LA PARTICIPACIÓN EN LA CONVIVENCIA ESCOLAR

 

Pilar Sánchez González (*)

 

La participación responsable es un objetivo educativo primordial de las so­ciedades democráticas. Su desarrollo exige el diseño y programación de actuaciones para que los jóvenes asuman normas de respeto y convivencia, mediante su implica­ción en la elaboración de las mismas, en la resolución de sus propios conflictos y, en general, en todo tipo de procesos colectivos.

 

La participación ciudadana es un concepto estrechamente ligado al de de­mocracia. Por ello, en las sociedades que se rigen por esta forma de organización social, la participación viene a ser uno de los principios básicos de la regulación de las estructuras institucionales. Y esto es así porque a través de la implicación de los ciudadanos en los procesos que les afectan, se ejerce el control social para lograr el valor de la igualdad, uno de los pilares del ordenamiento jurídico democrático.

De este modo, también en el ámbito educativo se señala la participación como uno de los ejes nucleares del sistema'. Y su significado se concreta en la L.O.D.E. en una serie de puntos que vienen a considerar la participación educativa como:

 ‑ Un medio para el control y gestión de los fondos públicos.

‑ Un mecanismo idóneo para atender adecuadamente los derechos y liberta­des de los padres, los profesores y los alumnos.

‑ Un modo de entender la educación que considera a la comunidad escolar coprotagonista de su propia acción educativa dando vida, de forma activa y respon­sable, a un proyecto educatiV02.

‑ Un principio que inspira las actividades educativas y la organización y fun­cionamiento de los centros3.

Y, al mismo tiempo, se consideran otras dos perspectivas de la participación:

‑ Como finalidad de la educación, al proponer que se realice « la preparación para participar activamente en la vida social y cultural»4.

‑ Como criterio metodológico, al señalar 9a metodología activa que asegure la participación del alumnado en los procesos de enseñanza y aprendizaje»5,

Como se puede apreciar, es nuclear el lugar que se da a la participación en nuestro sistema educativo, considerando aspectos curriculares, organizativos y del funcionamiento de los centros.

Ahora bien, la opción por la participación conlleva, además, el ejercicio de una serie de valores y de hábitos que configuran determinados estilos de conviven­cia, y que vendrán marcados por los principios básicos de la democracia. La igual­dad, la justicia, la libertad y el pluralismo político son considerados en nuestra Carta Magna como los valores superiores que se derivan de la opción por un estado social y democráticos. Es decir, las relaciones que se establecen en las instituciones socia­les y, en concreto, en las comunidades educativas, tanto en el desarrollo de las cla­ses como en el funcionamiento de los demás órganos del centro tienen que ser cohe­rentes con estos valores.

Sin embargo, sabemos que los valores que se propugnan formalmente en una sociedad no se plasman de forma inmediata en las actitudes y las conductas de la mayoría de los individuos o en las formas de funcionamiento de las instituciones sociales, dándose, a veces, una disonancia significativa entre dichas pautas y las relaciones y dinámicas que se establecen en la vida cotidiana.

De modo semejante, es fácil encontrar en los centros educativos una impor­tante distancia entre los objetivos que aparecen en los diferentes proyectos del cen­tro, por un lado, y los estilos de relaciones o los procedimientos que se emplean para resolver los conflictos o tomar decisiones, por otro.

Las razones que pueden explicar estos contrastes son diversas. Los valores (tanto en su acepción de realidad beneficiosa ‑tener una casa o tener trabajo‑, o en el sentido de principio ético ‑la verdad o la solidaridad) se suelen considerar, no como finalidades a alcanzar, sino como marco de referencia, más o menos lejano. Por ello se entiende que parezca suficiente proclamarlos y recogerlos en el ordenamiento jurídico. Lo que no deja de ser una paradoja, sin embargo, es que este hecho se asuma como algo natural en las sociedades democráticas, en las que la igualdad y la justicia están entre los valores fundamentales, y, por lo tanto, prioritarios.

Por otro lado, el concepto de sociedad plural se interpreta, a veces, como la justificación para legitimar posturas muy diferentes, algunas de difícil validez ética. La derivación en un relativismo casi absoluto es uno de los riesgos que conlleva la potenciación del individualismo que se hace desde ciertos ámbitos, al no ser contras­tado con pautas colectivas. Como señala Victoria Camps' «El individualismo de nuestro tiempo no tiene por qué estar reñido con el descubrimiento y la apertura al otro [...]. Aunque los valores, pues, sean plurales, la búsqueda de un interés general ha de moldear la noción de virtud, de forma que la virtud del individuo no consista sino en permitir que el bien público proporcione la norma de la conducta individual».

 

La convivencia como objetivo educativo

 

La concepción complementaria de lo individual y lo colectivo es una de las premisas de una convivencia democrática, entendida como el ejercicio de los valores y hábitos que permiten la igualdad de derechos de todos los ciudadanos. Queremos aclarar que dicha premisa supone algo más que asumir que el individuo se completa en el encuentro con el otro, o que es importante que las individualidades no queden diluidas en los procesos colectivos.

Efectivamente, la integración de las dimensiones personal y comunitaria se plasma en la convivencia cotidiana en:

‑ Hacer compatibles los intereses y, por lo tanto, los objetivos de cada cual con los generales del grupo o grupos con los que se convive.

-                             Asumir como propias, al menos, las metas colectivas derivadas de los va­lores de la igualdad, la justicia y la libertad.

-                              Participar en los procesos grupales para el logro de las metas generales.

-                              Establecer relaciones basadas en el diálogo y en la colaboración.

‑ Admitir que la norma de la conducta individual venga marcada por el bien general del grupo en el que se convive.

Como se puede apreciar, estos procesos están asociados con los elementos necesarios para que un grupo funcione bien. En primer lugar, las metas comunes son las que dan sentido a un grupo, y las dificultades más importantes que suelen surgir en su desarrollo tienen relación con la no integración de las metas personales y las generales, o la utilización del grupo para la satisfacción de las personales. Y puede haber debate sobre ciertos objetivos que desea asumir el grupo, pero hay otras me­tas generales que no son optativas sino que vienen exigidas por vivir en determinado tipo de sociedad.

Por otro lado, participar en los diferentes procesos para alcanzar las metas comunes, es una exigencia ‑y no sólo un derecho‑ derivada del principio de igualdad, ya que asumir metas colectivas supone, no sólo dar opinión o tomar decisiones, sino, también, implicarse en las tareas a realizar.

El estilo de relaciones tendría que orientarse para el logro de un clima de colaboración, donde el ejercicio de una serie de actitudes es fundamental, así como el empleo del diálogo como eje básico, tanto para abordar los conflictos como para tomar decisiones. Más adelante profundizaremos en este punto.

Que el criterio de la conducta individual sea el bien general, es congruente con la complementariedad que hemos visto que tienen ambos conceptos. Efectiva­mente, el percibir que lo colectivo es contrario a los intereses individuales se da por razones de inmadurez, propia de los ciudadanos más jóvenes o de adultos que no han tenido posibilidad de desarrollarse en estos aspectos.

Parece evidente que asumir los procesos que se acaban de señalar supone, entre otras cosas, el aprendizaje de actitudes y hábitos de conducta contrarios a los que priman en nuestra sociedad. De aquí la necesidad de posibilitar dichos aprendi­zajes en el centro educativo, planificando el desarrollo de la convivencia como cual­quier otro objetivo educativo.

En coherencia con estos planteamientos, uno de los fines de nuestro siste­ma educativo es «la formación en el respeto a los derechos y libertades fundamenta­les y en el ejercicio de la tolerancia y libertad dentro de los principios democráticos de convivencia»s. Dado que los valores se adquieren ejercitándolos en los contextos cotidianos, existe una estrecha relación entre los hábitos de convivencia que se prac­tican en el medio escolar y familiar, y los valores y actitudes que el alumnado desarro­lla. De ahí que en el Decreto de Derechos y Deberes se señale que, para conseguir el objetivo que se acaba de referir, se requiera «no sólo los contenidos formativos trans­mitidos [...], sino también, muy especialmente, el régimen de convivencia estableci­do en el centro»9.

De este modo la regulación de la convivencia en los centros educativos tiene una finalidad añadida a la de cualquier otra institución y es la de conseguir que todos los procesos que se establecen en torno a la vida en común en el centro escolar ‑desde la elaboración de las normas y de los procedimientos para que sean asumi­das a los mecanismos de corrección‑ tengan un carácter educativo. No es posible contemplar estos aprendizajes sin que el alumnado esté implicado, participando en cada uno de los pasos del proceso.

Del planteamiento anterior se deriva la necesidad de abordar la convivencia desde una perspectiva más amplia de la que se emplea con frecuencia cuando se la identifica con el régimen disciplinario. Efectivamente, al considerar la convivencia como un medio para educar y aprender, su planificación y análisis ‑además de impli­car a toda la comunidad educativa‑ tiene unos objetivos, contenidos y procedimientos diferentes a cuando se la reduce al control de la disciplina. De este modo, no se trata de elaborar una relación de normas y sanciones que faciliten el orden, sino que se pretende concretar criterios que rijan la convivencia ‑coherentes con los valores pro­clamados en el proyecto educativo‑, así como los procesos a seguir para asumir las normas acordadas entre todos y consensuar los procedimientos educativos a desa­rrollar cuando haya incumplimiento de los acuerdos.

En concordancia con todo lo expuesto, la forma más ajustada de tratar este tema en el centro educativo es abrir canales de participación de todos los colectivos de la Comunidad Educativa.

Los procedimientos pueden ser diversos. Sugerimos dos que en nuestra experiencia dan muy buen resultado:

‑ Trabajo en grupo de los delegados, subdelegados y consejeros escolares estudiantiles con un grupo del profesorado y de las familias. Es una modalidad muy satisfactoria siempre que haya posibilidades de horario y que exista un clima de rela­ciones caracterizado por el diálogo y la valoración de la diversidad de puntos de vista. Para dar agilidad a las sesiones, dentro del grupo general se organizan subgrupos mixtos (formados por miembros de los tres colectivos), que conviene no sobrepasen el número de diez participantes.

‑ En cada clase se dedican unas sesiones de tutoría para, por un lado, cono­cer las normas generales del centro y hacer sugerencias, y, por otro, elaborar las normas específicas de la clase, que serían acordes con las generales. Previamente, el profesorado, a través de las reuniones de los departamentos o de los niveles, ha elaborado los criterios que orientan la convivencia, en coherencia con los objetivos generales del centro. En algunos centros se planifican, además, otras reuniones con la Junta de Delgados para integrar más las propuestas del alumnado; y se piden sugerencias a los representantes de los padres.

 

Criterios y normas de convivencia

 

Acordar los criterios que van a orientarla convivencia del centro educativo es la primera tarea del proceso de planificación en el tema que nos ocupa. Dichos crite­rios se derivan de los objetivos generales que se hayan establecido en el proyecto educativo del centro. Pero, como señalamos, hay algunos criterios que vienen exigi­dos por las leyes educativas que plasman los valores de una sociedad democrática.

Estos criterios los podemos concretar en los siguientes:

‑ Un eje que orienta el tipo de relaciones es crear o desarrollar climas de colaboración. Esto supone el ejercicio de determinadas actitudes y el abandono de otras. De este modo, es imprescindible aprender a ser flexibles, a "descentrar" nues­tro punto de vista para entender el de los demás, a encarar la diversidad y la diver­gencia como un valor, no como un conflicto, a ver colaboradores en los demás, en lugar de competidores, y a valorar el trabajo colectivo.

‑ El punto anterior conlleva otro eje que es sustituir las relaciones de po­der por las relaciones horizontales. Es tan frecuente que utilicemos la fuerza o el poder ‑en sus diferentes modalidades‑ que quizás no lo percibamos habitualmente. Por ejemplo, utilizamos el poder no sólo cuando descalificamos a alguien mostrándo­le, más o menos directamente, su ignorancia, sino cuando nos situamos con distan­cia, bien sea por el saber que tenemos, por el puesto que desempeñamos o por otras causas. Por el contrario, establecemos relaciones horizontales cuando nos manifes­tamos cercanos y valoramos a la persona con la que estamos, independientemente de su edad, contexto, capacidades, etc. Igualmente nos regimos por el poder cuando actuamos arbitrariamente con las personas que dependen de algún modo de noso­tros, no facilitamos la información necesaria para que se pueda opinar y tomar deci­siones o utizamos el grupo para satisfacer intereses personales. Sin embargo ejerci­tamos relaciones de colaboración cuando asumimos nuestras responsabilidades y participamos activamente en los procesos en los que estamos implicados.

‑ Un tercer eje, estrechamente asociado a los anteriores, es optar por el diálogo como medio de abordar los conflictos y llegar a acuerdos. Quisiéramos destacar algunas consecuencias que se derivan de este planteamiento en el medio escolar: a) En temas nucleares soluciona poco tomar las decisiones por votación, ya que se generan nuevas tensiones que dificultan la convivencia posterior, poniendo en peligro el clima de colaboración, que hemos señalado como fundamental. b) Los diferentes conflictos que se pueden dar en la vida de un centro tienen que tratarse contemplando siempre espacios de encuentro entre todos los implicados.

En cuanto a las normas de convivencia, es importante señalar algunas premisas a tener en cuenta: Por un lado, no hay que dar por supuesto que el alumnado tenga asumida la necesidad de las normas. Por otra parte no hay que olvidar que dichas normas tienen que tener un carácter educativo y no pueden vulnerar los dere­chos del alumnado'°.

Señalamos algunas características que deben tener las normas educativas:

‑ Ser coherentes con los principios y los objetivos del proyecto educativo.

‑ Elaboradas según los siguientes criterios:

‑ Atendiendo a los aspectos genéricos, no a lo excepcional. En este último caso se corre el riesgo de hacer una casuística que encorsete las relaciones por exceso de normativa; o bien provocar un incumplimiento generalizado.

‑ Siguiendo criterios educativos para evitar la arbitrariedad.

‑ Potenciando los aspectos positivos de los integrantes de la Comuni­dad Educativa.

‑ Que sean válidas para toda la comunidad educativa. No parece coherente con un planteamiento educativo, por el valor de modelaje que tienen los adultos en la educación de los más jóvenes, pensar que una norma general ‑como puede ser respetarnos unos a otros‑ afecte al alumnado y no al resto de los colectivos adultos que conviven en el centro escolar. Otra cosa diferente son las medidas a tomar en caso de incumplimiento, que para el alumnado tienen que tener un carácter educati­vo, y para los profesionales un carácter sancionador y vendrán reguladas por los reglamentos específicos.

‑ Que sean pocas, claras y sencillas, para que sea factible su cumplimien­to.

‑ Que estén redactadas en positivo.

 

La interiorización de las normas

 

Uno de los retos fundamentales de la educación para la convivencia es con­seguir que los alumnos interioricen las normas. Lograr esta meta conlleva actuar en consonancia con las mismas en cualquier situación, con independencia de que esté presente el adulto para exigir su cumplimiento, o de cualquier otro elemento de con­trol externo.

Como en todo proceso educativo hay que tener en cuenta las etapas evolu­tivas. Autores como Piaget" y Kohlberg'z, pioneros en estudiar el desarrollo moral de los niños, hacen una serie de observaciones que les permite establecer unos esta­dios que recogen las diferentes capacidades que van adquiriendo los niños en su desarrollo moral. De este modo, Kohiberg señala que, para pasar de los inicios de la moral heterónoma ‑se actúa por respeto a la autoridad del adulto; la motivación del cumplimiento de la norma es el premio o el castigo‑ a la moral autónoma ‑el sujeto actúa de acuerdo con su propia conciencia siguiendo principios libremente elegidos­en su nivel más maduro, el niño pasa por seis estadios evolutivos. Aunque investiga­ciones posteriores '3 ponen en duda algunos de sus resultados, su método de trabajo y algunas de sus conclusiones pueden ser de gran utilidad para los educadores.

Queremos señalar una serie de aspectos a tener en cuenta para incidir en el proceso de interiorización de las normas, que siempre es necesario adaptar a los momentos evolutivos de los alumnos.

‑ La toma de conciencia de la necesidad de las normas, que va ligado a la capacidad de percibir a los demás como seres independientes a uno mismo y ser capaz de "ponerse en el lugar del otro". Se cuenta con publicaciones'4 que desarro­llan diferentes procedimientos.

‑ Participaren el proceso de elaboración de las normas, hecho que facilita la toma de conciencia de la necesidad de éstas, y, además, potencia la implicación personal en su cumplimiento.

‑ La revisión periódica del nivel de cumplimiento de las normas, que permite no sólo el recuerdo de éstas, sino también modificar algunas que no respondan a las necesidades.

‑ Reflexionar en grupo cuando se da un incumplimiento de las normas, lo que posibilita analizar las causas y consecuencias que se derivan para el grupo y para uno mismo.

‑ La implicación de los educadores en el cumplimiento de las normas, tanto en la toma de medidas para que sean respetadas, como en la adopción ‑por ellos mismos‑ de las normas generales que se trata de inculcar a los alumnos. Pensamos que no hace falta insistir en el papel de modelaje que tienen los adultos implicados en el proceso educativo.

 

El valor educativo del conflicto

 

La convivencia presenta, con frecuencia, conflictos de diversa índole. La for­ma de abordarlos es lo que condiciona los resultados. De este modo un conflicto mal tratado puede generar nuevos problemas, o, por el contrario, si se ha resuelto bien, puede contribuir al crecimiento y maduración de los individuos y de los grupos, así como a la mejora del clima de relaciones.

En los centros educativos, al convivir grupos tan heterogéneos y con funcio­nes diversas, no resulta extraño que se den conflictos de distinto tipo: los que se pueden agrupar con el título genérico de problemas de disciplina, los que surgen como consecuencia de la falta de clarificación de funciones, los que se derivan de la falta de planificación o de respuesta a las tareas acordadas en el equipo de trabajo, los que proceden de la falta de entendimiento ‑muchas veces motivadas por las ideas previas que nos hacemos unos de otros‑, etc.

Algunos de estos conflictos se pueden prevenir (clarificando las funciones, explicitando las normas, favoreciendo un clima de colaboración...). Pero siempre hay que estar preparados para tratar los que no se pueden evitar. En estos casos es importante tener acordados los procedimientos a utilizar, evitando la improvisación que lleva consigo actuaciones poco adecuadas.

El conflicto puede tener valor educativo y favorecer el diálogo, la reflexión y el cambio de actitudes si se tienen en cuenta aspectos tales como:

‑ Que sea asumido como un hecho normal en las relaciones, evitando darle un carácter dramático.

‑ Tomar cierta distancia para poder objetivarla situación, averiguando y ana­lizando las distintas variables que han influido en la misma.

‑ Que se hayan acordado los criterios y procedimientos que se van a utilizar, entre los que no deberían faltar los procesos de interacción entre las personas impli­cadas.

‑ Contrastar las opiniones e información sobre los hechos.

‑ Actuar sin demora para resolver el problema.

‑ Cuando sea necesario, aplicar una sanción que sea proporcionada a la falta y que esté relacionada con ella.

‑ Solicitar la intervención y ayuda de los padres en los conflictos con los alumnos.

 

Las correcciones

 

Nos referimos solamente a las que haya que aplicar al alumnado, ya que los colectivos profesionales se regirán por sus reglamentos específicos. Al ser la correc­ción un elemento más del proceso educativo, tiene que estar recogido en la planifica­ción general.

Los procedimientos a seguir ante el incumplimiento de las normas contem­plarán distintos pasos, entre los que la sanción es uno más, y nunca la única medida. Como el Real Decreto sobre derechos y deberes '5 recoge los criterios y los pasos a seguir en los diferentes casos de incumplimiento de las normas, sólo queremos se­ñalar algunas acciones que se llevan a cabo en algunos centros educativos y, que pensamos que son de gran utilidad para abordar educativamente los errores en la convivencia ya que recogen el principio básico de la participación de los implicados:

‑ Hablar con los interesados para conocer la vivencia de cada uno y lograr que se conciencien del error cometido.

‑ En muchas ocasiones es interesante que el asunto se trate en una asam­blea de clase y con la junta de aula ‑constituida por el tutor, el delegado o delegados y el vocal de los padres‑ si existiera en el centro.

‑ En los casos que sea necesario, se puede tratar el conflicto en la junta de profesores, o equipo de nivel, para acordar entre todos las medidas a tomar teniendo en cuenta las peculiaridades del contexto de los alumnos implicados.

‑ El diálogo con los padres es imprescindible en algunos casos.

Como se puede apreciar, estas sugerencias implican secuenciar los diferen­tes pasos, que cada comunidad educativa tendrá que concretar, pero que evita el hábito poco educativo, y, en general, poco eficaz, de llevar cualquier conflicto a la jefatura de estudios o al Consejo Escolar.

Finalmente, hay que señalar que la reflexión sobre estos puntos la hemos hecho a partir de la experiencia en el desarrollo de planes de formación para poten­ciar la participación de las comunidades educativas; dichos planes están dirigidos al profesorado, a las familias y al alumnado. Hemos querido destacar uno de los aspec­tos que nos parecen más nucleares para potenciar la participación del alumnado. Y éste no es otro que el tipo de relaciones que se establecen, tanto en las clases como en otros ámbitos del centro. Ejercitar, por un lado, actitudes de colaboración ‑elimi­nando las tendencias, más o menos solapadas, a abusar de los demás‑ y, por otro, propiciar la valoración e implicación del alumnado en procesos colectivos, son las ideas centrales que hemos intentado desarrollar. Nos parece que un buen medio para integrar todos estos procesos es planificar la convivencia como un objetivo edu­cativo.

 

Notas

 

 Constitución, art. 27.

2 L.O.D.E., Preámbulo.

3 L.O.D.E., art. diecimonoveno.

4 L.O.D.E., art. segundo.

5 L.O.G.S.E., art. segundo.

6 Constitución, art. primero.

7 CAMPS, V. (1990): Virtudes públicas. Austral. 8

8 L.O.D.E. Art. 1°, L.O.G. S. E. Art. 2°‑.

 9 Real Decreto 732/1995, de 5 de mayo, por el que se establecen los derechos y deberes de los alumnos y las normas de convivencia en los centros.

10 Real Decreto 732/1995 de 5 de mayo , por el que se establecen los derechos y debe­res de los alumnos y las normas de convivencia en los centros.

11 PIAGET, J.: El criterio moral en el niño. Barcelona. Fontanella.

12 KOHLBERG, L.: Psicología del desarrollo moral. Bilbao. Desclée de Brouwer. 1992.

13 GORDILLO, Mi V.: Desarrollo del altruismo en la infancia y la adolescencia. M.E.C./ C.I.D.E. 1996.

14 M.E.C. (1992): Cajas Rojas (Cuadernillo sobre la educación moral y cívica).

15 Real Decreto 732 / 1995, de 5 de mayo, por el que se establecen los derechos y deberes de los alumnos y las normas de convivencia en los centros. Título IV.

 

(*) Pilar Sánchez González es Directora del Programa de Participación de la Comuni­dad Educativa. Servicio de Renovación Pedagógica de la Comunidad de Madrid. Dirección: C/ General Ricardos, 179, 28025.‑ Madrid. Télf.: 915250893