto que ver con la incorporación regular de procedimientos de evaluación a las actividades conducentes al perfeccionamiento del profesorado. Porque, si bien la evaluación no es por principio un procedimiento hostil a los profesores, su presumible asociación a formas de responsabilidad administrativa, mercantil o una mezcla de ambas, sí que parece conducir a una apreciable disminución en la profesionalidad docente, con lo cual se estarían contraviniendo los fines perseguidos con las actividades de perfeccionamiento. A su vez, la generalización de las distintas formas de la evaluación de las actividades formativas, entendiéndolas como vías de accountability, podría estar contribuido a distorsionar el sentido mismo de la evaluación. Como señala Tyson (1994) en relación con el movimiento de accountability, la condición de trabajo más debilitante para los profesores es la noción de que el profesor es el único responsable de cuánto aprenden los estudiantes (p. 128). Algunas de las tensiones que tienen que ver con los procesos de formación permanente del profesorado y con el desarrollo profesional docente están generadas por las que a su vez se producen entre las necesidades individuales de formación y la integración de equipos docentes, cuyo desarrollo obedece a criterios escolares. Pero también a que el desarrollo profesional sea en respuesta a las presiones y demandas internas o a las externas, generalmente bajo la forma de accountability.
Como el mismo Tyson (op.
cit.) indica poco después, se ha generado una situación grotesca en la cual los
profesores bajan sus niveles para que los alumnos y/o sus padres no monten
una escena desagradable (sic.), lo que conduce a una sutil negociación
entre profesores y estudiantes: trabajo más fácil y promoción de grado a cambio
de buen comportamiento. Podría establecerse un cierto paralelismo, con todas
las reservas posibles, con el modo en que han venido funcionando las
evaluaciones de algunas actividades de formación permanente del profesorado;
éstas no permiten comprobar los conocimientos ni la utilidad de tales
actividades para aquéllos profesores que acuden a las mismas guiados sólo por el incentivo económico que
acompaña su certificación horaria. Mientras los asesores se preocupan porque
asocian el posible fracaso de la formación a un fracaso de la institución que
representan, los profesores asistentes negocian con éstos de forma que se exime
toda forma de verificación bajo el temor a que conduzca, en último extremo, a
poner en duda la bondad del modelo de formación. A cambio, ellos cumplen con su
asistencia pasiva, sin ni siquiera leer los materiales que se les proporcionan.
La evaluación, como todo
artificio externo (como la propia enseñanza escolar o los ámbitos de decisión
colectiva en el seno de los centros y tantos otros aspectos
institucionalizados) está ritualizada. Eso no es, en absoluto, un demérito de
la misma, sino una circunstancia que permite cierta estandarización de los
procedimientos y que puede también permitir derivar un conocimiento acerca de
ella con pretensiones de generalidad, sin que por eso signifique que se trate
de una ley científica. Aceptar la condición ritual de la evaluación es un
supuesto importante si se busca conocer algo más acerca de cómo se realiza (en
qué casos, bajo qué condiciones). Nuestro interés es, podría decirse, el de
comprobar los argumentos de la ritualización, es decir, conocer las razones por
las cuales los asesores de Centros de Profesores han llegado a desarrollar y
compartir la creencia en lo conveniente o necesario que puede resultar evaluar
las actividades de formación en las que se ven implicados, ya sea como
responsables directos de las mismas, ya asesorando acerca de ellas al resto del
profesorado incurso en procesos de formación.
Lo inmediato al respecto es plantearse por el objeto que los asesores, y, por extensión, el resto de profesores, creen que debe ser sometido a evaluación; pero no es menos importante preguntarse a continuación por el propósito de ese acto ritual al que se da el nombre de evaluación. Una tercera cuestión que acompaña inevitablemente a las anteriores es la relativa a los procedimientos que pueden ponerse en juego para lograr lo uno y lo otro. Si, por ejemplo, la evaluación no consiste tan sólo en la obtención de información y su tratamiento sino en la incorporación posterior del juicio formulado (a efectos de mejora, de toma de decisiones, etc.), ¿cuál es el uso de la información obtenida por la evaluación que hacen o han hecho los CEP? Obtener algunas respuestas acerca del qué, por qué y cómo realizan asesores y profesores la evaluación de los procesos de formación revelaría el sentido que se otorga a las propias prácticas más allá de lo que se esconde tras los rituales evaluadores.
Puesto que la evaluación,
como mecanismo ritual, actúa desde supuestos que están profundamente
introyectados por asesores y profesores, resulta del mayor interés descubrir
cómo operan los mecanismos de la introyección: ¿cómo llega a constituirse el
tema de la evaluación en una creencia o necesidad, en un supuesto arraigado en
asesores y profesores?; ¿cómo se produce el enraizamiento? Si asesores y
profesores cumplen roles diferenciales, ¿cómo llega a producirse la identidad
de las creencias de ambos colectivos relativas al funcionamiento y fines del
proceso evaluador? La pregunta que subyace a todo lo planteado hasta el momento
se refiere al modo en que opera el desarrollo docente, el abandono de las
viejas rutinas profesionales y la adopción de otras nuevas, la consolidación de
los saberes y las vías de elaboración de los juicios profesionales sobre la
enseñanza. No podemos dejar de pensar que existen formas de socialización
profesional que se decantan en los supuestos implícitos que regirán sus
convicciones acerca de cómo actúan los procesos de enseñanza
institucionalizados y, por tanto, les conducirán a adoptar pautas de actuación
docente basadas en esos mismos supuestos. Asimismo lo señala Schott (1989: 51)
cuando comenta que al analizar los programas de formación de profesores hay que
tener en cuenta la existencia de un segundo programa de formación que actúa
como un currículum oculto de los primeros y que consiste en las poderosas
fuerzas de socialización a las que el profesor principiante se somete y las
cuales, las más de las veces, convencen al neófito de la importancia del mundo
real en que se mueve el profesor.
Por otro lado, si se considera la evaluación como una tecnología especializada, ¿cuáles son los modos de apropiación de ese saber que, por experto, es, en consecuencia, de escasa circulación? Esta cuestión remite no sólo a los mecanismos de apropiación de ese conocimiento diferencial, sino a lo que se persigue con su uso. Al igual que otras formas de conocimiento, el valor de la evaluación como saber especializado no estriba en su retención y acumulación, sino en su circulación selectiva. No hay nadie que pueda presumir de ser un evaluador si no ha hecho, hace, ni le consta que hará evaluaciones. Pero, dado el poder que concentra todo acto evaluador, tampoco cabe suponer que vaya a arriesgarse. La cuestión merece interés porque comprender lo que podríamos llamar la matriz simbólica (Barbier, 1993) de las prácticas evaluatorias permitiría entender por qué realizándose, como se realizan, tantas evaluaciones de las actividades de formación -y de otros aspectos relativos a la enseñanza- son tan escasos sus efectos; ¿es posible que se acometan inconscientemente bajo formas inapropiadas porque de ese modo se desactiva su potencialidad?
El primer desafío al que se enfrenta cualquier estudio de la evaluación de las actividades de formación permanente del profesorado es desentrañar la estructura de la propia tarea evaluatoria, tal y como ésta es acometida por los agentes y cuál es su correspondencia con la estructura laboral de los docentes. Parece obvio que de no existir cierta correlación entre la una y la otra la evaluación se descubriría como una tarea imposible. Pero, por otra parte, y esto es una de las mayores paradojas con las que cabe encontrarse en este terreno, si las correspondencias son muy estrechas la evaluación deja de tener sentido porque no sería capaz de descubrir los resquicios o las fisuras por donde se pueden introducir los nuevos juicios de valor a efecto de generar modificaciones en las prácticas.
Un segundo nivel de correspondencias es el que relaciona los principios de la evaluación con el conocimiento de los docentes que subyace, permite o reproduce la enseñanza escolar. En caso de mostrarse parece que debiera operar en el siguiente sentido: la escolarización determina y limita modos de acceder a los objetos de conocimiento, de tal forma que resulta prácticamente imposible que la evaluación revele algo más allá de lo perceptible. Dicho de otro modo, pudiera ser que también para el campo evaluatorio funcionaran mecanismos de socialización indistintos de los que operan en el ámbito de la enseñanza formal.
Al igual que la propia enseñanza, la evaluación representa originalmente, para los actores, un problema o conjunto de ellos, que demanda soluciones prácticas. Así como el sentido de la evaluación nace de una pregunta, de un interrogante planteado ante lo cotidiano (¿está bien lo que hacemos, lo que pretendemos hacer, lo que hemos hecho?, ¿vale la pena?), su práctica parece haberse instituido como un refuerzo que confirma las actuaciones emprendidas (lo realizado ha merecido la pena puesto que así lo indican los resultados de la evaluación a la que lo hemos sometido). De este modo, la evaluación refuerza su carácter legitimatorio y reduce las distancias respecto del objeto a que se aplica. Evaluación y formación se parecen cada vez más en el sentido en que ambas acciones se constituyen a sí mismas en prácticas políticas y no en prácticas a través de las cuales se ejecutan las políticas educativas. Esta fuga desde la instrumentalidad hacia la sustancialidad las aleja de la lógica de medios; pero, a la vez, resulta entonces difícil ver cómo la evaluación pretende erigirse como solución a los problemas que la originan.
La principal duda que se plantea entonces por referencia a la formación y su evaluación se refiere a cómo es posible abordarlos como objetos diferenciados cuando las categorías que se utilizan para pensar una y otra son las mismas. ¿Cuáles son esas categorías que delimitan lo que es posible pensar, lo pensable, en relación con el tema de la formación y su evaluación? Aunque quizá sólo resulte posible formular esa pregunta desde la investigación y no desde los actores. La cuestión remite a la definición del objeto por parte de unos y otros, a su construcción, podría decirse, puesto que la evaluación, como señala Wilcox (1992), es en sí misma una construcción a través de la cual intentamos dar sentido a lo complejo.
La evaluación consiste en la emisión de juicios de valor; en consecuencia, un discurso sobre la evaluación habrá de tener por objeto, no la descripción de la realidad implicada, sino el valor que se otorga a la misma. Esto quiere decir que, en puridad, nuestro objeto no podría ir más allá de investigar los juicios emitidos y los procedimientos puestos en juego para su emisión. Pero hacerlo conduciría a construir un objeto fantasmal o vacío, por cuanto la evaluación por sí misma no significa nada si se prescinde del referente al que remite el juicio. Convertir la evaluación en objeto de investigación implica necesariamente investigar simultáneamente sobre el objeto de evaluación y sobre la evaluación del objeto, esto es, sobre el complejo formado por formación-evaluación. Este es un caso al que se puede aplicar perfectamente lo dicho por Eisner (1994: 363) por referencia a que el modelo de las ciencias naturales sobre el que se ha basado mucha de la investigación educativa es, probablemente, inapropiado para la mayor parte de los problemas y fines de la enseñanza, el aprendizaje y el desarrollo del currículum. En tal sentido la investigación funcionará a modo de metaevaluación, o así es como será percibida por profesores y asesores.
No es suficiente enunciar las determinaciones del objeto y descubrir su naturaleza compleja. Como todo objeto de investigación, la evaluación se muestra emplazada en un campo, entendiendo por tal el espacio en el cual sus efectos se dejan sentir y que genera el objeto mismo con su mera presencia. Este campo está dotado de una estructura tal que su estudio permite analizar indirectamente el objeto, puesto que resulta indisociable del mismo. Dicho de otro modo, no se puede proceder a estudiar el fenómeno en sí mismo dado que se trata de un ente relaciona¡. La evaluación no es nada sino los que la realizan, aquello a lo que se aplica y los efectos que produce. Son las relaciones entre estos tres ámbitos, cuanto menos, los que constituyen los procedimientos. El juicio evaluador no es sino una síntesis abstracta que contiene implícitamente tales relaciones. Por ejemplo, cuando se dice de algo (una acción formativa) que es valioso, se está diciendo que hay quienes, en razón de ciertas informaciones obtenidas por procedimientos indagatorios, consideran que ese algo tiene valor vale- a efectos de. Ahora bien, no es posible entender la estructura del campo en el que se enclava el objeto (evaluación) sin un análisis de la constitución del campo, lo que implica considerar las tensiones que lo constituyen, tanto las internas como las que se dan entre este campo y otros colindantes.
La calidad de la formación
no se define por el acuerdo o discrepancia respecto a un ideal descrito. Por el
contrario, se trata de construir juicios profesionales: Desde el punto de
vista emergente, el esfuerzo evaluador está dirigido a documentar las prácticas
o los logros después de que hayan ocurrido, y, entonces, reconocerlo y
describir su valor a través de juicios humanos (Peterson, 1995: 45). Hay
que acabar con la convención según la cual los juicios sobre la formación del
profesorado deben ser objetivos. Las necesidades de formación son ambiguas y
sujetas a la perspectiva de los participantes, los observadores, los
responsables políticos o administrativos. Probablemente los dos principios
fundamentales que deben observarse a propósito del juicio sean que:
a) la enseñanza es un
fenómeno complejo con múltiples soluciones deseables y, en consecuencia, con
múltiples expresiones de valor;
b) el valor de la enseñanza
está en relación con la audiencia específica, con el contexto y con las
condiciones previas, el proceso, la potencialidad o los resultados de la
acción.
La evaluación, como se ha dicho, tiene que ver con averiguar el valor o mérito de algo. Eisner (1996: 15-16), refiriéndose al arte de enseñar como metáfora, remite a Dewey el origen de la idea según la cual la apreciación o valoración constituye una tarea artística, un acto creativo. Ahora bien, de la lectura de los trabajos del propio Dewey también se desprende que para que un juicio exprese un valor, aquél que emite el juicio ha de sentirse personalmente comprometido con el mismo; eso es, precisamente, lo que diferencia entre la expresión de un dato científico o un hecho contrastado y un juicio de valor. Dicho de otro modo, es el sujeto que juzga y/o valora quien, mediante un acto inteligente, produce el valor. No se trata, en consecuencia, de utilizar el término valor en el sentido en que lo haría la filosofía moral, sino en el sentido de acción inteligente que permite aproximaciones progresivas entre la experiencia anterior y las conductas presentes y futuras. El juicio no es, por tanto, un acto mental sino material, del que se desprenden consecuencias efectivas sobre la situación a la que éste se refiere.
La evaluación, pues, no
trata sólo, ni siempre, de verificar si lo realizado tiene que ver con lo
planificado, sino si lo realizado goza de algún valor en el sentido descrito
anteriormente, esto es, si aquello es valorado (es susceptible de que se le
atribuya valor), por tanto si el acto de evaluación permite que incrementemos
nuestra comprensión inteligente acerca del objeto y/o las acciones que se
juzgan. La evaluación implica realizar preguntas, conseguir información, trazar
conclusiones y realizar un informe conteniendo recomendaciones para la acción
futura. Pero las cuestiones no se refieren a los formatos de la acción, sino a
lo que subyace a ésta. La información se recopila mediante vías diferentes
(cuestionarios, entrevistas, observación, entre las más usuales) y para extraer
conclusiones sobre esa información debe disponerse de criterios o indicadores
precisos: Los indicadores, no importa cuán cuidadosamente elegidos o
elaborados estén, darán, en el mejor de los casos, una cruda representación de
la realidad subyacente a las instituciones. Sin embargo, se trata de
indicadores de lo que debería ser (Wilcox, 1992: 69). La interpretación de
los resultados es, fundamentalmente, un problema de explicitación de consensos
y disensos, luego un asunto de negociación acerca de cómo se han obtenido los
datos y cómo se han analizado e interpretado (la interpretación siempre se
realiza en clave de otros elementos de información que subyacen a los
declarados como indicadores). La evaluación, además de posibilitar la
formulación de juicios, también puede proveer descripciones pormenorizadas del proceso
de actuación, como en la tradición naturalista, especialmente la evaluación
iluminativa.
Como se ha visto, en toda evaluación está implicada una atribución de valor. Ahora bien, esa atribución puede orientarse a propósitos de desarrollo personal, profesional y/o social o bien puede estar orientada a justificar ante otros los logros o realizaciones del programa o actuación sometida a valoración. Una piedra de toque de la evaluación que permite discriminar mejor entre ambas orientaciones puede ser comprobar si las decisiones que se toman basadas en los resultados de la evaluación se dirigen a la mejora profesional o a la eliminación o consolidación del programa o de algunos elementos de éste. Con ello no quiere decirse ni que la evaluación tenga siempre que ver con los procesos de toma de decisiones, ni tampoco que deba descartarse en términos absolutos la última de las opciones señaladas. De hecho, a la hora de someter a evaluación una actividad de formación del profesorado, será necesario juzgar dicha actividad en términos de si resulta procedente, conveniente, necesario, etc., o lo contrario; consolidar dicha actividad o bien reemplazarla. Pero los criterios para ello no pueden ser exclusivamente los de la rentabilidad económica o la oportunidad política, sin tomar en consideración el valor de la misma desde la perspectiva del incremento de la profesionalidad docente. Sólo en este último supuesto cabrá decir de la evaluación que contiene en sí misma valor formativo.
LAS FORMAS DE LA EVALUACIÓN DEL DESARROLLO PROFESIONAL
Dos supuestos imprescindibles en toda evaluación orientada al desarrollo e, incluso, en toda evaluación democrática son los referidos a la utilización posterior de los resultados de la evaluación y la confidencialidad para con los informantes o las informaciones obtenidas. Conviene recordar que un hecho inherente a toda evaluación es que siempre sus resultados son susceptibles de ser utilizados políticamente: para legitimar decisiones que se han tomado con anterioridad o con independencia a la propia evaluación y para la formulación de políticas. El problema no es que ello ocurra, sino que se mantenga ignorantes respecto a esas posibilidades a las personas implicadas. Por el contrario, ser consciente de las mismas permite tomar ciertas precauciones respecto al contenido del informe evaluador, sus audiencias, etc. Por lo que hace a la confidencialidad ésta constituye un compromiso, adoptado por todas las partes implicadas y que debe ser siempre explicitado, de no hacer ningún otro uso de las informaciones o los resultados de la evaluación que aquél que se ha declarado al principio de la misma. Pero va más allá; la confidencialidad es la garantía con que cuentan los informantes y las personas implicadas en la evaluación de que ciertas informaciones que unos u otros estimen como impertinentes o potencialmente arriesgadas no serán utilizadas o se verán desprendidas de toda referencia que permita su identificación.
A pesar de lo señalado, todo parece indicar que, conforme ha aumentado el número de evaluaciones en las que se ven comprometidos los profesores, en especial las relativas a sus propios procesos de formación, ha ido disminuyendo su credibilidad. En último extremo, la información merece confianza si se la reconoce como utilizable, por un lado, por parte de los implicados o agentes para ayudarles a deliberar, gestionar y ser responsables de la mejora del servicio y, por otro lado, por parte del público para ayudarles a comprender y elegir entre varias oportunidades o alternativas. ¿Qué es lo que la teoría evaluadora puede decir al respecto? Los principios que permiten dotar de credibilidad a una evaluación son fundamentalmente tres: la fiabilidad, la validez y el muestreo. La fiabilidad, como es bien sabido, indica que cualquier otro evaluador debería llegar aproximadamente a los mismos resultados (ínter) o que el mismo evaluador, en otra ocasión, también lo haría (intra). A su vez, ésta puede conseguirse mediante técnicas sencillas, tales como seguir un plan predeterminado en el que se indiquen los procedimientos y técnicas a utilizar, los momentos, las fuentes, etc.; conservar un cuidadoso registro de cada uno de los momentos de la evaluación, indicando también instrumentos utilizados, procedimientos empleados para procesar las informaciones, etc.; seguir un modelo sistemático para la colección de datos y su análisis, etc.
En cuanto a la validez, que trata de si el evaluador ha conseguido aquello que pretendía (respecto al objeto o los propósitos), puede asimismo lograrse con relativa facilidad: a) usando diferentes fuentes y procedimientos de obtención de la información (formas de triangulación); b) pidiendo a los informantes que interpreten ellos mismos los datos de los que proveen (validez respondente); c) ser consciente de lo que el propio evaluador aporta a la evaluación, en su interpretación de los datos o en el juicio emitido, intentando que ello quede diferenciado en el informe (validez reflexiva), etc.
Por otra parte, el muestreo
se refiere a la cantidad de datos que se van a utilizar para evitar, tanto que
no sean representativos, como que resulten excesivos; todo depende, obviamente,
de los propósitos perseguidos. En ocasiones los datos que se obtienen a partir
de un determinado momento resultan redundantes y, por lo tanto, ya no aportan
ninguna información relevante; en otras es necesario perseguir justamente la
redundancia para otorgar cierta representatividad a la respuesta o a la
información obtenida. Por lo general, para la evaluación aquí referida,
relativa a la formación permanente del profesorado, los criterios para decidir
el muestreo tienen que ver con la capacidad de los datos obtenidos para
informar suficientemente la teoría o la hipótesis que guía la evaluación, y
esos criterios van depurándose conforme avanza la misma (se decide detener
cierto flujo de datos o, por el contrario, incorporar otros no previstos por su
carácter ejemplificador); todo lo cual no exime de decidir a priori,
cuando se planifica la evaluación, qué fuentes son las que se consideran
pertinentes a las necesidades de información previstas y en qué volumen será
ésta suficiente. De forma que la cuestión del muestreo remite a la de las
fuentes, el tiempo y/o la oportunidad y el contenido; lo único que resulta
estrictamente exigible para dotar de credibilidad a la evaluación es que las
decisiones que se tomen al respecto sean explícitas y queden siempre abiertas
al escrutinio público.
Por último, la tradicional
distinción entre los enfoques cuantitativos o cualitativos de la evaluación no
resulta tan importante desde la orientación formativa, siempre que se
incorporen las interpretaciones a los datos o informaciones obtenidos,
realizados por parte de los sujetos implicados y que conducirán a la emisión
del juicio evaluador. En último extremo y, especialmente en lo que se refiere a
la evaluación de las actividades de formación permanente del profesorado, lo
más importante puede no ser siquiera el juicio de valor en el que aquélla
desemboque finalmente, sino que permita la posibilidad de otorgar nuevos
significados a las prácticas ordinarias, tanto las referidas a las actividades
de aula como a las propias actividades de formación que se estén evaluando. De
hecho un principio básico es que la evaluación de una actividad de formación
debe ser planificada simultáneamente a la planificación de la actividad
formativa misma y el desarrollo de la evaluación debe, asimismo, ser simultáneo
al desarrollo de la actividad a la que ésta se refiera; dicho de otro modo, la
evaluación de las actividades de formación permanente del profesorado debe
quedar integrada en el mismo proceso de formación, como parte de éste.
Asimismo, esta modalidad de evaluación debería contar inexcusablemente con unos
criterios explícitos formulados con toda claridad. Por último, otro de los
grandes principios defendidos por referencia a este tipo de evaluación es que
no tiene sentido pensarla (ni, en consecuencia, diseñarla o planificarla) como
un fin en sí misma, ni obedeciendo a ningún tipo de prescripción teórica o
administrativa, sino que sólo se justifica cuando sirve al propósito de
incrementar el desarrollo profesional de los docentes.
Se ha recomendado que lo más importante en la evaluación referida al desarrollo profesional sea la autenticidad. Pero hay que decir que la evaluación se autolegitima siempre, es decir, genera por su acción su propia legitimidad; ocurre del siguiente modo: cuando valora positivamente una actividad se pone de manifiesto como el mecanismo gracias al cual esa actividad ha revelado sus virtualidades; cuando valora negativamente, hace saber que los aspectos negativos han sido revelados gracias a la misma. En último extremo dicta: sin la evaluación no sabríamos lo que vale y lo que no. La cuestión es: ¿cómo llegamos a saber el valor de algo cuando ese algo no ha sido sometido a un proceso de valoración o evaluación? Lo que hace la evaluación es provocar o acelerar la formación de consensos respecto a la acción. Existen -le preexisten-valoraciones informales individuales que, al ser compartidas, podrían generar largas disputas acerca de los criterios o términos de valor y de las vías y los procedimientos a través de los cuales llega a formarse una valoración. Cuando la evaluación merece confianza se le otorga credibilidad; con ello los no evaluadores renuncian a su capacidad y poder de realizar valoraciones propias.
Pero, si la evaluación, especialmente la que tiene por objeto el desarrollo profesional docente, dado el imperativo de la autenticidad no puede ser asumida como una práctica meramente burocrática o realizada al dictado de la norma administrativa, ¿cuáles son los propósitos a los que responde?, ¿en qué consiste ese principio de autenticidad defendido? Revisemos someramente algunos de los objetivos generales que pueden plantearse con relación a este objeto particular de evaluación.
A) Rendición de cuentas. A pesar de
que se trata del propósito más aceptado o extendido (ya hemos hablado de él en
un apartado anterior) no siempre queda claro ante quién deben rendirse tales
cuentas. En relación con los recursos estaría claro que deben rendirse ante
aquellos que proveen los fondos; pero cuando no es ése el caso, debería
enfocarse simultáneamente hacia los asistentes (para juzgar si las condiciones
para su aprendizaje y desarrollo han sido bien provistas por parte de los asesores)
y hacia los asesores mismos (para juzgar si han gozado de las condiciones
suficientes como exigen sus necesidades para el correcto ejercicio
profesional). Las audiencias son los principales elementos de una evaluación
que se guíe por este propósito.
B) Mejora del proceso. Se trata de
«hacerlo cada vez mejor». La evaluación deberá incluir cuestiones relativas a
los procedimientos: el contenido, el formato, las aproximaciones de las que se
ha partido, los locales, las expectativas de los participantes y sus
necesidades, los recursos utilizados, etc. Eso en términos generales; pero,
específicamente, ¿qué significa "mejorar el proceso" por referencia
al desarrollo profesional docente? Para el cumplimiento de este propósito se ha
de hacer especial énfasis en la formulación de los criterios de valor.
C) Promoción de la “buena
práctica". Este propósito pretende identificar, construir o
diseminar los valores del desarrollo profesional a través, precisamente, del
proceso evaluador. En este caso, la comunicación de los resultados de la
evaluación resulta particularmente importante, siendo las audiencias indicadas
los propios asesores, los profesores y las autoridades educativas. La vía
consiste, fundamentalmente, en diseminar entre tales instancias un informe escrito
que informe del valor implicado y/o subyacente a las prácticas habituales de
enseñanza.
D) Provisión de información
para la formulación de políticas, la planificación y la toma de decisiones. Cuando éste es
el propósito principal de la evaluación lo más importante es que los datos de
los que provea el proceso de evaluación sean suficientes para facilitar los
procesos mencionados a las agencias responsables. En este caso parece claro que
el foco principal de una evaluación orientada a la información será el referido
a las fuentes y los procedimientos de obtención de la información.
E) Medio para diagnosticar
necesidades. Se trata de que la evaluación ayude a los participantes en la
identificación de sus necesidades de formación y/o desarrollo más inminentes.
Bajo este supuesto, el elemento clave es la participación de los implicados en
el diseño de evaluación, así como en la formulación de los criterios y otros
aspectos más instrumentales.
F) Comprensión. El propósito
de la evaluación va, en este caso, más allá de las propias necesidades y
objetivos inmediatos del puesto de trabajo; implica la consulta y discusión con
un amplio grupo para hacer emerger las pautas para la comprensión de todos
aquellos implicados. Si la evaluación del desarrollo profesional opera bajo
este propósito, el elemento clave para que lo cumpla es la total implicación de
los sujetos en todos los momentos de la evaluación, incluyendo, obviamente, la
interpretación de los resultados de la misma.
A la vista de lo anterior, conviene insistir en que cuando se trata de promover el desarrollo profesional docente, sólo la implicación directa de los participantes en el diseño y realización del proceso de evaluación permite que éste se convierta en una ocasión de aprendizaje en sí mismo. Ello quiere decir que sólo los dos últimos propósitos reseñados garantizan por sí mismos la pretensión de contribuir al desarrollo profesional.
Los factores que afectan, influyen o determinan la posibilidad de existencia del desarrollo profesional de los docentes podrían integrarse, en términos generales, bajo dos grandes categorías: a) los implícitos en la definición de la profesionalidad docente y b) los factores políticos. Formarían parte de la primera categoría, entre otros: los requerimientos de la definición del puesto de trabajo; las cambiantes exigencias, demandas o responsabilidades; las circunstancias particulares en que se cumple el desempeño profesional; el estilo docente. Entre los factores de naturaleza política podrían citarse: las grandes metas educativas del Estado y/o la Comunidad Autónoma (es decir, los marcos políticos de la educación institucional); los fines o metas propios de cada centro (contenidos en su Proyecto Educativo); la disponibilidad de recursos (en tanto éstos procedan, como es el caso en nuestro país, de las instancias políticas y administrativas).
Como es lógico pensar, la valoración que pueda realizarse del propio desarrollo profesional (de la formación permanente del profesorado) estará pivotando continuamente entre estos dos grandes conjuntos de factores, profesionales y políticos. Dado que la evaluación no es otra cosa que un proceso de valoración, está estrechamente determinada por cada uno de los factores señalados, aunque conviene estudiar la naturaleza de esas determinaciones, puesto que no son iguales las generadas por una u otra de las categorías.
En cuanto al control, si bien es cierto que no cabe confundirlo con la evaluación, no puede negarse que entre los efectos detectables de ésta cuentan los de actuar, deliberadamente o no, como un mecanismo de control, lo que puede ocurrir de cuatro maneras distintas según Harland, J. (1996: 91 y sig.): conformidad (legitima la actividad evaluada al compararla con las intenciones de quien define la política); modelamiento (refuerza los procesos al enfocarse sobre los objetivos y asumir el mismo lenguaje que el proyecto); vigilancia (incorporado en el propio mecanismo de funcionamiento de la evaluación); gestión [management] (al celebrar el éxito y especular sobre las razones del fracaso, refuerza constantemente las estrategias de mera gestión). En el caso de la evaluación de las actividades de formación, los cuatro principios podrían funcionar del siguiente modo:
A) Conformidad. Al evaluar
las actividades de formación se legitima la existencia de esas actividades,
independientemente de los resultados obtenidos por la evaluación o de los
valores implicados en el juicio; es decir, no se pone en duda la propia
necesidad de que exista tal cosa como las actividades de formación del
profesorado en ejercicio. Al efecto convienen explicitaciones acerca de cómo se
considera desde el punto de vista académico, epistemológico y político la
formación del profesorado, a fin de extraer del propio mecanismo de la
evaluación la valoración previa acerca de su conveniencia o necesidad.
B) Modelamiento. La evaluación
de las actividades de formación toma la forma exclusiva de estricto control
sobre el cumplimiento o no de los propósitos de la formación; es decir, no se
pone en duda el modo en que se aborda la formación, sino, en todo caso, si ése
es el modo más adecuado para alcanzar los objetivos previstos. A la vista de
ello, el problema podría ser de ajuste entre los procedimientos y los logros
(criterio de eficacia), pero se deja incólume el procedimiento en sí mismo
(criterio de eficiencia). Cuando rige este principio el asesor no se cuestiona
la vía más extendida de la enseñanza, como son las clases magistrales, esto es,
no se cuestiona el procedimiento a través del cual consigue los propósitos
perseguidos. Ahora bien, ¿qué ocurre con actividades tales como los seminarios
o grupos de trabajo y la formación en centros? Cuando éstos resultaran
negativamente valorados quedaría allanado el camino para efectuar un
desplazamiento desde esos procedimientos formativos a otros que están
institucionalmente más consolidados (cursos, por ejemplo). En este caso hay que
buscar explicitaciones a propósito del valor que los asesores y profesores
conceden a los diferentes procedimientos de formación más que en si cada uno de
ellos sirve mejor o peor como mecanismo de formación convencionalmente asumido.
C) Vigilancia. Si la
evaluación es externa, el efecto de vigilancia es prácticamente imposible de
evitar. Pero teniendo en cuenta que la evaluación de las actividades de
formación suele ser siempre interna o autoevaluación, ¿cómo funciona en tal
caso este efecto? Nos parece que está prácticamente compensado, a menos que
consideremos los deslizamientos que se producen entre los agentes de las
actividades de formación. Cuando no existen tampoco agentes externos, sino que
la propia formación está a cargo del grupo, éste, teóricamente dispone de
completa autonomía para redefinir en cualquier momento su proyecto o los
términos de su cumplimiento, por lo que no cabe hablar propiamente de
vigilancia sino, en todo caso, de una autocensura que toma como criterio la
supuesta valoración posterior a que el proyecto mismo será sometido por sus
posteriores audiencias. A la vista de esto deben detectarse las situaciones en
que se hace presente de manera ostensible este mecanismo.
D) Gestión. Consiste en
un mecanismo de iteración por medio del cual las actividades que han sido bien
evaluadas tienden a replicarse; pero las que han sido mal evaluadas tienden
igualmente a repetirse modificando algunas de las variables a las que se
atribuye la causa del fracaso. De tal modo, la gestión de la formación queda
siempre a salvo. Dada la fuerte identificación (externa, asignada por otros y
no por sí mismos) de los asesores como gestores de formación, este mecanismo es
particularmente activo. El modo de compensarlo sería la introducción de algún
principio por el cual pueda cambiarse la gestión cuando resulta reiteradamente
valorado de manera negativa algún aspecto de la actividad o la actividad misma.
Como resumen, son dos los mecanismos de control que funcionan de manera más clara en nuestro caso: el modelamiento y la gestión. Cada uno de ellos por razones distintas. El primero, modelamiento, porque forma parte de la definición misma de la tarea de enseñanza, es decir, las actividades de formación que están dirigidas a los profesores, tienen como sujetos a quienes han sido ya fuertemente socializados en modos de formación que ellos protagonizan y que ahora soportan. Negar o poner bajo sospecha estos modos de la formación podría representar un debilitamiento de la propia identidad profesional. El segundo, gestión, porque se parte de la seña de identidad de los asesores quienes, como gestores de la formación, no pueden poner en duda su propio papel. Dicho de otro modo, donde cada evaluación de una actividad de formación puede tener como lectura una valoración del papel representado por el asesor, lo que se hace es cargar la responsabilidad sobre otros elementos o circunstancias que rodean a la actividad.
Los otros dos mecanismos de control, la conformidad y la vigilancia, funcionan a su vez de manera ocasional y su impacto es menor también por razones distintas: la conformidad implica la aceptación de partida del valor de la formación del profesorado, que es precisamente aquello que se somete, supuestamente, a evaluación; pero las razones que confirman ese valor se encuentran fuera del mecanismo de evaluación mismo. La vigilancia no se cumple cuando se sabe que la actividad no está promovida, observada, valorada, gestionada ni enjuiciada externamente.
Lo señalado nos desplaza a
otro ámbito, el de la autoformación, que no está representado adecuadamente por
las actividades vinculadas a los Centros de Profesores. Subsiste la duda
relativa a cuántas actividades de formación sería posible realizar bajo la
modalidad de autoformación. Es decir, desde el ámbito de la definición de las
políticas, en algún momento hay que pronunciarse en favor de una formación
permanente del profesorado que esté incentivada o recompensada, pero nunca
tutelada, o aquella otra que forma parte de la definición misma de las
políticas de mejora de la enseñanza y del sistema educativo, en cuyo caso tiene
que ser, además, promovida y facilitada. Aunque esto último signifique
incorporar mecanismos de control espurios junto a otros lícitos cuya definición
explícita correría a cargo de los responsables de la política.
Si optáramos por la autoformación para rehuir algunos de los efectos indeseados del control, la evaluación se mostraría, necesariamente, como una empresa conjunta cuya asunción (planificación, desarrollo y efectos) corresponde al colectivo docente. En tal caso la propuesta evaluativa más coherente es la que corresponde a la autoevaluación, en la cual se cumple siempre que: forma parte de un ciclo más amplio que comprende también a la planificación; implica que el personal se reorganice para poder participar y contribuir al proceso de evaluación; debe concentrarse en un pequeño número de objetos o prioridades; los criterios a partir de los cuales juzgar el éxito se extraerán de entre los propósitos declarados; tanto los propósitos, como los criterios y las tareas implicadas se incorporarán a un plan de acción que será el que guíe el trabajo de los profesores. Pero la autoevaluación también se enfrenta a ciertos desafíos, de entre los cuales señalaremos como los tres principales: a) su credibilidad (para lo cual se requerirán contrastes externos, demostrar la capacidad de hacerle frente); b) no es un ejercicio libre de costes; c) la información debe ser relevante (cómo recoger, analizar e interpretar las evidencias) (Wilcox, 1992: 56-7).
Ese hacer frente a los
desafíos se corresponde con la intención declarada por Fetterman (1996) al
definir lo que, en una expresión de difícil traducción al castellano, llama empowerment
evaluation y que nosotros, entendiendo que aquí el término «empowerment»
adopta el sentido de fortalecer o vigorizar, nos permitiremos utilizar en el
sentido de «evaluación fortalecedora»:
es el uso de conceptos, técnicas y resultados de la evaluación para fomentar la mejora y la autodeterminación. Emplea metodologías tanto cualitativas como cuantitativas. A pesar de que puede ser aplicada a individuos, organizaciones (a niveles intra y extraorganizacionales), comunidades y sociedades o culturas, el foco es sobre los programas. Intenta fortalecer procesos y resultados. (...) Los procesos de fortalecimiento son aquellos en los cuales el intento de ganar control, obtener los recursos necesarios y comprender críticamente el medio social de uno mismo son fundamentales. El proceso es fortalecedor si ayuda a la gente a desarrollar habilidades de modo que puedan hacerse autónomos en la resolución de problemas y en la toma de decisiones. (...) La evaluación fortalecedora tiene una orientación de valor nada ambigua: está diseñada para ayudar a la gente a que se ayude a sí misma y mejore sus programas usando una forma de autoevaluación y reflexión. Los participantes en los programas conducen sus propias evaluaciones y actúan típicamente como facilitadores (pp. 4-5).
Un dilema que debe enfrentarse en relación con este tipo de evaluación es si se priorizará su función formativa o la sumativa. A este propósito Valentine (1992: 126 y sig.) distingue: a) sistemas de evaluación sumativa y formativa por separado; b) sistemas de evaluación sólo formativa; c) sistemas de evaluación sólo sumativa y d) un sistema que vincula la evaluación formativa y sumativa. Para el primero se trata de asignar los procesos de evaluación formativa al administrador y la formativa a otros; el segundo de los sistemas impide tomar decisiones acerca del logro o juicios sobre la competencia del profesorado. Pero el tercero de los sistemas genera un clima de desconfianza (sobre todo porque la función se asigna a los administradores). La articulación de las dos funciones tiene lugar vinculando la evaluación a un plan de desarrollo profesional. Se trata, pues, de decidir en qué proporción la evaluación debe destinarse a proveer información destinada a la mejora del proyecto o a hacer juicios acerca de su calidad una vez finalizado el mismo. Lo primero requeriría, aunque no sólo, la producción y emisión de informes parciales a intervalos regulares en el curso de la realización del proyecto.
LAS RELACIONES ENTRE LAS ESFERAS DE LA EVALUACIÓN, LA FORMACIÓN PERMANENTE DEL PROFESORADO Y LA PRÁCTICA DOCENTE
El problema de la formación de los docentes en ejercicio (excluidos algunos modelos como el de la formación en centros, la investigación-acción, etc.) es que separa la actividad formativa del lugar en que se originan los problemas prácticos que generan o ponen de manifiesto el déficit formativo; la formación se convierte así en una abstracción respecto al resto de las relaciones educativas. Al mismo tiempo y de manera paradójica, la formación se presenta como un espacio en el que no deben regir las regulaciones administrativas, lo que da pie a cierta desregulación, encubierta a veces bajo fórmulas de pseudo-autoformación. La evaluación de esas actividades es, entonces, tanto un mecanismo de autonomización (donde se evidencia el hecho pretendido de la autonomía de la esfera de la formación: la evaluación enjuicia sólo la actividad formativa y no sus repercusiones en el aula), como también un mecanismo de regulación sutil (mediante la cual se dan por supuestos modos de abordar la formación que enfatizan unos u otros de los modelos y la propia intervención administrativa momo efecto de la elaboración posterior de memorias de actuación por parte de los gestores).
El asunto puede ser especialmente preocupante cuando la formación va acompañada de un sistema que recompensa la mera inscripción en actividades formativas. Lo mismo cabe decir respecto del resto de las relaciones sociales, representadas por los ámbitos organizativos macro, meso y micro. Quiere decirse con ello que esas modalidades de formación, que son la mayoría, están diseñadas para atender a las supuestas necesidades individuales de los profesores, siendo así que la enseñanza institucional es una actividad que se cumple siempre de manera colegial. ¿Quién determina cuáles son las necesidades de formación de los profesores en ejercicio? Habitualmente lo hacen los propios profesores o bien, en algunos casos, las detectan los asesores, pero tomando como fuente exclusiva al profesorado. Sin embargo, las necesidades de formación de los profesores pueden ser sentidas como tales necesidades por parte de los alumnos o de sus padres, del sistema político o administrativo, de otros ámbitos representativos de la sociedad civil, etc.
El carácter social de la formación permanente se deriva o está asociado a la propia naturaleza social de las actividades institucionalizadas de enseñanza. Si la docencia es un tipo de relación entre un colectivo plural, el agente de la enseñanza no es sólo el profesor, sino la situación misma en que el profesorado induce determinados aprendizajes controlados. La formación permanente del profesorado tiene, asimismo, por objeto generar una situación tal que en el conjunto de profesores se generen nuevos aprendizajes profesionales. En cuanto a la evaluación, su propósito no es generar información acerca de los individuos como tales individuos, sino agregar los datos individuales en orden a comprender mejor algunos aspectos de la institución o programa en el que éstos se encuentran implicados (Wilcox, 1992: 8). En correspondencia con ello, la valoración de tal situación debe tener por objeto, no tanto al profesor como individuo o persona singular, sino las modificaciones inducidas por la situación formativa en los profesores en su conjunto e individualmente considerados, pero en tanto profesores, es decir, en tanto agentes capaces de inducir, generar o alterar las situaciones de aprendizaje de cuyo control son responsables. ¿Cuánto de ello puede ser detectable a través de las percepciones de los profesores sometidos a un proceso de formación?
Noyé y Piveteau (1996: 135 y ss.) distinguen entre diferentes niveles de evaluación de la formación. Un primer nivel está referido a las reacciones de los diferentes actores, su apreciación y/o su percepción de lo que ha ocurrido. Un segundo nivel sería el de las adquisiciones, los nuevos saberes, el progreso o cambio registrado en las personas tras su proceso de formación (a su vez este segundo nivel puede tener diferentes estadios: antes de la formación, para verificar el nivel de partida; durante la formación, para reforzar las adquisiciones y suscitar los complementos necesarios; al final de la formación, para una apreciación global). El tercer nivel es el de la utilización de aquello aprendido. El cuarto nivel, el de los resultados, se refiere a los cambios registrados en el trabajo de los agentes como consecuencia de la formación. Por último, el quinto nivel debe mostrar los efectos indirectos -e imprevistos-de la formación. Cada uno de los niveles, obviamente, requerirá unos medios distintos para obtener la información.
Cada uno de los niveles señalados está ligado a los procesos y efectos de la formación permanente del profesorado, cuyo objeto primero es, sin duda, el desarrollo profesional. Pero éste objeto, cuyo interés nadie discute ya, puede perseguirse mediante vías distintas, algunas de las cuales, aisladamente consideradas, podrían, sin embargo, contradecir sus intenciones declaradas. Marczely (1996) enuncia y explora ocho modelos distintos de desarrollo profesional: (1) centrado en la instrucción, (2) enfocado al entrenamiento, (3) enfocado a la investigación, (4) pago por méritos, (5) mejora de la escuela, (6) promoción interna, (7) promoción externa, (8) autodirección y, por último, un modelo combinado. Como la misma autora señala, cada modelo difiere en sus objetivos, en las asunciones subyacentes sobre las que se basa y en la teoría e investigación que los respaldan; de ahí que no resulte indiferente la opción por cualquiera de ellos. Sin necesidad de entrar en el detalle de unos u otros modelos, es interesante considerar que no sólo existen modelos diferentes orientados todos ellos a conseguir el desarrollo profesional, sino que se recurrirá a uno u otro (sean los propios profesores, los asesores, inspectores, profesores universitarios, etc.) en función de lo que se pretenda, esto es, según cual sea el interés manifestado por el profesor o el equipo de profesores que desea someterse a ese procedimiento, y según cual sea, también, la dificultad detectada que hace aconsejable una intervención externa orientada a proveer medios para el desarrollo profesional.
A pesar de la orientación empresarialista del trabajo de Desgraupes y Lhomme (1994: 52), merece la pena reparar en las implicaciones que puede tener para la formación del profesorado su diferenciación entre cuatro objetivos de la formación y los niveles a que se corresponden: (1) evolución (nivel político): la formación cumple el papel de acompañar a la evolución de la empresa; se trata de un medio más para esa evolución; (2) formación (nivel estratégico): adquisición de competencias específicas; (3) pedagógico (nivel táctico): referido a las capacidades; (4) servicio (nivel de acción): aspecto contextual de la formación. La incapacidad para diferenciar adecuadamente entre estos u otros objetivos de la formación, por ejemplo, ha podido dar lugar a medidas que, emprendidas unilateralmente por la administración educativa, generaron malestar entre los asesores de formación y un cierto sector del profesorado, tales como la utilización de los Centros de Profesores para divulgar los planteamientos de la Reforma. Ese es, sin duda, un objetivo político de la formación que debía ser abordado desde el nivel político, pero sin que llegara a excluirse al resto, como de hecho prácticamente ocurrió. Por otro lado la mayoría de las otras actividades formativas se han venido centrando en los objetivos de formación o pedagógico; pero escasamente encontramos alguna actividad referida al nivel de la acción. Respecto a esos otros dos niveles, estratégico y táctico, o, dicho con otras palabras, a la formación dirigida a la adquisición de competencias o a la capacitación, cabe referir el apartado siguiente.
FORMACIÓN PERMANENTE DEL PROFESORADO, EVALUACIÓN Y CALIDAD DOCENTE
La formación impartida o vehiculada a través de los Centros de Profesores no siempre persigue el desarrollo de competencias específicas por parte de los enseñantes. De hecho, el tema de las competencias es uno de los más debatidos en relación con la definición de la tarea de enseñanza y, asimismo, con la formación de los docentes. La propia idiosincrasia de la enseñanza invita a que nos mostremos escépticos respecto a las posibilidades siquiera de identificar adecuadamente «competencias» que parecen sugerir que el profesor es un instrumento profesional cuyo comportamiento está estandarizado. Las competencias, en efecto, pueden ser vistas como una extensión de la lógica industrial que preside las organizaciones productivistas y que persigue el logro de la mayor eficiencia. Definir la tarea del profesor basándose en sus competencias presupone un modo de enseñanza (o de actuación profesional del docente) tal que ésta misma es reducida por igual al logro de determinadas competencias, esta vez por parte de los estudiantes. De ahí que las competencias docentes no sean sino un aspecto complementario de las competencias de los alumnos, tales como la adquisición de habilidades básicas (lectura, escritura, cálculo), la memorización de aspectos relativos a campos de conocimientos generales (historia, literatura, ciencia) y, por lo que hace a los profesores, demostración de que se poseen aquéllos conocimientos pretendidamente básicos para hacer posible el logro de los anteriores por parte de los alumnos (principios elementales de psicología evolutiva o del desarrollo, metodología, organización o gestión del aula, evaluación, etc.).
De todo ello se sigue el supuesto según el cual los profesores y/o los alumnos que consiguen demostrar adecuadamente la adquisición de tales competencias serán «mejores» que aquellos que no lo logran. Hay, pues, implícito un criterio básico para la evaluación, así como una asignación de función a la evaluación, también implícita. El criterio sería el de la evaluación del objetivo o logro; la función, la de certificación o acreditación. Uno y otro resultan congruentes entre sí, pero no respecto a la pretensión educativa o formativa, que se ve reducida a sus aspectos meramente instructivos. Véase, por ejemplo, la ramplona definición que desde esta perspectiva se ofrece de los estándares e indicadores: Un standard se define como la característica que un programa debe poseer para ser consistente con la buena práctica profesional, efectividad y eficiencia en un área específica. Un indicador es un resultado, medida o condición que proporciona información relativa a la extensión con que se encuentra un standard. (Mullins 1994: 3).
Ahora bien, toda la cuestión planteada a propósito de las competencias nos lleva a otra pregunta: ¿qué es, entonces, aquello en lo cual los profesores que cuentan ya con experiencia deben ser formados? Dicho de otro modo: ¿cuál es el propósito e intenciones de la formación permanente del profesorado?; ¿cuáles son sus objetos? ¿Habrá que asumir el supuesto según el
cual los profesores necesitan formación permanente porque están escasamente formados? Schott (1989) hace propias las diferentes perspectivas sugeridas por Wise y Darling-Hammond desde las cuales puede ser considerado el trabajo de los profesores:
a) como trabajo, las
actividades de enseñanza pueden ser planificadas y organizadas racionalmente,
pueden generarse ciertas rutinas y operativizarse los procedimientos. En tanto
las prácticas docentes pueden ser, desde este punto de vista, determinadas y
especificadas concretamente, pueden asimismo someterse a algún tipo de
evaluación en la cual los criterios estén preespecificados y puedan juzgarse de
acuerdo a logros;
b) como habilidad o destreza, la enseñanza
requiere el uso de una serie de técnicas especializadas, así como de reglas
prefijadas para su aplicación. La evaluación, indirecta, tendrá que ver con la
calidad de la obra que resulte de esa tarea;
c) como profesión se requiere al
enseñante que sea capaz de ejercitar cierta discrecionalidad de juicio para
determinar cuáles de los procedimientos serían adecuados a cada situación; el
profesional tiene que saber diagnosticar situaciones problemáticas, poner en
marcha soluciones, etc. En este caso no hay otra posibilidad que sean los
mismos profesionales quienes formulen los estándares para la evaluación, puesto
que son los mismos profesionales quienes únicamente pueden pronunciarse acerca
de la «profesionalidad» demostrada por sus colegas en las situaciones
peculiares;
d) como arte, la enseñanza
debe recurrir a lo no convencional, a lo creativo, lo improvisado, lo
impredecible... La evaluación, en este caso, puede ser tanto autoevaluación
como externa, pero en cualquiera de los casos no podrá estar referida al
análisis de las técnicas específicas, sino que se tratará de juicios
inferenciales elaborados sobre la percepción global de los resultados obtenidos
y del clima conseguido.
Ahora bien, no se trata de que el profesor sea una u otra de esas cosas, sino que en diferentes situaciones del proceso de enseñanza actúa como unas u otras. En consecuencia, ni su preparación puede atender sólo a una de esas características, ni menos aún, la evaluación de su formación puede excluir a priori cualquiera de ellas. Pero tampoco la evaluación de la formación podrá tenerlas a todas en cuenta simultáneamente, sino que deberá planificarse y realizarse teniendo en cuenta cuál de las características señaladas era el foco de la acción formativa. No se pueden evaluar los aprendizajes de determinados procedimientos o secuencias de actuación como si se tratara de obras de arte, ni se puede evaluar la capacidad de reaccionar improvisada y originalmente ante una situación imprevista como si se tratara de aplicar correctamente una secuencia de actuaciones predeterminada.
En términos habermasianos, la tan extendida como mal leída clasificación de este autor en los campos de intereses (técnicos, prácticos y críticos) vinculados al conocimiento, indica no sólo la licitud de los tres, sino que respondemos con uno u otro tipo de conocimientos según sean los intereses que presidan nuestra acción. Existen en la enseñanza ámbitos de interés técnico (un profesor debe ser capaz de planificar sus actuaciones, un alumno debe ser capaz de leer o contar), práctico (un profesor debe ser capaz de permanecer estable en un aula entre un colectivo más o menos amplio de otros sujetos, un alumno debe ser capaz de ajustarse a determinadas reglas de convivencia en el seno de los centros escolares) y crítico (un profesor debe ser capaz de pronunciarse respecto a las condiciones sociales del medio próximo en el que está enclavado su centro, un alumno debe ser capaz de situarse a cierta distancia de los hechos mostrados por las imágenes televisivas o publicitarias). Aquello de que el profesor debe ser un crítico y no un técnico o un práctico no conduce más que a esto (que hemos venido padeciendo en los últimos años) de que a los profesores no haya nadie que les enseñe conocimientos ligados a esos otros campos de interés. Los eslóganes educativos sirven para reemplazar el pensamiento educativo y permitir que los prácticos escolares eviten reparar en los persistentes problemas de la práctica (Eisner, 1994: 375).
Soled (1995) ofrece una perspectiva muy completa referida a los procedimientos, corrientes, valoraciones, etc. de la evaluación de los profesores (especialmente de la preservicio). Por contraposición, el trabajo de Gitlín y Smyth (1989) muestra las alternativas al tema, en especial las construidas a partir de formatos naturalistas, tales como la supervisión clínica, las experiencias de vida y la evaluación horizontal:
Allá donde las aproximaciones dominantes intentan reformar la escuela haciendo que los profesores se conduzcan de modos específicos, la evaluación horizontal intenta fomentar el cambio escolar disponiendo a los profesores a basar sus prácticas en un recuento crítico de las consecuencias morales, éticas y políticas de la escolarización (...) Esta orientación transforma el rol del evaluador desde aquél que saca faltas a quien trabaja junto al profesor para comprender la escolarización en formas que lo predisponen a escapar a los hábitos y a desafiar los puntos de vista dados por supuestos. Finalmente, donde las aproximaciones dominantes a la evaluación silencian a los profesores, la evaluación horizontal refuerza su habilidad para contribuir a un discurso sobre los medios y fines (p. 61).
Lo que, salvo excepciones, nos indica la literatura internacional consultada respecto a las prácticas habituales de evaluación de los cursos de perfeccionamiento es que ésta, en la mayor parte de los casos, se ha centrado en verificar la satisfacción de los participantes. La prueba es que el método más utilizado parece ser el cuestionario realizado al final de la actividad en el que se contienen items del tipo «¿qué es lo que te ha parecido mejor o peor del curso?» Ciertamente, es difícil diseñar una estrategia de evaluación que pueda descubrir el impacto real de la actividad de formación sobre los profesores participantes y sobre sus alumnos. Dificultad que se incrementa cuando el objeto de la actividad formativa no es la especialización didáctica sino algún otro aspecto para cuyo desarrollo deberá implicarse todo el colectivo de profesores de un centro, aun cuando quien se somete a la formación es sólo uno de ellos.
A modo de ejemplo de la complejidad señalada, listaremos algunos de los posibles objetos de evaluación implicados en las actividades formativas de los profesores: a) satisfacción de los docentes: b) impacto de la actividad sobre el conocimiento profesional de los docentes; c) impacto sobre su práctica; d) impacto sobre sus carreras (promoción personal); e) impacto sobre la cultura escolar; f) impacto sobre el aprendizaje de sus alumnos: g) impacto sobre la organización del centro. Todo ello sin entrar en precisiones relativas a que ese impacto esté referido a corto o largo plazo, a las interrelaciones entre diferentes áreas de impacto, a la diseminación de la formación entre otros colegas, etc.
Llegados a este punto, una
cuestión que puede resultar a propósito es la relativa a quiénes) están
interesados en el desarrollo profesional de los docentes. Una primera respuesta
apuntaría a los propios profesores, los alumnos, las autoridades educativas,
los padres y madres de alumnos, los futuros empleadores o la sociedad civil. La
importancia de la cuestión estriba en la necesidad de planificar la evaluación
del desarrollo profesional teniendo simultáneamente en cuenta a, como mínimo,
varias de esas instancias: los evaluadores necesitan estar dispuestos a
describir los matices de las relaciones entre todas las instancias interesadas
(Clark, R. W., 1995: 233). Sería redundante insistir en el significado del
término evaluación, puesto que en su raíz misma el término remite a valor.
Puesto que se trata de conferir valor, los valores preexistentes que subyacen a
las expectativas de los implicados deben ser explicitados. Es más, una de las
cuestiones claves de la evaluación es la extensión con que algunos de esos
valores son compartidos entre todos aquellos interesados en el objeto a
evaluar. De ahí que no sólo deba implicarse a todos esos sectores en el proceso
de la evaluación, sino que la evaluación misma deba verse antecedida y
prolongada por procesos de seguimiento y revisión que permitirán aflorar tales
valores.
La evaluación es un proceso de generación de conocimiento por parte de personas quienes deben utilizarlo posteriormente y extrayéndolo de los datos provistos por la experiencia. Es aquí donde se muestran con más claridad las relaciones existentes entre evaluación y el seguimiento. Si bien esos dos términos suelen aplicarse de manera indistinta porque se supone la identidad entre ambos, cabe precisar que la evaluación tiene carácter puntual (no el proceso, sino la emisión del juicio) y formal, mientras el seguimiento es extenso e informal. Dicho de otra forma, la evaluación forma parte de un proceso más extendido de seguimiento (en este caso particular, de la formación permanente del profesorado). La evaluación debería ser vista como una concreción de la valoración informal provista por el seguimiento que permita centrarse en los aspectos que han sido particular y reincidentemente valorados por parte de unas u otras de las instancias señaladas. Con posterioridad a la evaluación, la revisión nos permite volver la vista al impacto que las actividades de formación han tenido sobre la práctica profesional de los docentes. Así, seguimiento y revisión se constituyen en los contextos de la evaluación. Tanto en la revisión como en el seguimiento, las personas tienen la oportunidad de confrontar la información de que disponen y sus conocimientos previos con los valores que se encuentran en la base de sus actuaciones profesionales y de los que éstas derivan en buena parte. Es en esa confrontación cuando los profesores tendrán la oportunidad de someter a crítica esos mismos valores.
La evaluación de la formación permanente del profesorado puede, en fin, enfocarse sobre los procesos, sobre los resultados o sobre alguna combinación entre éstos. Que nos inclinemos más por unos o por otros dependerá de la influencia que sobre la evaluación tengan algunas de las instancias antes señaladas. Asimismo cabe señalar que, a la - inversa, del modo en que se aborde la evaluación de la formación permanente del profesorado podrá deducirse cuál es el grado de implicación de cada una de esas instancias en el desarrollo profesional de los docentes. Por ejemplo, un modelo de evaluación que recurre de manera predominante a items del tipo «¿qué te ha parecido mejor o peor...?» indica que sólo se persigue la satisfacción inmediata, demanda su opinión no formalizada, prescinde de sus razones y señala a los participantes como los únicos interesados y/o afectados por la formación. En el otro extremo, la evaluación centrada en la rendición de cuentas apunta sólo a un interés de corte eficientista por parte de las autoridades educativas como provisoras de fondos para el sostenimiento de los programas educativos y de formación.
Una evaluación referida a las actividades de formación permanente del profesorado, cualquiera que fuera su formato y modelo por el que se guiara, debería, en último extremo, conducir a la formulación y al debate de cuestiones tales como: ¿qué es lo que de hecho estamos haciendo?; ¿por qué hemos acabado haciendo esto y no otra cosa?; ¿a qué intereses responde el que hagamos las cosas así y no de otro modo?; ¿es ésta la forma en la que queremos realmente hacer lo que estamos haciendo?; ¿qué vamos a sacar de todo esto?; ¿qué conocimientos necesitamos -y de cuáles disponemos -para hacer las cosas como las estamos haciendo o para hacerlas de otro modo? Para responder a estas cuestiones y otras de naturaleza semejante se requiere disponer de información sobre la marcha y no esperar a que la actividad formativa se haya desarrollado plenamente o haya finalizado. No se trata tan sólo de que con ello satisfagamos la función formativa de la evaluación. Puesto que ésta siempre va asociada a una función sumativa, aunque en diferente proporción, no disponer de esa información a medida que transcurre el programa implica no disponer de elementos para poder en su momento dar respuesta a aspectos sumativos tales como si hemos logrado hacer aquello que se pretendía. La información a que nos referimos puede ser obtenida sin interrumpir el curso de las actividades y sin necesidad de adscribirles a éstas un tiempo adicional para ello. Basta con ir conservando todo tipo de registros, como los referidos a hojas de preparación o programación, agendas, grabaciones u otros registros de charlas informales, notas internas, artículos de prensa general o especializada, etc.
La inapropiada concepción, planificación o realización de la evaluación
de las actividades de formación permanente del profesorado puede llevar
aparejados, entre otros, los siguientes efectos perversos:
- los resultados de la
evaluación van a parar a personas o instancias que pueden decidir a partir de
la misma, independientemente de la situación en que se haya realizado o con
desconocimiento del plan general de la institución en la que se ha llevado a
cabo;
- se utiliza como evidencia
para justificar cualquier tipo de decisiones externas a la propia institución;
- tomando la parte por el
todo, puede enjuiciarse el resultado para introducir cambios globales en la
institución;
- da lugar a un crecimiento
exponencial de las evaluaciones, de tal forma que puede llegar a parecer que el
propósito fundamental de la institución es generar evaluaciones y/o recoger
cantidades ingentes de datos;
- las actividades ordinarias
se ven continuamente interceptadas o interrumpidas por requerimientos de
información (por la vía de cuestionarios, entrevistas, y otros), las más de las
veces sobre cuestiones similares, cuando no iguales, y sin incorporar ninguna
interpretación procedente de las mismas fuentes de información);
- se imponen (externa, pero
también internamente) evaluaciones irrelevantes con las que se pretende
responder a las demandas externas que han tenido su origen en otros intereses
ajenos a los de la propia formación;
- la evaluación cae bajo
sospecha de ser parte de algún mecanismo disfrazado de control;
- se desenfoca la evaluación
obteniendo informaciones referidas a aspectos o campos que poco o nada tienen
que ver con aquello que supuestamente se pretende enjuiciar.
Para evitar incurrir en estos efectos indeseados no basta con detectar las necesidades formativas de los participantes en una actividad; es necesario aprender todo aquello que tiene que ver con la evaluación orientada hacia el desarrollo y mantener un escrupuloso rigor respecto a las condiciones que tal modelo evaluativo exige en su diseño y realización. A tal efecto, la reiteración necesaria entre la delimitación precisa del objeto a evaluar y la explicitación de los propósitos de su evaluación es un paso inevitable y que condiciona todo el desarrollo posterior. Llama la atención que, por lo general, las formas de abordar la realización de evaluaciones de actividades formativas respondan a un modelo genérico en el que, precisamente, faltan esos dos requisitos. Se trata de formular preguntas a los asistentes (excluyendo a otros participantes o implicados, tales como el propio ponente o el asesor del Centro de Profesores que haya promovido o auspiciado la actividad) relativas a sus opiniones sobre el contenido del curso, la preparación del ponente, la metodología empleada o las condiciones materiales en que se ha desarrollado la actividad. A este respecto cabe decir que si un peligro en cualquier evaluación es que ésta genere un exceso de información, otro es que la información obtenida, aunque justa en su cantidad resulte irrelevante a los propósitos perseguidos o al objeto, extremos ambos que, en consecuencia y como viene diciéndose, deben ser explicitados con anterioridad.
¿Qué puede aprenderse de la evaluación de las actividades de formación?; en otros términos ¿qué tiene de formativa la evaluación de la formación permanente? La evaluación, entre otras cosas, permite detectar las necesidades de formación relativas al desarrollo profesional de cada uno de los implicados o del colectivo profesional al que éstos pertenecen, así como también las posibles consecuencias de la implicación personal o grupa¡ de los agentes en procesos de cambio. Pero, más allá de todas esas cuestiones (o, quizá previo a ellas) hay que determinar el valor que tiene el desarrollo profesional por sí mismo. En este sentido, debemos recordar que la evaluación trata, precisamente, de hacer asignaciones de valor al objeto seleccionado. En consecuencia, decidir el valor que está contenido en una actividad formativa es una condición necesaria para poder emitir cualquier juicio evaluativo respecto de la misma. Es en este caso cuando la evaluación se vinculará a su significado más estrecho al extraer de las actividades formativas un valor que éstas ya contienen en sí mismas, con independencia de su valor instrumental. Ese valor del que venimos hablando es el que se refiere a si la experiencia formativa desempeña su propósito original (ser formativa). Pero, en tanto no siempre puede diferenciarse con facilidad entre los elementos personales del desarrollo y los profesionales, el desarrollo profesional del profesor se vincula forzosamente al colectivo o equipo en el que éste se integra, podemos también decir que el valor de toda actividad de formación permanente del profesorado debe pensarse en términos de cuán bien una experiencia formativa apunta hacia el desarrollo personal del individuo que se ve comprometido en la misma, a la vez que contribuye a una cultura profesional más rica del grupo en el que éste se inserta.
Con relación a la enseñanza o asociados a ella existen aspectos necesarios y aspectos contingentes. Se consideran necesarios aquéllos sin los cuales no podríamos calificar una relación como de enseñanza o podría no calificarse ésta como tal. Se consideran contingentes aquellos que, aceptada la existencia o calificación de una relación como de enseñanza, la cualifican, esto es, la dotan de ciertas cualidades adicionales. Teniendo eso en cuenta, la formación permanente del profesorado no es un aspecto necesario sino contingente de la enseñanza. Es decir, no es necesaria su existencia para la existencia de la enseñanza. Pero si cualificamos la enseñanza, esto es, si la dotamos de ciertas cualidades, encontraremos que asociadas a esas cualidades existen aspectos que mantienen una relación de necesidad respecto de la cualidad del objeto, si bien no respecto del objeto mismo. Ese es el caso de la formación permanente del profesorado, que se ha venido asociando a la cualidad de «calidad». En lo que respecta a la evaluación, parece evidente cómo actúa en todo esto. pero. a la vez, se trata de una evidencia construida.Porque, si la evaluación es lo que confiere cualidad o valor, se supone que procedimientos de evaluación serán puestos en marcha a priori a fin de cualificar la formación permanente del profesorado. Pero, a la vez, los propios procesos de formación tienen que haber sido institucionalizados con anterioridad para poder ser evaluados, lo que implica algún tipo de decisión que, o bien es irresponsable, o da por supuesta la existencia de algún tipo de cualidad positiva asociada a esta modalidad de formación del profesorado tal que aconseje su implantación. Si la enseñanza de calidad necesita de la formación permanente del profesorado, convendría explorar el mecanismo por el cual han llegado a asociarse formación permanente del profesorado y calidad, independientemente de la propia valoración o cualificación que merezcan los procesos de formación.
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(*) El presente artículo es parte de la investigación GV-2416/94, realizada dentro del Plan Valenciano de Ciencia y Tecnología (Programa de proyectos de investigación científica y desarrollo tecnológico) de la Generalitat Valenciana, llevada a cabo por el Grupo de Investigación "Currículum, Recursos e instituciones Educativas", adscrito al Departamento de Didáctica y Organización Escolar de la Universitat de Valéncia.
(**) Francisco Beltrán
Llavador, Bernardino Salinas Fernández y Ángel San Martín Alonso pertenecen al
Departamento de Didáctica y Organización Escolar de la Universitat de Valéncia.