Un currÍculum para el empoderamiento: voces y escucha en su construcción colectiva

 

Autora: Alicia Esther Pereyra

 

Resumen: Desde una escena escolar surgida ante un conflicto específico, se presenta un recorrido que coloca en cuestión las voces de los sujetos escolares, sus percepciones, pensamientos y sentimientos en relación con el curriculum escolar, como espacio de co- construcción negociada. A través del diálogo como evento colectivo, se despliega en ese decir y ese escuchar una mirada crítica en torno de los contenidos escolares y sus modalidades de enseñanza y de aprendizaje. En esta diversidad de posiciones y posicionamientos, se hace evidente la reapropiación de experiencias, orientadas a re- pensar el curriculum en clave de empoderamiento.

 

Palabra clave: Currículum, cultura escolar, sujeto escolar, socialización, cuidado, posicionamiento docente.

 

 

Palabras Iniciales

 

 “Regresamos a la escuela luego de veintinueve días de toma. Sólo dos chicos de esos casi sesenta de los quintos años, “mis alumnos”, huyen cuando intento darles un beso de bienvenida, a algunos les molesta el abrazo pero otros me aprietan fuerte. Ya en el aula, me acercan libros, fotocopias, los trabajos que quedaron pendientes, ejercitaciones de clases de apoyo, cartitas afectuosas, con dibujos… Me dicen que van a repetir, fueron demasiados días, no armaremos el teatro de títeres para los de primero, no vamos a leer todos los libros del Plan, los chicos de cuarto no hicieron la promesa de lealtad a la bandera, en casa están enojados con los maestros, seguro que no habrá clases después de las vacaciones de invierno, hay que madrugar otra vez, Richard dijo que no va a volver a la escuela, se incendió la casilla de Darío allá en el asentamiento, Marion sigue de vacaciones, nadie le avisó… y continúa. Hace frío y a través de la ventana vemos caer la nieve, maravillados. A la salida, después de entonar “Canción a la bandera” y retirarse en fila, marchando bajo la mirada de la directora, se acerca Selena y me dice que el sábado va a bailar folklore, si quiero ir a verla … Recuerdo que Martín me había preguntado dónde vivo, y luego había contado, como al pasar, que el domingo iba a jugar voley con su equipo, en el gimnasio de mi barrio…”

 

Parafraseando a Bajour (2002), estos niños que esto dicen me inquietan, desde la fragilidad de esa relación establecida en el día y día, que se evidencia cuando ensayo alguna contestación, frágil también, ante esos decires que encubren saberes, sutiles pero poderosos, cargados de insumisión. Un primer intento de caracterizarlos me permite vislumbrar los sentidos que encierran, que cobran nueva dimensión al estar emplazados en la esfera de lo afectivo, en sus resonancias entre lo real, lo recordado, lo deseado, lo soñado y también lo imaginado, convertidos en invocación y anticipación de posibles respuestas: el cariño y su demostración, los modos de hacerse presentes a través de sus haceres, la percepción del devenir curricular y los contenidos “anulados”, la relevancia de los rituales que configuran la efemérides y los actos escolares, la imagen devuelta de ese docente que reclama aumentos salariales y su negativa valoración familiar, la precariedad de la situación escolar de quienes no habían encarnado aún en el “oficio del alumno” según Perrenoud (1996), el temor ante la cara visible del fracaso escolar, ciertas condiciones de vida en coordenadas de exclusión y desigualdad social que dan cuenta de modos de existencia singulares, la importancia otorgada a la asistencia a clases, el lugar que me conceden respecto de sus actividades extraescolares en tiempos y espacios para mí ignorados.

 

            Claramente, sus resonancias refieren a algo más, inaudible aún, ya que  toda palabra quiere ser oída y entendida, y sobre todo contestada; con mayor exactitud, siguiendo a Voloshinov/Bajtín (1992), cabría afirmar que no decimos u oímos sólo simples palabras, sino lo que es verdadero o falso, bueno o malo, importante o intrascendente, agradable o desagradable. Las entiendo como un modo de habitar la escuela, algo más que asistir a ella; supone una posición activa, materializada en expresión que pugna por incluirse en la discusión en torno de su sentido, pendular en estos tiempos entre la actualización de contenidos y la constitución del docente como sujeto curricular, y la relevancia del vínculo pedagógico, reactivada ante la demanda creciente de contención y cuidado.

 

            Conviene entonces recurrir a otras voces, las de los expertos, oferentes generosos, en esta tarea de desvelamiento de lo que allí se oculta y a la vez significa, sin desatender la posibilidad de no resulte totalmente conclusiva, lo que suele ocurrir cuando la perplejidad ensaya aperturas ante los intentos de búsqueda. Rescato a Carbonell (2008), quien con claridad señala que la educación se encuentra en ese cruce de caminos entre la diversidad social y cultural de la población escolar y la oferta de un currículo cerrado y homogéneo, presidido por el pensamiento único. Problemática intersección que me permite reconocer, en esta escena escolar inscripta en el conflicto, los resquicios desde donde ese decir sostenido en ese saber da cuenta de prácticas culturales diversas y así configura modos de vida en el aula, donde los sujetos se (re) apropian de pautas y conocimientos, al decir de Reguillo (2007). De esta manera, se va resignificando aquellos elementos que en un primer momento percibimos como ajenos y por tanto extraños, para incorporarlos desde nuevas estructuras de significación; allí se propician diálogos inéditos y, en simultáneo, se dota de nuevas significaciones al currículum, auténtico guía del mapa institucional (Goodson, en Dussel, 2006a). Organizaciones de saberes, de experiencias y de vínculos entre docentes y alumnos y con el mundo propuesto por cada escuela, evidencian una multiplicidad de elementos de la vida escolar que permiten poner en cuestión qué se enseña y qué se aprende en esos recorridos y producciones institucionales originales, en sus intersecciones entre lo universal y lo singular.

 

            En este aquí y ahora, puedo resituar la expresión de Delgado y Müller (2005, en Stagno, 2011), para quienes el verdadero desafío de la educación reside en dar voz a quienes estuvieron históricamente enmudecidos, evitando en simultáneo la tentación de hacerlo en su nombre, lo que sería equiparable a la traslación de mis propios modos de significar, e incurrir en esos equívocos que nacen de la imposibilidad de alojarla por fuera de lo esperable, lo ya sabido y conocido, lo seguro. Me interesa hacer lugar a la advertencia de Larrosa (2000): la infancia nos interpela, colocándonos en cuestión y advirtiéndonos que su educación implica o debiera implicar nuestras incertidumbres, inquietudes y autocuestionamientos, trascendiendo las imágenes que hemos construido para clasificarla, atraparla en nuestras instituciones, someterla a nuestras prácticas y hacerla como nosotros, es decir, reducir todo aquello que contiene de inquietante y, por ello, amenazador.

 

            Desde esta pluralidad de voces, me centro en la advertencia de Tenti Fanfani (2000b), quien afirma que debatir ideas y compartir experiencias constituye uno de los modos de expresar ese ideal de toda buena pedagogía, la búsqueda permanente de la integración entre lo que dice la teoría y lo que enseña la práctica. De esta manera, reconstruiré un posicionamiento pedagógico, que me permitirá colocarme ante el conocer y el aprender desde el lugar de enseñante encarnando esa función; tal como menciona Brito (2007), desde el permiso, incluso, de la voz propia, como modo de ocupar la asimetría, el poder, la autoridad y la transmisión de la tarea, para leer oblicuamente esa escena que permite producir conocimiento desde y sobre la escuela, poniendo en valor la comprensión por sobre la simple apariencia.

 

 

Escuela, Cultura escolar y Sujeto

 

La escuela, de acuerdo con Tenti Fanfani (2000a), ha constituido un mundo aparte con su espacio y tiempo sumamente definidos; la voluntad de su creación como artificio de la modernidad se manifiesta aún tanto en el discurso pedagógico clásico como en los reglamentos institucionales y su propia estructura material, devenida en fortaleza, que implica cerrazón, enclaustramiento, atrincheramiento, en suma, el impedimento de toda filtración de algo del mundo exterior. No obstante, las transformaciones culturales de las últimas décadas han ocupado sus intersticios y dejado una marca indeleble en ella. Me interesa, en particular, distinguir esas modificaciones en la noción de socialización, en relación con la centralidad creciente del afecto para la constitución de los vínculos, erigida en torno de las personas y sus sensibilidades, así como el cuestionamiento a la autoridad de sujetos que la encarnan y del currículum como depositario legítimo del conocimiento socialmente acumulado, sumado a la funcionalidad de su transmisión.

 

            Adoptando una perspectiva foucaultiana, este cuestionamiento puede reinscribirse en las formas del poder y sus efectos en la escuela, en tanto se conforma por una red de relaciones de fuerzas múltiples en permanente tensión, y circula a través de prácticas y discursos, que en su capilaridad atraviesa dominación y disciplinamiento, pero también se expresa en negociaciones y acuerdos. Recupero, en esta clave, la afirmación de Pinkazs (2011) en relación con la transformación curricular en el marco de las reformas comprensivas, inconclusas pero con incidencia hacia el interior del sistema educativo, signada por el desplazamiento de su acepción en tanto regla impersonal a su concepción como espacio situacional de negociación e interpretación, centralizado en los sujetos y las situaciones y trayectorias particularizadas, y focalizadas en sus intereses y necesidades. La tendencia, por ello, consistiría en la construcción de un currículum polifónico, en el que las distintas voces intervienen y son escuchadas, aunque ésta cobraría vigor en estructuras escolares flexibles, no generadas aún.

 

            Entiendo que puedo colocar esta transformación curricular en diálogo con el concepto de cultura escolar; siguiendo a Julia (2001, en Gonçalves Vidal, 2010), se concibe como un conjunto de normas, responsable de la definición tanto de los conocimientos a enseñar como de las conductas a inculcar, y a su vez, un conjunto de prácticas, orientadas a la transmisión de esos conocimientos y a la incorporación de esas conductas, coordinadas de acuerdo con finalidades que varían y se ajustan a distintos momentos. En ellos cobran espesor y densidad las formas en que docentes y alumnos traducen reglas en haceres, excluyen  lineamientos considerados inadecuados y seleccionan dispositivos, en una auténtica elección y reconversión de toda propuesta, valiéndose de la experiencia construida social e históricamente, por lo que puede afirmarse que los sujetos ocupan una posición central en su elaboración, percibiéndose como constantes las negociaciones entre lo impuesto y lo practicado (Gonçalves Vidal, 2007).

            Por su parte, establece Viñao (2002) la existencia de culturas específicas en cada escuela, en cada nivel y de cada grupo que interviene en la vida cotidiana, así como subculturas específicas, actuando dentro de un marco legal y de una determinada política que posee su propia cultura, destacando a su interior y en relación con la tarea docente la presión de lo inmediato, en función de requerimientos, condiciones y necesidades de cada contexto y momento, así como en relación con la atención y el establecimiento de relaciones personales con los alumnos, enmarcados en la búsqueda de su sentido. Entraña, de esta manera, modos de actuar y de pensar que proporcionan estrategias y pautas de organización de la clase, de interacción e integración en el ámbito escolar.

 

            Desde este marco, la instalación de una cultura escolar sensible ha generado, siguiendo a Dussel (2004), la ampliación de lo que hoy se entiende por cuidar, asistir y enseñar, a través del establecimiento de espacios de diálogo y de aprendizaje. La pregunta, empero, refiere a la inclusión del alumno, desde aquello que los docentes necesitamos conocer hoy para educar de otra manera, de forma tal que posibilite la creación de un lugar para producir algún encuentro con el otro, resguardándose, a la vez, de la tentación de la construcción del vínculo desde la piedad y su consideración como víctimas. Repensar esa polifonía en la construcción curricular, como oferta de cierta disposición a la escucha de los alumnos, supone, por otra parte, imaginar que algo tienen que decir en torno de su devenir. Pero inicialmente pareciera necesario revisar esa acepción que utilizamos irreflexivamente: alumnos. Sin que lo advirtamos, los escindimos de su “otra” vida, la que se va erigiendo por fuera del cerco perimetral que protege - y a la vez aleja - la escuela del barrio, los despojamos de sus condiciones identitarias. Nombrados sólo como alumnos devienen incompletos, carentes de historia y saberes propios; siguiendo a Pineau (2001), aludirlos desde su necesidad de recibir educación en una institución específica supone completarlos para volverlos adultos.

 

            Si el docente se presenta como único y legítimo portador de aquello que el alumno, infante además, no posee, éste nunca podrá ser comprendido al interior del proceso pedagógico como un “igual” o “futuro igual”, sino como alguien menor, y por ello, inferior. Claramente, este concepto no abre a nuevos cuestionamientos; elijo entenderlo como sujeto escolar; doblemente sujetado, revisitando a Foucault (1996), atado al adulto y su universo de significaciones mediante el control y la dependencia, oscilante entre la protección y la represión, y también a sí mismo, inscripto en la red de experiencias que va hilvanando en su devenir personal, en permanente tensión entre imposición y resistencia. Pero esa doble sujeción no implica homogeneidad, ya que en el escenario escolar existe, también, un lugar para las diferencias, lo contestatario y lo opuesto; desde allí, revisando los postulados de Bleichmar (1993), este sujeto se ubica entre dos temporalidades articuladas, en las que se va constituyendo desde la ligazón de sus experiencias singulares y las instituciones creadas y direccionadas por los adultos.

 

            La escuela, por ello, se instaura como el espacio en donde la doble sujeción y la articulación de temporalidades se pone en juego en relación con el otro y con el saber; ante su valoración en términos de empobrecimiento material y simbólico, Duschatzky (1995) nos indica la necesidad de reinstalarla como núcleo de sentido, donde los diversos sujetos se perciban reconocidos como sujeto de enunciación, delineando las tramas de las que están hechas sus voces y desde la pertenencia de esa posibilidad de decir, para volver a connotarla como el lugar del conocimiento. A través del diálogo, evento colectivo de construcción discursiva, se van co- creando las condiciones para la expresión y los intercambios, valorando la palabra y, a la vez, posibilitando la construcción de otras inclusiones, exteriorizando y validando contenidos, desplegando la diversidad de posiciones y miradas que se entrecruzan a través de relaciones intersubjetivas. El sujeto escolar ha construido, como tal, saberes en torno de la escuela y en torno del devenir curricular, y pugna por colocarlos en circulación, dando cuenta, de esta manera, cómo interpreta los quehaceres cotidianos en el marco de la cultura escolar.

 

 

Socialización, Cuidado y Reconstrucciones colectivas 

 

Tal como afirma Tenti Fanfani (2000b), las profundas transformaciones en la estructura y las funciones de la familia, la omnipresencia de los medios de producción y circulación de productos simbólicos, unidos a los procesos de base que los sustentan, entre ellos la urbanización, el desarrollo científico y tecnológico, la globalización, la expansión de la lógica del mercado, las transformaciones en el trabajo y la estructura social moderna, nos conminan a renovar la mirada sobre la escuela y su contribución a la socialización del sujeto escolar, a la vez que, de acuerdo con Urresti (2000), se constituye en una de sus instituciones tradicionales, junto con la familia y el trabajo, que se encuentra frente a una significativa crisis de sentido. En tanto, recuperando a Tenti Fanfani (2000c), puedo señalar que la escuela ha perdido el monopolio de la inculcación de significaciones, que a su vez se inclinan hacia la diversificación y la fragmentación, no pudiendo negar la existencia de otros lenguajes y saberes y otros modos de apropiación, distintos a los consagrados curricularmente. Al respecto, advierte Martín- Barbero (2003), que mientras el sujeto escolar emerge de un entorno fuertemente corporal y emocional, la escuela continúa exigiendo dejar fuera el cuerpo de su sensibilidad y sus emociones, ya que desestabilizan la autoridad institucional.

 

            Entre experiencias e instituciones, situando como eje al sujeto escolar, ensayo alguna aproximación lícita recuperando el concepto de socialización, clave en términos educativos. Stagno (op. cit.) reconoce una transformación continua y sostenida en torno de la valoración de la socialización como obediencia, respeto y dependencia del mundo adulto, que se ha tornado en otra, en la que el pensamiento pedagógico moderno ha incidido, cuya característica destacable reside en la autonomía. Este cuestionamiento a su definición clásica no remite directamente a la negación de la importancia de la intervención adulta, ya que las discusiones sobre los diversos grados de autonomía y el reconocimiento de su agencia social no excluyen los cuidados del adulto, sino que la asimetría consustancial al vínculo entre niños y adultos los tornan indispensables. La mirada renovada en torno de la socialización como tarea de la escuela me ubica de cara a los márgenes crecientes de autonomía del sujeto escolar, participante activo en ese proceso en el que va definiéndose su identidad, poniendo en juego la confrontación de las diferencias, sin descuidar que, además, esas experiencias tienen efecto sobre las prácticas de los adultos.

            Pero en este camino existen escollos: Finocchio (2010) plantea la fractura de saberes y vínculos sociales, evidenciados en la concepción del docente como mero instructor mientras otros profesionales se encargan del vínculo con los alumnos, así como el lugar conquistado por las tecnologías, que fragmentan el fenómeno educativo con consecuencias complejas, enmarcados en la creación de una cultura escolar que tiende a promover la individuación, como compulsión a ser uno mismo sin provisión de recursos ni red de protección social; allí la experiencia educativa y el saber pierden su sentido vinculante, y abandonan la construcción de lazos de sentido compartido; asimismo, se destaca la constitución de la autoridad docente desde la demagogia, como simulación de aceptaciones que encubre condescendencia.

 

            Atender (y entender) el valor pleno de otras maneras de concebir la autonomía supone construir un delicado equilibrio, ya que la identificación de sus márgenes imprime nuevas exigencias a las formas tradicionales de construir una autoridad cultural docente, desde modos alternativos de reconocimiento e intercambio. Sobrellevar tales riesgos requiere tener presente su componente asimétrico que, siguiendo a Antelo (2005), podría ser usado en la demostración del valor que posee culturalmente el cuidado al otro, a través de la enseñanza de conocimientos: señas, signos, medios de orientación y guías para obrar en lo sucesivo. Al respecto, el autor (2009a) advierte que la enseñanza no es sin compromiso, y la formación precisa instalarlo en el centro de su ideario, ya que no se puede no querer algo del otro cuando se enseña, pero ese compromiso es con la transmisión, la enseñanza, el oficio, la obra: dar clases. Asimismo, caracteriza de manera audaz esa enseñanza: somos básicamente dadores, función anclada en la tradición enciclopedista y acumulativa, combinada con la noción del maestro como proveedor de todo saber, como anteriormente ha señalado (1999), pero destacando que revisar estas huellas en nuestra historia nos permitiría, a su vez, revisar la prescripción curricular desde su recontextualización, tarea que reviste el detenimiento imprescindible en torno de qué se enseña y cómo se hace. Para Zelmanovich (2005), lo social encarna en un Otro singular, que permite acogerlo en un vínculo; educar, por ello, supone resignificar al interior mismo de la relación de enseñanza el verdadero “arte” de cuidar, en términos de gestos, en la instalación de los contenidos culturales, como una “terceridad” que establece esa mediación privilegiada.

 

            Desde este giro, socialización abre al cuidado imbricado en la enseñanza;  Antelo (2009b) enfatiza que enseñanza y cuidado se requieren mutuamente, ya que asistir es responder, un estar presente. De esta manera, resalta la relevancia adquirida culturalmente del cuidado del otro a través de la enseñanza, en contraposición con dos ideas que la descalifican, la proximidad del otro como amenaza o estorbo, y la prescindencia del otro en un mundo regido por una única manera de pensar la dependencia, como debilidad o déficit. Por su parte, Dussel y Southwell (2005) me recuerdan que parte sustancial del cuidado que la escuela ofrece, definitoria del sentido de su existencia, consiste en brindar conocimientos a las nuevas generaciones, imbricados con experiencias y posiciones éticas. El sostenimiento de la posición de adultos, que edifica un lugar de cuidado para el otro, nutre la construcción de una posición y un posicionamiento pedagógico y responde, a su vez, a cuestionamientos éticos y políticos. Y aquí recupero a Fernández Enguita (1999), quien advierte que los docentes, ante presiones y dificultades de la vida escolar, optan por excluir de la participación a los otros sectores de la comunidad, descreyendo de la capacidad decisoria del sujeto escolar sobre qué aprender y cómo evaluarlo; por ello, retomo la validez de interrogarme en torno de para qué educo, en nombre de quién, con qué derecho, e incorporo la dimensión política en la tarea, que me permite evitar la pretensión del control absoluto de los contenidos y también del tipo de relación que se establece entre ellos.

 

            Socialización, cuidado y reconstrucción colectiva de conocimientos. Tres conceptos que se entraman en este intento de dotar de sentido aquella escena que desestabilizó mis, hasta entonces, certezas. Creo válido, aún, ahondar en la noción de asimetría, como diferencia y distancia desde donde se produce atención y mirada. Argumenta Zelmanovich (2003) que resulta necesaria y facilitadora del crecimiento, en tanto existe a partir de una necesidad de otro, quien posee una función constituyente para el sujeto, reactualizándola en su faz de amparo y de protección, y es en este marco que surge la autoridad, desde esa disparidad subjetiva que reconoce la singularidad de los deseos puestos en juego en el logro de la transferencia. En este interjuego de relaciones, reconociendo ese sujeto escolar en su singularidad, recibo el beneficio de ser reconocida y legitimada en la función educadora, sólo a condición de constituirme en oferente de referencias y significados que permitan construir la diferencia, que es su propia palabra, encarnando al otro que habilita la función subjetivante.

 

 

Palabras Finales

 

Vuelvo al punto de partida, transformado ahora en punto de llegada, recordando que, como menciona Tenti Fanfani (2000a), el buen sentido pedagógico aconseja la atención y la consideración de las preocupaciones habituales del sujeto escolar en tanto sujeto empírico. La perplejidad inicial respecto de esa irrupción en el cotidiano me condujo al intento de colocar en cuestión esos decires que prefiguran saberes, y me conminó a reflexionar, en sus dos sentidos, como reelaboración de esos aspectos recónditos de la cultura escolar y especularmente, verme como creo que soy y experimentar la diferencia con lo que verdaderamente soy, pero desconocía. Tal como sugiere Duschatzky (2003), la tarea residió en transformar esa reflexión en saber que dialoga con la escena escolar, para producir efectos prácticos, habilitar modos subjetivantes de hacer con lo real, ya que, como advierto retomando la afirmación de Duschatzky y Corea (2002), sólo hay posición de transmisión si, ante la confrontación de las apariencias de lo posible, se continúa intentando crear posibilidades, produciendo singularidades para constituirnos como sujetos.

 

            Los sentidos puestos en juego desvelan que, para que cobren existencia como lo dicho, hubo un espacio que permitió su explicitación, requiriendo a su vez de una escucha que la reconozca, valore y problematice, ya que presupone un diálogo que impide que las voces se encuentren solas. Erigiéndose desde la toma de la palabra, fueron inventando un espacio propio que moldea, complejiza y enriquece esa cultura escolar, en la que colectivamente y a partir del reconocimiento mutuo, realizamos una elección y reconversión de aquello que se nos propone o impone, transgrediendo y resignificando ese curriculum común y único y ese modelo pedagógico del aula estándar, graduada, ordenada, simultánea y autocontenida. De allí la relevancia, como señala Duschatzky (2001), de repensar la escuela como institución capaz de nombrar lo que en ellas acontece, y autorizar la instalación de otras escenas y acontecimientos, de otros órdenes, para que puedan suceder. La activación de estos espacios, aunque parezcan ínfimos, asienta la posibilidad de pensar la transmisión no ya como simple repetición, sino como un pasaje que contiene los suficientes intersticios como para que el sujeto escolar, ese otro, encuentre un lugar en donde anclar sentidos.

 

            Nos encontramos, tal como manifiesta Zelmanovich (2003), ante y entre subjetividades en vías de constitución, que se van configurando en el discurso de los adultos, y requieren de alguien que se acerque y ofrezca zonas de protección que les posibiliten aprehenderla, en esa relación asimétrica ante quien procura lograr un lugar propio, desde el que pararse, para afrontar el mundo de los adultos, y por ello decidir quién será. En este entrecruzamiento de subjetividades, me descubro con la mirada cargada de nuevos cuestionamientos, cimentados en esas modalidades insospechadas de discusión en torno de recortes de la realidad, congelados y estáticos, que suelen encontrarse investidos de lejanía y ajenidad. Retomo los aportes de Siede (2011), quien destaca que las tradiciones curriculares, así como las didácticas, parecieran haberse bifurcado en diversidad de prácticas, que se atienen más a los intereses particulares del docente y a las publicaciones destinadas al uso áulico que a las prescripciones formales o de la producción académica, tornando más relevante lo que pasa en cada aula, ya que existen divisiones y separaciones al interior mismo de cada escuela y, de la misma manera pero a otra escala, entre los distintos niveles. Puedo atisbarlas, por ello, como provocadoras de transformaciones en mis haceres, a veces sutilmente pero siempre a escala minuciosa y constante, desde esa invención de un lugar de identidad, y por ello relacional e histórico.

 

            Decires imbricados en saberes, explicitadores de sus posibilidades de negociación y como segundos sentidos, que dejan notar sus vivencias, deseos, expectativas, intereses que también enseñan, en este encuentro renovado con lo nuevo, y se inscriben en maneras de concebir una escuela que acepte sus modos de relacionarse, vivir, aprender, demandar, que se dejen interpelar por ellos dándoles cabida. Su reconocimiento y atención supone responsabilizarme, reconociendo ese momento inicial de desconcierto como camino hasta ahora intransitado, en esa confluencia entre lo necesario, lo obligatorio, lo planificado y lo imprevisto, lo disruptivo y lo insujetable, tornándolos visibles y audibles en el suceder intersubjetivo. Me pregunto ahora si, tal como advierte Dussel (2006b), los límites de lo posible en las aulas se irían construyendo a partir del enriquecimiento del vínculo pedagógico en esta transmisión y pasaje en ambos sentidos. Como (re) apropiación de la experiencia, estableciendo unas enseñanzas y unos aprendizajes, siguiendo a la autora (2006a), que liguen la aportación a lo común y público, y al mismo tiempo contribuyan a su recreación, como afirmación de identidades, en una redefinición continua y colectiva que permita la conversión del aula en ámbito donde se vincula la relación entre el saber de la escuela y el saber que poseen, usan y necesitan en la vida social cotidiana.

 

Quizás, sólo quizás, este sea el primer desafío, como afirma esperanzadamente Goodson (2007), que habilite a futuro el compromiso del curriculum con las misiones, pasiones y propósitos que las personas articulan en sus vidas, un curriculum para el empoderamiento.

 

 

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