La figura del asesor/a constituye un
elemento singular y todavía pintoresco en el paisaje del sistema educativo. Su
incorporación al mismo es un fenómeno reciente que ha generado procesos y
vínculos nuevos, desconocidos hasta ahora, y ha configurado en el interior de
la estructura un nuevo esquema relacional, de comunicación y de
interdependencias. Pero se trata de un esquema no consolidado,
insuficientemente integrado en el ecosistema educativo, en el que aún no ha
afianzado las relaciones que lo consoliden como indispensable. Se puede decir
que, en educación, no ha arraigado aún una cultura del asesoramiento y que la
asesora es una función que en algunos ámbitos, especialmente en el de la
administración, se siente como provisional, establecida para una coyuntura: los
asesores son todavía los asesores de la reforma, y su discurso, el manual de
instrucciones para la introducción de la LOGSE. Si, para una parte del
profesorado, han sido poco más que los encargados de impartir los cursos de
"introducción a los diseños", hay que decir también, como experiencia
muy particular pero significativa, que, no hace mucho, nuestras autoridades
provinciales mostraban su desconcierto (y un cierto grado de tolerancia, hay
que reconocerlo) por el hecho de que un CEP mantuviera grupos estables en los
centros, con implicación directa del asesor/a, más allá de la elaboración de
los proyectos curriculares exigidos.
Y es que hasta hace década y media el
asesoramiento era un fenómeno prácticamente desconocido en educación: la
formación institucional se reducía a las actividades de los ICEs y a las
reconvenciones de los inspectores; como práctica de formación entre iguales era
un fenómeno paralelo a la institución educativa, ligado al asociacionismo
profesional, los movimientos de renovación, las escuelas de verano... Sólo
después vendría el apoyo externo en relación con la orientación escolar y la
educación especial (EPOEs, SAEs, Centros de Recursos), las comisiones provinciales
y los asesores interprovinciales para la reforma del Ciclo Superior y las
Enseñanzas Medias, de escasa vigencia, y, finalmente, la incorporación de
personal específico a los CEPs. Su novedad configura, en estos momentos, la
práctica asesora como un elemento que aún busca su espacio, que titubea en la
definición de su función específica, que mantiene relaciones inseguras con
otros elementos del sistema, que no acaba de encontrar su lugar en él.
Si bien la importancia de la función, como
elemento capaz de facilitar el cambio educativo y colaborar con los
profesores/as en la puesta en crisis de esquemas de pensamiento y prácticas
docentes convencionales y acríticas, es unánimemente reconocida (a las páginas
que siguen me remito), hay que reconocer también que en el concepto que la comunidad
educativa ha construido de ella están presentes determinados elementos extraños
e indeseables, que tienen que ver con competencias y funciones que se han ido
adhiriendo a los mecanismos de la formación permanente y con actitudes
personales localizables. Todo ello, en conjunto, ha contribuido a crear una
idea de la práctica asesora como un conglomerado de elementos diversos (en los
que unos priman sobre otros en función de cada oportunidad y circunstancia),
quizá no excesivamente congruente, pero sí útil y operativo (en la medida en
que todas estas construcciones conceptuales lo son) para pensar la estructura.
Algunos de estos elementos se corresponden con la caracterización oficial que
la administración ha hecho de los CEPs, no siempre coherente ni solidaria
consigo misma al haberse conformado por la acumulación a lo largo de estos años
de componentes procedentes de distintas perspectivas ideológicas y
estratégicas. Otros se han configurado a través del comportamiento efectivo de
la institución de la formación o de las personas más directamente vinculadas a
ella. Finalmente, otros proceden del pensamiento común establecido, de las
ideas socialmente consensuadas sobre las instituciones, su funcionamiento, y de
las expectativas que en torno a ellas se generan.
En dicha conceptualización participan,
ciertamente, nociones como las de ayuda, cooperación, mejora, atención a las
necesidades, elaboración teórica, debate, análisis, cuestionamiento de
principios y de actuaciones... Pero también otras valoraciones relacionadas,
por ejemplo, con el sistema de compensaciones que la administración asignó a
los CEPs contra el criterio de éstos (con todo lo que ello implica:
matriculación en actividades que no interesan, necesidad de elaborar actas de
asistencia, etc.), y que convierten al asesor/a en garante del cumplimiento de
determinados requisitos para la percepción de complementos salariales. O con
la gestión e impartición de cursos cuasi obligatorios, diseñados en instancias
superiores, para la formación acelerada en fundamentación y teoría del
currículum de cara a la implantación de la LOGSE (detestados de manera
general, se han convertido en paradigma de intervención negativa de los
asesores). O con el comportamiento de los individuos particulares, su grado de
compromiso con los centros y los profesores, actitudes más o menos funcionariales, aspiraciones
profesionales, etc.
Las tareas mismas vinculadas a la función
han sido algo impreciso, variable, improvisado incluso, conforme se han ido
poniendo (y superponiendo) en marcha programas y actuaciones que necesitaban de
personal preparado para desarrollarlos. De hecho, ninguna administración ha
explicitado en ningún momento una teoría de la formación o del asesoramiento
con la que dar coherencia y sentido a la función y a los procesos. Por el
contrario, como dice, en este número, Carme Domenech, "lo que se esperaba
de nuestro trabajo dependía mucho de quién estuviera ocupando el cargo en ese
momento". Y en cualquier caso, es cierto que desde la gestión del sistema
nunca se ha asimilado la función asesora a procesos de ayuda en colaboración a
los equipos y a los centros, ni a dinámicas de facilitación y dinamización,
sino más bien, de forma exclusiva, a estrategias de instrucción que tendrían su
justa correspondencia en procesos de asimilación y aplicación por parte del
profesorado. Tampoco los procedimientos para el análisis de necesidades y
problemas, ni las estrategias de intervención colaborativa entre compañeros
formaron parte del currículo de los cursos de formadores de formadores o de
asesores, que se ciñeron a la explicitación de las teorías curriculares y, en
el caso de secundaria, a consideraciones epistemológicas de las disciplinas.
Los talleres para la presentación de experiencias que se desarrollaron
entonces, se convirtieron en el modelo más generalizado e imitado para el
diseño de la intervención de los CEPs.
Han sido, pues, los elementos más inquietos
del sistema (en circunstancias de aislamiento y avanzando contra corriente) los
que, en procesos de indagación sobre la teoría y a partir de la experiencia de
sus propias intervenciones, han (re)elaborado para su uso sistemas más o menos
coherentes, que, en la medida de sus posibilidades y asumiendo posibles
contradicciones (entre otras, las que se derivan de intentar conciliar las
necesidades y expectativas del profesorado con las exigencias administrativas)
han intentado desarrollar.
Todas estas condiciones de incertidumbre e
indefinición, unidas a la falta de acomodación segura en el sistema,
posiblemente propiciada, a la vista de cómo se han desarrollado los
acontecimientos, han hecho que la función asesora pueda ser sentida como
prescindible por las instancias administrativas y por algunos otros elementos
de la estructura; como un agente de orden subalterno en el conjunto del
sistema, un servicio, en un momento en que los servicios que se dan gratis no
gozan de la simpatía de los administradores. Y que pueda plantearse su
eliminación argumentando deficiencias (la decisión de desmantelar resulta
siempre vergonzante: es necesario aquilatar razones contundentes con que
justificarla), cosa que no se haría nunca con otros elementos del sistema de
más consolidada raigambre (una hipotética inoperancia del sistema de
supervisión podría dar lugar a la reestructuración del mismo, nunca a la
supresión del cuerpo de inspectores; pero, en todo caso, el control es una
necesidad sentida por la administración; un sistema de apoyo para la calidad
del sistema y la competencia profesional resultan objetos más inasibles).
Políticas crudamente monetaristas, unidas a
la incapacidad para asumir la voz discordante que pone en cuestión la armonía y
la autocomplacencia del gestor, pueden dar al traste con el sistema de
formación permanente y con la función asesora. Las administraciones están
recurriendo (recurso del poder, que necesita controlar los mensajes, la opinión
y los procesos de análisis) a asumir personalmente, a través de personas
políticamente fieles, y en perjuicio de los niveles de participación que había
adquirido, la gestión de la formación permanente. Y la experiencia nos está
diciendo que da igual cómo se llame el poder en cada comunidad.
Pese a todo, hay que reconocer a dichas
administraciones su disposición permanente para incorporarse al carro de la
moda que viste, su capacidad para elaborar floridos y contradictorios discursos
y manejar fórmulas que, aunque vacías de contenido, no pueden faltar en la
prosa de una política educativa ilustrada y avisada. A la administración
andaluza, para no ir más lejos, se le ha pegado al oído lo de la formación en
centros. Sobre su decreto de 29 de julio de este año, por el que regula el
"Sistema Andaluz de Formación del Profesorado" sobrevuela una
"formación en centros" que no se sabe qué es, ni, sobre todo, cuál será
el papel que se reserva a los asesores/as en ella. Qué debemos entender por formación en centros en un contexto de
supresión de CEPs, de pérdida de su vinculación comarcal, de negación de
autonomía, de disminución considerable del número de asesores..., es algo que
queremos preguntar a la Dirección General en uno de los próximos números de la
revista. A la espera de su respuesta, mucho nos tememos que el modelo de
formación que subyace en el documento no sea el que se corresponde con la
noción, teóricamente consensuada, de "formación en centros". Por el
contrario, cada vez parece más claro que la fórmula es un mero eufemismo para
referirse a la estrategia de que cada
centro se forme por su cuenta (se lo monte como pueda), y que la práctica
de apoyo vinculada al modelo, va a ser la que corresponde a lo que podríamos
convenir en llamar asesor‑calzador,
especializado en la introducción, con
el menor daño posible, de las reformas y las gestiones administrativas que
llevan aparejadas. No de otra forma se puede interpretar la relación numérica
entre asesores/as de primaria y secundaria, exagerada y desproporcionadamente
a favor de esta última (precisamente en el momento en que se procede a hacer su
transición), que nada tiene que ver con la distribución nivelar del
profesorado.
A esta indefinición y precariedad con que ha
debido funcionar en España el sistema de la formación permanente y que han
contribuido decisivamente a conformar una idea y una práctica concretas del
asesoramiento, hay que añadir, como rasgo singular del sistema, la ausencia de
debate que permitiera romper el círculo vicioso. Los avances, más o menos
tímidos, han sido siempre obra individual, de CEPs concretos, de equipos de
asesores particulares, que han desbrozado un camino por el que sólo han andado
ellos, y que, en la mayoría de los casos, no han gozado del beneplácito de los
gestores. Nunca fruto de la reflexión y el análisis colectivo; todo lo
contrario: escamoteando las ocasiones de encuentro e intercambio que en un
primer momento fueron moneda corriente, la propia institución ha negado el
debate que al respecto se ha producido en otros ámbitos, al otro lado del
corion en que se ha envuelto. Ese debate, asignatura pendiente, es el que
nosotros queremos recuperar, propiciar, forzar ahora.
Una buena parte de los artículos que
responden a nuestra pregunta (¿qué es asesorar?, les hemos soltado a bocajarro)
hacen referencia a ese proceso dialéctico entre apropiación‑reelaboración
para la práctica de una teoría del asesoramiento y la propia intervención en
los centros, y cómo este proceso ha incidido en una y otra. En ellos se hace
historia de la formación permanente desde dentro y se explicitan y evalúan las
estrategias concretas en que han desembocado el análisis de las condiciones
particulares, la opción por los modelos y la propia experiencia de intervención
con los equipos.
En su reflexión ("Por qué abrimos
puertas y ventanas") sobre el devenir de la formación permanente en la
Comunidad Valenciana, Carme Domenech se detiene especialmente en el análisis
del modelo CEP, su capacidad para establecer, desde una perspectiva horizontal,
proyectos pedagógicos específicos y propios, en un contexto de diálogo y
participación, para denunciar después su sustitución por modelos
progresivamente más intervencionistas, fruto de un "incomprensible temor a
la diversidad y un recelo incontrolado al espíritu de algunos CEPs", que
afectan directamente a la propia intervención asesora a través de la
imposición de personas, burocratización de la función, etc.
El concepto de asesor y de su función ha
oscilado entre las directrices que establecían una especie de supervisión y una
división del trabajo entre el que piensa y el que ejecuta, y la necesidad de
ayudar a los grupos a identificar y resolver problemas, lo que significaba
integrar funciones tan dispares como la impartición de formación epistemológica
y la orientación entre colegas. A partir de esta constatación, la autora deja
constancia de cómo los propios asesores/as han debido construir el modelo a partir
de la experiencia con los centros y los profesores/as. La práctica ha ido
perfilando la función, produciendo modelos de asesoramiento a partir de la
necesidad de superar el curso como modelo único, cerrado en sí mismo, y de
reconducirlo hacia situaciones que partieran de la resolución de problemas
didácticos y generaran una dinámica de trabajo en grupo. Esta evolución,
reconoce, no ha estado exenta de dificultades: además de la diversidad de
expectativas de los profesores, hay que tener en cuenta los riesgos que
amenazan la vida de los grupos y que ponen muy de manifiesto el componente de
relaciones humanas que tiene el asesoramiento.
Desde parecida perspectiva, Miguel Vicente
("El asesor de proceso y crítico ante los nuevos retos que se
avecinan") analiza la experiencia de asesoramiento que han significado los
Grupos de Programación y Diseño Didáctico (GPDD), proyectos de formación en
centros que puso en marcha el CEP Poniente Granadino a partir del curso 1991‑92
y que se han mantenido hasta la supresión de éste a finales del curso pasado.
El autor hace balance del proceso seguido por los grupos, que a pesar de sus
diferencias (composición, cultura de trabajo, creencias, etc.), que han exigido
tratamientos diversos, partían de circunstancias parecidas: individualismo,
expectativas vinculadas a la elaboración de los proyectos curriculares y a la
demanda de recetas metodológicas, desconfianza hacia la teoría, etc. La
valoración general de la experiencia (en la que no se renunció a utilizar
procedimientos de otros modelos cuando las circunstancias lo exigieron) es
positiva, en cuanto se ha avanzado notablemente en la cultura colaborativa y en
el "control" del currículum por parte de los profesores, que hasta
ahora venían confiando a las editoriales.
El autor hace un análisis de lo que ha sido
hasta ahora la función asesora, sitúa la práctica en un continuo que va desde
las actuaciones de carácter meramente técnico (en las que el asesor/a actúa
como experto infalible y centra su labor en que los centros elaboren los
documentos curriculares oficiales según procesos estandarizados), hasta las
intervenciones vinculadas a lo que se ha dado en llamar asesor de proceso o
crítico. En este último contexto hay que situar la modalidad de formación en
centros (como la experiencia de los GPDD) en cuanto espacio para la reflexión
crítica de la práctica docente, en su propio contexto y por los propios sujetos
activos de la misma. La función del asesor/a está relacionada, en este sentido,
con la dinamización y facilitación de estos procesos en un contexto de
colaboración entre iguales que favorezca la asunción de responsabilidades.
Su desarrollo, sin embargo, no es fácil. M.
Vicente identifica algunos de los obstáculos: sensación de "sandwich"
entre las exigencias de la administración y las expectativas de los
profesores/as, la socialización de los docentes en la aplicación técnica de
programas, el riesgo del expertismo, la cultura de "celularismo" de
los centros, la desconfianza de la administración sobre la capacidad de los profesores/
as para desarrollar el currículum, etc.
También el Grupo Almadía
("Asesoramiento externo e innovación escolar: juntos mejor") se
muestra preocupado por las condiciones que limitan la relación entre actividad
asesora y mejora de la docencia. Entienden tal mejora como un proceso de
transformación de la cultura escolar: superación de la cultura profesional
individualista, sustitución del pensamiento espontáneo y rutinario por otro en
el que la práctica sea el resultado del estudio, la reflexión y la
experimentación. Para ello consideran necesario potenciar culturas
colaborativas en los centros, que se favorezca una autonomía intelectual de los
asesores/as que les permita elaborar la teoría del cambio educativo y construir
su profesión, y una apertura por parte de la administración hacia la innovación
y el respeto por la diversidad del hecho educativo.
Estos procesos de mejora, costosos,
complicados e impredecibles sólo se producen si lo desean los interesados y
existe un apoyo de asesoramiento externo que ayude a analizar los ritos y
conceptos educativos previos, a transformar la definición de sus propios
problemas prácticos en conocimiento profesional, y a definir estrategias
globales de cambio. La ayuda, según los autores, ha de caracterizarse por la
posesión y explicitación de una teoría del cambio educativo, la negociación y
el consenso con los profesores, la adaptación a los contextos organizativos y
humanos, el equilibrio entre lo individual y lo colectivo, la teoría y la
práctica, y la potenciación de la función docente, superando actitudes
intervencionistas o burocratizantes.
Por todo ello, el Grupo propone una dinámica
de asesoramiento en la que vienen trabajando, y en la que incluyen tareas tales
como la clarificación de las dificultades o situaciones problemáticas
detectadas, la participación en el proceso de aprendizaje necesario para
abordar los problemas, y la colaboración en el diseño y puesta en práctica de
las innovaciones consecuentes.
En coincidencia con la mayoría de las
colaboraciones, constata Rafael Mesa ("El asesoramiento en la formación en
centros: sombras en el cristal de mi ventana") el dilema en que se mueve
la práctica asesora, entre las demandas de los centros y las intenciones de la
administración educativa. El riesgo de que el papel del asesor acabe siendo el
de mera correa de transmisión de la administración le parece evidente si
consideramos el cariz de la normativa que desde 1989 ha regulado la función
asesora en la Comunidad Andaluza.
El asesoramiento no es ajeno a una
concepción de la escuela y de la educación. De ahí la existencia, en paralelo
con ésta, de varias corrientes y modelos. De las corrientes interpretativa y
crítica, que conciben al docente como agente dinámico y reflexivo, protagonista
del proceso de innovación curricular, se deriva la modalidad que conocemos
como de "formación en centros", que el autor define con los rasgos
que le asigna la Consejería de Educación andaluza (1996): consideración del
centro como unidad de cambio, participación de los equipos docentes en su formación,
reflexión de estos mismos equipos sobre su práctica, etc.
El decreto que regula el Sistema Andaluz de
Formación del Profesorado (julio de 1997) también considera al centro como foco
para el análisis de la práctica docente y desarrollo de acciones formativas.
Sin embargo, advierte R. Mesa, al no explicitar las condiciones de su
desarrollo, cabe el riesgo de que no se trate más que de una adopción
descontextualizada de otras políticas educativas, o, incluso de un mero
fenómeno de moda.
Considera que el desarrollo de modalidades
próximas a la formación en centros no está exenta de dificultades: déficit de
tiempo y recursos humanos, condiciones de voluntarismo, desprofesionalización,
falta de entusiasmo de parte del profesorado, cuya voluntad innovadora es
"fagocitada por la rutina y el `bienestar' de los modelos
tecnicistas". La intervención asesora, por supuesto, debe partir siem‑
Considerando que el desarrollo de la función
asesora pasa por encontrar la confluencia entre los principios más positivos
puestos de manifiesto por las buenas prácticas, y las iniciativas políticas que
las facilitan, el autor pasa a desarrollar unos y otras. Con respecto a los
primeros, considera que el asesoramiento adquiere su máximo sentido cuando se implica
en proyectos de cambio consensuados, en los que no importa tanto quién toma la
iniciativa como que el proceso garantice formas de trabajo corresponsables, no
autoritarias, participativas. La práctica del asesoramiento (actividad
compartida con otra serie de agentes externos e internos), que supone un
conjunto de prácticas contingentes, una adaptación continua a las demandas de
cada situación, supone también el desarrollo de procesos difícilmente
previsibles por sus componentes personales y sociales, que exigen no forzar ni
sobrevalorar las potencialidades de ninguna dinámica de trabajo concreta, sino
garantizar un clima de interacción y comunicación. El autor aboga por un
replanteamiento de la función asesora en el sentido de integrar diversas perspectivas
en una función genérica: el apoyo al cambio y la mejora de los centros
escolares.
Ello exige, piensa J. M. Nieto, la
definición de una política educativa que propicie y facilite el desarrollo de
esta función, que establezca infraestructuras de apoyo integradas y flexibles.
Las políticas de reforma deben producirse de tal forma que, a la vez que se
prevé la asimilación de directrices y reglamentaciones (dimensión
burocrática), se garantice también la acomodación a los intereses y necesidades
de cada centro (dimensión democrática).
En el mismo sentido, destaca José Manuel
Escudero ("Los centros de profesores y el asesoramiento pedagógico en
nuestro contexto de política educativa") el carácter de mediación que debe
tener el proceso de la formación o del asesoramiento en cuanto vehículo para la
"diseminación" de ideas, conocimientos, métodos y experiencias, y de
"espacio de encuentro" entre teoría y práctica, donde los formadores/
as y profesores/as, trabajando en condiciones de paridad, participando desde
sus respectivas perspectivas, aborden el análisis y poblemización de la
práctica. En la medida en que la formación, dice el profesor Escudero, deja de
ser una actividad para la transmisión de conocimiento "científico" en
manos de expertos, y el asesoramiento una intervención clínica y prescriptiva
de soluciones, para reconocerse en la investigación de los contextos y la
creación colegiada de conocimiento, ambos términos, formación y asesoramiento,
separados por su vinculación a discursos diferentes, sintomáticos de
percepciones, creencias, culturas y prácticas diferentes de las instituciones y
los profesionales, confluyen en una práctica en la que prevalece el
"trabajar con" (frente al "prescribir a") y la indagación
colectiva como recursos para el conocimiento.
Advierte, no obstante, el autor, contra el riesgo de
reduccionismo, siempre simplista y uniformante, de sacralizar la práctica,
vaciando de contenido la función de mediación y diseminación del conocimiento
que lleva aparejada la función asesora.
La mejora de la educación va unida a la de
la profesión docente, y ello exige una atención especial a las estructuras de
formación y asesoramiento que, hoy por hoy, están constituidas, casi en
exclusiva, por los CEPs. De ahí el peligro que corre el sistema educativo en su
conjunto si, como sucede en estos momentos, lejos de plantearse con realismo e
imaginación la institución CEP para potenciarla, mejorarla y ponerla en
coordinación sistemática con otros servicios e instituciones, las autoridades
educativas planean su debilitamiento y reducción.
Por eso denuncia el procedimiento de
justificar con criterios de racionalización de los recursos escasos, y con
denostaciones de ineficacia, lo que no son sino decisiones políticas tomadas a
priori. Lo cierto es que hay una ausencia casi total de análisis rigurosos y
que se fuerzan los argumentos a favor de reconvertir, cuando no abiertamente
"erradicar" el sistema de formación, utilizando como coartadas la formación
en centros y una pretendida y falaz "calidad total de la enseñanza".
En su artículo "El asesoramiento a los
centros educativos. ¿Qué tipo de asesores/as necesitamos?" detecta
Francisco Imbernón una cierta involución, en este final de siglo, hacia el
modelo de "asesoramiento de expertos", concepto, éste, incuestionable
desde la racionalidad técnica y tecnicista, y que caracteriza la intervención
asesora, según el modelo doctor‑paciente, como una prescripción de
soluciones desde una superior preparación y un mayor conocimiento, para que los
profesores/ as superen sus dificultades.
Frente a este concepto, y en línea con el
pensamiento freiriano, defiende el autor el asesoramiento como "un trabajo
social con sujetos", como una relación de mediación entre iguales. En
coherencia con esto, propone un perfil en el que el asesor/a sea el "amigo
crítico que no prescribe soluciones generales para todos, sino que ayuda a
encontrarlas". Desde esta perspectiva, la función asesora es, fundamentalmente,
una función de mediación que consiste en proporcionar "conocimientos"
en condiciones tales que puedan ser interiorizados y adaptados a un contexto y
una situación; y las competencias profesionales de los asesores las
relacionadas con las capacidades para diagnosticar y detectar necesidades,
comunicar, intervenir en los contextos y en las situaciones particulares, y
facilitar la toma de decisiones.
Una perspectiva especialmente interesante es
la que adopta María del Mar Rodríguez, que, en su artículo "La confluencia
del asesoramiento y la orientación como prácticas de apoyo", reflexiona
sobre estas dos prácticas de ayuda, sus diferencias y su tendencia a
converger. A partir del reconocimiento de la función de ambas en las tareas de
normalización y regulación social de las instituciones educativas y la
legitimación del conocimiento y las prácticas pedagógicas oficiales, la autora
caracteriza la orientación como práctica profesional nítidamente definida, en
la que predominan las directrices psicologicistas, dirigida al encauzamiento
personal, académico y profesional de alumnos que presentan algún tipo de
problema que repercute en el aprendizaje, a través de la interrelación con
ellos. Por su lado, la práctica del asesoramiento, (que nace ligada a la
implantación de reformas educativas en las que los asesores juegan el papel de
expertos del cambio), se consolida como un servicio indirecto al pretender
resolver los problemas de aprendizaje de los alumnos a través de la
intervención con los profesores/as. La evolución de la función lleva a
sustituir la autoridad del estatus por la influencia entre iguales, lo que constituye
uno de los rasgos más característicos del asesoramiento y una de las diferencias
más notables con la orientación.
Frente a estas y otras diferencias que las
separan, ambas prácticas participan del carácter de servicio de ayuda y apoyo,
constituyen tareas relacionadas con el conocimiento especializado (que la
autora prefiere definir como pericia, dadas
las connotaciones del término "experto") y se caracterizan por una
posición formal de coordinación con el profesorado (aunque hayan desarrollado
formas de estatus diferentes). Esta confluencia parcial de ambas funciones
está propiciando una redefinición de la orientación caracterizada por una
superación de los modelos técnicos de relación, la pérdida de nitidez
profesional que conlleva la posesión de certezas epistemológicas y técnicas, y
la desaparición del desequilibrio de poder en las relaciones, al enfocarse al
trato con el profesorado. Sin embargo, según M. M. Rodríguez, la convergencia
entre orientación y asesoramiento exige replanteamientos en la construcción de
los roles profesionales, cuya definición afecta a creencias y prácticas en
relación con el uso del poder, el ejercicio del liderazgo y la imagen del
profesorado; en las modalidades epistemológicas, en el sentido de una mayor
vinculación con el conocimiento que proviene de la práctica, y en las
relaciones con el profesorado, en cuanto las relaciones entre colegas exigen
disposición positiva hacia la reciprocidad, la búsqueda de soluciones, la participación
y la negociación.
Manuel Vera Hidalgo
Coordinador de Conceptos de Educación.