Jorge Ramírez Caro*
No
se puede concebir a un educador que no ejerza la crítica y a la vez sea
autocrítico. No podría crecer como persona ni podría propiciar el cambio y el
crecimiento en sus educandos, en sus colegas, en la institución y en la
sociedad en general. Un educador acrítico, irreflexivo e inconsciente no podría
ostentar el título educador, puesto que terminaría siendo pasivo, reproductor y
propagador, no sólo de lo que el sistema y la institución piden y mandan, sino
de lo que los medios masivos propalan a diario. La crítica es el mejor abono,
el mejor fermento que una persona, una institución y una sociedad puedan
recibir para crecer, florecer y frutecer. Sin crítica estamos condenados a
estancarnos y a pudrirnos, a convertirnos en piezas de museo y en moldeables
juguetes por las ideas.
Si la
crítica ventila, airea y renueva al individuo, a la institución y a la sociedad
desde afuera, la autocrítica trabaja desde dentro. No sólo debemos estar dispuestos
a que otros nos critiquen, nos cuestionen, sino que al mismo tiempo debemos
estar anuentes y preparados para autoexaminar nuestras labores, nuestras
actitudes y nuestra práctica como docentes, ciudadanos y padres de familia. Sin
la autocrítica nos dejamos atrapar en y por nuestras propias redes y nos
dejamos ahogar en y por nuestro propio aire. La autocrítica es el espejo que
nosotros mismos creamos para vernos por dentro. Sentados frente a él invocamos
nuestros proyectos, nuestros objetivos, nuestros principios. El autoexamen no
es sólo una revisión de mi conciencia, sino también una autoevaluación de mi
proyecto de vida personal y profesional al interior de una filosofía de un
formador que procura cultivar valores y a la vez motivar y posibilitar que los
educandos lleguen a ser personas críticas y autocríticas.
Desempeñarnos
como educadores críticos y autocríticos se convierte en una tarea, si no
imposible, por lo menos difícil de llevar a cabo en la medida en que como
personas, como ciudadanos y como padres de familia no lo seamos. Nuestra
habitual actitud es la de asumir posiciones ambiguas (o encastillarnos en el
silencio) frente a los fenómenos, las acciones y las palabras de los otros.
Nuestra más natural respuesta es la de una actitud defensiva, incrédula y
repulsiva frente a aquello que nos concierne, que nos confronta y toca nuestros
puntos neurálgicos. No solemos estar anuentes a ser criticados, pero sí en
absoluta disposición y en constante ejercicio de la crítica de todo aquello
dicho, heno o dejado de hacer por el otro. Esta actitud pone en evidencia
nuestra mezquina concepción de lo que es la crítica: sólo es válida si la
ejercemos nosotros, pero es interesada, malintencionada y carente de
fundamentos si la ejerce el otro. Concebir la crítica como la expresión de mi
punto de vista sobre lo que hace el otro y resaltar sólo lo positivo o sólo lo
negativo no es un correcto ejercicio: la crítica es valoración y juicio de lo
positivo y de lo negativo que hay en los fenómenos, en las actitudes, en las
prácticas y en las palabras del otro.
Cuando se nos solicita
la palabra, el comentario, la sugerencia, la crítica, el aporte y el punto de
vista, solemos guardar silencio en ese espacio y en ese momento que podemos
hacer uso de nuestra palabra y externar nuestro punto de vista. Apenas pasa ese
tiempo, inmediatamente salimos de ese espacio, damos rienda suelta a todo
aquello que teníamos que haber dicho frente a quien nos interpelaba, pero que
no fuimos capaces de articular. Pues una vez salidos de la mudez, nos
convertimos en cicerones y soltamos las esclusas de lo que se tenía que haber
oído en el plenario. Con esto de estar dispuesto a criticar pero no a ser
criticados nos pasa lo mismo que con las dictaduras de nuestro sufrido
continente: sólo está permitido disparar en un solo sentido; es criminal y
atenta contra toda ley, norma y tratado que alguien lo haga contra los ubicados
dentro del orden establecido[1].
Esta espiral de silencio
se practica sistemáticamente en las actividades académicas, en las que el uso
de la palabra es lo más antidemocrático, dado que sólo fluye en una sola
dirección: del profesor hacia los estudiantes, del conferencista hacia los
asistentes, de los que se suponen poseedores del saber hacia los que carecen de
él. Cuando el docente habla no encuentra una voz que cuestione sus
planteamientos ni los de la lectura que se ha propuesto como punto de arranque
para una discusión: la polémica ha sido sustituida por el asentimiento
irrestricto de lo planteado; el análisis y la interpretación, desplazados por
una serie de anécdotas y comentarios que en nada enriquecen ni cuestionan el
punto de vista impuesto. Se pone de manifiesto lo que es una práctica cotidiana
en el aula: ni el docente ni los estudiantes son enseñados a disentir, sino a
asentir; no se les enseña a formular preguntas, sino a responder; nunca a
analizar, sino a memorizar; nunca a replantear, sino a reproducir. Como puede
observarse, este malestar no afecta sólo a los estudiantes, sino también a los
profesionales de la educación, enseñados antes a consumir pasiva y
acríticamente y que ahora enseñan lo mismo a otros.
Consabido es el
mecanismo al que recurre quien no tiene bases ni fundamentos para cuestionar lo
dado ni para aceptar los cuestionamientos del otro. Es una especie de pacto
para perpetuar la mediocridad: a) callo ante tu error para que cuando yo me
equivoque, calles; b) si te digo algo, calculo no golpear tus intereses para
que cuando me digas algo no te metas con los míos; c) si te equivocas, callo
porque yo me he equivocado antes, y de eso estás enterado, razón por la cual
estoy desautorizado para cuestionar y desenmascarar; d) de modo que si haces
algo mediocremente, yo me derrito en halagos para cuando yo haga lo mismo me
devuelvas la pelota; e) si sé que en todo te fijas y que me puedes reclamar y
poner en evidencia ante otros, entonces me pongo furioso, saco las uñas, rompo
relaciones y me retiro de la mesa de negociaciones para que nadie se meta
conmigo. Cualquier parecido de esta actitud con la política exterior de algún
país no es mera coincidencia.
A veces el ejercicio de
la crítica encuentra su principal obstáculo en el miedo o en el servilismo:
tememos disentir porque somos fieles, obedientes y serviles. No queremos ser
puestos al margen ni en contra del centro. Queremos cortejar, agasajar y
complacer a todo aquel que nos represente un peldaño para nuestro ascenso.
Seguimos al pie de la letra todos los rituales y ceremonias sociales para que
nadie tenga la menor duda de que actúo tal y como manda la ley y según le gusta
a quien puede variar el rumbo de mi vida. Tememos romper la luz que nos puede
dejar en las tinieblas. Nos convertimos en seres complacientes, de caprichos y
antojos de arbitrarios que sólo viven de estas pleitesías. En lugar de desenmascarar
estos vicios, estas corrupciones y estos potentados, nos convertidos en los
pilares y en las rocas fundamentales sobre los que se levanta el edificio de la
opresión. En lugar de roer y morder fuerte el hueso tiránico del déspota nos
dedicamos a darle palmaditas y lamidos de perros fieles. Callamos por temor a
ser estigmatizados como incómodos, bochincheros, busca pleitos, inconformes y
otras marcas que circulan y flotan en la atmósfera de las instituciones de las
sociedades del mundo civilizado, libre y democrático como suelen llamar los
medios masivos a estas latitudes. Este silencio nos convierte, no sólo en
conformistas, sino también en víctimas y cómplices: vemos, experimentamos y
dejamos pasar. Hemos interiorizado la frase de quien ha sido agarrado con las
manos en la masa o de aquel que se apersona donde estamos, comete una fechoría
y, con toda la frescura del mundo, dice a los presentes: “Ustedes no me han
visto. Yo nunca he estado aquí”.
Si es cuerdo decir que
los educadores somos el único ejército con que cuenta este país (me refiero a
Costa Rica), todavía es más sensato recordar que no hemos sido reclutados para
defender los más caros intereses de quienes corrompen las instituciones y la
sociedad. No estamos aquí para acuerpar ni para matarnos por causas injustas e
inmorales. No estamos aquí para hacer patria según el criterio de los
políticos, de los tecnócratas y de los medios masivos, para quienes eso
significa conservar y perpetuar el orden corrupto y deshumanizado en que
vivimos. La razón por la que estamos aquí es para devolverle la brújula al
mundo, para construir un norte más humano, más sensible, más solidario y
democrático, más crítico y autocrítico. Si hacer silencio es hacer política a
favor de la corrupción y la dominación, hablar y denunciar es hacer política a
favor de la justicia y de la liberación.
El educador posee una
función y una misión no sólo política sino también profética: no sólo comparte
y reparte conocimientos, sino que también denuncia las circunstancias en que
ese conocimiento se produce, se trasmite y se recibe, y más específicamente:
las circunstancias en las que se da el proceso enseñanza-aprendizaje, bajo qué
condiciones sociales, políticas, económicas y éticas. Antes de divulgar
conocimientos debo preguntarme si soy apto ética y moralmente para hacerlo. No
sólo basta con estar preparado, sino que haya coherencia entre lo predicado y
lo practicado. Alguien podría objetar que para ser objetivo el educador debe
enseñar incluso aquello en lo que no cree. Pero el educador no es ni puede ser
un ente aséptico, un ser etéreo y desvinculado de un mundo y de una sociedad
que cada día precisa de gente que le devuelva al mundo una razón por la que
seguir adelante. No puedo pretender que otros vivan y practiquen lo que no soy
capaz ni estoy dispuesto a hacer.
Dejarnos
envolver, devorar y asimilar por una institución es o sería prueba suficiente
de nuestra incapacidad crítica y autocrítica, sería expresión de nuestra
imposibilidad de distinguir y discernir entre lo que es más ética y moralmente
correcto. Si como educador debo actuar como un ser sin rostro o como un ser que
sólo revelo el rostro de la institución para la que trabajo, debo reconocer que
en ese sentido he sido anulado y la institución aparece como un monstruo que no
deja posibilidad de autonomía y de libertad a sus trabajadores. Si para
pensarme lo tengo que hacer como un ser institucionalizado, es decir, como
alguien que encarna y materializa las míticas virtudes que la institución dice
poseer y ser difusora y defensora, entonces, ¿qué ha sido de mí, dónde ha
quedado mi libertad y en qué consiste la libertad de cátedra? Espero que lo que
llamamos libertad de cátedra no sea la libertad que se atribuye la institución
para convertirme en una cotorra de sus valores, tan sólo porque me paga un
salario y debo estar agradecido de haber sido contratado como su trabajador.
He adelantado que
nuestro habitual proceder cuando se nos da la oportunidad de expresar nuestro
punto de vista es el silencio. Por cobardía optamos por callar ante la
inoperancia, ante la insensibilidad, ante la corrupción y ante la injusticia de
personas, instituciones y sociedades. Muchas veces este silencio es hijo del
temor a las represalias que recaerían sobre nosotros si llegásemos a decir
algo. En este sentido, el silencio es una táctica, es un paso calculado y
premeditado. Es nuestra manera de sobrevivir y de acuerpar lo bueno y lo malo,
lo justo y lo injusto de los otros o que nosotros mismos realizamos. No sólo
expresamos con él nuestro recato, nuestra moderación y nuestra prudencia, sino
que con él también expresamos nuestra hipócrita posición: “Voy a esperar a ver
qué pasa si no digo nada”.
Este aplazamiento de la
palabra se convierte en un implícito respaldo de lo que se esté permitiendo
hacer o no. Cuando, remordido por la conciencia, me atrevo a romper mi
silencio, ya mi palabra no tiene suficiente filo como para cortar o penetrar la
primera capa discursiva en la que se ha atrincherado el mal que dejé pasar un
día. Porque suele suceder que el mal, una vez nacido, comienza a rodearse de
estructuras como especie de caparazones, de modo que termina en un gran centro,
en el gran corazón de las personas, de las instituciones y de las sociedades,
quienes lo llegan a ver como algo natural y lo defienden como si fuera injusto
oponérsele y combatirlo: el mal se convierte en su motor, en su eje, en su
razón de ser. Cuando pretendemos desmantelar la injusticia ésta es un gran
bulbo rodeado por intraspasables capas que ni la palabra más aguda, ni la
crítica más afilada logra penetrar. Primero porque el mismo sistema ha creado
mecanismos suficientes para que no lleguen las críticas y segundo porque
tendemos a aliarnos con quien demuestra tener control sobre muchas estructuras
de las cuales podemos salir beneficiado a mediano o largo plazo.
El silencio de quien
enseña frente a los problemas del presente es similar al silencio de quien
aprende ante las nuevas cuestiones que el educador le plantea. El silencio nos
vuelve cobardes y chatos: nos inhibimos de pensar, de cuestionar y de proponer
una palabra distinta de la que se nos impone. Al no disentir, asumimos lo dado
como válido. Lo que oímos, lo que vemos y lo que experimentamos no sólo le
damos un rango de naturalidad o de normalidad, sino que llega a ser algo que ni
siquiera nos interpela ni nos mueve a preguntarnos si así tenía que ser o si no
podrá ser de otro modo. Así como el estudiante teme ser descalificado por quien
enseña, también nosotros tememos ser frenados, acorralados o despedidos por la
institución que nos contrata. Callamos por el ruin cálculo del arribismo: si
deseo ascender debo ser fiel, obediente y servicial y no un cuestionador o un
crítico del sistema. Así funciona la lógica de la institucionalización.
Necesitamos una palabra de poder que nos reconozca, nos elija y nos recomiende
para futuros ascensos. Si nos comportamos según otra lógica tememos no
beneficiarnos con las migajas que se caen de la mesa de quien mueve las piezas.
Tememos tener que jodernos la vida en otro lado trabajando como se debe por
abandonar, por tontos, la gran ubre de la vaca del Estado.
Cuando callamos nos
negamos a crecer humana, ética y espiritualmente. Le negamos a la institución y
a la sociedad la posibilidad de crecer y estar más expurgadas de obstáculos,
vicios de corrupción y cadenas que las anquilosan y las hacen retrógradas,
monolíticas y cadáveres vivientes. Pobre fuera Nuestra América si no contara
con maestros como José Martí, Omar Dengo, Joaquín García Monge, Isaac Felipe
Azofeifa y Paulo Freire. Pobres seríamos nosotros si en lugar de críticos y
autocríticos terminamos siendo plumas al aire, veletas indecisas, seres que
dejan que otros escojan el camino por uno, los sueños por uno, la vida por uno.
Tal vez no mereceríamos el nombre de humanos, sino de serviles borregos que
cualquiera conduce al matadero.
* Escritor, tallerista
literario y educador. Profesor en la Universidad Nacional y en la Universidad
de Costa Rica. Autor de obras como: La máquina de los recuerdos (1993), Los rituales
del poder (1997),
Sombras
de antes (1998), Guía de
razonamiento verbal
(2000), Las cenizas del sentido (2001), Los juegos del duente (2003), Pensamiento
hábil & creativo (2003) (coautor).
y artículos en revistas especializados.
[1] Se califica, evalúa y
considera terrorismo las acciones llevadas a cabo por los enemigos del orden
mundial, pero la arremetida de Estado Unidos contra cualquier pueblo se
enmarcan dentro de la Defensa de los intereses nacionales del padre del
garrote. Este mismo procedimiento se aplica en nuestras naciones contra
aquellos que se ubican en la oposición o en los grupos sociales reivindicadores
de los derechos fundamentales: se les acusas de desestabilizadores del orden
social y de atentan contra los valores democráticos, la paz y la libertad.