Un currÍculum para el empoderamiento: voces y escucha en su construcción
colectiva
Autora: Alicia Esther Pereyra
Resumen: Desde una
escena escolar surgida ante un conflicto específico, se presenta un recorrido
que coloca en cuestión las voces de los sujetos escolares, sus percepciones,
pensamientos y sentimientos en relación con el curriculum escolar, como espacio
de co- construcción negociada. A través del diálogo como evento colectivo, se
despliega en ese decir y ese escuchar una mirada crítica en torno de los
contenidos escolares y sus modalidades de enseñanza y de aprendizaje. En esta
diversidad de posiciones y posicionamientos, se hace evidente la reapropiación
de experiencias, orientadas a re- pensar el curriculum en clave de
empoderamiento.
Palabra clave:
Currículum, cultura escolar, sujeto escolar, socialización, cuidado,
posicionamiento docente.
Palabras Iniciales
“Regresamos a la escuela luego de veintinueve
días de toma. Sólo dos chicos de esos casi sesenta de los quintos años, “mis
alumnos”, huyen cuando intento darles un beso de bienvenida, a algunos les
molesta el abrazo pero otros me aprietan fuerte. Ya en el aula, me acercan
libros, fotocopias, los trabajos que quedaron pendientes, ejercitaciones de
clases de apoyo, cartitas afectuosas, con dibujos… Me dicen que van a repetir,
fueron demasiados días, no armaremos el teatro de títeres para los de primero,
no vamos a leer todos los libros del Plan, los chicos de cuarto no hicieron la
promesa de lealtad a la bandera, en casa están enojados con los maestros,
seguro que no habrá clases después de las vacaciones de invierno, hay que
madrugar otra vez, Richard dijo que no va a volver a la escuela, se incendió la
casilla de Darío allá en el asentamiento, Marion sigue de vacaciones, nadie le
avisó… y continúa. Hace frío y a través de la ventana vemos caer la nieve,
maravillados. A la salida, después de entonar “Canción a la bandera” y
retirarse en fila, marchando bajo la mirada de la directora, se acerca Selena y
me dice que el sábado va a bailar folklore, si quiero ir a verla … Recuerdo que
Martín me había preguntado dónde vivo, y luego había contado, como al pasar,
que el domingo iba a jugar voley con su equipo, en el gimnasio de mi barrio…”
Parafraseando
a Bajour (2002), estos niños que esto dicen me inquietan, desde la fragilidad
de esa relación establecida en el día y día, que se evidencia cuando ensayo
alguna contestación, frágil también, ante esos decires que encubren saberes,
sutiles pero poderosos, cargados de insumisión. Un primer intento de
caracterizarlos me permite vislumbrar los sentidos que encierran, que cobran
nueva dimensión al estar emplazados en la esfera de lo afectivo, en sus
resonancias entre lo real, lo recordado, lo
deseado, lo soñado y también lo imaginado, convertidos en invocación y anticipación de posibles
respuestas: el cariño y su demostración, los modos de hacerse presentes a
través de sus haceres, la percepción del devenir curricular y los contenidos
“anulados”, la relevancia de los rituales que configuran la efemérides y los
actos escolares, la imagen devuelta de ese docente que reclama aumentos
salariales y su negativa valoración familiar, la precariedad de la situación
escolar de quienes no habían encarnado aún en el “oficio del alumno” según
Perrenoud (1996), el temor ante la cara visible del fracaso escolar, ciertas
condiciones de vida en coordenadas de exclusión y desigualdad social que dan
cuenta de modos de existencia singulares, la importancia otorgada a la
asistencia a clases, el lugar que me conceden respecto de sus actividades
extraescolares en tiempos y espacios para mí ignorados.
Claramente, sus resonancias refieren
a algo más, inaudible aún, ya que toda palabra quiere ser
oída y entendida, y sobre todo contestada; con mayor exactitud, siguiendo a
Voloshinov/Bajtín (1992), cabría afirmar que no decimos u oímos sólo simples palabras, sino lo que es
verdadero o falso, bueno o malo, importante o intrascendente, agradable o
desagradable. Las entiendo como un modo de habitar la escuela, algo más que asistir a
ella; supone una posición activa,
materializada en expresión que pugna por incluirse en la discusión en torno de
su sentido, pendular en estos tiempos entre la actualización
de contenidos y la constitución del docente como sujeto curricular, y la
relevancia del vínculo pedagógico, reactivada ante la demanda creciente de
contención y cuidado.
Conviene entonces recurrir a otras
voces, las de los expertos, oferentes generosos, en esta tarea de desvelamiento
de lo que allí se oculta y a la vez significa, sin desatender la posibilidad de
no resulte totalmente conclusiva, lo que suele ocurrir cuando la perplejidad
ensaya aperturas ante los intentos de búsqueda. Rescato a Carbonell
(2008), quien con claridad señala que la educación se encuentra en ese cruce de
caminos entre la diversidad social y cultural de la población escolar y la
oferta de un currículo cerrado y homogéneo, presidido por el pensamiento único.
Problemática intersección que me permite reconocer, en esta escena escolar
inscripta en el conflicto, los resquicios desde donde ese decir sostenido en
ese saber da cuenta de prácticas culturales diversas y así configura modos de
vida en el aula, donde los sujetos se (re) apropian de pautas y conocimientos,
al decir de Reguillo (2007). De esta manera, se va resignificando aquellos
elementos que en un primer momento percibimos como ajenos y por tanto extraños,
para incorporarlos desde nuevas estructuras de significación; allí se propician
diálogos inéditos y, en simultáneo, se dota de nuevas significaciones al
currículum, auténtico guía del mapa institucional (Goodson, en Dussel, 2006a). Organizaciones
de saberes, de experiencias y de vínculos entre docentes y alumnos y con el
mundo propuesto por cada escuela,
evidencian una multiplicidad de elementos de la vida escolar que permiten poner
en cuestión qué se enseña y qué se aprende en esos recorridos y producciones
institucionales originales, en sus intersecciones entre lo universal y lo
singular.
En este aquí y ahora, puedo resituar la expresión de
Delgado y Müller (2005, en Stagno, 2011), para quienes el verdadero desafío de
la educación reside en dar voz a quienes estuvieron históricamente enmudecidos,
evitando en simultáneo la tentación de hacerlo en su nombre, lo que sería
equiparable a la traslación de mis propios modos de significar, e incurrir en
esos equívocos que nacen de la imposibilidad de alojarla por fuera de lo
esperable, lo ya sabido y conocido, lo seguro. Me interesa hacer lugar a la
advertencia de Larrosa (2000): la infancia nos interpela, colocándonos en
cuestión y advirtiéndonos que su educación implica o debiera implicar nuestras
incertidumbres, inquietudes y autocuestionamientos, trascendiendo las imágenes
que hemos construido para clasificarla, atraparla en nuestras instituciones,
someterla a nuestras prácticas y hacerla como nosotros, es decir, reducir todo
aquello que contiene de inquietante y, por ello, amenazador.
Desde
esta pluralidad de voces, me centro en la advertencia de Tenti Fanfani (2000b), quien afirma que debatir ideas y
compartir experiencias constituye uno de los modos de expresar ese ideal de
toda buena pedagogía, la búsqueda permanente de la integración entre lo que
dice la teoría y lo que enseña la práctica. De esta manera, reconstruiré un posicionamiento
pedagógico, que me permitirá colocarme ante el conocer y el aprender desde el
lugar de enseñante encarnando esa función; tal como menciona Brito (2007),
desde el permiso, incluso, de la voz propia, como modo de ocupar la asimetría,
el poder, la autoridad y la transmisión de la tarea, para leer oblicuamente esa
escena que permite producir conocimiento desde y sobre la escuela, poniendo en
valor la comprensión por sobre la simple apariencia.
Escuela,
Cultura escolar y Sujeto
La escuela, de acuerdo con Tenti Fanfani (2000a), ha
constituido un mundo aparte con su espacio y tiempo sumamente definidos; la
voluntad de su creación como artificio de la modernidad se manifiesta aún tanto
en el discurso pedagógico clásico como en los reglamentos institucionales y su
propia estructura material, devenida en fortaleza, que implica cerrazón,
enclaustramiento, atrincheramiento, en suma, el impedimento de toda filtración
de algo del mundo exterior. No obstante, las transformaciones culturales de las últimas décadas han ocupado sus
intersticios y dejado una marca indeleble en ella. Me interesa, en particular,
distinguir esas modificaciones en la noción de socialización, en relación con
la centralidad creciente del afecto para la constitución de los vínculos,
erigida en torno de las personas y sus sensibilidades, así como el
cuestionamiento a la autoridad de sujetos que la encarnan y del currículum como
depositario legítimo del conocimiento socialmente acumulado, sumado a la
funcionalidad de su transmisión.
Adoptando una
perspectiva foucaultiana, este cuestionamiento puede reinscribirse en las
formas del poder y sus efectos en la escuela, en tanto se conforma por una red
de relaciones de fuerzas múltiples en permanente tensión, y circula a través de
prácticas y discursos, que en su capilaridad atraviesa dominación y
disciplinamiento, pero también se expresa en negociaciones y acuerdos. Recupero, en esta clave, la afirmación de Pinkazs
(2011) en relación con la transformación curricular en el marco de las reformas
comprensivas, inconclusas pero con incidencia hacia el interior del sistema
educativo, signada por el desplazamiento de su acepción en tanto regla
impersonal a su concepción como espacio situacional de negociación e
interpretación, centralizado en los sujetos y las situaciones y trayectorias
particularizadas, y focalizadas en sus intereses y necesidades. La tendencia,
por ello, consistiría en la construcción de un currículum polifónico, en el que
las distintas voces intervienen y son escuchadas, aunque ésta cobraría vigor en
estructuras escolares flexibles, no generadas aún.
Entiendo que puedo
colocar esta transformación curricular en diálogo con el concepto de cultura
escolar; siguiendo a Julia (2001, en Gonçalves Vidal, 2010), se concibe como un conjunto de
normas, responsable de la definición tanto de los conocimientos a enseñar como
de las conductas a inculcar, y a su vez, un conjunto de prácticas, orientadas
a la transmisión de esos conocimientos y a la incorporación de esas conductas,
coordinadas de acuerdo con finalidades que varían y se ajustan a distintos
momentos. En ellos cobran espesor y densidad las formas en que docentes y
alumnos traducen reglas en haceres, excluyen
lineamientos considerados inadecuados y seleccionan dispositivos, en una
auténtica elección y reconversión de toda propuesta, valiéndose de la
experiencia construida social e históricamente, por lo que puede afirmarse que
los sujetos ocupan una posición central en su elaboración, percibiéndose como
constantes las negociaciones entre lo impuesto y lo practicado (Gonçalves Vidal, 2007).
Por
su parte, establece Viñao (2002) la existencia de culturas específicas en
cada escuela, en cada nivel y de cada grupo que interviene en la vida
cotidiana, así como subculturas específicas, actuando dentro de un marco legal
y de una determinada política que posee su propia cultura, destacando a su
interior y en relación con la tarea docente la presión de lo inmediato, en
función de requerimientos, condiciones y necesidades de cada contexto y
momento, así como en relación con la atención y el establecimiento de
relaciones personales con los alumnos, enmarcados en la búsqueda de su sentido.
Entraña, de esta manera, modos de actuar y de pensar que proporcionan
estrategias y pautas de organización de la clase, de interacción e integración
en el ámbito escolar.
Desde este marco, la instalación de una cultura escolar
sensible ha generado, siguiendo a Dussel (2004), la ampliación de lo que hoy se
entiende por cuidar, asistir y enseñar, a través del establecimiento de
espacios de diálogo y de aprendizaje. La pregunta, empero, refiere a la
inclusión del alumno, desde aquello que los docentes necesitamos conocer hoy
para educar de otra manera, de forma tal que posibilite la creación de un lugar
para producir algún encuentro con el otro, resguardándose, a la vez, de la
tentación de la construcción del vínculo desde la piedad y su consideración
como víctimas. Repensar
esa polifonía en la construcción curricular, como oferta de cierta disposición
a la escucha de los alumnos, supone, por otra parte, imaginar que algo tienen
que decir en torno de su devenir. Pero inicialmente pareciera necesario revisar
esa acepción que utilizamos
irreflexivamente: alumnos. Sin que lo advirtamos, los escindimos de su “otra”
vida, la que se va erigiendo por fuera del cerco perimetral que protege - y a
la vez aleja - la escuela del barrio, los despojamos de sus condiciones
identitarias. Nombrados sólo como alumnos devienen incompletos, carentes de
historia y saberes propios; siguiendo a Pineau (2001), aludirlos desde su
necesidad de recibir educación en una institución específica supone
completarlos para volverlos adultos.
Si el
docente se presenta como único y legítimo portador de aquello que el alumno,
infante además, no posee, éste nunca podrá ser comprendido al interior del
proceso pedagógico como un “igual” o “futuro igual”, sino como alguien menor, y
por ello, inferior. Claramente, este concepto no abre a nuevos
cuestionamientos; elijo entenderlo como sujeto escolar; doblemente sujetado,
revisitando a Foucault (1996), atado al adulto y su universo de
significaciones mediante el control y la dependencia, oscilante entre la
protección y la represión, y también a sí mismo, inscripto en la red de
experiencias que va hilvanando en su devenir personal, en permanente tensión
entre imposición y resistencia. Pero esa doble sujeción no implica
homogeneidad, ya que en el escenario escolar existe, también, un lugar para las
diferencias, lo contestatario y lo opuesto; desde allí, revisando los
postulados de Bleichmar (1993), este sujeto se ubica entre dos temporalidades
articuladas, en las que se va constituyendo desde la ligazón de sus
experiencias singulares y las instituciones creadas y direccionadas por los
adultos.
La
escuela, por ello, se instaura como el espacio en donde la doble sujeción y la
articulación de temporalidades se pone en juego en relación con el otro y con
el saber; ante su valoración en términos de empobrecimiento material y
simbólico, Duschatzky
(1995) nos indica la necesidad de reinstalarla como núcleo de sentido, donde
los diversos sujetos se perciban reconocidos como sujeto de enunciación,
delineando las tramas de las que están hechas sus voces y desde la pertenencia
de esa posibilidad de decir, para volver a connotarla como el lugar del conocimiento.
A través del diálogo, evento colectivo de construcción discursiva, se van co-
creando las condiciones para la expresión y los intercambios, valorando la
palabra y, a la vez, posibilitando la construcción de otras inclusiones,
exteriorizando y validando contenidos, desplegando la diversidad
de posiciones y miradas que se entrecruzan a través de relaciones
intersubjetivas. El sujeto escolar ha construido, como tal, saberes en torno de
la escuela y en torno del devenir curricular, y pugna por colocarlos en
circulación, dando cuenta, de esta manera, cómo interpreta los quehaceres
cotidianos en el marco de la cultura escolar.
Socialización, Cuidado y Reconstrucciones
colectivas
Tal como
afirma Tenti Fanfani (2000b), las profundas transformaciones en la estructura y
las funciones de la familia, la omnipresencia de los medios de producción y
circulación de productos simbólicos, unidos a los procesos de base que los
sustentan, entre ellos la urbanización, el desarrollo científico y tecnológico,
la globalización, la expansión de la lógica del mercado, las transformaciones
en el trabajo y la estructura social moderna, nos conminan a renovar la mirada
sobre la escuela y su contribución a la socialización del sujeto escolar, a la
vez que, de acuerdo con Urresti (2000), se constituye en una de sus
instituciones tradicionales, junto con la familia y el trabajo, que se
encuentra frente a una significativa crisis de sentido. En tanto, recuperando a
Tenti Fanfani (2000c), puedo señalar que la escuela ha perdido el monopolio de
la inculcación de significaciones, que a su vez se inclinan hacia la
diversificación y la fragmentación, no pudiendo negar la existencia de otros
lenguajes y saberes y otros modos de apropiación, distintos a los consagrados
curricularmente. Al respecto, advierte Martín- Barbero (2003), que mientras el
sujeto escolar emerge de un entorno fuertemente corporal y emocional, la
escuela continúa exigiendo dejar fuera el cuerpo de su sensibilidad y sus
emociones, ya que desestabilizan la autoridad institucional.
Entre
experiencias e instituciones, situando como eje al sujeto escolar, ensayo
alguna aproximación lícita recuperando el concepto de socialización, clave en términos educativos. Stagno (op.
cit.) reconoce una transformación continua y sostenida en torno de la
valoración de la socialización como obediencia, respeto y dependencia del mundo
adulto, que se ha tornado en otra, en la que el pensamiento pedagógico moderno
ha incidido, cuya característica destacable reside en la autonomía. Este cuestionamiento
a su definición clásica no remite directamente a la negación de la importancia
de la intervención adulta, ya que las discusiones sobre los diversos grados de
autonomía y el reconocimiento de su agencia social no excluyen los cuidados del
adulto, sino que la asimetría consustancial al vínculo entre niños y adultos
los tornan indispensables. La mirada renovada en torno de la socialización como
tarea de la escuela me ubica de cara a los márgenes crecientes de autonomía del
sujeto escolar, participante activo en ese proceso en el que va definiéndose su
identidad, poniendo en juego la confrontación de las diferencias, sin descuidar
que, además, esas experiencias tienen efecto sobre las prácticas de los
adultos.
Pero en este camino existen
escollos: Finocchio (2010) plantea la fractura
de saberes y vínculos sociales, evidenciados en la concepción del docente como
mero instructor mientras otros profesionales se encargan del vínculo con los
alumnos, así como el lugar conquistado por las tecnologías, que fragmentan el
fenómeno educativo con consecuencias complejas, enmarcados en la creación de
una cultura escolar que tiende a promover la individuación, como compulsión a
ser uno mismo sin provisión de recursos ni red de protección social; allí la
experiencia educativa y el saber pierden su sentido vinculante, y abandonan la
construcción de lazos de sentido compartido; asimismo, se destaca la
constitución de la autoridad docente desde la demagogia, como simulación de
aceptaciones que encubre condescendencia.
Atender (y entender) el
valor pleno de otras maneras de concebir la autonomía supone construir un
delicado equilibrio, ya que la identificación de sus márgenes imprime nuevas
exigencias a las formas tradicionales de construir una autoridad cultural docente,
desde modos alternativos de reconocimiento e intercambio. Sobrellevar tales
riesgos requiere tener presente su componente asimétrico que, siguiendo a Antelo (2005), podría ser usado
en la demostración del valor que posee culturalmente el cuidado al otro, a
través de la enseñanza de conocimientos: señas, signos, medios de orientación y
guías para obrar en lo sucesivo. Al respecto, el autor (2009a) advierte que la enseñanza
no es sin compromiso, y la formación precisa instalarlo en el centro de su
ideario, ya que no se puede no querer algo del otro cuando se enseña, pero ese
compromiso es con la transmisión, la enseñanza, el oficio, la obra: dar clases.
Asimismo, caracteriza de manera audaz esa enseñanza: somos básicamente dadores,
función anclada en la tradición enciclopedista y acumulativa, combinada con la
noción del maestro como proveedor de todo saber, como anteriormente ha señalado
(1999), pero destacando que revisar estas huellas en nuestra historia nos
permitiría, a su vez, revisar la prescripción curricular desde su
recontextualización, tarea que reviste el detenimiento imprescindible en torno
de qué se enseña y cómo se hace. Para Zelmanovich (2005), lo social encarna en un Otro
singular, que permite acogerlo en un vínculo; educar, por ello, supone resignificar al interior mismo de la relación de enseñanza el
verdadero “arte” de
cuidar, en términos de gestos, en la instalación de los contenidos culturales,
como una “terceridad” que establece esa mediación privilegiada.
Desde este giro,
socialización abre al cuidado imbricado en la enseñanza; Antelo (2009b) enfatiza que enseñanza y
cuidado se requieren mutuamente, ya que asistir es responder, un estar
presente. De esta manera, resalta la relevancia adquirida culturalmente del
cuidado del otro a través de la enseñanza, en contraposición con dos ideas que
la descalifican, la proximidad del otro como amenaza o estorbo, y la
prescindencia del otro en un mundo regido por una única manera de pensar la
dependencia, como debilidad o déficit. Por su parte, Dussel y Southwell (2005)
me recuerdan que parte sustancial del cuidado que la escuela ofrece,
definitoria del sentido de su existencia, consiste en brindar conocimientos a
las nuevas generaciones, imbricados con experiencias y posiciones éticas. El
sostenimiento de la posición de adultos, que edifica un lugar de cuidado para
el otro, nutre la construcción de una posición y un posicionamiento pedagógico
y responde, a su vez, a cuestionamientos éticos y políticos. Y aquí recupero a Fernández
Enguita (1999), quien advierte que los docentes, ante presiones y
dificultades de la vida escolar, optan por excluir de la participación a los
otros sectores de la comunidad, descreyendo de la capacidad decisoria del sujeto escolar sobre qué
aprender y cómo evaluarlo; por ello, retomo la validez de interrogarme en torno
de para qué educo, en nombre de quién, con qué derecho, e incorporo la
dimensión política en la tarea, que me permite evitar la pretensión del control
absoluto de los contenidos y también del tipo de relación que se establece
entre ellos.
Socialización, cuidado y
reconstrucción colectiva de conocimientos. Tres conceptos que se entraman en
este intento de dotar de sentido aquella escena que desestabilizó mis, hasta
entonces, certezas. Creo válido, aún, ahondar en la noción de asimetría, como
diferencia y distancia desde donde se produce atención y mirada. Argumenta
Zelmanovich (2003) que resulta necesaria y facilitadora del crecimiento, en
tanto existe a partir de una necesidad de otro, quien posee una función
constituyente para el sujeto, reactualizándola en su faz de amparo y de
protección, y es en este marco que surge la autoridad, desde esa disparidad
subjetiva que reconoce la singularidad de los deseos puestos en juego en el
logro de la transferencia. En este interjuego de relaciones, reconociendo ese
sujeto escolar en su singularidad, recibo el beneficio de ser reconocida y
legitimada en la función educadora, sólo a condición de constituirme en
oferente de referencias y significados que permitan construir la diferencia,
que es su propia palabra, encarnando al otro que habilita la función
subjetivante.
Palabras Finales
Vuelvo al punto de partida, transformado ahora en
punto de llegada, recordando que, como menciona Tenti Fanfani (2000a), el buen
sentido pedagógico aconseja la atención y la consideración de las
preocupaciones habituales del sujeto escolar en tanto sujeto empírico. La
perplejidad inicial respecto de esa irrupción en el cotidiano me condujo al
intento de colocar en cuestión esos decires que prefiguran saberes, y me
conminó a reflexionar, en sus dos sentidos, como reelaboración de esos aspectos
recónditos de la cultura escolar y especularmente, verme como
creo que soy y experimentar la diferencia con lo que verdaderamente soy, pero
desconocía. Tal como sugiere Duschatzky (2003), la tarea residió en transformar
esa reflexión en saber que dialoga con la escena escolar, para producir efectos
prácticos, habilitar modos subjetivantes de hacer con lo real, ya que, como
advierto retomando la afirmación de Duschatzky y Corea (2002), sólo hay
posición de transmisión si, ante la confrontación de las apariencias de lo
posible, se continúa intentando crear posibilidades, produciendo singularidades
para constituirnos como sujetos.
Los
sentidos puestos en juego desvelan que, para que cobren existencia como lo
dicho, hubo un espacio que permitió su explicitación, requiriendo a su vez de
una escucha que la reconozca, valore y problematice, ya que presupone un
diálogo que impide que las voces se encuentren solas. Erigiéndose desde la toma
de la palabra, fueron inventando un espacio propio que moldea, complejiza y
enriquece esa cultura escolar, en la que colectivamente y a partir del
reconocimiento mutuo, realizamos una elección y reconversión de aquello que se
nos propone o impone, transgrediendo y resignificando ese curriculum común y único y ese modelo pedagógico del aula estándar,
graduada, ordenada, simultánea y autocontenida. De allí la relevancia, como
señala Duschatzky (2001), de repensar la escuela como institución capaz de
nombrar lo que en ellas acontece, y autorizar la instalación de otras escenas y
acontecimientos, de otros órdenes, para que puedan suceder. La activación de
estos espacios, aunque parezcan ínfimos, asienta la posibilidad de pensar la transmisión
no ya como simple repetición, sino como un pasaje que contiene los suficientes
intersticios como para que el sujeto escolar, ese otro, encuentre un lugar en
donde anclar sentidos.
Nos encontramos, tal como manifiesta
Zelmanovich (2003), ante y entre subjetividades en vías de constitución, que se
van configurando en el discurso de los adultos, y requieren de alguien que se
acerque y ofrezca zonas de protección que les posibiliten aprehenderla, en esa
relación asimétrica ante quien procura lograr un lugar propio, desde el que
pararse, para afrontar el mundo de los adultos, y por ello decidir quién será. En este entrecruzamiento de subjetividades,
me descubro con la mirada cargada de nuevos cuestionamientos, cimentados en
esas modalidades insospechadas de discusión en torno de recortes de la
realidad, congelados y estáticos, que suelen encontrarse investidos de lejanía
y ajenidad. Retomo los aportes de Siede (2011), quien destaca que las
tradiciones curriculares, así como las didácticas, parecieran haberse bifurcado
en diversidad de prácticas, que se atienen más a los intereses particulares del
docente y a las publicaciones destinadas al uso áulico que a las prescripciones
formales o de la producción académica, tornando más relevante lo que pasa en cada
aula, ya que existen divisiones y separaciones al interior mismo de cada
escuela y, de la misma manera pero a otra escala, entre los distintos niveles.
Puedo atisbarlas, por ello, como provocadoras de transformaciones en mis
haceres, a veces sutilmente pero siempre a escala minuciosa y constante, desde
esa invención de un lugar de identidad, y por ello relacional e histórico.
Decires
imbricados en saberes, explicitadores de sus posibilidades de negociación y
como segundos sentidos, que dejan notar sus vivencias, deseos, expectativas,
intereses que también enseñan, en este encuentro renovado con lo nuevo, y se
inscriben en maneras de concebir una escuela que acepte sus modos de
relacionarse, vivir, aprender, demandar, que se dejen interpelar por ellos dándoles
cabida. Su reconocimiento y atención supone responsabilizarme, reconociendo ese
momento inicial de desconcierto como camino hasta ahora intransitado, en esa
confluencia entre lo necesario, lo obligatorio, lo planificado y lo imprevisto,
lo disruptivo y lo insujetable, tornándolos visibles y audibles en el suceder
intersubjetivo. Me pregunto ahora si, tal como advierte Dussel
(2006b), los límites de lo posible en las aulas se irían construyendo a partir
del enriquecimiento del vínculo pedagógico en esta
transmisión y pasaje en ambos sentidos. Como (re) apropiación de la experiencia,
estableciendo unas enseñanzas y unos aprendizajes, siguiendo a la autora
(2006a), que liguen la aportación a lo común y público, y al mismo tiempo
contribuyan a su recreación, como afirmación de identidades, en una
redefinición continua y colectiva que permita la conversión del aula en ámbito
donde se vincula la
relación entre el saber de la escuela y el saber que poseen, usan y necesitan
en la vida social cotidiana.
Quizás, sólo quizás,
este sea el primer desafío, como afirma esperanzadamente Goodson (2007), que
habilite a futuro el compromiso del curriculum con las
misiones, pasiones y propósitos que las personas articulan en sus vidas, un
curriculum para el empoderamiento.
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